Se posaba sobre la roca con la naturalidad de quien ha nacido para las alturas. Sus garras se aferraban al borde como si la piedra fuese rama, su silueta recortada contra el cielo grisáceo, inmóvil, pero no ausente. La brisa le alborotaba las plumas del cuello, y él ladeó la cabeza, atento a un sonido que sólo él parecía haber oído.
Una brizna de aire.
Graznó una vez, bajo, seco, apenas un rasguño en la quietud del crepúsculo. Y luego volvió a mirar. No al cielo, no a la tierra, sino a un punto entre ambos, como si leyera una escritura invisible flotando en el aire. Sus ojos, brasas encendidas en medio de tanta sombra, destellaron con un brillo ajeno al entorno. Comprendía más de lo que su pico jamás pronunciaría.
Desde las alturas, vigilaba. Desde las ramas, escuchaba. Desde el hombro de su dueña, recordaba.
No era un familiar, no era un demonio disfrazado, era un cuervo. Un cuervo común, sí, pero no corriente. Criado con magia, templado con silencio, y marcado por una mirada que conocía tanto la compasión como el castigo.
Cuando alzó vuelo, lo hizo como lo haría cualquier otro cuervo: con un par de aleteos rítmicos, elevándose hacia los árboles. Pero sus ojos no dejaban de arder. Porque Nyktos ve, y Nyktos recuerda.
Y cuando llega el momento… Grazna primero.
Una brizna de aire.
Graznó una vez, bajo, seco, apenas un rasguño en la quietud del crepúsculo. Y luego volvió a mirar. No al cielo, no a la tierra, sino a un punto entre ambos, como si leyera una escritura invisible flotando en el aire. Sus ojos, brasas encendidas en medio de tanta sombra, destellaron con un brillo ajeno al entorno. Comprendía más de lo que su pico jamás pronunciaría.
Desde las alturas, vigilaba. Desde las ramas, escuchaba. Desde el hombro de su dueña, recordaba.
No era un familiar, no era un demonio disfrazado, era un cuervo. Un cuervo común, sí, pero no corriente. Criado con magia, templado con silencio, y marcado por una mirada que conocía tanto la compasión como el castigo.
Cuando alzó vuelo, lo hizo como lo haría cualquier otro cuervo: con un par de aleteos rítmicos, elevándose hacia los árboles. Pero sus ojos no dejaban de arder. Porque Nyktos ve, y Nyktos recuerda.
Y cuando llega el momento… Grazna primero.
Se posaba sobre la roca con la naturalidad de quien ha nacido para las alturas. Sus garras se aferraban al borde como si la piedra fuese rama, su silueta recortada contra el cielo grisáceo, inmóvil, pero no ausente. La brisa le alborotaba las plumas del cuello, y él ladeó la cabeza, atento a un sonido que sólo él parecía haber oído.
Una brizna de aire.
Graznó una vez, bajo, seco, apenas un rasguño en la quietud del crepúsculo. Y luego volvió a mirar. No al cielo, no a la tierra, sino a un punto entre ambos, como si leyera una escritura invisible flotando en el aire. Sus ojos, brasas encendidas en medio de tanta sombra, destellaron con un brillo ajeno al entorno. Comprendía más de lo que su pico jamás pronunciaría.
Desde las alturas, vigilaba. Desde las ramas, escuchaba. Desde el hombro de su dueña, recordaba.
No era un familiar, no era un demonio disfrazado, era un cuervo. Un cuervo común, sí, pero no corriente. Criado con magia, templado con silencio, y marcado por una mirada que conocía tanto la compasión como el castigo.
Cuando alzó vuelo, lo hizo como lo haría cualquier otro cuervo: con un par de aleteos rítmicos, elevándose hacia los árboles. Pero sus ojos no dejaban de arder. Porque Nyktos ve, y Nyktos recuerda.
Y cuando llega el momento… Grazna primero.


