Era casi medianoche cuando Tahara se sentó en el pequeño sofá desde donde podía vislumbrar la habitación entreabierta de Chiara. Pronto apagó la luz y el silencio se hizo patente en el apartamento; no así en la mente de la profesional. Su cabeza bullía de recuerdos e información, sacando una carpeta llena de datos de los secuaces del padre de Chiara, todos sus segundos al mando y aquellos sospechosos que ansiaban el poder para cuando él muriese.

 

A pesar de haber dejado claro que su hija sería su heredera natural, el mundo de la mafia estaba tan enterrado en las viejas costumbres que jamás permitirían que una mujer ocupase el mayor puesto en un clan. Era algo únicamente reservado para el primogénito, para el hijo; para el hermano si fuera preciso. Como si de la misma realeza del Antiguo Régimen se tratase: una mujer jamás podría reinar.

 

Pero De Luca había hecho oídos sordos, y desde muy pequeña, su hija manejaba los negocios de su padre. Su heredera debía conocer de primera mano de dónde salía su fortuna, debía saber en quién confiar y cómo mover los hilos desde la lejanía para conseguir sus propósitos. Toda una enredadera que parecía ser demasiado para la mente femenina, “más preparada para cosas banales y frívolas como la belleza y el estúpido sentido de la moda”. Simples gastos, decían, sin preocuparse de dónde viniese la fortuna.

 

Sin embargo, De Luca no era así. Aunque Chiara fuese una princesa italiana, podía defenderse sola. Tahara lo había visto de primera mano, no parecía querer a una desconocida siguiéndola a cada paso; pero eso servía si no se tenía a medio clan persiguiéndote por las esquinas, además de conocerla y saber cómo podría defenderse.

 

Por eso la contrataron, para convertirse en su sombra pasando inadvertida. Como si fuera su simple compañera de habitación, con quien compartía clases en la facultad y con la que parecía haber una amistad en la que no pudieran vivir la una sin la otra. Aunque la realidad era bien distinta.

 

Ojeó la carpeta por encima, no era la primera noche recabando información. Buscó su nuevo objetivo, un muchacho joven de cabello castaño, rostro amigable y sonrisa traicionera, pues era uno de los mayores asesinos a sueldo de De Luca. Americano de nacimiento, había ingresado en el clan no hacía demasiado tiempo, pero debido a su capacidad para eliminar sujetos indeseados, había escalado meteóricamente hasta formar parte de la pequeña cúpula de protección del famoso capo.

 

No era una amenaza singular, no parecía ser uno de los que ansiaban el poder. Ese muchacho no tenía madera para ser el líder. Pero sí podía ser un brazo ejecutor. Uno casi tan implacable como la propia Dandelion.

 

Gómez le pasaba información en casi todas sus reuniones en el Andromeda, en el despacho que alguna vez fue de Tahara. Con una copa de whisky y otra de ginebra, intercambiaban información acerca del peligro que rodeaba a la muchacha.

 

Cerró la carpeta con un nuevo sospechoso y echó la cabeza atrás, suspirando. Desviando la mirada hacia la habitación de Chiara, no siendo consciente del peligro que la rodeaba simplemente por su apellido. Decidió pasar esa noche en vela —una más—, dejando que los recuerdos de sus comienzos nublaran su mente y ciertos sentimientos que ya tenía olvidados volvieran a su corazón años después.

 

Porque esa protección era idéntica a la que le había regalado a Isabelle. Esas noches sin dormir, pegada a la cama de la prostituta después de un intenso día de trabajo. Siempre se colaba cuando creía que todo el mundo dormía, permaneciendo ella ajena al trabajo de Morfeo siendo la protectora de la chica por la que el proxeneta había muerto de una simple pelea con una chiquilla que apenas había alcanzado la mayoría de edad. Tras él vendría alguien, más peligroso si cabía, vengando la muerte de aquel indeseable.

 

Y como tal, así fue. Aquella vez Tahara no fue suficiente. Y la perdió. A Chiara no podía perderla. No por el simple hecho de fallar en su trabajo de nuevo, perdiendo toda credibilidad como profesional, sino por su propio orgullo. Ser la responsable de la muerte de dos muchachas jóvenes, una por amor y la otra por… bueno, no sabía todavía el motivo, pero sí que estaba segura de que iba más allá del simple dinero.

 

La cercanía a Chiara era inevitable, y no podía evitarse pensar que se trataba de una muchacha apuesta. El contraste de cabello oscuro y ojos claros siempre resaltaba, el aire de seguridad que siempre parecía acompañarla no hacía más que hacerla más atractiva y su capacidad para combinar conjuntos de ropa ya la convertían casi en una modelo de carne y hueso.

 

Tahara había sido testigo de cómo los hombres se giraban para mirarla, a veces sin pudor. Siempre reprimía una mueca de asco y seguía adelante, a su lado, sintiendo algo en su pecho al saberse que, de cierta manera, ella tenía ese privilegio del que ellos carecían.

 

Pero no debía haber sentimientos involucrados. Era algo que siempre se repetía cada noche, siempre que observaba su silueta durmiendo durante unos segundos antes de caer ella misma presa del sueño, pocas horas antes de un nuevo amanecer.