El ruido de la ciudad se desvanecía mientras conducía por aquella carretera solitaria. Era de noche, y las luces de los faros iluminaban el camino en destellos fugaces. Mi mente estaba en otro lugar, perdida en pensamientos que no quería enfrentar.

 

El peso de la duda era insoportable. Llevaba días sintiéndome así, atrapado entre dos mundos. Sabía lo que debía hacer, pero algo dentro de mí se resistía. ¿Por qué me costaba tanto soltar lo que alguna vez fui? ¿Por qué la voz del pasado aún tenía tanto poder sobre mí?

 

Apreté el volante con más fuerza. El aire en el auto se sentía pesado, como si algo invisible se sentara en el asiento del copiloto, observándome en silencio. La sensación de una presencia me erizó la piel, pero no quise mirarla. No podía.

 

El semáforo cambió a rojo, pero no reaccioné a tiempo. Un destello, un estruendo ensordecedor, y después… Nada.

 

El impacto me arrancó de la realidad. Sentí cómo mi cuerpo se estrellaba contra el volante, cómo el vidrio se rompía a mi alrededor en una lluvia afilada. Todo se ralentizó. Cada sonido se convirtió en un eco distante, cada sensación se volvió un reflejo de algo que ya no me pertenecía.

 

Y entonces, la nada.

 

No había dolor, no había ruido. Solo un vacío absoluto, interrumpido por una luz en la distancia. No era un resplandor común, sino algo más profundo, más real que cualquier cosa que hubiera experimentado antes. Se sentía cálida, pero también abrumadora.

 

No supe cuánto tiempo estuve ahí, flotando en esa luz. Y entonces, una voz. No era una voz humana, no era un sonido. Era algo que se comunicaba directamente con mi ser, con lo más profundo de mí.

 

Las palabras exactas se desvanecieron de mi memoria en cuanto fueron pronunciadas, pero dejaron algo en mí, una certeza imposible de ignorar. Algo en mí cambió en ese instante. Como si una verdad siempre presente, pero oculta, se revelara de golpe.

 

Y después…

 

—Hora de la muerte, 2:47 a.m.

 

El sonido me arrancó de la oscuridad. Jadeé, sintiendo cómo el aire volvía a llenar mis pulmones con un ardor insoportable. Escuché voces alteradas a mi alrededor, vi luces parpadeantes y sombras moviéndose frenéticamente.

 

Los médicos me rodeaban, mirándome con incredulidad. Uno de ellos, que había apartado la vista con resignación segundos antes, ahora me observaba con los ojos muy abiertos.

 

No entendía qué estaba pasando. No entendía cómo seguía allí. Pero una cosa era segura. Algo dentro de mí había cambiado para siempre, podía sentirlo.