Convertirse en profesional no es fácil. No basta con desearlo, hay que oírlo. O más bien, pasar desapercibido. La primera vez que Tahara disparó un arma, contaba con veinte años recién cumplidos, acertando a su objetivo en pleno corazón. Cometió el fallo de utilizar el punto de mira antes de tiempo, de manera que estuvieron a punto de ser descubiertos. Pero Leon fue lo suficientemente rápido y desarmó el fusil con una agilidad pasmosa, haciendo que pasaran inadvertidos en su primer trabajo para su sospechoso superior con un gusto irracional por la pasta italiana.
La segunda vez, Tahara no falló. Apuntaba a ciegas, en silencio, bajo el cobijo inmóvil de su tutor, en la azotea más alejada de la periferia neoyorkina. A plena luz del día, ataviada completamente de negro y con los ojos azules protegidos tras unas oscuras gafas de sol, acertó en su objetivo casi a ciegas, abriendo la mira justo en el mismo instante en que su dedo corazón rozó el gatillo… y disparó. El objetivo cayó inerte al suelo apenas un segundo después. Leon le dedicó una tímida sonrisa de padre orgulloso.
La tercera vez, la no tan pequeña pupila de Leon caminaba sola por las calles de Portland. Vestía casual, tal vez demasiado llamativa, pero era la única manera de hacerse ver entre la multitud. Al anochecer, cambió su atuendo por completo, escalando por los rincones con su habitual vestimenta oscura, armando su rifle donde habían tallado su nombre a fuego y disparando al objetivo en la sien. Tahara no sintió nada. Sólo vacío.
Y así fue escalando poco a poco posiciones hasta conseguir hablar de tú a tú con Garcés, hombre de mediana edad con un estrafalario gusto por la pasta fresca italiana. Siempre lo había tenido delante en cada uno de sus trabajos, escondido en los rincones de la pizzería Tutto Italia, dándose cuenta de su presencia la primera vez que hizo un encargo en solitario. En otro rincón, con sus particulares gafas y su vaso de leche a medio beber, Leon le dedicaba ínfimos gestos de tutor orgulloso al ver a su pupila siendo condecorada con dudosos honores por sus trabajos perfectos.
Y así fue como la pequeña desconocida de ojos claros fue labrándose el nombre de Dandelion, la cachorra había crecido hasta convertirse en una leona por derecho propio, a ser considerada un arma poderosa en medio de aquel mundo lleno de corrupción y luchas de poder.
***
La vida en solitario no es fácil. Lejos del cómodo silencio al que se había habituado junto a Leon, el disfrutar de un ático para ella sola era un lujo demasiado grande. Ya nada quedaba de aquella Tahara que se dormía en los cálidos brazos de una hermosa prostituta, acostumbrada al olor del sexo pagado y las drogas por doquier; donde los gritos y los gemidos de placer campaban a sus anchas por cada rincón del local; donde las luces de neón secaban las miradas que Isabelle le dedicaba antes de caer presa del sueño después de una noche de amor mutuo alejadas del resto del mundo.
Inconscientemente se llevó una mano a la cicatriz con la que había nacido, bajo la clavícula derecha. Asemejándose a una quemadura, su madre siempre dijo que había nacido con ella, como una muestra diabólica debido, tal vez, a un pecado no confesado. Su infancia fue feliz, junto a su padre; infeliz y tortuosa, junto a su madre. Cada vez que se veían obligados a marcharse de un lugar, su madre siempre la llevaba a la ermita más cercana. Tahara siempre sentía escozor siempre que se acercaban, pero era algo soportable. Así año tras año, hasta que logró escapar y labrarse una vida corrupta lejos de sus progenitores.
¿Qué quedaba entonces de aquellas visitas espirituales? La primera vez que asesinó a alguien, Tahara estuvo fuera de sí. Como dormida. Despersonalización, lo llaman. Pero no, aquello era algo más. Tahara no fue testigo de lo que su cuerpo hizo. Era como si la hubieran desconectado, dejado sin conciencia, y luego volver al mundo terrenal como si nada hubiera pasado. Y la sangre. Cómo sangraba la cicatriz, como si se hubiera abierto presa del dolor que la propia chica había sentido al ver a su amada en peligro.
Así que decidió investigar. Pisar cada iglesia en cada ciudad donde era enviada, aunque ello significase sufrir el dolor sobre su piel. Leer pasajes de la propia Biblia, buscando en las Sagradas Escrituras las respuestas que su mente tanto anhelaba. Todo ello, tanto esfuerzo… para simples migajas como respuesta a sus innumerables preguntas acerca de su propia naturaleza. Esas pesadillas, esas visiones… eso no podía ser humano. Debía haber algo detrás.
***
La respuesta llegó más pronto que tarde. Cuando contaba con veinticuatro años, convertida en la mejor profesional tras su tutor, Leon le llevó a una minúscula iglesia escondida en medio de una aldea, donde no debían vivir más allá de cincuenta personas. Era de madera, de aspecto robusto y sobrio, sin apenas adornos. Católica, con un gran culto a la Virgen y a un santo atravesado por flechas. “San Sebastian”, susurró el joven clérigo que los esperaba sentado en la pequeña escalinata que llevaba al altar.
Vestía de negro, como ellos, a excepción del alzacuello. De aspecto amigable y rostro risueño, se ensombreció cuando Leon cerró la puerta tras de sí para que nadie más pudiese entrar en aquel lugar. Fue entonces cuando el clérigo, lentamente, se deshizo del alzacuello y la camisa oscura, mostrando un pecho musculoso y sin apenas vello, con una clara herida en el lugar exacto al de Tahara. En ese momento, el escozor se hizo más y más grande, insoportable, hasta que el clérigo rozó con su mano izquierda la herida de la chica, calmando el dolor de inmediato.
—Ipse venena bibas—murmuró el clérigo, derramando la sangre que comenzaba a salir de la herida de la chica, recogiéndola con el pulgar y llevándosela a los labios—. Bebe.
Inducida por una fuerza superior, Tahara rozó con la punta de la lengua su propia sangre, sintiendo un alivio inmediato a su dolor. Su mente se expandió por lo que le parecieron generaciones, despertando en un mundo antiguo y angelical, donde las guerras daban comienzo y El favorito de Dios comandaba las tropas rebeladas contra el mismísimo creador. Llevado por su furia y su lealtad al Caído, luchó hasta ser atrapado en un cuerpo mortal adormecido, despertando en el cuerpo de una chiquilla maldita, una niña bastarda cuyo secreto materno ahora comprendía: era el pecado de su madre, era producto de la relación entre dos extraños, una relación condenada al fracaso que su padre, ese hombre bondadoso y que tanta paz le había traído en su infancia, aceptó sin problema alguno.
—Entonces… ¿es ella? —escuchó la voz de Leon, más grave de lo habitual. Estaba recostada sobre sus rodillas, mirándole preocupado a través de sus lentes oscuras. Después de todo, había sido su chiquilla.
El clérigo asintió. Todavía con el pecho descubierto, Tahara creyó ver una ensoñación. Alas oscuras nacían de la espalda de aquel apuesto muchacho, que se arrodillaba a su lado para rendirle pleitesía, cual simple lacayo a su señor feudal.
—Tienes mucho que aprender todavía, Tahara —dijo el clérigo… o el ángel, ya mostrado ante ella—. Aún debes comprender quién eres, qué eres… antes de ser útil para nuestro propósito.