La nieve era eterna en ese desolado paisaje, extendiéndose más allá de lo que el ojo podía ver, un blanco infinito que parecía reflejar la ausencia que sentía dentro de sí misma. Habían pasado dos años desde que Drizel se marchó. Dos años que ella había dedicado a buscarlo, a rastrear las sombras que él dejaba tras de sí como migajas de pan, solo para encontrar caminos vacíos y huellas que el tiempo borraba.

Zaryna se encontraba de pie en medio del páramo, con el sol descendiendo lentamente, tiñendo el cielo de un dorado que poco a poco se fundía en rojo y púrpura como sangre sobre nieve. Su respiración era visible en el aire frío, y el viento aullaba alrededor, pero ella no sentía el frío. Lo que la embargaba era un peso mucho más sofocante que cualquier tormenta de invierno: el peso del abandono, de la ausencia, de la soledad.

Había días en los que su orgullo la hacía avanzar, cuando convencía a su mente de que él no era más que una sombra pasajera en su vida, un ladrón que se había llevado algo que nunca quiso devolver. Pero esas mentiras se desmoronaban en la noche, cuando la soledad se convertía en su única compañía y el rostro de Drizel aparecía en su mente, grabado con precisión dolorosa. Podía recordar la curva de su sonrisa irónica, la chispa en sus ojos cuando trataba de provocarla, la calidez de su presencia que, aunque fugaz, había sido suficiente para darle un propósito, un anclaje en su mundo caótico.

—¿Por qué? —Murmuró al viento, su voz rota, apenas audible. La pregunta había sido la misma durante dos años. ¿Por qué se había ido? ¿Por qué no se despidió? ¿Por qué no la eligió a ella? Había tratado de odiarlo y aunque había logrado plantar y germinar esa semilla, no paraba de convencerse de que él no merecía el espacio que ocupaba en su mente. El odio requería un cierre, una despedida, y era algo que ella nunca recibió.

Durante su búsqueda, había cruzado tierras peligrosas, enfrentado a enemigos que habrían aterrorizado a cualquier otra persona. Cada batalla era una excusa para no enfrentar su propio dolor, un medio para enmascarar la desesperación que crecía con cada paso. Pero al final de cada día, cuando se encontraba sola, la verdad la golpeaba: estaba caminando en círculos, buscando algo que quizá nunca encontraría.

Myrrh, como siempre, permanecía en su mente, observando en silencio, pero había días en los que incluso él hablaba.

«Sigues persiguiendo un fantasma, mon. ¿Por qué te aferras tanto a alguien que no quiso quedarse?»

Ella no respondía, porque no tenía una respuesta. Pero en el fondo, sabía la verdad. Drizel no era solo alguien que había conocido; era la primera persona que había tocado algo profundo dentro de ella, que había visto más allá de su fachada. Con él, no se había sentido el monstruo que siempre pensó que era. Por primera vez, llegó a sentir que no estaba completamente sola.

Pero ahora, el mundo era un páramo.

La búsqueda la había desgastado de maneras que nunca admitiría en voz alta. Su cuerpo estaba cubierto de cicatrices nuevas, pero ninguna de ellas era tan profunda como las que cargaba en su alma. Había días en los que quería rendirse, dejarse caer en la nieve y permitir que sus amigas el tiempo y el frío la reclamaran. Pero incluso entonces, el cruel destino nunca le daba lo que quería.

Ese dolor era lo que la había llevado ahí, al borde de las montañas nevadas donde una vez escuchó rumores de su paso. Ella sabía que era un sueño, que probablemente nunca lo encontraría. Drizel era su promesa rota, su espina clavada, el refugio que nunca volvería a encontrar. Si lo localizaba, quizá podría recuperar algo de lo que había perdido; si no, al menos sabría que había hecho todo lo posible.

Mientras el sol se hundía en el horizonte, Zaryna se permitió cerrar los ojos por un momento. En su mente, la voz de Myrrh habló de nuevo, más suave esta vez.

«¿Qué harás si no lo encuentras?»

Ella no respondió, pues no tenía respuestas para las preguntas que no quería plantearse.