• "No todos los objetos valiosos deben de venir de los dioses."

    Eso le había dicho Quirón a Annabeth una tarde en la que ella se encontraba frustrada porque no lograba terminar ninguno de los planos que llevaba elaborando todo el día. Ella frunció el ceño y abrió la caja que le había entregado. Dentro, envuelto en lino suave, estaba el collar: una lechuza tallada con las alas abiertas hechas de diminutas plumas de madera. Todo parecía hecho a mano.

    —Lo tallé yo mismo, hace algunos inviernos —dijo Quirón—. Cuando eras solo una niña que hablaba de construir su propia acrópolis entre las colinas de Long Island.

    Bajó la vista hacia el collar, con cuidado. Era hermoso.

    —¿Por qué lo recibo hasta ahora?

    El centauro respiró hondo.

    —Porque antes no estabas lista. Quería dártelo cuando aún eras una niña, pero sabías demasiado del mundo. Tenías la mirada de alguien que solo necesitaba de sus planos para vivir. Pensé que te haría daño tratar de darte algo tan frágil. Pero hoy, te vi dudar. No de tu fuerza, sino de lo que quieres y de lo que eres. En ese momento es cuando uno necesita recordar lo que es.

    Annabeth guardó silencio, como si Quirón hubiera descrito perfectamente como se estaba sintiendo con tan solo verla.

    —Gracias, Quirón.

    Y cuando cayó la noche sobre el campamento, aquella noche, Annabeth dormía con la lechuza de madera que descansaba sobre su pecho con las alas abiertas.
    "No todos los objetos valiosos deben de venir de los dioses." Eso le había dicho Quirón a Annabeth una tarde en la que ella se encontraba frustrada porque no lograba terminar ninguno de los planos que llevaba elaborando todo el día. Ella frunció el ceño y abrió la caja que le había entregado. Dentro, envuelto en lino suave, estaba el collar: una lechuza tallada con las alas abiertas hechas de diminutas plumas de madera. Todo parecía hecho a mano. —Lo tallé yo mismo, hace algunos inviernos —dijo Quirón—. Cuando eras solo una niña que hablaba de construir su propia acrópolis entre las colinas de Long Island. Bajó la vista hacia el collar, con cuidado. Era hermoso. —¿Por qué lo recibo hasta ahora? El centauro respiró hondo. —Porque antes no estabas lista. Quería dártelo cuando aún eras una niña, pero sabías demasiado del mundo. Tenías la mirada de alguien que solo necesitaba de sus planos para vivir. Pensé que te haría daño tratar de darte algo tan frágil. Pero hoy, te vi dudar. No de tu fuerza, sino de lo que quieres y de lo que eres. En ese momento es cuando uno necesita recordar lo que es. Annabeth guardó silencio, como si Quirón hubiera descrito perfectamente como se estaba sintiendo con tan solo verla. —Gracias, Quirón. Y cuando cayó la noche sobre el campamento, aquella noche, Annabeth dormía con la lechuza de madera que descansaba sobre su pecho con las alas abiertas.
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  • :“Ruido y Silencio”

    El rugido del Deora-2 llenaba la cabina, pero en la cabeza de Jett Wheeler todo era… tranquilo.

    El volante vibraba bajo sus dedos, firme y vivo, como si el auto respirara con él. La pista naranja se curvaba suavemente alrededor del anillo del planeta, una cinta incandescente que cortaba el vacío como una pincelada hecha por los dioses.

    Más allá del cristal, el espacio se abría infinito: estrellas lejanas, el brillo constante de los anillos flotando como hielo suspendido… y el planeta girando lentamente bajo sus ruedas.

    Jett silbó una melodía tonta. Nadie lo oía, y eso le gustaba.

    *"¿Cuántas veces he pasado por aquí ya… cinco? seis? ¿Y cuántas veces más voy a necesitar para cansarme?"*

    Se rió solo.

    —Nunca, probablemente.

    El aire reciclado olía a ozono y a goma caliente. Sus gogles vibraban cada vez que tomaba una curva cerrada. La sombrilla en el asiento de al lado temblaba con los baches de la pista, como si también disfrutara del viaje.

    *"Los accelerons construyen estos reinos como si fueran caprichos... pero hay algo poético en ellos, ¿no?"*

    Tomó una curva sin frenar. Las ruedas traseras derraparon apenas, y el **Deora-2** rugió como un felino despierto.

    *"La mayoría corre para ganar. Yo corro porque... si no lo hiciera, me ahogaría."*

    Y entonces, lo pensó sin decirlo, como si el universo pudiera oírlo si hablaba en voz alta:

    *"Seguir corriendo es la única forma en que me mantengo vivo."*

    El planeta giró una vez más bajo sus ruedas, y Jett Wheeler sonrió con los ojos cerrados, mientras el Deora-2 aceleraba hacia otra curva imposible.
    🌌:“Ruido y Silencio” El rugido del Deora-2 llenaba la cabina, pero en la cabeza de Jett Wheeler todo era… tranquilo. El volante vibraba bajo sus dedos, firme y vivo, como si el auto respirara con él. La pista naranja se curvaba suavemente alrededor del anillo del planeta, una cinta incandescente que cortaba el vacío como una pincelada hecha por los dioses. Más allá del cristal, el espacio se abría infinito: estrellas lejanas, el brillo constante de los anillos flotando como hielo suspendido… y el planeta girando lentamente bajo sus ruedas. Jett silbó una melodía tonta. Nadie lo oía, y eso le gustaba. *"¿Cuántas veces he pasado por aquí ya… cinco? seis? ¿Y cuántas veces más voy a necesitar para cansarme?"* Se rió solo. —Nunca, probablemente. El aire reciclado olía a ozono y a goma caliente. Sus gogles vibraban cada vez que tomaba una curva cerrada. La sombrilla en el asiento de al lado temblaba con los baches de la pista, como si también disfrutara del viaje. *"Los accelerons construyen estos reinos como si fueran caprichos... pero hay algo poético en ellos, ¿no?"* Tomó una curva sin frenar. Las ruedas traseras derraparon apenas, y el **Deora-2** rugió como un felino despierto. *"La mayoría corre para ganar. Yo corro porque... si no lo hiciera, me ahogaría."* Y entonces, lo pensó sin decirlo, como si el universo pudiera oírlo si hablaba en voz alta: *"Seguir corriendo es la única forma en que me mantengo vivo."* El planeta giró una vez más bajo sus ruedas, y Jett Wheeler sonrió con los ojos cerrados, mientras el Deora-2 aceleraba hacia otra curva imposible.
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    En su reino de susurros dormidos,
    guarda un amor que no ha sido vencido, una llama suave, un suspiro eterno, que florece solo en el reino interno.

    Ella, vestida de bruma y deseo,
    cruza las noches por su etéreo sendero.
    Morfeo la espera en lagunas de cielo, tejidas con luz y silencio sincero.

    No hay mortal que entienda su promesa, ni dioses que igualen su noble firmeza; pues en cada sueño que a ella le entrega, pone su alma sin miedo, sin tregua.

    Le canta en lenguas que el alma comprende, la envuelve en estrellas que el tiempo no muerde, y mientras reposa en su mundo encantado, la cuida de sombras, de todo pasado.

    Que nadie despierte el amor que custodia, ni rompa el hechizo que el sueño prodiga, pues Morfeo no duerme, aunque sueña en vigilia, amando en secreto, con fiel poesía.

    Así cada noche, sin nombre ni dueño, él la protege en lo profundo del sueño...
    En su reino de susurros dormidos, guarda un amor que no ha sido vencido, una llama suave, un suspiro eterno, que florece solo en el reino interno. Ella, vestida de bruma y deseo, cruza las noches por su etéreo sendero. Morfeo la espera en lagunas de cielo, tejidas con luz y silencio sincero. No hay mortal que entienda su promesa, ni dioses que igualen su noble firmeza; pues en cada sueño que a ella le entrega, pone su alma sin miedo, sin tregua. Le canta en lenguas que el alma comprende, la envuelve en estrellas que el tiempo no muerde, y mientras reposa en su mundo encantado, la cuida de sombras, de todo pasado. Que nadie despierte el amor que custodia, ni rompa el hechizo que el sueño prodiga, pues Morfeo no duerme, aunque sueña en vigilia, amando en secreto, con fiel poesía. Así cada noche, sin nombre ni dueño, él la protege en lo profundo del sueño...
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    Una noche, una noche que no pertenecía a ningún calendario humano, mientras descansaba en su palacio de sombras líquidas, Morfeo cerró los ojos y se encontró en un prado de amapolas rojas. Y allí, entre la bruma del sueño que él no había creado, la vio.

    Tenía el cabello como un río de noche y la risa temblorosa como el cristal. No era mortal ni divina. No pertenecía a ningún sueño que él hubiese formado. Era libre, como si su sola existencia desafiara su poder. Habló con ella sin palabras, danzaron sin moverse, y cuando despertó, sí, él, Morfeo, despertó, la soledad lo golpeó como jamás lo habían hecho los siglos.

    Desde entonces, buscó ese rostro entre los sueños de los hombres. Bajó al lecho de reyes moribundos, se coló en los suspiros de los poetas, exploró los delírios de los locos. Pero nunca volvió a verla.

    Hasta que una joven mortal, dormida bajo un sauce en primavera, la soñó. Morfeo descendió con el sigilo de una caricia, dispuesto a observar. Y allí estaba otra vez: la mujer del sueño imposible, reencarnada en el deseo de aquella alma dormida. Comprendió entonces que no era un ser, sino una idea. Un anhelo colectivo que se filtraba entre los corazones del mundo. Ella era la manifestación del amor que no se puede tener, del recuerdo que nunca existió, del abrazo que nadie ha dado y todos esperan.

    Morfeo la amó sin poder poseerla.

    Y desde entonces, cada noche, baja al mundo con más cuidado. Ya no sólo para dar sueños, sino para encontrarse con ella, en fragmentos, en rostros, en gestos robados al subconsciente. Porque incluso los dioses, alguna vez, sueñan con amar lo inalcanzable...

    Y ese es su castigo, y su bendición.
    Una noche, una noche que no pertenecía a ningún calendario humano, mientras descansaba en su palacio de sombras líquidas, Morfeo cerró los ojos y se encontró en un prado de amapolas rojas. Y allí, entre la bruma del sueño que él no había creado, la vio. Tenía el cabello como un río de noche y la risa temblorosa como el cristal. No era mortal ni divina. No pertenecía a ningún sueño que él hubiese formado. Era libre, como si su sola existencia desafiara su poder. Habló con ella sin palabras, danzaron sin moverse, y cuando despertó, sí, él, Morfeo, despertó, la soledad lo golpeó como jamás lo habían hecho los siglos. Desde entonces, buscó ese rostro entre los sueños de los hombres. Bajó al lecho de reyes moribundos, se coló en los suspiros de los poetas, exploró los delírios de los locos. Pero nunca volvió a verla. Hasta que una joven mortal, dormida bajo un sauce en primavera, la soñó. Morfeo descendió con el sigilo de una caricia, dispuesto a observar. Y allí estaba otra vez: la mujer del sueño imposible, reencarnada en el deseo de aquella alma dormida. Comprendió entonces que no era un ser, sino una idea. Un anhelo colectivo que se filtraba entre los corazones del mundo. Ella era la manifestación del amor que no se puede tener, del recuerdo que nunca existió, del abrazo que nadie ha dado y todos esperan. Morfeo la amó sin poder poseerla. Y desde entonces, cada noche, baja al mundo con más cuidado. Ya no sólo para dar sueños, sino para encontrarse con ella, en fragmentos, en rostros, en gestos robados al subconsciente. Porque incluso los dioses, alguna vez, sueñan con amar lo inalcanzable... Y ese es su castigo, y su bendición.
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  • La Flor de Ébano

    Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo.

    Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él:

    “En la era cuando el grano muera sin pena,
    y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano,
    brotará del ébano una flor sin temblor,
    cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.”

    La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo.

    Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento.

    Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos.

    "Cuando el grano muera sin pena…"

    El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler?

    Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella.

    "Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…"

    Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad?

    Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino.

    Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora?

    "Brotará del ébano una flor sin temblor…"

    Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento.
    Sin temblor. Imperturbable.

    Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido.

    Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse?

    "Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto."

    Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico.
    Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades.

    ¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención?

    Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio.
    Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro.

    Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable.

    Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija.
    No.
    Esa flor sería del mundo.
    O del destino.

    Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían?

    Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable.
    Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar.
    Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote.
    Y ese brote no era odio.
    Era amor.

    Silencioso, incierto, pero real.

    Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos.
    Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor.

    Y Perséfone, con el alma dividida, entendió:
    El mayor acto de amor no es engendrar.
    Es dejar florecer lo que debe ser.
    Aunque eso signifique dejarlo ir.






    La Flor de Ébano Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo. Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él: “En la era cuando el grano muera sin pena, y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano, brotará del ébano una flor sin temblor, cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.” La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo. Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento. Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos. "Cuando el grano muera sin pena…" El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler? Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella. "Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…" Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad? Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino. Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora? "Brotará del ébano una flor sin temblor…" Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento. Sin temblor. Imperturbable. Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido. Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse? "Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto." Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico. Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades. ¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención? Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio. Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro. Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable. Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija. No. Esa flor sería del mundo. O del destino. Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían? Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable. Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar. Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote. Y ese brote no era odio. Era amor. Silencioso, incierto, pero real. Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos. Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor. Y Perséfone, con el alma dividida, entendió: El mayor acto de amor no es engendrar. Es dejar florecer lo que debe ser. Aunque eso signifique dejarlo ir.
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  • Cuando los dioses caminan por la Tierra, somos nosotros los pequeños mortales quienes terminamos sufriendo. -Palabras de Maxwell Lord.-
    Cuando los dioses caminan por la Tierra, somos nosotros los pequeños mortales quienes terminamos sufriendo. -Palabras de Maxwell Lord.-
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  • Bloom Night



    Amor de Sombras y Estrellas

    En la grieta donde el tiempo no canta,
    donde arde el abismo sin fin ni frontera,
    nació el dios demonio de lengua quebrada,
    corazón de ceniza y mirada de guerra.

    Él gobernó con puños de noche cerrada,
    con llamas que hielan y truenos que ciegan,
    pero en su trono de oscuridad sellada,
    soñaba con algo que no se despeña.

    Y fue entonces, en la danza primera,
    que surgió la bruja, tejida en auroras,
    con manos de polvo y fuego en la vena,
    y el verbo sagrado brotando en sus horas.

    Ella parió galaxias con solo un suspiro,
    moldeó las estrellas con cantos dormidos,
    y al ver al demonio, su furia y su filo,
    no huyó: lo miró, y rompió los sigilos.

    Él la llamó "locura", ella "principio",
    él rugía caos, ella, infinito,
    pero en su choque nació un equilibrio,
    el beso de mundos jamás escritos.

    Se amaron entre relámpagos y esferas,
    en cielos que tiemblan y mares que gimen,
    él le dio su sombra, ella, sus estrellas,
    y así se fundieron donde nadie persigue.

    Ni dioses antiguos, ni sabios profetas
    comprenden del todo su pacto secreto:
    un amor que crea y también condena,
    un amor que en ruinas siembra universos.
    [Bloom_Night] Amor de Sombras y Estrellas En la grieta donde el tiempo no canta, donde arde el abismo sin fin ni frontera, nació el dios demonio de lengua quebrada, corazón de ceniza y mirada de guerra. Él gobernó con puños de noche cerrada, con llamas que hielan y truenos que ciegan, pero en su trono de oscuridad sellada, soñaba con algo que no se despeña. Y fue entonces, en la danza primera, que surgió la bruja, tejida en auroras, con manos de polvo y fuego en la vena, y el verbo sagrado brotando en sus horas. Ella parió galaxias con solo un suspiro, moldeó las estrellas con cantos dormidos, y al ver al demonio, su furia y su filo, no huyó: lo miró, y rompió los sigilos. Él la llamó "locura", ella "principio", él rugía caos, ella, infinito, pero en su choque nació un equilibrio, el beso de mundos jamás escritos. Se amaron entre relámpagos y esferas, en cielos que tiemblan y mares que gimen, él le dio su sombra, ella, sus estrellas, y así se fundieron donde nadie persigue. Ni dioses antiguos, ni sabios profetas comprenden del todo su pacto secreto: un amor que crea y también condena, un amor que en ruinas siembra universos.
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  • El mármol blanco reflejaba la luz suave que se colaba por los ventanales del Olimpo. El aire era sereno, inmutable, como si el tiempo no tuviera permiso para tocar aquel lugar. Astrape estaba sentada junto a la gran ventana de su habitación, con el mismo libro de poemas humanos entre las manos. Lo había traído consigo del mundo terrenal. No porque lo necesitara, sino porque no podía dejarlo atrás.

    Sus dedos recorrían las líneas de una página ya leída. Había algo en la forma en que los humanos escribían sobre el amor que no podía soltarla.

    “Moriría por ti sin saber si me mirarás al final.”

    Volvió a leer esa frase. Era absurda, imprudente… y profundamente honesta.

    Desde su ventana se veían las nubes abrirse y cerrarse como respiraciones. Las voces de otros dioses eran ecos lejanos, conversaciones que no le importaban. No ahora.

    A veces se preguntaba si su habitación era un refugio… o una jaula.

    Allá abajo, los humanos gritaban, reían, peleaban, se abrazaban. Vivían sin saber cuánto tiempo tenían. Amaban sin garantías. Caían una y otra vez, y aún así se levantaban con el corazón lleno de algo que ella no podía nombrar sin que doliera un poco.

    ¿Era eso lo que los hacía tan interesantes? ¿Que sabían que todo acabaría, y aún así lo intentaban?

    Atrapó el libro entre sus brazos, contra el pecho. Sus ojos azules se perdieron más allá del Olimpo, como si buscaran a alguien en particular entre las ciudades diminutas que apenas se distinguían desde allí.

    —Son tan frágiles… —susurró—. Y sin embargo, sienten como si fueran infinitos.

    Lo dijo para sí, como una confesión.

    Y por primera vez en mucho tiempo, no supo si envidiaba a los humanos… o si simplemente quería comprenderlos.
    El mármol blanco reflejaba la luz suave que se colaba por los ventanales del Olimpo. El aire era sereno, inmutable, como si el tiempo no tuviera permiso para tocar aquel lugar. Astrape estaba sentada junto a la gran ventana de su habitación, con el mismo libro de poemas humanos entre las manos. Lo había traído consigo del mundo terrenal. No porque lo necesitara, sino porque no podía dejarlo atrás. Sus dedos recorrían las líneas de una página ya leída. Había algo en la forma en que los humanos escribían sobre el amor que no podía soltarla. “Moriría por ti sin saber si me mirarás al final.” Volvió a leer esa frase. Era absurda, imprudente… y profundamente honesta. Desde su ventana se veían las nubes abrirse y cerrarse como respiraciones. Las voces de otros dioses eran ecos lejanos, conversaciones que no le importaban. No ahora. A veces se preguntaba si su habitación era un refugio… o una jaula. Allá abajo, los humanos gritaban, reían, peleaban, se abrazaban. Vivían sin saber cuánto tiempo tenían. Amaban sin garantías. Caían una y otra vez, y aún así se levantaban con el corazón lleno de algo que ella no podía nombrar sin que doliera un poco. ¿Era eso lo que los hacía tan interesantes? ¿Que sabían que todo acabaría, y aún así lo intentaban? Atrapó el libro entre sus brazos, contra el pecho. Sus ojos azules se perdieron más allá del Olimpo, como si buscaran a alguien en particular entre las ciudades diminutas que apenas se distinguían desde allí. —Son tan frágiles… —susurró—. Y sin embargo, sienten como si fueran infinitos. Lo dijo para sí, como una confesión. Y por primera vez en mucho tiempo, no supo si envidiaba a los humanos… o si simplemente quería comprenderlos.
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  • El atardecer teñía de ámbar las calles de South Town mientras Terry observaba desde una azotea, apoyado contra el borde con los brazos cruzados. Más abajo, en una cancha vacía, Rock entrenaba solo.
    Pies firmes, postura perfecta, técnica afilada.

    El muchacho ya no era un niño.

    *“Mira nomás…”*
    Terry exhaló con una sonrisa suave, sin esconder el orgullo.
    *“Cada día es más rápido. Más preciso. Más fuerte.”*

    Recordaba cuando Rock no podía lanzar un Rising Tackle sin caer de espaldas.
    Recordaba cómo le temblaban las manos la primera vez que soltó un Reppuken.

    Ahora… el aire cortaba cuando movía los brazos.

    *“Si sigue a este ritmo… pronto no voy a poder seguirle el paso.”*
    No lo decía con tristeza. Lo decía con respeto.

    Terry había enfrentado a campeones, criminales, monstruos y dioses. Pero criar a Rock había sido su pelea más importante. Enseñarle a no odiar su sangre, a escoger su camino, a ser un hombre antes que un guerrero.

    Y lo había hecho. Lo estaba haciendo.

    *“No lleva mi apellido, pero ese chico es mi legado.”*

    A veces se preguntaba si lo había guiado bien. Si le había dado las herramientas para ser algo más que "el hijo de Geese". Algo más que un luchador.

    Pero verlo moverse así —con decisión, con su propia esencia— le respondía cada duda.

    Terry se quitó la gorra, dejó que el viento le despeinara un poco el cabello, y murmuró:

    —Vas a llegar muy lejos, Rock… y si algún día me alcanzas y me superas, voy a ser el hombre más feliz de este mundo.

    Una pausa.

    —Solo prométeme una cosa... no pierdas el corazón en el camino.

    Y con eso, volvió a colocarse la gorra, mientras su sombra se alargaba bajo la luz del sol que moría.

    Aquel joven allá abajo…
    **no era solo el futuro.**
    Era el sueño de un lobo que decidió proteger a un cachorro herido… y que ahora lo veía volverse leyenda,
    Y lo demostraría.



    https://youtu.be/IyGXYVXVWjQ?si=QJpBkXpDelGIFswa
    El atardecer teñía de ámbar las calles de South Town mientras Terry observaba desde una azotea, apoyado contra el borde con los brazos cruzados. Más abajo, en una cancha vacía, Rock entrenaba solo. Pies firmes, postura perfecta, técnica afilada. El muchacho ya no era un niño. *“Mira nomás…”* Terry exhaló con una sonrisa suave, sin esconder el orgullo. *“Cada día es más rápido. Más preciso. Más fuerte.”* Recordaba cuando Rock no podía lanzar un Rising Tackle sin caer de espaldas. Recordaba cómo le temblaban las manos la primera vez que soltó un Reppuken. Ahora… el aire cortaba cuando movía los brazos. *“Si sigue a este ritmo… pronto no voy a poder seguirle el paso.”* No lo decía con tristeza. Lo decía con respeto. Terry había enfrentado a campeones, criminales, monstruos y dioses. Pero criar a Rock había sido su pelea más importante. Enseñarle a no odiar su sangre, a escoger su camino, a ser un hombre antes que un guerrero. Y lo había hecho. Lo estaba haciendo. *“No lleva mi apellido, pero ese chico es mi legado.”* A veces se preguntaba si lo había guiado bien. Si le había dado las herramientas para ser algo más que "el hijo de Geese". Algo más que un luchador. Pero verlo moverse así —con decisión, con su propia esencia— le respondía cada duda. Terry se quitó la gorra, dejó que el viento le despeinara un poco el cabello, y murmuró: —Vas a llegar muy lejos, Rock… y si algún día me alcanzas y me superas, voy a ser el hombre más feliz de este mundo. Una pausa. —Solo prométeme una cosa... no pierdas el corazón en el camino. Y con eso, volvió a colocarse la gorra, mientras su sombra se alargaba bajo la luz del sol que moría. Aquel joven allá abajo… **no era solo el futuro.** Era el sueño de un lobo que decidió proteger a un cachorro herido… y que ahora lo veía volverse leyenda, Y lo demostraría. https://youtu.be/IyGXYVXVWjQ?si=QJpBkXpDelGIFswa
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  • Hen lentor se perzys, ēdruta se vestri
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    Categoría Otros
    𓆩⟡𓆪 𝐓𝐇𝐄 𝐃𝐀𝐔𝐆𝐇𝐓𝐄𝐑 𝐎𝐅 𝐅𝐈𝐑𝐄 𝐇𝐀𝐒 𝐂𝐎𝐌𝐄 𓆩⟡𓆪

    Fortaleza Roja. Atardecer. Las sombras de dragón se arrastran sobre las piedras calientes de Desembarco del Rey.

    Primero fue el rugido.
    Luego, la sombra.
    Y por último, el silencio absoluto, como si los dioses mismos contuvieran el aliento.

    Desde las nubes descendió la criatura: un monstruo de alas extendidas, escamas como obsidiana líquida y ojos dorados, ardientes como el sol al morir. Era Maegaryon, el último susurro vivo de Valyria, comparable en tamaño al mismísimo Balerion el Terror Negro.
    Y sobre su lomo, firme, erguida como si cabalgara el mismísimo destino, venía ella.

    Seirys Ahai.
    La hija olvidada. La sangre bastarda que el fuego no quiso consumir.
    El secreto que camina con corona de humo y perfume de ceniza.

    Las calles quedaron vacías. Los comerciantes bajaron sus toldos. Las madres apretaron a sus hijos contra sus pechos. Y desde las altas torres, los ojos curiosos se asomaban, queriendo saber si era una reina o una maldición lo que caía del cielo.

    Vestía telas negras de Lys, ligeras y fluidas, dejando al descubierto vientre, brazos y piernas, como si la guerra misma hubiese decidido vestirse de mujer. Joyas rojas y doradas relucían en su piel pálida. Su cabello, blanco como la sal del Mar Angosto, caía hasta la cintura.
    Sonreía. Pero no era una sonrisa dulce. Era una línea irónica, casi cruel, como si supiera algo que el resto aún no había aprendido…
    …Pero pronto lo harían.

    Sobre su espalda, desde la nuca hasta media columna, un tatuaje escrito en alto valyrio resplandecía débilmente a la luz del atardecer:

    > “Hen lentor se perzys. Dāria se nykēla.”
    (Entre el fuego y el miedo. Reina sin corona).



    Maegaryon aterrizó en los jardines interiores del Torreón de Maegor, quebrando algunas columnas viejas y haciendo volar las hojas secas.
    Y entonces, todo se detuvo.

    El sonido. El aire. La respiración del mundo.

    Las puertas se abrieron lentamente. El sol, sangrando en el horizonte, bañaba a Seirys con un resplandor rojizo, como si el cielo también quisiera inclinarse ante ella.

    Ella descendió del dragón con calma. No había prisa en sus pasos, solo intención.
    A su alrededor, los soldados tragaban saliva. Algunos bajaban la mirada. Otros la seguían con ojos grandes, preguntándose si estaban viendo un presagio o una aparición.

    La música comenzó a sonar en alguna parte, un ritmo lejano de cuerdas orientales, de tambores antiguos… una versión oscura, solemne, de una marcha triunfal.
    No decía su nombre, pero todos sabían.
    Todos sentían.

    > Ella no vino a pedir un lugar. Vino a reclamarlo.



    Caminó entre los corredores del Torreón, los pliegues de su ropa silbando contra la piedra. Su presencia era una respuesta a preguntas que aún no se habían formulado.
    Una promesa. Una amenaza.
    Y también, una historia por escribirse.

    Seirys no buscaba presentaciones. Quien tuviese ojos, la reconocería.
    Quien tuviese miedo, la respetaría.
    Y quien tuviese el valor de acercarse, quizá... viviría para contar su versión.




    ¿La vera primero el único ojo violeta de Aemond? ¿El gesto inquisidor de Alicent? ¿La risa de Daemon desde un balcón? ¿O la sonrisa irónica de Rhaenyra desde su trono de sombras?

    El juego de tronos tiene una nueva pieza.
    Y su fuego no es un susurro.
    Es rugido.

    𓆩⟡𓆪 𝐓𝐇𝐄 𝐃𝐀𝐔𝐆𝐇𝐓𝐄𝐑 𝐎𝐅 𝐅𝐈𝐑𝐄 𝐇𝐀𝐒 𝐂𝐎𝐌𝐄 𓆩⟡𓆪 Fortaleza Roja. Atardecer. Las sombras de dragón se arrastran sobre las piedras calientes de Desembarco del Rey. Primero fue el rugido. Luego, la sombra. Y por último, el silencio absoluto, como si los dioses mismos contuvieran el aliento. Desde las nubes descendió la criatura: un monstruo de alas extendidas, escamas como obsidiana líquida y ojos dorados, ardientes como el sol al morir. Era Maegaryon, el último susurro vivo de Valyria, comparable en tamaño al mismísimo Balerion el Terror Negro. Y sobre su lomo, firme, erguida como si cabalgara el mismísimo destino, venía ella. Seirys Ahai. La hija olvidada. La sangre bastarda que el fuego no quiso consumir. El secreto que camina con corona de humo y perfume de ceniza. Las calles quedaron vacías. Los comerciantes bajaron sus toldos. Las madres apretaron a sus hijos contra sus pechos. Y desde las altas torres, los ojos curiosos se asomaban, queriendo saber si era una reina o una maldición lo que caía del cielo. Vestía telas negras de Lys, ligeras y fluidas, dejando al descubierto vientre, brazos y piernas, como si la guerra misma hubiese decidido vestirse de mujer. Joyas rojas y doradas relucían en su piel pálida. Su cabello, blanco como la sal del Mar Angosto, caía hasta la cintura. Sonreía. Pero no era una sonrisa dulce. Era una línea irónica, casi cruel, como si supiera algo que el resto aún no había aprendido… …Pero pronto lo harían. Sobre su espalda, desde la nuca hasta media columna, un tatuaje escrito en alto valyrio resplandecía débilmente a la luz del atardecer: > “Hen lentor se perzys. Dāria se nykēla.” (Entre el fuego y el miedo. Reina sin corona). Maegaryon aterrizó en los jardines interiores del Torreón de Maegor, quebrando algunas columnas viejas y haciendo volar las hojas secas. Y entonces, todo se detuvo. El sonido. El aire. La respiración del mundo. Las puertas se abrieron lentamente. El sol, sangrando en el horizonte, bañaba a Seirys con un resplandor rojizo, como si el cielo también quisiera inclinarse ante ella. Ella descendió del dragón con calma. No había prisa en sus pasos, solo intención. A su alrededor, los soldados tragaban saliva. Algunos bajaban la mirada. Otros la seguían con ojos grandes, preguntándose si estaban viendo un presagio o una aparición. La música comenzó a sonar en alguna parte, un ritmo lejano de cuerdas orientales, de tambores antiguos… una versión oscura, solemne, de una marcha triunfal. No decía su nombre, pero todos sabían. Todos sentían. > Ella no vino a pedir un lugar. Vino a reclamarlo. Caminó entre los corredores del Torreón, los pliegues de su ropa silbando contra la piedra. Su presencia era una respuesta a preguntas que aún no se habían formulado. Una promesa. Una amenaza. Y también, una historia por escribirse. Seirys no buscaba presentaciones. Quien tuviese ojos, la reconocería. Quien tuviese miedo, la respetaría. Y quien tuviese el valor de acercarse, quizá... viviría para contar su versión. ¿La vera primero el único ojo violeta de Aemond? ¿El gesto inquisidor de Alicent? ¿La risa de Daemon desde un balcón? ¿O la sonrisa irónica de Rhaenyra desde su trono de sombras? El juego de tronos tiene una nueva pieza. Y su fuego no es un susurro. Es rugido.
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