• —Los humanos jamás cambiarán su naturaleza destructiva; es de público conocimiento que destruyen todo lo que tocan, todo lo que rozan —dijo con voz ronca mientras elevaba la botella.

    —Y henos aquí, dispuestos a sacrificar todo con tal de salvar su evolución, de velar por su seguridad y de dejarnos matar por aquellos que nos desprecian —concluyó luego de verter el contenido en la taza.

    El alquimista Alex se encontraba muy lejos de sus aposentos, en la lejana tierra oriental del este, en un pequeño y estrecho lugar apartado de las miradas curiosas que algunos aventureros conocían; era el lugar perfecto para meditar y para encontrar la introspección profunda que el maestro de las artes arcanas tanto estaba necesitando. Su viaje había sido un sinfín de peligros y distracciones, deteniéndose para ayudar a viajeros y mercaderes, luchar contra ominosas criaturas y asesinos de las colinas, incluso algún que otro sicario contratado para eliminarlo; la mayoría de todas ellas siendo solucionadas con acero y sangre de por medio.

    Estaba agotado; su viaje había durado mucho más de lo que se propuso en primer lugar. Aun siendo un mutante ascendido y de poseer una resistencia superior al común denominador de criaturas y seres mágicos, el susodicho aun necesitaba descansar después de intensas jornadas sin dormir o comer…

    Se dijo a sí mismo que no debía pensar en nada ni nadie; debía mantener sus sentidos centrados y agudizados para sus próximas misiones, pero un pequeño viaje al "Templo de los arroyos", el lugar en el cual ahora se encontraba reponiendo energías y descansando su alma, nunca le venía mal.
    —Los humanos jamás cambiarán su naturaleza destructiva; es de público conocimiento que destruyen todo lo que tocan, todo lo que rozan —dijo con voz ronca mientras elevaba la botella. —Y henos aquí, dispuestos a sacrificar todo con tal de salvar su evolución, de velar por su seguridad y de dejarnos matar por aquellos que nos desprecian —concluyó luego de verter el contenido en la taza. El alquimista Alex se encontraba muy lejos de sus aposentos, en la lejana tierra oriental del este, en un pequeño y estrecho lugar apartado de las miradas curiosas que algunos aventureros conocían; era el lugar perfecto para meditar y para encontrar la introspección profunda que el maestro de las artes arcanas tanto estaba necesitando. Su viaje había sido un sinfín de peligros y distracciones, deteniéndose para ayudar a viajeros y mercaderes, luchar contra ominosas criaturas y asesinos de las colinas, incluso algún que otro sicario contratado para eliminarlo; la mayoría de todas ellas siendo solucionadas con acero y sangre de por medio. Estaba agotado; su viaje había durado mucho más de lo que se propuso en primer lugar. Aun siendo un mutante ascendido y de poseer una resistencia superior al común denominador de criaturas y seres mágicos, el susodicho aun necesitaba descansar después de intensas jornadas sin dormir o comer… Se dijo a sí mismo que no debía pensar en nada ni nadie; debía mantener sus sentidos centrados y agudizados para sus próximas misiones, pero un pequeño viaje al "Templo de los arroyos", el lugar en el cual ahora se encontraba reponiendo energías y descansando su alma, nunca le venía mal.
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    //pinche templo de la espada estoy comenzado a Odiarte!!!!!
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  • -El Maestro Subhuti le da un nombre al mono, Sun Wukong que significa Mono Conciente del Vació. Wukong en su entrenamiento, adquiere la habilidad conocida como las "72 transformaciones", que le permite transformarse en toda forma posible de la existencia, incluyendo a personas y objetos. Él también aprendió acerca de viajar en las nubes, incluyendo una técnica llamada el Jīndǒuyún (salto hacia adelante), que cubre 108.000 li ( 54.000 km o 33.554 millas ) en un solo tirón. Finalmente, él podía transformar cada uno de los 84.000 pelos de su cuerpo en objetos inanimados y seres vivos o incluso clones de sí mismo, que luego volvían a su cuerpo como si no los hubiera arrancado. También, le enseño las costumbres humanas. Sun Wukong estaba orgulloso de sus destrezas, y a instancias de los otros discípulos, comenzó a demostrarles sus grandes dones. Su maestro no estaba contento de que Wukong hiciera un circo de sus habilidades, y lo expulsó fuera de su templo. -
    -El Maestro Subhuti le da un nombre al mono, Sun Wukong que significa Mono Conciente del Vació. Wukong en su entrenamiento, adquiere la habilidad conocida como las "72 transformaciones", que le permite transformarse en toda forma posible de la existencia, incluyendo a personas y objetos. Él también aprendió acerca de viajar en las nubes, incluyendo una técnica llamada el Jīndǒuyún (salto hacia adelante), que cubre 108.000 li ( 54.000 km o 33.554 millas ) en un solo tirón. Finalmente, él podía transformar cada uno de los 84.000 pelos de su cuerpo en objetos inanimados y seres vivos o incluso clones de sí mismo, que luego volvían a su cuerpo como si no los hubiera arrancado. También, le enseño las costumbres humanas. Sun Wukong estaba orgulloso de sus destrezas, y a instancias de los otros discípulos, comenzó a demostrarles sus grandes dones. Su maestro no estaba contento de que Wukong hiciera un circo de sus habilidades, y lo expulsó fuera de su templo. -
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  • El sol de la mañana se filtraba a través de las puertas de papel shoji del templo, proyectando un brillo dorado sobre el suelo de madera pulida. Morticia se despertó lentamente, sus largos cabellos rojos esparcidos sobre la almohada. Se estiró, sus delicados dedos rozando la suave seda de su kimono.
    Mientras se sentaba, notó el silencio a su alrededor, un silencio solo roto por el suave susurro de las hojas en el jardín exterior. El tranquilo ambiente del templo era un marcado contraste con el bullicio de su vida habitual, pero Morticia lo encontró reconfortante.
    Con gracia, se levantó y se acercó a las puertas shoji, deslizándolas para revelar el jardín bañado por el sol. Los cerezos estaban en plena floración, sus delicadas flores rosadas bailaban con la suave brisa. Un pequeño estanque de carpas brillaba bajo el sol de la mañana, y el aire estaba lleno del dulce aroma de las flores.
    Morticia respiró hondo, llenando sus pulmones con el aire fresco y fragante. Sintió una sensación de paz y tranquilidad que no había experimentado en mucho tiempo. Este templo, este jardín, era un mundo alejado del caos y el drama que a menudo definían su vida.
    Mientras contemplaba el jardín, Morticia no pudo evitar sonreír. Este viaje a Japón había sido una oportunidad para ella para escapar de su vida habitual y encontrarse a sí misma. Y en este tranquilo templo, rodeada de belleza natural, finalmente estaba comenzando a hacerlo.
    El sol de la mañana se filtraba a través de las puertas de papel shoji del templo, proyectando un brillo dorado sobre el suelo de madera pulida. Morticia se despertó lentamente, sus largos cabellos rojos esparcidos sobre la almohada. Se estiró, sus delicados dedos rozando la suave seda de su kimono. Mientras se sentaba, notó el silencio a su alrededor, un silencio solo roto por el suave susurro de las hojas en el jardín exterior. El tranquilo ambiente del templo era un marcado contraste con el bullicio de su vida habitual, pero Morticia lo encontró reconfortante. Con gracia, se levantó y se acercó a las puertas shoji, deslizándolas para revelar el jardín bañado por el sol. Los cerezos estaban en plena floración, sus delicadas flores rosadas bailaban con la suave brisa. Un pequeño estanque de carpas brillaba bajo el sol de la mañana, y el aire estaba lleno del dulce aroma de las flores. Morticia respiró hondo, llenando sus pulmones con el aire fresco y fragante. Sintió una sensación de paz y tranquilidad que no había experimentado en mucho tiempo. Este templo, este jardín, era un mundo alejado del caos y el drama que a menudo definían su vida. Mientras contemplaba el jardín, Morticia no pudo evitar sonreír. Este viaje a Japón había sido una oportunidad para ella para escapar de su vida habitual y encontrarse a sí misma. Y en este tranquilo templo, rodeada de belleza natural, finalmente estaba comenzando a hacerlo.
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  • Buscando ofudas para los talismanes de amor, entre los cajones del templo, encontré algo que no esperaba encontrar de Tomoe *sonríe con malicia* Una travesura no hará mal, después de todo, su diske esposo amará estas fotos...
    Buscando ofudas para los talismanes de amor, entre los cajones del templo, encontré algo que no esperaba encontrar de Tomoe *sonríe con malicia* Una travesura no hará mal, después de todo, su diske esposo amará estas fotos...
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  • En esta vida, Tomoe tiene mas presencia social que yo, y eso que yo soy la humana... —observo a Tomoe cambiar de aspecto, y tener sus diversiones "libremente". «pero acepté eso para que al menos viviera más, en esta vida solo soy la Diosa responsable de este templo, el tiene sus vidas amorosas a parte... Y yo más sola que un muerto»suspiro pensativa.
    En esta vida, Tomoe tiene mas presencia social que yo, y eso que yo soy la humana... —observo a Tomoe cambiar de aspecto, y tener sus diversiones "libremente". «pero acepté eso para que al menos viviera más, en esta vida solo soy la Diosa responsable de este templo, el tiene sus vidas amorosas a parte... Y yo más sola que un muerto»suspiro pensativa.
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  • La llama y la ceniza
    Fandom Libre
    Categoría Fantasía
    〈 Starter para 𝑬𝒍𝒊𝒛𝒂𝒃𝒆𝒕𝒉 ✴ 𝑩𝒍𝒐𝒐𝒅𝒇𝒍𝒂𝒎𝒆 ♡ 〉

    La piedra del templo era fría incluso bajo sus manos enguantadas, su tacto áspero como si guardara la memoria de incontables inviernos. El aire olía a incienso antiguo, a la leña quemada en los braseros dispersos por los pasillos, a la humedad de los corredores donde la luz apenas llegaba. Para otros, este lugar era un santuario. Para ella, solo era un punto en el mapa, una parada en su interminable sendero.

    Kazuo le había concedido cobijo, pero la confianza era un concepto frágil. Habría una confianza establecida, efímera, breve: ella había dejado su rostro y sus cartas al descubierto, al igual que él había dejado entrever parcialmente su naturaleza. Pero ambos parecían moverse con la curiosidad de un animal, o quizá un mutuo silencio respetuoso. Y él tenía razones para ello, pues ella nunca había sido una presencia fácil, nunca había sido alguien que se dejara descifrar sin resistencia.

    Por eso, se mantenía en los márgenes.

    Como una sombra más entre las columnas, un eco sin voz en los pasillos, se deslizaba en el silencio, calculando cada movimiento. Su presencia era un roce efímero, un parpadeo en la penumbra, un espectro que se negaba a ocupar más espacio del necesario. Sus interacciones con Kazuo eran mínimas, apenas palabras medidas cuando la necesidad las exigía, cuando él buscaba asegurarse de su paradero, cuando la rutina forzaba un cruce de caminos.

    Y luego, había alguien más.

    No necesitaba mirarla para notar su presencia. Era como si el templo mismo cambiara cuando ella estaba cerca, como si la cadencia del zorro se tornara más relajada, como si su voz adquiriera un matiz diferente, menos cortante, quizá más humano. Había ternura en el aire cuando ellos compartían el mismo espacio, una conexión que no tenía cabida en el mundo al que ella pertenecía.

    Ella no preguntó. No miró demasiado. No permitió que la sospecha germinara más de lo necesario en su mente. Pero lo sabía. No había envidia en su percepción, sólo la constatación de un hecho: tenían algo que ella había perdido hace mucho, algo que quizá nunca había tenido del todo.

    Es por ello que evitaba los encuentros, se deslizaba entre las horas en las que el templo estaba más transitado y elegía los momentos en que la penumbra era su única compañía. Encontraba refugio en los rincones donde la luz no se atrevía a adentrarse, donde podía existir sin ser percibida. Y, durante un tiempo, aquello fue suficiente… Hasta que dejó de serlo.

    Quizá fue la fatiga.

    Las noches habían sido largas, y su búsqueda no daba frutos. Cada día que pasaba en aquel lugar se sentía como una demora, una pausa que no podía permitirse, pero que su cuerpo comenzaba a exigirle sin clemencia. Quizá el único resultado tangible de su esfuerzo eran páginas y páginas de su propio puño y letra, desbordando su caligrafía apretada con fragmentos de conocimiento, hipótesis garabateadas entre líneas, retazos de ideas que parecían desvanecerse antes de poder concretarse. Objetos dispersos y ocultos con recelo, protegidos de la vista común como si el mero acto de exponerlos los volviera vulnerables. Infinitas mañanas pasadas frente a una mesa de piedra, con la mirada fija en pergaminos extendidos, sus dedos tamborileando en la superficie en un ritmo inconstante, como si esperara que el simple contacto le revelara la respuesta que aún no tenía.

    Quizá fue la comodidad traicionera.

    El templo, con su quietud reverente, sus braseros encendidos y el aire impregnado de una fragancia a incienso y antigüedad, no era el páramo helado y hostil que se había convertido en su hogar por tanto tiempo. Ahí, en esos muros de piedra maciza que resonaban con ecos de antiguos rezos y secretos olvidados, no había voces persiguiéndola, no había enemigos en las sombras esperando el momento perfecto para clavar la daga. Ahí, nadie susurraba su nombre en medio de la oscuridad, ni lo pronunciaba con la intención de devorar su alma, como si su presencia fuera una amenaza. Nadie la acechaba, no como lo había hecho el mundo antes de que se refugiara entre estos muros.

    O quizá, fue el destino.

    Porque aquella noche, cometió un error. Se permitió, por un breve y extraño momento, respirar más hondo de lo necesario. Permitió que su cuerpo dejara de estar tenso, que el agotamiento, acumulado por días, semanas, quizás meses, saliera a la superficie. La respiración se le volvió más pausada, menos calculada. Soltó un suspiro involuntario, una exhalación que pareció deshacer la coraza de vigilancia que siempre mantenía sobre sí misma. El templo, con su silenciosa paz, la había engañado por un instante. La falsa sensación de seguridad la había seducido.

    Pero la calma traiciona.

    Porque al soltar esa tensión, la fragilidad de la quietud se hizo evidente, y con ella, la vulnerabilidad. El sonido de sus pasos resonó con una claridad inesperada en el corredor de piedra, un sonido que no quería escuchar, que ya sabía que no debía permitir. Tal vez fue eso lo que la traicionó, el eco de sus botas al chocar con la piedra, o tal vez fue la forma en que su sombra, por un instante, rompió la penumbra. Un reflejo demasiado marcado, demasiado humano, desbordando el límite entre la oscuridad y la luz tenue de los braseros. Quizás fue el susurro suave de su capa rozando la piedra fría, el roce que alertó a una presencia que ya convivía entre esos muros. O tal vez, simplemente, fue la vibración de su ser, la sutil, casi imperceptible sensación de un ser que no pertenece a la quietud de ese lugar, la que alcanzó a alguien con una sensibilidad inesperada.

    Fuera lo que fuera, cuando quiso darse cuenta, ya era tarde.

    No estaba sola.

    Y Liz la vió.
    〈 Starter para [Liz_bloodFlame] ♡ 〉 La piedra del templo era fría incluso bajo sus manos enguantadas, su tacto áspero como si guardara la memoria de incontables inviernos. El aire olía a incienso antiguo, a la leña quemada en los braseros dispersos por los pasillos, a la humedad de los corredores donde la luz apenas llegaba. Para otros, este lugar era un santuario. Para ella, solo era un punto en el mapa, una parada en su interminable sendero. Kazuo le había concedido cobijo, pero la confianza era un concepto frágil. Habría una confianza establecida, efímera, breve: ella había dejado su rostro y sus cartas al descubierto, al igual que él había dejado entrever parcialmente su naturaleza. Pero ambos parecían moverse con la curiosidad de un animal, o quizá un mutuo silencio respetuoso. Y él tenía razones para ello, pues ella nunca había sido una presencia fácil, nunca había sido alguien que se dejara descifrar sin resistencia. Por eso, se mantenía en los márgenes. Como una sombra más entre las columnas, un eco sin voz en los pasillos, se deslizaba en el silencio, calculando cada movimiento. Su presencia era un roce efímero, un parpadeo en la penumbra, un espectro que se negaba a ocupar más espacio del necesario. Sus interacciones con Kazuo eran mínimas, apenas palabras medidas cuando la necesidad las exigía, cuando él buscaba asegurarse de su paradero, cuando la rutina forzaba un cruce de caminos. Y luego, había alguien más. No necesitaba mirarla para notar su presencia. Era como si el templo mismo cambiara cuando ella estaba cerca, como si la cadencia del zorro se tornara más relajada, como si su voz adquiriera un matiz diferente, menos cortante, quizá más humano. Había ternura en el aire cuando ellos compartían el mismo espacio, una conexión que no tenía cabida en el mundo al que ella pertenecía. Ella no preguntó. No miró demasiado. No permitió que la sospecha germinara más de lo necesario en su mente. Pero lo sabía. No había envidia en su percepción, sólo la constatación de un hecho: tenían algo que ella había perdido hace mucho, algo que quizá nunca había tenido del todo. Es por ello que evitaba los encuentros, se deslizaba entre las horas en las que el templo estaba más transitado y elegía los momentos en que la penumbra era su única compañía. Encontraba refugio en los rincones donde la luz no se atrevía a adentrarse, donde podía existir sin ser percibida. Y, durante un tiempo, aquello fue suficiente… Hasta que dejó de serlo. Quizá fue la fatiga. Las noches habían sido largas, y su búsqueda no daba frutos. Cada día que pasaba en aquel lugar se sentía como una demora, una pausa que no podía permitirse, pero que su cuerpo comenzaba a exigirle sin clemencia. Quizá el único resultado tangible de su esfuerzo eran páginas y páginas de su propio puño y letra, desbordando su caligrafía apretada con fragmentos de conocimiento, hipótesis garabateadas entre líneas, retazos de ideas que parecían desvanecerse antes de poder concretarse. Objetos dispersos y ocultos con recelo, protegidos de la vista común como si el mero acto de exponerlos los volviera vulnerables. Infinitas mañanas pasadas frente a una mesa de piedra, con la mirada fija en pergaminos extendidos, sus dedos tamborileando en la superficie en un ritmo inconstante, como si esperara que el simple contacto le revelara la respuesta que aún no tenía. Quizá fue la comodidad traicionera. El templo, con su quietud reverente, sus braseros encendidos y el aire impregnado de una fragancia a incienso y antigüedad, no era el páramo helado y hostil que se había convertido en su hogar por tanto tiempo. Ahí, en esos muros de piedra maciza que resonaban con ecos de antiguos rezos y secretos olvidados, no había voces persiguiéndola, no había enemigos en las sombras esperando el momento perfecto para clavar la daga. Ahí, nadie susurraba su nombre en medio de la oscuridad, ni lo pronunciaba con la intención de devorar su alma, como si su presencia fuera una amenaza. Nadie la acechaba, no como lo había hecho el mundo antes de que se refugiara entre estos muros. O quizá, fue el destino. Porque aquella noche, cometió un error. Se permitió, por un breve y extraño momento, respirar más hondo de lo necesario. Permitió que su cuerpo dejara de estar tenso, que el agotamiento, acumulado por días, semanas, quizás meses, saliera a la superficie. La respiración se le volvió más pausada, menos calculada. Soltó un suspiro involuntario, una exhalación que pareció deshacer la coraza de vigilancia que siempre mantenía sobre sí misma. El templo, con su silenciosa paz, la había engañado por un instante. La falsa sensación de seguridad la había seducido. Pero la calma traiciona. Porque al soltar esa tensión, la fragilidad de la quietud se hizo evidente, y con ella, la vulnerabilidad. El sonido de sus pasos resonó con una claridad inesperada en el corredor de piedra, un sonido que no quería escuchar, que ya sabía que no debía permitir. Tal vez fue eso lo que la traicionó, el eco de sus botas al chocar con la piedra, o tal vez fue la forma en que su sombra, por un instante, rompió la penumbra. Un reflejo demasiado marcado, demasiado humano, desbordando el límite entre la oscuridad y la luz tenue de los braseros. Quizás fue el susurro suave de su capa rozando la piedra fría, el roce que alertó a una presencia que ya convivía entre esos muros. O tal vez, simplemente, fue la vibración de su ser, la sutil, casi imperceptible sensación de un ser que no pertenece a la quietud de ese lugar, la que alcanzó a alguien con una sensibilidad inesperada. Fuera lo que fuera, cuando quiso darse cuenta, ya era tarde. No estaba sola. Y Liz la vió.
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  • Normalmente Kazuo se despertaba al alba para hacer sus tareas matutinas en el templo, que no eran pocas. Él se encargaba de todo, siempre con buen animo y sin flaqueza. Amaba su hogar, y desde que lo compartía con Elizabeth sentía que aún brillaba más.

    Pero esa mañana en el templo reinaba un silencio sepulcral. Kazuo aún no sé había levantado a causa del sueño. La altura del sol indicaba que estaban cerca del medio día, y aún así, el zorro seguía enredado entre las sabanas del futón.

    Llevaba días sin dormir bien... La incógnita sobre el embarazo de su amada lo tenía preocupado. Lo que provocaba noches en vela, consumido por pensamientos rumiantes e incesantes. No es hasta que el cansancio llega al extremo que sus ojos se cierran al fin, otorgándole un descanso que no era suficiente; eso era más evidente.

    Pronto iría al mundo de los espíritus. En busca de respuestas, o encontrar a quien pueda aportarle algo de luz a sus pesquisas.
    Normalmente Kazuo se despertaba al alba para hacer sus tareas matutinas en el templo, que no eran pocas. Él se encargaba de todo, siempre con buen animo y sin flaqueza. Amaba su hogar, y desde que lo compartía con Elizabeth sentía que aún brillaba más. Pero esa mañana en el templo reinaba un silencio sepulcral. Kazuo aún no sé había levantado a causa del sueño. La altura del sol indicaba que estaban cerca del medio día, y aún así, el zorro seguía enredado entre las sabanas del futón. Llevaba días sin dormir bien... La incógnita sobre el embarazo de su amada lo tenía preocupado. Lo que provocaba noches en vela, consumido por pensamientos rumiantes e incesantes. No es hasta que el cansancio llega al extremo que sus ojos se cierran al fin, otorgándole un descanso que no era suficiente; eso era más evidente. Pronto iría al mundo de los espíritus. En busca de respuestas, o encontrar a quien pueda aportarle algo de luz a sus pesquisas.
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  • Si de algo carecía la pelirroja era paciencia.

    Todas las cosas en su vida las empujaba forzándolas hasta su límite para obtener lo más pronto posible lo que quería, y siempre lo lograba; Así era, impetuosa por naturaleza como su elemento -el fuego- avasalladora, fugaz y agresiva ... hasta ahora.

    La pequeña motita -bautizada así por Kazuo- con luz y magia propia tardaría meses en mostrarse al mundo.
    Aún no nacía y ya le estaba enseñando a Elizabeth bases fundamentales, a regañadientes Liz estaba aprendiendo a esperar y a vivir con más pausas.

    Desde que decidió finalmente seguir con la gestación empezó a diario a colgar del árbol contiguo al templo trozos de tela de la ropa que ya no le quedaba con nombres tentativos tanto de hombre como de mujer (puesto que aún no había certeza de que sería).

    Por semanas cada día sin falta iba añadiendo un retazo, a veces no tenía nada escrito porque ningun nombre había venido a su mente, pero no dejaba de hacerlo por eso, se había transformado en casi un ritual sagrado, una forma de aplacar su ansiedad
    Si de algo carecía la pelirroja era paciencia. Todas las cosas en su vida las empujaba forzándolas hasta su límite para obtener lo más pronto posible lo que quería, y siempre lo lograba; Así era, impetuosa por naturaleza como su elemento -el fuego- avasalladora, fugaz y agresiva ... hasta ahora. La pequeña motita -bautizada así por Kazuo- con luz y magia propia tardaría meses en mostrarse al mundo. Aún no nacía y ya le estaba enseñando a Elizabeth bases fundamentales, a regañadientes Liz estaba aprendiendo a esperar y a vivir con más pausas. Desde que decidió finalmente seguir con la gestación empezó a diario a colgar del árbol contiguo al templo trozos de tela de la ropa que ya no le quedaba con nombres tentativos tanto de hombre como de mujer (puesto que aún no había certeza de que sería). Por semanas cada día sin falta iba añadiendo un retazo, a veces no tenía nada escrito porque ningun nombre había venido a su mente, pero no dejaba de hacerlo por eso, se había transformado en casi un ritual sagrado, una forma de aplacar su ansiedad
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  • La tregua había durado poco. El invierno volvía a demostrar que quedaba aún tiempo por delante antes de marcharse. Como cada atardecer, Kazuo se encargaba de encender todos y cada uno de los faroles de aceite del templo.

    Fué entonces cuando escuchó el crugir de la nieve tras de él. Este se voltea observado la nueva visita.

    - Bienvenido/a ... ¿Puedo ofrecerle algo?...- Preguntó el zorro con esa serena cortesía que tanto le caracterizaba.
    La tregua había durado poco. El invierno volvía a demostrar que quedaba aún tiempo por delante antes de marcharse. Como cada atardecer, Kazuo se encargaba de encender todos y cada uno de los faroles de aceite del templo. Fué entonces cuando escuchó el crugir de la nieve tras de él. Este se voltea observado la nueva visita. - Bienvenido/a ... ¿Puedo ofrecerle algo?...- Preguntó el zorro con esa serena cortesía que tanto le caracterizaba.
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