Los rayos del sol se colaban entre las hojas de los altos fresnos y robles, aunque el bosque era diverso y también albergaba cerezos dulces y espinos blancos.

Era época de floración, y el aroma de las flores se mezclaba maravillosamente, creando un perfume natural que invitaba a cualquiera a quedarse un poco más entre la naturaleza.

Las flores blancas del espino blanco y del cerezo caían suavemente sobre el suelo, creando una alfombra blanca y pura que añadía más belleza al escenario primaveral.

El canto de las aves y el murmullo de los insectos aportaban al ambiente una paz que se vería abruptamente interrumpida por unos pasos furtivos.

Un niño corría y, en su prisa, pisó descuidadamente el camino de flores, dejándolo mancillado y roto. 

En su último respiro, los pétalos machacados liberaron su esencia con más intensidad, inundando al niño con un perfume dulce y alimonado.

El pequeño frenó en seco, mirando en todas las direcciones en busca de un lugar donde esconderse. 

Se le veía cansado, su pecho subía y bajaba con una respiración agitada y dificultosa.

Era evidente que su cuerpo no podría soportar otra carrera. Lo más prudente era esconderse de su perseguidor, pero, ¿dónde?

El bosque era inmenso y ofrecía incontables escondites, desde el follaje hasta un árbol hueco.

El rostro del niño se iluminó ante la idea, moviéndose entre los grandes y antigüos árboles del bosque, caracterizados por la tonalidad grisácea de sus troncos y las gruesas raíces que los anclaban a la tierra.

Una vez más, su intelecto lo salvaba de un apuro: como ávido lector, había devorado una gran cantidad de libros sobre el tema. 

Observando la flora, un roble destacaba del resto.

Era enormemente grande, anormal para su especie. A la vista, el niño podía calcular que medía entre 40 metros de ancho y 80 metros de alto. Cuando se acercó para inspeccionarlo, descubrió que estaba hueco por dentro. ¡Perfecto! No obstante, debía comprobar si le compensaba meterse allí.

La negrura de la cavidad era un claro indicio de su profundidad. 

De todas formas, tomó varias piedras del suelo, de diferentes tamaños, y las lanzó, pero el sonido que esperaba escuchar nunca llegó.

Eso quería decir que el hueco era más bien un abismo, y que si se le ocurría meterse, no habría posibilidad de que pudiera salir por su cuenta.

Sin embargo, comenzaron a escucharse pasos detrás suyo, la expresión de duda del niño se transformó en temor.

Empezó a sopesar rápidamente sus opciones; ser atrapado significaba el inmediato fin de su vida, mientras que lanzarse en ese abismo negro, irónicamente, parecía ofrecerle más posibilidades que su perseguidor.

Apretó sus labios y frunció el ceño.

—El que no arriesga, no gana —murmuró, para infundirse valor.

Tragó grueso, y una mirada decidida apareció en su joven rostro.

Dio un paso hacia adelante, luego otro, y antes de que el miedo lo paralizara, se lanzó al abismo, su figura perdiéndose en la negrura.

De repente, el silencio volvió al bosque, y los pasos que se habían escuchado también desaparecieron, como el niño en aquel extraño pasaje.

De hecho, la única evidencia de la presencia del niño en el bosque eran esas hermosas flores blancas destrozadas en el suelo.