Daniel Selene nunca creyó que Adriana Salvatore pudiera significar algo para él. Se conocían desde hace poco tiempo, pero en aquel entonces, él todavía no era el cascarón vacío en el que se había convertido. Cuando ella apareció en su vida, Daniel ya era alguien distante, endurecido por los años de entrenamiento y la ausencia de emociones. Su corazón, que alguna vez había pertenecido solo a su hermana, ahora era una fortaleza infranqueable. Y sin embargo, Adriana logró encontrar una grieta en sus muros.
No tenía sentido. No entendía por qué ella insistía en hablarle, en provocarlo, en desafiarlo de la forma en que lo hacía. No entendía por qué su mirada parecía verlo como nadie más lo hacía. No con lástima, no con miedo, sino con una determinación tan irritante como intrigante.
Desde el inicio, se dejó llevar por su presencia, por esa luz inquebrantable que ella irradiaba. Le respondió con monosílabos, la ignoró cuando pudo y la enfrentó cuando ella lo forzó a hablar. Pero Adriana a diferencia de todos los demás,no le importaba que él fuera el heredero, no le importaba que su presencia intimidara a cualquiera que se atreviera a cruzar su camino. Ella solo… se quedó.
Y fue entonces cuando todo empezó a cambiar.
Era sutil, imperceptible al principio. Un comentario burlón de Adriana que le arrancaba un ligero alzamiento de ceja. Una tarde en la que, sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron al mismo lugar donde ella estaba. Un segundo de distracción en el que, por primera vez en años, dejó de pensar en su entrenamiento, en su deber, en su vacío.
Pero Adriana no solo logró entrar en su mundo. Lo sacudió por completo.
De alguna manera, con una facilidad exasperante, Adriana lograba desarmarlo por completo. No importaba cuán preparado estuviera, ella siempre encontraba la forma de hacerlo titubear. Con una sonrisa traviesa o una frase descarada, Adriana conseguía que Daniel tartamudeara, que el calor le subiera al rostro y que su mente se nublara de la peor manera posible. Era una batalla constante entre su autocontrol y la audacia de ella, una batalla que siempre terminaba perdiendo.
Era la primera persona, en tanto tiempo, que lograba quebrar su compostura sin esfuerzo alguno. Y eso lo aterraba.
Porque con ella, sin darse cuenta, comenzó a abrirse. Pero no entendía por qué. No era algo que pudiera controlar, no era algo que pudiera evitar. Solo sucedía. Dejó escapar comentarios que jamás había pensado decir. Sus silencios dejaron de ser escudos y se convirtieron en espacios donde ella encontraba la manera de colarse. Y poco a poco, Daniel empezó a cuestionarse todo. Su entrenamiento, su vida, su propósito… incluso su propio dolor.
Ella era la primera persona en años que lo veía por quien realmente era. Para todos, Daniel no era más que "el hermano de la que escapó". No importaba cuánto entrenara, cuánto se esforzara, cuánto demostrara su valía, su nombre siempre iba acompañado de un susurro, de una mirada de duda, de una sombra que no le pertenecía. Pero Adriana nunca lo miró así. Para ella, él no era un soldado, no era solo un nombre ligado a un linaje, era simplemente Daniel. Y eso lo desconcertaba tanto como lo atraía. Pero Daniel no sabía qué era. No quería llamarlo de ninguna forma, porque hacerlo sería aceptar que significaba algo. Y él no estaba listo para eso. Solo sabía una cosa con absoluta certeza: la quería solo para él. Y cuando lo entendió, ya era demasiado tarde para retroceder.