“Ah… Me he quedado sin nada de energía. No hay dolor, no siento nada… ¿Significa que moriré? Si es así, no puedo esperar a llegar al paraíso de Jeanne… mi querida Jeanne.”

 



Una densa cortina de polvo se había levantado como producto de aquella colisión de energías que buscaban eliminarse el uno al otro, o esa parecía la intención de uno de ellos. ¿Que habrá pensado aquella mujer al tener al inmortal frente a frente? Lo tenía todo para poder cobrar la venganza que ella siempre había querido, tener al aclamado ladrón que se había atrevido a robar los secretos de su amado hijo y ahora parecía haber dimitido de su decisión al dejarle tendido en aquel desolador paraje. Quizás no era la manera en la que lo quería lograr, tal vez había finalmente perdonado al Conde tras haber dado la cara, o tal vez su corazón se había ablandado tras escuchar las palabras del rubio. Sólo ella podía decir realmente lo que había decidido. 

Ahí se hallaba, tendido sobre el polvoriento suelo sin la posibilidad de movimiento o arrastrarse si quiera hacia un sitio más resguardado. Boca abajo sobre su propio rostro o cualquier otra postura que resultase mucho más cómoda. Sus párpados se sentían tan pesados que comenzó a ceder al cansancio, quizás solo así podría reducir aquel sentimiento de impotencia y vergüenza al ser derrotado con tanta facilidad.

 

[ Inicia el sueño: ]

 

No le tomó mucho tiempo para que finalmente sus ojos se cerraran y su mente comenzara a maquinar y proyectar las imágenes de sus recuerdos que a través de sus sueños se manifestarían como una película que mostrara cada momento de su vida desde que inició como un inmortal, sus largos viajes a Persia, Francia, España, Inglaterra, Alemania, China y Japón; siendo Francia donde había tenido su momento dorado al alcanzar gran renombre y privilegios en la alta sociedad, al volverse amigo del rey Luis XV. El haber conocido al matrimonio Flamel para aprender sus secretos en la alquimia y convertirse en un maestro en la disciplina para aplicarlo a la joyería.

También imágenes de su vida en matrimonio con quien él denominaba su “media naranja”. Grandes momentos de diversión desde su boda en secreto, incluso recordaba la expresión de angustia de Jeanne al no poder contactar a Scáthach para ser su dama de honor. La luna de miel en Hawaii y sus proyectos musicales como una estrella de rock en tierras alemanas.

De pronto, todas aquellas memorias en rosa comenzaron a borrarse para teñirse en un lúgubre gris que parecía derretir todo como un ácido anunciando que el feliz sueño había terminado. ¿El lugar? Londres… y cómo no esperar aquel panorama en aquella ciudad donde siempre se ve cubierta por un grisáceo manto de las nubes que ocasionalmente rociaban la ciudad con algo de humedad.

 

La lluvia caía en esa ocasión, replicando el momento en el que finalmente pudo sentir la desesperación en perder a la mujer que amaba. Frías eran las gotas que caían indiferentes de donde se posaban o a quién mojaban, tan solo les importaba el cubrir todo con su gélida humedad y si bien la tormenta lo decidía, usar el Támesis para desbordar su cauce e inundar todo.

 

— ¡¿Jeanne?! ¡¿Dónde estás?! ¡Jeanne! — gritó al no poder encontrar a su esposa en aquella lluvia.

 

Habían viajado a Londres para iniciar una serie de conciertos en la isla británica, más la decisión sería llevada por el mismo Conde. Se habían separado al hallar una presencia bastante extraña en las calles londinenses: estas siempre estaban imbuidas en misterio.

 

— ¡Jeanne! ¡Responde! ¡¿Dónde estás?! — Repitió. 

 

Al no recibir respuesta, aquella desesperación comenzó a crecer de manera paulatina, su corazón se había acelerado y el punto del llanto estaba a la vuelta de la esquina. El haberse separado había sido una mala idea y, lo peor, es que ella lo había sugerido para que él estuviese de acuerdo ¡Qué estúpido!

Sus pasos eran acelerados al correr y sin medirse, no le importaba resbalar en los mojados adoquines que constituían el pavimento inglés, mucho menos casi ser arrollado por un taxi que circulaba en aquellas condiciones. De hecho, parecían ser las 3 de la tarde pues poca gente circulaba en las calles, era la hora del té. Continuó corriendo hasta poder percibir el aroma a lavanda que su amada tenía al activar su aura. Y aunque estaba algo disipada por la lluvia pudo percibirla, algo sucedía, pues su aroma no estaba sola, otro aroma se erguía en el ambiente húmedo y frío, era un aroma… como hierro… como la sangre… pues incluso sentía algo de temor.

Corrió entre los callejones hasta llegar a la Trafalgar Square, donde ahí se hallaba, tendida sobre el piso, con aquel hermoso vestido que ella portaba para disfrutar aquel primer viaje a Londres; ahora estaba arruinado por la enorme mancha carmesí que se extendía en su abdomen.

 

— ¿Je-Jeanne? — pronunció atónito, no podía creer lo que veía. — No, no, no, no… ¡Jeanne! — se apresuró para ir junto a ella.

 

El chapotear en sus pisadas fueron marcados por un ritmo veloz pero desesperado, incluso había resbalado un poco antes de poder llegar de rodillas de una torpe manera, pues los últimos pasos sólo tuvo que arrastrar sus rodillas. La tomó en sus brazos para sentir cómo poco a poco el calor se despedía de aquel delgado cuerpo de su esposa. 

 

— ¡Oh, Dios mío, no! ¡No, por favor, por favor!… no te vayas, Jeanne, despierta, despierta…— 

— F-Francis… ¿Eres tú? — preguntó débilmente.

— Si, aquí estoy, mon amour… — se aferró a ella. — Estás helada… yo te calentaré. —

— Ah… tu calor siempre me reconforta… como la chimenea en una nevada. — replicó alzando su mano para acariciar la mejilla del conde, éste se hallaba empapado en lágrimas, pero se camuflaba por la lluvia que ya había hecho su trabajo con su rostro.

Miró su abdomen, era una herida terrible que sabía que era muy tarde para poder remediarlo con algo de su medicina milagrosa. Ni aún con la sangre de una Inmemorial corriendo por sus venas le habría salvado, era claro que alguien había hecho su trabajo demasiado bien.

 

— Francis… Perdóname… no debí… — comenzó la dama de Orleans.

— No digas nada… no fue tu culpa… — interrumpió Francis mientras sostenía su mano y la apretaba, cuidando de no lastimarla más.

— Desolé, mon amour, pero… es aquí donde yo me retiro… llegaré a mi destino… y tú podrás ir por tu camino… — continuó mirandole a los ojos a su esposo que estaba lleno de angustia.

— No sigas, no… Jeanne…— arremetió, sabía que no podía hacerla cambiar de opinión.

— No olvidaré todo lo que me has dado… lo llevo en mi corazón, junto con todo tu amor… en sueños llevaré y seguiré ese camino que nunca terminamos… Un día… tu me olvidarás… — Jeanne seguía hablando mientras recibía aquellas gotas de lluvia sobre su rostro y su cabello húmedo se peinaba hacia atrás.

— Nunca te olvidaré, Jeanne. — Respondió con rapidez.

 

— Guarda todos los recuerdos en un cofre… los recuerdos estarán cantando en armonía… Ah, je t’aime igual que aquel día que te vi por primera vez… — miró a su esposo con una sonrisa valiente pese al momento, pero Francis estaba por quebrarse, la lluvia disimulaba bien su llanto. — Quiero que no dejes de caminar… que mucho te cuides… para no tener que parar… Sé que eres tan valiente… —

—No soy tan valiente como tú, mi amor… — interrumpió de nuevo.

— … Levanta tu frente… y deja toda locura, mon amour… disfruta de nuevas aventuras… yo iré a la mía sin ti… — continuó ella con debilidad.

 

Apretó su mandíbula mientras trataba de aguantar el sentimiento, giró su rostro para besar aquella palma que perdía su calidez, pero su suavidad prevalecía. Se acercó a ella para besar su frente en un acto cariñoso, pues adoraba hacerlo cada día.

 

— Amé tu forma de reir cuando yo te conocí, tu manera de llorar cuando algo iba mal, también amé tu sonreir cuando eras tan feliz; incluso tu manera de ocultar las ganas de llorar. Es facil de entender tu manera de pensar, pero ahora… no puedo razonar… No puedo dejarte atrás, por más que me lo pidas. Oh, mi amor… me pides algo imposible… —

— Por favor, abrázame… bésame… — pidio la mujer con gentileza.

 

Aquella petición no se la iba a negar, por lo que éste juntó delicadamente sus labios con los de ella y, con suaves movimientos ejecutó aquel beso mientras rodeaba su cuerpo tratando inútilmente de calentar su cuerpo. No podía aceptar que ella no estaría a su lado, su corazón comenzaba a dejar de palpitar, se estaba rompiendo al saber que su amor se estaba marchando.Y por dentro, sólo podía sentir cómo se desgarraba una y otra vez hasta que, de pronto… dejó de sentir el movimiento de sus labios sobre los propios.

La mirada de Francis se abrió para interrumpir el beso y mirar a su amada con aquella apacible y tierna sonrisa, como si ella continuase dando aquel beso.

 

— ¡Oh, no Dios… Jeanne! ¡Nooo! — exclamó con amargura y dolor, la Dama de Orleans había muerto en sus brazos con una expresión llena de satisfacción al ser su amado esposo y no al curioso enemigo el cual había decidido enfrentar sola. El sueño de aquel inmortal se derrumbó y el viento se lo llevó con un aire de muerte y dolor. Como un gentil arrullo ella se marchó y su último beso un hermoso y suave cantar que alcanzó a dedicar a su más grande amor. 

 

¿Aún hay más que enfrentar? No era el momento, no había cabida para ello, pues honrar a la mujer que le había traído tantas alegrías era lo que más importaba. Le abrazó con nostalgia, destrozado mientras sus labios se aferraban a la idea de que seguir besando su rostro la traería de vuelta, pero no era así. Entre sollozos y lamentos aquel se quedó con ella, aquella plaza lucía vacía y algunos vehículos transitaban de vez en cuando hasta que alguno de ellos llamaría a la policía. Pronto aquel llanto se convirtió en un doloroso alarido que expulsó con toda la fuerza en sus pulmones, alarido que bien se mezcló oportunamente a un relámpago que surcó los cielos con su estruendo y poder. Un alarido que recitaba su nombre: Jeanne.

 

[ Despertar: ]

 

— Jeanne… — susurró el Conde comenzando a despertar, aquella memoria le había hecho despertar mientras su rostro se hallaba empapada en algo del llanto que dicha memoria había traído consigo.Pese a haber transcurrido algunos años de aquel evento, el dolor estaba tan vivo como en aquel día.

 

No podía moverse, sin embargo, no estaba más en aquel claro polvoriento. No sabía dónde se encontraba, pero parecía un ambiente totalmente seguro, pues ahora se hallaba en una cama y bajo techo. Alguien lo había encontrado y llevado hasta aquel refugio.

 

— Veo que has despertado… Conde. — se pronunció una voz grave.

— ¿Dónde estoy? — Cuestionó el rubio tratando de moverse, era inútil.

— A salvo en mi cabaña, has dormido por 3 días… — replicó aquel que sería su salvador.

— ¿Dónde está la bruja? — se apresuró a cuestionar tan pronto estuvo más consciente.

— Se fue… pero te dejó un mensaje. — responde para después revelarse aquel hombre de larga cabellera y mirada profunda, pero que mostraba su melancolía.

— ¿Mensaje? No le pude sacar nada. — pregunta desconcertado por aquello que escucha.

— ¿Te parece familiar esto? — aquel extraño procede a mostrarle un dibujo en el que la torre del reloj se hallaba en el centro de una hoja de papel amarillenta.

 

— Eso no dice nada… Espera… — comenzó aquel rubio tomando la hoja en un arrebato por sentir familiaridad con el dibujo.

— Supongo que sabes lo que es, porque yo solo veo un garabato. — dijo acercándose para hacer más fácil el ver su rostro.

 

Su mirada tan solo expresó su confusión al no poder reconocer su rostro, jamás lo había visto antes. Pero aquel hombre parecía ser otro inmortal el cual había estado oculto durante bastante tiempo hasta que decidió manifestarse. Parecía fuerte y saludable, pero su rostro reflejaba una profunda angustia y arrepentimiento, sólo aquel sabría los pesares de su corazón que su boca no externaba.

 

— Sé que es, mejor dicho, sé dónde es… A todo esto ¿A quién debo agradecer las atenciones? — cuestionaría con cortesía a su anfitrión.

— Lancelot… — informó secamente.