Aroma a Mandarina
Categoría Original
"Mira, es la primera de la temporada. ¿Quieres que la comamos juntas?"
La infancia de una niña huérfana era complicada. Sobre todo, de una que creció en un cabaret.
Irene Graves escogió su nombre ella misma. Lo vio en una película sobre mujeres que cantaban y bailaban, llevando alegría a los demás. Irene, el nombre de la protagonista... usarlo la hacía sentir como si pudiera hacer todo eso y mucho más. Como si, igual que ella, fuese capaz de repartir amor, espectáculo, alivio a quienes lo necesitaban.
Irene no escogió el lugar donde creció, pero de haber podido, no hubiese sido uno diferente. El terciopelo carmesí que apoyó sus primeros pasos, el aroma a colonia, el brillo del neón... no hubo un día, no hubo uno solo, que no fuera mágico. Hasta el día de hoy, seguía provocando el mismo sentimiento.
"Tengo suerte", decía. "Tengo suerte de haber terminado aquí."
Era normal que la miraran con extrañeza. ¿Una niña que creció en un cabaret? Los prejuicios, las burlas, los preconceptos eran la orden de su día a día. Pero ella nunca permitió que eso dejara de hacerla sonreír.
Aunque nunca fuese muy popular con los de su edad, claro. Hasta el día en que la conoció a ella.
"¡Comer la primera de la temporada es de buena suerte!"
Irene nunca había visto un cabello tan bonito. Era un tono como el del cielo en un día nublado. ¡Y sus ojos! Claros con un brillo como el de perlas preciosas.
Irene supo que quería ser su amiga. Supo que debía ser su primer amiga. Supo, en lo más profundo de su corazón, que tenía que conocerla, guiada por algo que la superaba, y al mismo, por algo increíblemente simple.
"Te atrapé", le dijo, con una risa traviesa. "Si compartimos la primera mandarina del año, significa que ya no puedes alejarte de mí. ¡Tienes que quedarte conmigo para siempre!"
Se lo inventó, por supuesto. La reacción en la niña del cabello blanco fue la más graciosa, y la más adorable que hubiera visto jamás. ¡Se lo creyó todo!
Todo, cada palabra... Como si de los labios de Irene sólo pudieran salir dogmas inquebrantables, ella siempre la escuchaba.
Ella siempre escuchaba a la niña que sólo servía para escuchar a los demás.
Y por eso, Irene la amaba.
Irene amaba a la niña del cabello blanco más que nada en el mundo. Y eso que Irene amaba muchas cosas.
Irene amaba a Perle Noir. Irene amaba a su compañeros, a sus clientes, sus confidentes, sus amigos. Irene amaba darle alegría a los demás a través del arte que hacía con su ser entero.
Irene amaba el amor. Estaba fascinada con el acto tan intenso y puro que era el amar, con la fuerza transformadora e implacable que podía llegar a ser.
Y, aún así, Irene no amaba nada ni a nadie más que a la niña que compartió la primer mandarina de la temporada con ella, ese día de otoño.
Y la amaba tanto, que no le importó saber que esa niña terminaría con su vida.
Porque lo sabía. Lo supo desde el momento en el que la vio, y también sabía que la niña del cabello blanco estaba enterada de eso. Del destino desgarradoramente cruel que se había elegido para ambas.
Irene sabía, también, de todas las cosas que la niña del cabello blanco había hecho para intentar cambiarlo. De la forma en la que había desafiado al tiempo mismo, a cada precepto del universo. Lo sabía, y la amaba por eso.
Pero también sabía que, desgraciadamente, no era suficiente.
Pero la amaba. A pesar de todo, y debido a todo, la amaba. La amaba más de lo que podían expresar las palabras. Y si su vida tenía que terminar gracias a esas manos... estaba bien.
Estaba bien. No era algo malo. Porque pudo conocerla. Porque tuvo una vida llena de alegría gracias a ella. ¿Podía atreverse a pedir más? ¿Podía una niña huérfana que sólo quería compartir una mandarina tener una aspiración más grande, que morir a manos de quien amaba?
Pedir más hubiera sido un crimen. Así que lo aceptó. Lo aceptó desde el primer momento, y vivió cada día sabiendo que su vida no sería larga.
Sabiendo que cada oportunidad de amar que desperdiciara, podría ser la última.
La infancia de una niña huérfana era complicada. Sobre todo, de una que creció en un cabaret.
Irene Graves escogió su nombre ella misma. Lo vio en una película sobre mujeres que cantaban y bailaban, llevando alegría a los demás. Irene, el nombre de la protagonista... usarlo la hacía sentir como si pudiera hacer todo eso y mucho más. Como si, igual que ella, fuese capaz de repartir amor, espectáculo, alivio a quienes lo necesitaban.
Irene no escogió el lugar donde creció, pero de haber podido, no hubiese sido uno diferente. El terciopelo carmesí que apoyó sus primeros pasos, el aroma a colonia, el brillo del neón... no hubo un día, no hubo uno solo, que no fuera mágico. Hasta el día de hoy, seguía provocando el mismo sentimiento.
"Tengo suerte", decía. "Tengo suerte de haber terminado aquí."
Era normal que la miraran con extrañeza. ¿Una niña que creció en un cabaret? Los prejuicios, las burlas, los preconceptos eran la orden de su día a día. Pero ella nunca permitió que eso dejara de hacerla sonreír.
Aunque nunca fuese muy popular con los de su edad, claro. Hasta el día en que la conoció a ella.
"¡Comer la primera de la temporada es de buena suerte!"
Irene nunca había visto un cabello tan bonito. Era un tono como el del cielo en un día nublado. ¡Y sus ojos! Claros con un brillo como el de perlas preciosas.
Irene supo que quería ser su amiga. Supo que debía ser su primer amiga. Supo, en lo más profundo de su corazón, que tenía que conocerla, guiada por algo que la superaba, y al mismo, por algo increíblemente simple.
"Te atrapé", le dijo, con una risa traviesa. "Si compartimos la primera mandarina del año, significa que ya no puedes alejarte de mí. ¡Tienes que quedarte conmigo para siempre!"
Se lo inventó, por supuesto. La reacción en la niña del cabello blanco fue la más graciosa, y la más adorable que hubiera visto jamás. ¡Se lo creyó todo!
Todo, cada palabra... Como si de los labios de Irene sólo pudieran salir dogmas inquebrantables, ella siempre la escuchaba.
Ella siempre escuchaba a la niña que sólo servía para escuchar a los demás.
Y por eso, Irene la amaba.
Irene amaba a la niña del cabello blanco más que nada en el mundo. Y eso que Irene amaba muchas cosas.
Irene amaba a Perle Noir. Irene amaba a su compañeros, a sus clientes, sus confidentes, sus amigos. Irene amaba darle alegría a los demás a través del arte que hacía con su ser entero.
Irene amaba el amor. Estaba fascinada con el acto tan intenso y puro que era el amar, con la fuerza transformadora e implacable que podía llegar a ser.
Y, aún así, Irene no amaba nada ni a nadie más que a la niña que compartió la primer mandarina de la temporada con ella, ese día de otoño.
Y la amaba tanto, que no le importó saber que esa niña terminaría con su vida.
Porque lo sabía. Lo supo desde el momento en el que la vio, y también sabía que la niña del cabello blanco estaba enterada de eso. Del destino desgarradoramente cruel que se había elegido para ambas.
Irene sabía, también, de todas las cosas que la niña del cabello blanco había hecho para intentar cambiarlo. De la forma en la que había desafiado al tiempo mismo, a cada precepto del universo. Lo sabía, y la amaba por eso.
Pero también sabía que, desgraciadamente, no era suficiente.
Pero la amaba. A pesar de todo, y debido a todo, la amaba. La amaba más de lo que podían expresar las palabras. Y si su vida tenía que terminar gracias a esas manos... estaba bien.
Estaba bien. No era algo malo. Porque pudo conocerla. Porque tuvo una vida llena de alegría gracias a ella. ¿Podía atreverse a pedir más? ¿Podía una niña huérfana que sólo quería compartir una mandarina tener una aspiración más grande, que morir a manos de quien amaba?
Pedir más hubiera sido un crimen. Así que lo aceptó. Lo aceptó desde el primer momento, y vivió cada día sabiendo que su vida no sería larga.
Sabiendo que cada oportunidad de amar que desperdiciara, podría ser la última.
"Mira, es la primera de la temporada. ¿Quieres que la comamos juntas?"
La infancia de una niña huérfana era complicada. Sobre todo, de una que creció en un cabaret.
Irene Graves escogió su nombre ella misma. Lo vio en una película sobre mujeres que cantaban y bailaban, llevando alegría a los demás. Irene, el nombre de la protagonista... usarlo la hacía sentir como si pudiera hacer todo eso y mucho más. Como si, igual que ella, fuese capaz de repartir amor, espectáculo, alivio a quienes lo necesitaban.
Irene no escogió el lugar donde creció, pero de haber podido, no hubiese sido uno diferente. El terciopelo carmesí que apoyó sus primeros pasos, el aroma a colonia, el brillo del neón... no hubo un día, no hubo uno solo, que no fuera mágico. Hasta el día de hoy, seguía provocando el mismo sentimiento.
"Tengo suerte", decía. "Tengo suerte de haber terminado aquí."
Era normal que la miraran con extrañeza. ¿Una niña que creció en un cabaret? Los prejuicios, las burlas, los preconceptos eran la orden de su día a día. Pero ella nunca permitió que eso dejara de hacerla sonreír.
Aunque nunca fuese muy popular con los de su edad, claro. Hasta el día en que la conoció a ella.
"¡Comer la primera de la temporada es de buena suerte!"
Irene nunca había visto un cabello tan bonito. Era un tono como el del cielo en un día nublado. ¡Y sus ojos! Claros con un brillo como el de perlas preciosas.
Irene supo que quería ser su amiga. Supo que debía ser su primer amiga. Supo, en lo más profundo de su corazón, que tenía que conocerla, guiada por algo que la superaba, y al mismo, por algo increíblemente simple.
"Te atrapé", le dijo, con una risa traviesa. "Si compartimos la primera mandarina del año, significa que ya no puedes alejarte de mí. ¡Tienes que quedarte conmigo para siempre!"
Se lo inventó, por supuesto. La reacción en la niña del cabello blanco fue la más graciosa, y la más adorable que hubiera visto jamás. ¡Se lo creyó todo!
Todo, cada palabra... Como si de los labios de Irene sólo pudieran salir dogmas inquebrantables, ella siempre la escuchaba.
Ella siempre escuchaba a la niña que sólo servía para escuchar a los demás.
Y por eso, Irene la amaba.
Irene amaba a la niña del cabello blanco más que nada en el mundo. Y eso que Irene amaba muchas cosas.
Irene amaba a Perle Noir. Irene amaba a su compañeros, a sus clientes, sus confidentes, sus amigos. Irene amaba darle alegría a los demás a través del arte que hacía con su ser entero.
Irene amaba el amor. Estaba fascinada con el acto tan intenso y puro que era el amar, con la fuerza transformadora e implacable que podía llegar a ser.
Y, aún así, Irene no amaba nada ni a nadie más que a la niña que compartió la primer mandarina de la temporada con ella, ese día de otoño.
Y la amaba tanto, que no le importó saber que esa niña terminaría con su vida.
Porque lo sabía. Lo supo desde el momento en el que la vio, y también sabía que la niña del cabello blanco estaba enterada de eso. Del destino desgarradoramente cruel que se había elegido para ambas.
Irene sabía, también, de todas las cosas que la niña del cabello blanco había hecho para intentar cambiarlo. De la forma en la que había desafiado al tiempo mismo, a cada precepto del universo. Lo sabía, y la amaba por eso.
Pero también sabía que, desgraciadamente, no era suficiente.
Pero la amaba. A pesar de todo, y debido a todo, la amaba. La amaba más de lo que podían expresar las palabras. Y si su vida tenía que terminar gracias a esas manos... estaba bien.
Estaba bien. No era algo malo. Porque pudo conocerla. Porque tuvo una vida llena de alegría gracias a ella. ¿Podía atreverse a pedir más? ¿Podía una niña huérfana que sólo quería compartir una mandarina tener una aspiración más grande, que morir a manos de quien amaba?
Pedir más hubiera sido un crimen. Así que lo aceptó. Lo aceptó desde el primer momento, y vivió cada día sabiendo que su vida no sería larga.
Sabiendo que cada oportunidad de amar que desperdiciara, podría ser la última.
Tipo
Individual
Líneas
Cualquier línea
Estado
Terminado