Agrat Eisheth Zenunim Naamah
Vuelvo a estar en cinta.
No debería haber ocurrido así.
No ahora.
No cuando Agrat, la hermana mayor, había dictado su voluntad: que fuese Eisheth quien trajera a las siguientes soldados, que el peso del Caos cambiara de vientre, de sangre, de sacrificio.
Pero Naamah nunca obedece del todo.
Su deseo me encuentra de nuevo, como una grieta que jamás termina de cerrarse. Otra ordaz de engendros se forma en mí, más numerosa, más hambrienta, más impaciente. No he terminado de sanar del último parto cuando mi cuerpo vuelve a convertirse en umbral.
Las contracciones comienzan demasiado pronto.
No avanzan: estallan.
Son peores que las anteriores, más profundas, más crueles. No siento solo el útero contrayéndose; siento capas enteras de mí colapsando hacia dentro, como si el espacio se plegara para darles lugar. Respiro y el aire no alcanza. Grito y el sonido no basta.
Me tumban para el ecógrafo.
La pantalla parpadea.
El técnico se queda inmóvil.
Uno.
Dos.
Cinco.
Diez.
El contador sigue subiendo mientras el silencio se vuelve espeso, irrespirable. Las formas se superponen, se mueven demasiado, como si no respetaran límites físicos. El aparato emite un pitido agudo, nervioso.
—Veinte —susurra alguien, sin darse cuenta de que ha hablado en voz alta.
Veinte criaturas dentro de mí.
Siento cómo se empujan, cómo reclaman espacio que no existe, cómo aprenden a odiarse incluso antes de nacer. Mis entrañas arden. Cada contracción es una orden directa del Caos: abre, cede, rompe.
Agrat no quería esto.
Eisheth debía ser la siguiente.
Pero Naamah me ha elegido otra vez.
Y mi cuerpo, traidor y templo, vuelve a obedecer.
Vuelvo a estar en cinta.
No debería haber ocurrido así.
No ahora.
No cuando Agrat, la hermana mayor, había dictado su voluntad: que fuese Eisheth quien trajera a las siguientes soldados, que el peso del Caos cambiara de vientre, de sangre, de sacrificio.
Pero Naamah nunca obedece del todo.
Su deseo me encuentra de nuevo, como una grieta que jamás termina de cerrarse. Otra ordaz de engendros se forma en mí, más numerosa, más hambrienta, más impaciente. No he terminado de sanar del último parto cuando mi cuerpo vuelve a convertirse en umbral.
Las contracciones comienzan demasiado pronto.
No avanzan: estallan.
Son peores que las anteriores, más profundas, más crueles. No siento solo el útero contrayéndose; siento capas enteras de mí colapsando hacia dentro, como si el espacio se plegara para darles lugar. Respiro y el aire no alcanza. Grito y el sonido no basta.
Me tumban para el ecógrafo.
La pantalla parpadea.
El técnico se queda inmóvil.
Uno.
Dos.
Cinco.
Diez.
El contador sigue subiendo mientras el silencio se vuelve espeso, irrespirable. Las formas se superponen, se mueven demasiado, como si no respetaran límites físicos. El aparato emite un pitido agudo, nervioso.
—Veinte —susurra alguien, sin darse cuenta de que ha hablado en voz alta.
Veinte criaturas dentro de mí.
Siento cómo se empujan, cómo reclaman espacio que no existe, cómo aprenden a odiarse incluso antes de nacer. Mis entrañas arden. Cada contracción es una orden directa del Caos: abre, cede, rompe.
Agrat no quería esto.
Eisheth debía ser la siguiente.
Pero Naamah me ha elegido otra vez.
Y mi cuerpo, traidor y templo, vuelve a obedecer.
[f_off_bih] [demonsmile01] [n.a.a.m.a.h]
Vuelvo a estar en cinta.
No debería haber ocurrido así.
No ahora.
No cuando Agrat, la hermana mayor, había dictado su voluntad: que fuese Eisheth quien trajera a las siguientes soldados, que el peso del Caos cambiara de vientre, de sangre, de sacrificio.
Pero Naamah nunca obedece del todo.
Su deseo me encuentra de nuevo, como una grieta que jamás termina de cerrarse. Otra ordaz de engendros se forma en mí, más numerosa, más hambrienta, más impaciente. No he terminado de sanar del último parto cuando mi cuerpo vuelve a convertirse en umbral.
Las contracciones comienzan demasiado pronto.
No avanzan: estallan.
Son peores que las anteriores, más profundas, más crueles. No siento solo el útero contrayéndose; siento capas enteras de mí colapsando hacia dentro, como si el espacio se plegara para darles lugar. Respiro y el aire no alcanza. Grito y el sonido no basta.
Me tumban para el ecógrafo.
La pantalla parpadea.
El técnico se queda inmóvil.
Uno.
Dos.
Cinco.
Diez.
El contador sigue subiendo mientras el silencio se vuelve espeso, irrespirable. Las formas se superponen, se mueven demasiado, como si no respetaran límites físicos. El aparato emite un pitido agudo, nervioso.
—Veinte —susurra alguien, sin darse cuenta de que ha hablado en voz alta.
Veinte criaturas dentro de mí.
Siento cómo se empujan, cómo reclaman espacio que no existe, cómo aprenden a odiarse incluso antes de nacer. Mis entrañas arden. Cada contracción es una orden directa del Caos: abre, cede, rompe.
Agrat no quería esto.
Eisheth debía ser la siguiente.
Pero Naamah me ha elegido otra vez.
Y mi cuerpo, traidor y templo, vuelve a obedecer.