La luna pendía en lo alto del cielo, pálida y expectante, mientras ella se alzaba con una serenidad mortal en el centro del templo abandonado. Las sombras de las columnas caídas y las raíces que emergían de las grietas parecían inclinarse ante su presencia. Frente a ella, atados con cuerdas de un material que no pertenecía a este mundo, los científicos culpables temblaban bajo la mirada inquebrantable de la Diosa de la Sabiduría.
Los yokai se reunían en el borde de la oscuridad, observando con ojos brillantes y formas distorsionadas por la venganza contenida. Ninguno de ellos intervenía; este juicio pertenecía solo a su Diosa.
—Debe ser un privilegio raro para ustedes —dije con una sonrisa serena, inclinando la cabeza de manera inquisitiva—. Normalmente, los humanos se arrastran por este mundo sin jamás enfrentarse a lo que acecha en la penumbra. Pero ustedes... ustedes fueron lo suficientemente arrogantes para tocar lo que no comprendían.
Su mirada descendió con frialdad a los hombres aterrorizados. Detrás de ella, Artizult permanecía en silencio, tal vez su pareja no comprendía muchas cosas del mundo humano, pero hoy, hoy ella le enseñaría el contraste real que las acciones que esos de batas blancas habían jugado con él en el pasado, el verdadero equilibrio consecuente a las acciones científicas de los humanos era este juicio. Él fue la víctima, el resultado de su crueldad disfrazada de ciencia. Ella sabía que los recuerdos en él estaban marcados en su cuerpo, la ausencia de recuerdos, y la inestabilidad a causa de ellos, aquello que llevaba las marcas de las manos que ahora intentaban ocultarse en la penumbra.
—¿Creían que la ignorancia era una excusa? —continuó, su voz adquiriendo un matiz de diversión oscura—. Pobres ingenuos. No es su falta de conocimiento lo que los condena. Es su desinterés. Experimentaron con un ser que nunca les perteneció, torturaron a alguien que apenas entendía este mundo. Su error no fue jugar a ser dioses... su error fue olvidar que las verdaderas deidades observan desde las sombras.
El aire se tornó denso. Un murmullo gélido recorrió el espacio cuando los yokai comenzaron a susurrar entre ellos, hambrientos, expectantes. Las formas de los guardianes espirituales de ella, Kuro y shiro en sus verdaderas formas se alzaron como sombras colosales detrás de ella, sus ojos brillando con hambre de justicia.
Uno de los científicos sollozó, su mente finalmente comprendiendo la magnitud de su destino.
—Por favor… —murmuró.
Ella inclinó levemente la cabeza, su sonrisa apenas un rastro de cortesía.
—¿Por favor qué? ¿Que sea misericordiosa? ¿Que finja que no sé lo que han hecho? —dijo con una dulzura cruel—. No soy un monstruo irracional, caballeros. Soy la Diosa de la Sabiduría. Y la sabiduría dicta que cada crimen lleva su castigo correspondiente.
Dio un paso adelante, su sombra alargándose sobre los hombres encadenados.
—No los mataré. No sería suficiente. En cambio, los entregaré a aquellos que mejor entienden lo que han hecho.
Alzó la mano, y los yokai avanzaron. Seres de ojos carmesí, de bocas que no pertenecían a este mundo, de extremidades que se torcían de maneras imposibles. Criaturas que alguna vez fueron víctimas del mismo tipo de humanos que ahora temblaban ante ellas.
—Aprenderán, como Artizult aprendió —susurró, su voz goteando veneno—. No en teoría, no con distanciamiento. Lo aprenderán en carne y alma.
El primer grito rasgó la noche. No aparté la mirada.
Artizult, detrás de ella, observaba en silencio. No entendía completamente la venganza humana, pero en los ojos de Kotoko, vio algo más allá del odio. Vio justicia. Vio la razón por la que los yokai la habían elegido.
Ella no era solo su protectora. Era el juicio. El castigo. Su diosa.