• *En Un templo en ruinas oculto entre los riscos, donde el musgo crece entre estatuas rotas y el viento arrastra siglos de silencio. El dios demonio, encarnado en forma humana, se sienta solo sobre el trono de piedra que ya no representa nada. Su mirada está fija en la llama azul de una ofrenda que no arde con fuego mortal.*

    Dicen que el tiempo lo entierra todo. Mentiras. Hay heridas que se entierran con los huesos… pero siguen cantando bajo la tierra.

    *Se pone de pie lentamente. Su andar es lento, como si cargara con siglos en los hombros. Se detiene frente a una pintura desvanecida en el muro, donde una figura femenina —casi borrada— parece mirarlo.*

    No la he visto. No he oído su voz. Ni siquiera sé si sonríe como tú… o si heredó mi forma de callar cuando el mundo pesa demasiado. Solo sé que existe. Que respira. Que camina junto a ese hombre al que llaman padre… mientras yo observo desde lo alto como un cobarde.

    *Una gota de agua cae desde el techo, rompiendo el silencio. Él aprieta los puños.*

    Mi sangre en su sangre… y ella ni siquiera lo imagina. Qué destino más cruel el de los que crean vida y luego deben ocultarse de ella. No por miedo. Por castigo.

    *Mira hacia una grieta en la pared. Más allá, se ve un sendero que baja por la montaña.*

    Están viajando. Él la cuida, le habla con la calma que yo nunca tuve. Le enseña el mundo como si fuera un regalo, mientras yo fui capaz de prenderle fuego. Ella cree que es su padre. Y él… quizás lo es más de lo que yo merezco ser.

    *Suspira. Hay una sombra en sus ojos. No odio, solo un cansancio inmenso.*


    "Yo solo dejo rastros. Fragmentos. Una marca en el cielo que quizá algún día la haga mirar hacia arriba y preguntarse por qué sueña con lugares que nunca ha pisado.

    *La llama azul parpadea. Él la observa por última vez antes de marcharse.*

    "No la tocaré. No le hablaré. No merezco más que esto: saber que existe. Que el mundo es un poco menos oscuro porque ella camina en él. Y eso… eso basta.
    *En Un templo en ruinas oculto entre los riscos, donde el musgo crece entre estatuas rotas y el viento arrastra siglos de silencio. El dios demonio, encarnado en forma humana, se sienta solo sobre el trono de piedra que ya no representa nada. Su mirada está fija en la llama azul de una ofrenda que no arde con fuego mortal.* Dicen que el tiempo lo entierra todo. Mentiras. Hay heridas que se entierran con los huesos… pero siguen cantando bajo la tierra. *Se pone de pie lentamente. Su andar es lento, como si cargara con siglos en los hombros. Se detiene frente a una pintura desvanecida en el muro, donde una figura femenina —casi borrada— parece mirarlo.* No la he visto. No he oído su voz. Ni siquiera sé si sonríe como tú… o si heredó mi forma de callar cuando el mundo pesa demasiado. Solo sé que existe. Que respira. Que camina junto a ese hombre al que llaman padre… mientras yo observo desde lo alto como un cobarde. *Una gota de agua cae desde el techo, rompiendo el silencio. Él aprieta los puños.* Mi sangre en su sangre… y ella ni siquiera lo imagina. Qué destino más cruel el de los que crean vida y luego deben ocultarse de ella. No por miedo. Por castigo. *Mira hacia una grieta en la pared. Más allá, se ve un sendero que baja por la montaña.* Están viajando. Él la cuida, le habla con la calma que yo nunca tuve. Le enseña el mundo como si fuera un regalo, mientras yo fui capaz de prenderle fuego. Ella cree que es su padre. Y él… quizás lo es más de lo que yo merezco ser. *Suspira. Hay una sombra en sus ojos. No odio, solo un cansancio inmenso.* "Yo solo dejo rastros. Fragmentos. Una marca en el cielo que quizá algún día la haga mirar hacia arriba y preguntarse por qué sueña con lugares que nunca ha pisado. *La llama azul parpadea. Él la observa por última vez antes de marcharse.* "No la tocaré. No le hablaré. No merezco más que esto: saber que existe. Que el mundo es un poco menos oscuro porque ella camina en él. Y eso… eso basta.
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  • La Flor de Ébano

    Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo.

    Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él:

    “En la era cuando el grano muera sin pena,
    y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano,
    brotará del ébano una flor sin temblor,
    cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.”

    La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo.

    Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento.

    Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos.

    "Cuando el grano muera sin pena…"

    El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler?

    Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella.

    "Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…"

    Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad?

    Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino.

    Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora?

    "Brotará del ébano una flor sin temblor…"

    Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento.
    Sin temblor. Imperturbable.

    Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido.

    Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse?

    "Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto."

    Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico.
    Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades.

    ¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención?

    Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio.
    Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro.

    Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable.

    Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija.
    No.
    Esa flor sería del mundo.
    O del destino.

    Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían?

    Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable.
    Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar.
    Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote.
    Y ese brote no era odio.
    Era amor.

    Silencioso, incierto, pero real.

    Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos.
    Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor.

    Y Perséfone, con el alma dividida, entendió:
    El mayor acto de amor no es engendrar.
    Es dejar florecer lo que debe ser.
    Aunque eso signifique dejarlo ir.






    La Flor de Ébano Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo. Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él: “En la era cuando el grano muera sin pena, y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano, brotará del ébano una flor sin temblor, cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.” La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo. Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento. Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos. "Cuando el grano muera sin pena…" El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler? Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella. "Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…" Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad? Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino. Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora? "Brotará del ébano una flor sin temblor…" Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento. Sin temblor. Imperturbable. Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido. Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse? "Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto." Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico. Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades. ¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención? Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio. Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro. Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable. Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija. No. Esa flor sería del mundo. O del destino. Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían? Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable. Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar. Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote. Y ese brote no era odio. Era amor. Silencioso, incierto, pero real. Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos. Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor. Y Perséfone, con el alma dividida, entendió: El mayor acto de amor no es engendrar. Es dejar florecer lo que debe ser. Aunque eso signifique dejarlo ir.
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  • — ¿Trabajar en domingo? ¿Me vez cara de templo abierto de 6:00 am a 9:00 pm? Vaya a buscar misa en otro lado, déjeme dormir.—
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  • ⠀⠀ʜᴀʙíᴀ ᴍáꜱ ᴅᴇ 𝟣
    ✴ ───────────

    Se alistó para poder bajar al poblado y cumplir con su deber, alimentar a un convaleciente Kazuo con comida que no sea cocinada por ella.

    Porque, en honor a la verdad, para preparar platos era un fiasco, lo había intentado pero había fracasado estrepitosamente.

    El triste esfuerzo de sopa de verduras había quedado como agua de calcetín, incomible.

    La primavera había llegado y con ella tibios rayos de sol se asomaban . Por esto Liz no necesitaba de mucho para abrigarse y lo agradecía, ya que las unicas prendas que le quedaban eran los kimonos que Kazuo le había obsequiado.

    Se vistió con uno negro y sobre el, su capa holgada para cubrir el bulto de su vientre. No quería que nadie en el pueblo supiera aún de su estado.

    Debido a los últimos ataques de entes ponzoñosos, Elizabeth había decidido volver a sus antiguos hábitos: cargar su espada a donde quiera que vaya, sin importar qué. La amenaza estaba latente.

    Con su arma en la espalda emprendió camino.

    Llegando al poblado se dirigió sin dudarlo al puesto de ramén para pedir el delicioso udón de miso, la comida favorita de su prometido.

    Era costumbre que las personas se quedasen viéndola por sus rasgos tan distintivos, a fin de cuentas era una extranjera y eso no cambiaría.
    Pero esta vez había algo diferente... se sentía asediada mas de lo normal, en cada paso que daba parecía que alguien lo daba con ella.
    Elizabeth se giraba cada cierto tiempo buscando algun indicio, pero nada.

    Terminó convenciéndose que estaba con paranoia por los eventos recientes asi que el resto de compras y paseos por el mercado hizo caso omiso a ese presentimiento que le erizaba la piel cada tanto.

    El retorno fue rápido, ya deseaba encontrarse con Kazuo y ver como disfrutaría de su plato favorito.

    Elizabeth daba paso largos atravesando los toris desgastados que anunciaban la llegada al templo .

    ── Lee-zy. ──

    Una voz grave certera como lanza atravesó los oídos de Elizabeth quien estaba a metros de entrar a su hogar.

    Liz en un letal y agresivo movimiento desenfundó su espada girando sobre sus talones dejando caer la afilada hoja de esta sobre la garganta de quien se había atrevido a seguirla hasta ahí.

    Al verlo se soprendió, esperaba que el hombre tuviera ojos rasgados y piel pálida, pero no. Era un pelirrojo alto,fornido, con la piel encurtida por la batalla y esos ojos... ese par de ojos carmesí.

    ── ¡¿QUIEN ERES?! ¿Quien te envía? Responde de inmediato si no quieres perder tu vida como la miserable rata acosadora que haz sido siguiéndome hasta aquí. - Espetó con un tono amenazante que rayaba lo colérico.

    ── No haz cambiado nada Leezy - dijo con una sonrisa burlesca, mientras su temple parecía inmutable, estaba en calma a pesar de tener la espada en su garganta ── ...Tan temperamental como siempre, desde pequeña tenías esa voz de mando, nadie era capaz de ganarte.

    Elizabeth no entendía nada ¿De que hablaba? ¿Como se atrevía a hablar de su infancia? ¿Quien era este cretino y por qué tenía esos ojos... ese pelo ?

    Furiosa ejerce una presión contenida, la hoja de su espada se encrusta en la piel ajena generando un corte superficial sobre la vena yugular. Haciendo que de la herida fluya un hilo delgado de sangre que se deslizaba manchando de rojo lentamente toda su garganta

    ── Responde.

    ── Uuff - levantó sus manos como señal de que su intención no era atacar── Soy Elías, nadie me mandó. Te conozco desde siempre porque... - dudó en seguir hablando.

    ── ¿Porque qué? No juegues conmigo, paciencia no tengo - dijo elvando aún más su espada cambiando el ángulo de esta a uno mortal

    ── Soy tu hermano.

    ⋮||⋮ Continuación de https://ficrol.com/posts/243909

    ⠀⠀ʜᴀʙíᴀ ᴍáꜱ ᴅᴇ 𝟣 ✴ ─────────── Se alistó para poder bajar al poblado y cumplir con su deber, alimentar a un convaleciente Kazuo con comida que no sea cocinada por ella. Porque, en honor a la verdad, para preparar platos era un fiasco, lo había intentado pero había fracasado estrepitosamente. El triste esfuerzo de sopa de verduras había quedado como agua de calcetín, incomible. La primavera había llegado y con ella tibios rayos de sol se asomaban . Por esto Liz no necesitaba de mucho para abrigarse y lo agradecía, ya que las unicas prendas que le quedaban eran los kimonos que Kazuo le había obsequiado. Se vistió con uno negro y sobre el, su capa holgada para cubrir el bulto de su vientre. No quería que nadie en el pueblo supiera aún de su estado. Debido a los últimos ataques de entes ponzoñosos, Elizabeth había decidido volver a sus antiguos hábitos: cargar su espada a donde quiera que vaya, sin importar qué. La amenaza estaba latente. Con su arma en la espalda emprendió camino. Llegando al poblado se dirigió sin dudarlo al puesto de ramén para pedir el delicioso udón de miso, la comida favorita de su prometido. Era costumbre que las personas se quedasen viéndola por sus rasgos tan distintivos, a fin de cuentas era una extranjera y eso no cambiaría. Pero esta vez había algo diferente... se sentía asediada mas de lo normal, en cada paso que daba parecía que alguien lo daba con ella. Elizabeth se giraba cada cierto tiempo buscando algun indicio, pero nada. Terminó convenciéndose que estaba con paranoia por los eventos recientes asi que el resto de compras y paseos por el mercado hizo caso omiso a ese presentimiento que le erizaba la piel cada tanto. El retorno fue rápido, ya deseaba encontrarse con Kazuo y ver como disfrutaría de su plato favorito. Elizabeth daba paso largos atravesando los toris desgastados que anunciaban la llegada al templo . ── Lee-zy. ── Una voz grave certera como lanza atravesó los oídos de Elizabeth quien estaba a metros de entrar a su hogar. Liz en un letal y agresivo movimiento desenfundó su espada girando sobre sus talones dejando caer la afilada hoja de esta sobre la garganta de quien se había atrevido a seguirla hasta ahí. Al verlo se soprendió, esperaba que el hombre tuviera ojos rasgados y piel pálida, pero no. Era un pelirrojo alto,fornido, con la piel encurtida por la batalla y esos ojos... ese par de ojos carmesí. 🌹── ¡¿QUIEN ERES?! ¿Quien te envía? Responde de inmediato si no quieres perder tu vida como la miserable rata acosadora que haz sido siguiéndome hasta aquí. - Espetó con un tono amenazante que rayaba lo colérico. ── No haz cambiado nada Leezy - dijo con una sonrisa burlesca, mientras su temple parecía inmutable, estaba en calma a pesar de tener la espada en su garganta ── ...Tan temperamental como siempre, desde pequeña tenías esa voz de mando, nadie era capaz de ganarte. Elizabeth no entendía nada ¿De que hablaba? ¿Como se atrevía a hablar de su infancia? ¿Quien era este cretino y por qué tenía esos ojos... ese pelo ? Furiosa ejerce una presión contenida, la hoja de su espada se encrusta en la piel ajena generando un corte superficial sobre la vena yugular. Haciendo que de la herida fluya un hilo delgado de sangre que se deslizaba manchando de rojo lentamente toda su garganta 🌹── Responde. ── Uuff - levantó sus manos como señal de que su intención no era atacar── Soy Elías, nadie me mandó. Te conozco desde siempre porque... - dudó en seguir hablando. 🌹── ¿Porque qué? No juegues conmigo, paciencia no tengo - dijo elvando aún más su espada cambiando el ángulo de esta a uno mortal ── Soy tu hermano. ⋮||⋮ Continuación de https://ficrol.com/posts/243909
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  • //Como siempre digo; los ánimo a unirse al rol en cualquiera de mis publicaciones //

    El templo donde Kazuo vivía, en la medianía del monte Inari, era modesto. Estaba muy bien cuidado, a pesar de que se podía intuir que aquellas estructuras tenían siglos en las betas de su madera.

    En el centro, como si presidiera el lugar, un cerezo centenario acaparaba todo el protagonismo. Era robusto, pocos árboles de aquella clase lucían como aquel. Posiblemente aquel tamaño y magestuosida se debía a la magia que el mismo Kazuo rezumaba por cada poro de su piel. El obtenía poder de la misma tierra, pero a su vez este también se lo otorgaba, como si estos se retroalimentasen mutuamente.

    Kazuo se encontraba reposando en una de aquellas ramas, capaces de soportar su peso con facilidad. Leía relajadamente Manyōshū; una recopilación de poemas japoneses. Los culés trataban temas como el amor, la naturaleza o el paso del tiempo. El zorro, a lo largo de los siglos, se había enriquecido con la buena lectura, aprendido varios idiomas y ampliar sus conocimientos más allá de su propio mundo.

    De pronto un pequeño chasquido de ramas perturbó su lectura. Su oído era muy fino, por lo que pudo escuchar perfectamente como alguna ramita había cedido ante un peso ajeno. Este posó su libro sobre si mismo y giró su rostro en dirección donde había escuchado aquel sonido.

    Al principio no vió nada, tal vez solo se tratase de algún animal que pasaba por allí. Aún así, como zorro proyector de su territorio, se quedó mirando en aquella dirección por algunos largos segundos más.
    //Como siempre digo; los ánimo a unirse al rol en cualquiera de mis publicaciones 😁// El templo donde Kazuo vivía, en la medianía del monte Inari, era modesto. Estaba muy bien cuidado, a pesar de que se podía intuir que aquellas estructuras tenían siglos en las betas de su madera. En el centro, como si presidiera el lugar, un cerezo centenario acaparaba todo el protagonismo. Era robusto, pocos árboles de aquella clase lucían como aquel. Posiblemente aquel tamaño y magestuosida se debía a la magia que el mismo Kazuo rezumaba por cada poro de su piel. El obtenía poder de la misma tierra, pero a su vez este también se lo otorgaba, como si estos se retroalimentasen mutuamente. Kazuo se encontraba reposando en una de aquellas ramas, capaces de soportar su peso con facilidad. Leía relajadamente Manyōshū; una recopilación de poemas japoneses. Los culés trataban temas como el amor, la naturaleza o el paso del tiempo. El zorro, a lo largo de los siglos, se había enriquecido con la buena lectura, aprendido varios idiomas y ampliar sus conocimientos más allá de su propio mundo. De pronto un pequeño chasquido de ramas perturbó su lectura. Su oído era muy fino, por lo que pudo escuchar perfectamente como alguna ramita había cedido ante un peso ajeno. Este posó su libro sobre si mismo y giró su rostro en dirección donde había escuchado aquel sonido. Al principio no vió nada, tal vez solo se tratase de algún animal que pasaba por allí. Aún así, como zorro proyector de su territorio, se quedó mirando en aquella dirección por algunos largos segundos más.
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  • ¿Pirateria o tributo?
    Fandom Mitología Griega
    Categoría Slice of Life
    **Un día como cualquier otro, amaneciendo en la vieja Grecia, como siempre el mismo titán brillante estaría viendo a la misma creación de Gea, la cual entre esos casi infinitos mortales algo llamaría su atención**

    -¿hm?

    **Al enfocar su mirada encontrar un garrón antiguo, expuesto en uno de sus templos como mercancía, lo cual al momento de pensar lo dejaría confuso un momento**

    -¿Debería considerarlo tributo o cobrar regalías?

    **El titán consternado solo hizo la visita gorda de momento, pues no pensaría hacer un debate interno para algo así**
    **Un día como cualquier otro, amaneciendo en la vieja Grecia, como siempre el mismo titán brillante estaría viendo a la misma creación de Gea, la cual entre esos casi infinitos mortales algo llamaría su atención** -¿hm? **Al enfocar su mirada encontrar un garrón antiguo, expuesto en uno de sus templos como mercancía, lo cual al momento de pensar lo dejaría confuso un momento** -¿Debería considerarlo tributo o cobrar regalías? 🗿 **El titán consternado solo hizo la visita gorda de momento, pues no pensaría hacer un debate interno para algo así**
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    Cualquier línea
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  • "Luna, código de lo invisible"

    No eres esfera, eres umbral.

    No luz: eco de una luz que ya se fue.

    Te escondes en algoritmos celestes,
    un símbolo flotando entre dimensiones
    que aún no tenemos nombre para nombrar.

    Te vi anoche: no con los ojos, con algo más antiguo.

    Estabas danzando sobre las ruinas del tiempo, silenciosa como un dios que no exige templos, pero aún así los inspira.

    Tus cráteres no son heridas, son puertas.
    Cada sombra en ti guarda un lenguaje
    que solo entienden los que sueñan despiertos.

    Te pareces a lo que sentimos cuando callamos justo antes de llorar, a ese segundo donde todo podría cambiar y no cambia. Ahí habitas tú.

    No orbitas: te arrastras como un recuerdo
    que no queremos soltar.

    Luna, si eres ilusión, eres la más hermosa que el universo ha fingido.

    Y si eres real, entonces el misterio también tiene rostro.
    "Luna, código de lo invisible" No eres esfera, eres umbral. No luz: eco de una luz que ya se fue. Te escondes en algoritmos celestes, un símbolo flotando entre dimensiones que aún no tenemos nombre para nombrar. Te vi anoche: no con los ojos, con algo más antiguo. Estabas danzando sobre las ruinas del tiempo, silenciosa como un dios que no exige templos, pero aún así los inspira. Tus cráteres no son heridas, son puertas. Cada sombra en ti guarda un lenguaje que solo entienden los que sueñan despiertos. Te pareces a lo que sentimos cuando callamos justo antes de llorar, a ese segundo donde todo podría cambiar y no cambia. Ahí habitas tú. No orbitas: te arrastras como un recuerdo que no queremos soltar. Luna, si eres ilusión, eres la más hermosa que el universo ha fingido. Y si eres real, entonces el misterio también tiene rostro.
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  • "Moras al amanecer"
    Fandom Mitología
    Categoría Slice of Life
    El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo.

    Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida.

    Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba.

    —¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro.

    Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía.

    El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida.

    —¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla.

    —En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo.

    Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades.

    Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura.

    Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano.

    Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más.

    Y eso bastaba.

    El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo. Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida. Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba. —¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro. Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía. El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida. —¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla. —En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo. Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades. Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura. Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano. Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más. Y eso bastaba.
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  • La cocina del templo parece una zona de guerra interdimensional. La harina flota en el aire como nieve cósmica, los huevos se rompen solos y los tazones revolotean alrededor de Ina.

    —¡Okay, okay, ingredientes check! —uno de sus tentáculos voltea un tazón con masa que brilla de manera sospechosa mientras Ina lee una lista— Harina... huevos... suspiros de ángel... —asiente— ¡Perfecto!
    La cocina del templo parece una zona de guerra interdimensional. La harina flota en el aire como nieve cósmica, los huevos se rompen solos y los tazones revolotean alrededor de Ina. —¡Okay, okay, ingredientes check! —uno de sus tentáculos voltea un tazón con masa que brilla de manera sospechosa mientras Ina lee una lista— Harina... huevos... suspiros de ángel... —asiente— ¡Perfecto!
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  • Bajo forma humana, estuve en un templo bajo la tutela de otro maestro anciano que me explicó muchas cosas de la vida.
    Bajo forma humana, estuve en un templo bajo la tutela de otro maestro anciano que me explicó muchas cosas de la vida.
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