No sé si se trata de una especie de sentimentalismo barato y arraigado que corroe de tanto en tanto mis entrañas, la forma en la que el alcohol golpetea, arrasa, quema, me lleva a escupir palabras a modo de verdades o que una parte de mi ha comenzado a creerse el cuento de que cuanto uno menos habla de su historia más corre el riesgo de caer en el olvido.

Mi historia comenzó en un poblado del montón, llamado Helltown, y si el máximo de tus conflictos recae en hacerte de las distancias mentales entre Boston y Helltown, déjame decirte que es algo que harías en un viaje de plena inconciencia de la noche a la mañana y así poder cargar la mayor de las culpas sobre tu sutil y predilecta amada, Mary.

Como sea, aún soy capaz de distinguir el momento exacto en que las risas, aplausos, palmadas sobre un hombro se desdibujaron para transformarse en simples portazos de la vida diaria en donde mis padres lo único que intentaban hacer era subsistir mientras permanecía al resguardo dentro de aquellas delgadas y deprimentes cuatro paredes que eran un calco de la casa contigua y así sucesivamente, una realidad lo suficientemente monótona y pálida, que ni el mismo Krueger sería capaz de calcar.

Me acostumbré al sonido de la voz de una de las amigas más cercanas de mi madre, el tipo de música que solía escuchar, los intensos minutos detrás de una de las tantas llamadas sin propósito que sería capaz de mantener en el día a día y la desagradable forma en la solía morderse la uñas para que el maldito teléfono volviese a sonar a modo de súplica, pero no había sido la única. 

Adultos, conocidos de mis padres bajo el término de amigos de toda la vida, había dejado de sentirme extraña frente a ellos,  los vi desfilar, ir y venir día tras día, si me lo hubiera planteado ni siquiera me hubiera costado conformar alguna especie de grilla de los años dorados, al menos hasta que mis padres volvían a casa. En especial mi madre, siempre había sido lo que hoy en día se conocería como una madre ausente, no por gusto y tampoco era una de esas que llegaba con un oso de peluche que apenas lograba pasar por la puerta para lavar sus culpas, por que de querer lavar había una  cantidad de tandas de ropa sucia primero pero no, nada de culpas. 

No lo llamaría obsesión pero pasó o más bien pasamos, nos convertimos en padecientes de aquellas etapas en pleno invierno en donde de un momento para otro luego de oírme hablar a mitad de la noche, soltar unos cuantos sollozos en plena oscuridad, terminaba por arroparme y verme perdida a mitad del corredor del sector de emergencias del hospital local en busca de respuestas que ni yo misma era capaz de darle, pero que uno de los medicos residentes catalogó como terrores nocturnos y una pizca del sindrome del amigo invisible, un poco de esto y poco de aquello que buscaron calmar, apaciguar, acallar ... pero lo unico que hicieron fue adormecerme a mi pero no a los pensamientos.

Con el paso de los años aquel sueño comenzó a ganar fuerza, ya hasta pereza daba romper en llanto en especial cuando comienzas a tener la edad suficiente como para ser encasillada como una adolescente del montón, pero todo dio un giro necesariamente lúgubre cuando comprendí que no había pellizco, zamarreo lo suficiente fuerte que me hiciera comprender que todo aquello que estaba sucediendo puertas adentro de aquella casa no era producto de mi imaginación, sino un mísero deja vú en carne y hueso que no era capaz de romper mientras los cuerpos de mis padres eran despedazados por un ser tan siniestro, culpé a mi mente por idear un plan tan macabro en todos estos años. Mi mente estaba enferma, debería estarlo, llegué a pensar mientras me sumía en la inconsciencia y el humo comenzaba a hacerse uno con mis pulmones.

Los oídos me zumbaron al oír como la noche del asesinato de mis padres se había transformado en la matanza en la casa Fowler, marcándome como una sospechosa a primeras, no por mis traspiés, sino por todo lo que me había llevado con mis padres a la tumba. 

No había nada decente que pudiera arrojarles como carne de cañón a aquellos hombres insulsos e inútiles detrás de sus escritorios que no terminase en una carcajada frente a mis narices de un momento a otro y solo por eso acepté  el encierro en una nueva jaula (correccional de menores), en las cercanías de Highland Hills, Cleveland.

¡Cleveland, allí vamos!. ¿Cómo me recibió Cleveland?. A base de golpizas, cortes de labios, la dureza de las putrefactas bandejas de comida del correccional que fui buscándome con el correr de los días como todo nueva, hay una estadística que dice que si eres lo suficientemente jodida en los primeros días puede que te ganes un ticket de aceptación allí dentro y por aquel entonces estaba repleta de una rabia e impotencia que necesitaba externalizar, hasta notar como una a una de aquellas heridas producto de castigos o simples golpizas me generaban una sensación de satisfacción intensa, casi como si las mereciera.