El atardecer bañaba de rojo la azotea de la ciudad, pero Atropos ya no miraba el horizonte con la melancolía de otros tiempos. Sus ojos, que alguna vez encontraron belleza en el caos humano, ahora solo veían hastío. Harta del bullicio, del eco de vidas efímeras que no significaban nada, se levantó de su vieja silla de hierro forjado. No más paredes grafiteadas, no más humo, no más risas vacías flotando en el aire como burbujas a punto de estallar.
Con un simple gesto, invocó las antiguas fuerzas que todavía recordaban su nombre. Los objetos en su pequeña guarida —libros encuadernados en piel, relojes detenidos, hilos de vida entrelazados— comenzaron a flotar a su alrededor, envueltos en un halo de sombras vivas. Atropos no necesitaba más de este mundo que su soledad y su propósito.
Esa noche, mientras la ciudad dormía, abrió un portal que olía a tierra mojada, a raíces antiguas y a musgo. La entrada era apenas una grieta invisible para los ojos humanos, pero para ella era un camino abierto hacia un lugar olvidado: un bosque tan denso y oscuro que ni el sol se atrevía a filtrarse entre sus copas. Allí, en lo profundo, la esperaba una mansión antigua, de piedra negra y torres que rozaban las nubes bajas, como si quisieran desgarrarlas.
La mansión era perfecta. Difícil de encontrar, aún más difícil de recordar. Sus muros susurraban nombres de aquellos que habían intentado acercarse y nunca regresaron. Atropos sonrió por primera vez en siglos. Aquí no habría gritos molestos, ni promesas rotas flotando en el aire. Solo el crujir del viento entre árboles muertos y el latido suave del tiempo detenido.
Sus cosas aterrizaron suavemente dentro de la casa, ubicándose como si siempre hubieran pertenecido allí. Atropos cerró la pesada puerta de roble detrás de ella, dejando el mundo humano atrás, como un recuerdo desvaído y sin importancia.
Finalmente, estaba en casa.
Con un simple gesto, invocó las antiguas fuerzas que todavía recordaban su nombre. Los objetos en su pequeña guarida —libros encuadernados en piel, relojes detenidos, hilos de vida entrelazados— comenzaron a flotar a su alrededor, envueltos en un halo de sombras vivas. Atropos no necesitaba más de este mundo que su soledad y su propósito.
Esa noche, mientras la ciudad dormía, abrió un portal que olía a tierra mojada, a raíces antiguas y a musgo. La entrada era apenas una grieta invisible para los ojos humanos, pero para ella era un camino abierto hacia un lugar olvidado: un bosque tan denso y oscuro que ni el sol se atrevía a filtrarse entre sus copas. Allí, en lo profundo, la esperaba una mansión antigua, de piedra negra y torres que rozaban las nubes bajas, como si quisieran desgarrarlas.
La mansión era perfecta. Difícil de encontrar, aún más difícil de recordar. Sus muros susurraban nombres de aquellos que habían intentado acercarse y nunca regresaron. Atropos sonrió por primera vez en siglos. Aquí no habría gritos molestos, ni promesas rotas flotando en el aire. Solo el crujir del viento entre árboles muertos y el latido suave del tiempo detenido.
Sus cosas aterrizaron suavemente dentro de la casa, ubicándose como si siempre hubieran pertenecido allí. Atropos cerró la pesada puerta de roble detrás de ella, dejando el mundo humano atrás, como un recuerdo desvaído y sin importancia.
Finalmente, estaba en casa.
El atardecer bañaba de rojo la azotea de la ciudad, pero Atropos ya no miraba el horizonte con la melancolía de otros tiempos. Sus ojos, que alguna vez encontraron belleza en el caos humano, ahora solo veían hastío. Harta del bullicio, del eco de vidas efímeras que no significaban nada, se levantó de su vieja silla de hierro forjado. No más paredes grafiteadas, no más humo, no más risas vacías flotando en el aire como burbujas a punto de estallar.
Con un simple gesto, invocó las antiguas fuerzas que todavía recordaban su nombre. Los objetos en su pequeña guarida —libros encuadernados en piel, relojes detenidos, hilos de vida entrelazados— comenzaron a flotar a su alrededor, envueltos en un halo de sombras vivas. Atropos no necesitaba más de este mundo que su soledad y su propósito.
Esa noche, mientras la ciudad dormía, abrió un portal que olía a tierra mojada, a raíces antiguas y a musgo. La entrada era apenas una grieta invisible para los ojos humanos, pero para ella era un camino abierto hacia un lugar olvidado: un bosque tan denso y oscuro que ni el sol se atrevía a filtrarse entre sus copas. Allí, en lo profundo, la esperaba una mansión antigua, de piedra negra y torres que rozaban las nubes bajas, como si quisieran desgarrarlas.
La mansión era perfecta. Difícil de encontrar, aún más difícil de recordar. Sus muros susurraban nombres de aquellos que habían intentado acercarse y nunca regresaron. Atropos sonrió por primera vez en siglos. Aquí no habría gritos molestos, ni promesas rotas flotando en el aire. Solo el crujir del viento entre árboles muertos y el latido suave del tiempo detenido.
Sus cosas aterrizaron suavemente dentro de la casa, ubicándose como si siempre hubieran pertenecido allí. Atropos cerró la pesada puerta de roble detrás de ella, dejando el mundo humano atrás, como un recuerdo desvaído y sin importancia.
Finalmente, estaba en casa.
