El laboratorio de anatomía era uno de esos lugares que parecían existir fuera del tiempo.

Las luces frías colgaban sobre mesas metálicas, iluminando frascos con muestras y esqueletos que parecían observarlo todo desde su inmovilidad perpetua.

El aire olía a formol, a látex y a café rancio; una mezcla que para Sadie resultaba casi reconfortante.

 

Había aprendido a disfrutar el silencio quirúrgico de aquel lugar, la forma en que los sonidos se distorsionaban bajo las lámparas y el eco de su respiración se mezclaba con el zumbido de los ventiladores.

Se quedaba más tarde de lo necesario, no por obligación, sino por la fascinación que le provocaba el silencio: ese instante donde la mente dejaba de fingir humanidad y empezaba a revelar patrones.

 

Fue allí, entre sombras y bisturís, donde volvió a verlo.

Hayes Loski.

El chico que parecía demasiado sereno para un primer año de medicina forense.

A veces la observaba con discreción durante las prácticas, pero no desde la incomodidad —sino desde una curiosidad medida, casi metódica.

Aquella noche, ambos coincidieron sin mediadores, sin el ruido de la clase ni el tono autoritario de un profesor que los distrajera.

 

Hayes repasaba apuntes junto a una mesa de acero, el cabello un poco despeinado, la bata arrugada por las horas.

No levantó la vista de inmediato, pero Sadie supo que había notado su presencia.

Siempre la notaban.

Solo que él no desvió la mirada.

 

—¿A esta hora? —preguntó ella, con voz suave, girando un bisturí entre los dedos como quien juega con una idea peligrosa.

—No todos estudiamos por placer —contestó él, sin perder el ritmo de su lectura.

 

La respuesta le robó una sonrisa breve, casi imperceptible.

El tipo de sonrisa que no expresa alegría, sino reconocimiento: interesante, no huye.

 

Sadie dejó el bisturí sobre la mesa y se acercó un paso.

—¿Y por qué lo haces entonces? —inquirió, ladeando la cabeza.

—Supongo que por necesidad —respondió Hayes—. Algunos queremos entender lo que otros prefieren olvidar.

 

La frase se quedó flotando entre ambos, cargada de más peso del que él imaginaba.

Sadie lo observó detenidamente: la forma en que hablaba sin alardes, su postura relajada, las manos firmes.

No era un estudiante promedio. Había en él una calma que rozaba lo clínico, casi como si también la estuviera analizando.

 

—Qué curioso —murmuró ella finalmente, acercándose un poco más—. No pareces el tipo de persona que le huye a los silencios.

—Depende —respondió él, esbozando una leve sonrisa—. Algunos silencios dicen más que las palabras.

 

La pelirroja asintió, apenas un movimiento, y durante unos segundos el laboratorio quedó completamente inmóvil.

Solo los observaba el esqueleto del fondo, y el reloj de pared marcando el pulso de una conversación que no tenía nombre, pero sí dirección.

 

Esa noche no hablaron más.

No lo necesitaban.

El registro ya estaba hecho: el primer contacto fuera del aula, la chispa del experimento mutuo.

Para Sadie, Hayes no era solo un compañero; era un nuevo sujeto de observación, un posible espejo.

Para Hayes, en cambio, Sadie representaba la grieta perfecta en el mármol: algo fascinante, peligrosa y, sobre todo, real.

 

Ninguno de los dos lo sabía aún, pero aquella coincidencia no había sido accidental.

Era el inicio de algo que escapaba del control, una disección silenciosa entre dos mentes destinadas a analizarse hasta romperse.