• He caminado entre sombras durante siglos, he visto templos caer, he atravesado guerras, inviernos interminables y océanos sin luna.
    Pero jamás me arrodillé ante nadie… hasta que te perdí.
    Porque no hay destino más cruel que seguir existiendo sin la única razón por la que uno desea seguir vivo.

    No me importa cuántas vidas vivas.
    No me importa en cuántos cuerpos renazcas.
    No me importa si tu alma me rechaza en esta vida o en mil más.
    Te encontraré.
    Y cuando lo haga, el mundo temblará.
    Puedes huir, pero no escapar.
    Puedes olvidarme, pero no romper lo que somos.
    Puedes cerrar los ojos, pero dentro de ti… seguirás llamándome.
    Porque hay amores que no son humanos.
    Hay amores que nacen para convertirse en leyenda.
    Hay amores que ni la muerte puede enterrar.
    El mío lleva siglos pronunciando tu nombre, incluso en silencio.

    Es un destino sellado con sangre:
    Si tardara cuatrocientos años en encontrarte…
    te buscaría cuatrocientos más.
    Y si el universo se negara a devolverte,
    lo rompería con mis propias manos hasta que lo hiciera.
    Porque te amo más allá del bien, del tiempo y de Dios.
    Y no existe fuerza que me impida regresar a ti.
    He caminado entre sombras durante siglos, he visto templos caer, he atravesado guerras, inviernos interminables y océanos sin luna. Pero jamás me arrodillé ante nadie… hasta que te perdí. Porque no hay destino más cruel que seguir existiendo sin la única razón por la que uno desea seguir vivo. No me importa cuántas vidas vivas. No me importa en cuántos cuerpos renazcas. No me importa si tu alma me rechaza en esta vida o en mil más. Te encontraré. Y cuando lo haga, el mundo temblará. Puedes huir, pero no escapar. Puedes olvidarme, pero no romper lo que somos. Puedes cerrar los ojos, pero dentro de ti… seguirás llamándome. Porque hay amores que no son humanos. Hay amores que nacen para convertirse en leyenda. Hay amores que ni la muerte puede enterrar. El mío lleva siglos pronunciando tu nombre, incluso en silencio. Es un destino sellado con sangre: Si tardara cuatrocientos años en encontrarte… te buscaría cuatrocientos más. Y si el universo se negara a devolverte, lo rompería con mis propias manos hasta que lo hiciera. Porque te amo más allá del bien, del tiempo y de Dios. Y no existe fuerza que me impida regresar a ti.
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  • .⋆♱⃓ " Nuevo siglo nuevo trabajo...."

    -El chico suspira entrando en un nuevo edifico despues de tantos años en la misma empresa, minimo esperaba que este jefe no fuera un viejo enojon..

    //seguir rol el que quiera//
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  • ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ
    El sol de media mañana inunda el vagón de tren, cálido y sorprendentemente brillante, como si el cielo quisiera compensar la furia del día anterior. Un día antes, la ciudad había estado sumida en un diluvio gris, ahora la luz baila sobre el terciopelo desgastado de los asientos.

    Irina está sentada sola en un compartimento, su silueta recortada contra el paisaje que se desenfoca, a su lado, una pequeña mochila.

    ​Afuera, la ciudad ha quedado atrás hace ya un buen rato. Los edificios han sido reemplazados por colinas suaves que se elevan a montañas escarpadas, pequeñas casas de pobladores que viven más alejados y por supuesto campos de un verde tan intenso que casi duele a la vista. El aire que entra por la ventanilla, ligeramente abierta, huele a tierra húmeda y a pino.

    ​Irina observa los árboles pasar una y otra vez.
    ​La última misión aún fresca revive en sus pensamientos.

    La sonrisa falsa en el rostro de la duquesa de Borgoña mientras un artefacto desaparecía de su tocador, la tensión en la voz del agente que le daba las "gracias" por haber evitado una paradoja temporal que habría reescrito la Revolución Francesa. El sudor frío que corrió por su espalda cuando se dio cuenta de que había estado a segundos de ser descubierta en el año 1789.
    ​Se lleva una mano a la sien, un ligero temblor apenas perceptible.

    Demasiado. Ha sido demasiado.

    Los anacronismos en su cabeza, las voces de diferentes épocas, el miedo constante de un desliz, un error que podría borrar existencias.
    ​Cierra los ojos. Las imágenes tintinean detrás de sus párpados: un salón rococó, una calle adoquinada bajo la lluvia, el olor a pólvora de un campo de batalla del siglo XVII. Y luego, el flash blanquecino de un salto, una sensación de vacío estomacal, y el aterrizaje en otro ahora, en otro lugar.

    ​El tren traquetea sobre un puente de acero, y el sonido metálico la devuelve al presente. Abre los ojos. Un río cristalino fluye debajo, arrastrando ramas y hojas. Agua que sigue su curso, sin importar lo que el tiempo le depare.

    Este sentido de ser un fantasma en su propia época, siempre un paso fuera de sincronía, siempre una espectadora, nunca una participante plena, la sensación de no pertenecer del todo a este tiempo la persigue.​

    Su don, que le permite deslizarse entre los siglos, es también su jaula. Siempre observando, nunca echando raíces lo suficientemente profundas

    ​Siente una familiar opresión en el pecho, no es tristeza, es más bien una fatiga de la esencia ... Ha visto el ascenso y la caída de imperios, la evolución del arte, la brutalidad y la belleza de la humanidad a través de los siglos. Y en cada era, ella ha sido la misma, una constante que no cambia, mientras todo a su alrededor se transforma.

    Aún quedan un par de horas para su destino, su mente no deja de pensar... Irina busca desesperadamente como calmarse antes de rayar en la locura. Por fuera se ve implacable, con la mirada fija en el paisaje, sólo un pequeño temblor de su pierna la delataría bajo un ojo observador
    ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ El sol de media mañana inunda el vagón de tren, cálido y sorprendentemente brillante, como si el cielo quisiera compensar la furia del día anterior. Un día antes, la ciudad había estado sumida en un diluvio gris, ahora la luz baila sobre el terciopelo desgastado de los asientos. Irina está sentada sola en un compartimento, su silueta recortada contra el paisaje que se desenfoca, a su lado, una pequeña mochila. ​Afuera, la ciudad ha quedado atrás hace ya un buen rato. Los edificios han sido reemplazados por colinas suaves que se elevan a montañas escarpadas, pequeñas casas de pobladores que viven más alejados y por supuesto campos de un verde tan intenso que casi duele a la vista. El aire que entra por la ventanilla, ligeramente abierta, huele a tierra húmeda y a pino. ​Irina observa los árboles pasar una y otra vez. ​La última misión aún fresca revive en sus pensamientos. La sonrisa falsa en el rostro de la duquesa de Borgoña mientras un artefacto desaparecía de su tocador, la tensión en la voz del agente que le daba las "gracias" por haber evitado una paradoja temporal que habría reescrito la Revolución Francesa. El sudor frío que corrió por su espalda cuando se dio cuenta de que había estado a segundos de ser descubierta en el año 1789. ​Se lleva una mano a la sien, un ligero temblor apenas perceptible. Demasiado. Ha sido demasiado. Los anacronismos en su cabeza, las voces de diferentes épocas, el miedo constante de un desliz, un error que podría borrar existencias. ​Cierra los ojos. Las imágenes tintinean detrás de sus párpados: un salón rococó, una calle adoquinada bajo la lluvia, el olor a pólvora de un campo de batalla del siglo XVII. Y luego, el flash blanquecino de un salto, una sensación de vacío estomacal, y el aterrizaje en otro ahora, en otro lugar. ​El tren traquetea sobre un puente de acero, y el sonido metálico la devuelve al presente. Abre los ojos. Un río cristalino fluye debajo, arrastrando ramas y hojas. Agua que sigue su curso, sin importar lo que el tiempo le depare. Este sentido de ser un fantasma en su propia época, siempre un paso fuera de sincronía, siempre una espectadora, nunca una participante plena, la sensación de no pertenecer del todo a este tiempo la persigue.​ Su don, que le permite deslizarse entre los siglos, es también su jaula. Siempre observando, nunca echando raíces lo suficientemente profundas ​Siente una familiar opresión en el pecho, no es tristeza, es más bien una fatiga de la esencia ... Ha visto el ascenso y la caída de imperios, la evolución del arte, la brutalidad y la belleza de la humanidad a través de los siglos. Y en cada era, ella ha sido la misma, una constante que no cambia, mientras todo a su alrededor se transforma. Aún quedan un par de horas para su destino, su mente no deja de pensar... Irina busca desesperadamente como calmarse antes de rayar en la locura. Por fuera se ve implacable, con la mirada fija en el paisaje, sólo un pequeño temblor de su pierna la delataría bajo un ojo observador
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  • //Escena abierta para rol Individual//

    Kazuo descendía la montaña para pisar la población en muy contadas ocasiones. Prefería estar en su templo o recorriendo el bosque del Monte Inari de norte a sur.

    Aquella tarde bajó por que necesitaba de algunas provisiones de bien fresco; verduras, especias, queso... Aunque vivía de una forma casi autosostenible, en ocasiones necesitaba un extra para su día a día.

    El zorro en siglos de aprendizaje había dominado el arte de la medicina natural. A él no le hacía falta, pero era un buen método con el que poder sacar recursos en intercambios o trabajos. Ya fuera dinero o víveres, lo que fuera para poder vivir.

    Ya caía el Sol cuando el demonio, en su disfraz mundano, había terminado sus tareas. Se disponía a ir de vuelta cuando sintió como unas gotas de agua helaban su coronilla. Pronto, en apenas unos segundos, el cielo rompería en llanto.

    Para él la lluvia no era un problema. Pero no quería que se mojaran unas hierbas secas que acababa de adquirir para preparar algunos engüentos.

    Una pequeña posada, antigua, a la salida de Kyoto era el único refugio a mano en el que se pudo cobijar. A pesar de haber pocas personas, el silencio se hizo aún más presente en cuanto Kazuo entró por la puerta. Las miradas indiscretas no se hicieron de esperar. Kazuo, acostumbrado a que su aspecto generase todo tipo de opiniones; tanto buenas como malas, saludó a la mesera con un gesto suave de cabeza ignorando al resto.

    No tuvo que quitarse sandalias, por que él siempre iba descalzo, y aún así, sus pies lucían impecables. Se dirigió hacia la mesa más alejada del local, una que daba a una de las ventanas. Segundos más tarde llegó la mesera. Una chica joven, de generosas proporciones y rostro dulce.

    ~ Buenas se...señor. Que le podemos ofrecer~ Decía esta con claro nerviosismo, abrumada por la belleza salvaje de Kazuo.

    - Tomaré sake.... Una botella por favor...- Le dijo con ese gesto estoico que tanto le caracterizaba.

    Esta se inclinó varias veces al tiempo que un "si señor, ahora mismo" se escapaba nervioso de sus labios rosados. Al darse la vuelta la joven Kazuo sonrió, no con mofa, si no con cierta ternura.

    En menos de lo que esperaba la joven le trajo la botella de sake acompañado de un vaso. El primer servicio se lo hizo ella, pero es resto fué el mismo Kazuo quien se servía a sí mismo.
    //Escena abierta para rol Individual// Kazuo descendía la montaña para pisar la población en muy contadas ocasiones. Prefería estar en su templo o recorriendo el bosque del Monte Inari de norte a sur. Aquella tarde bajó por que necesitaba de algunas provisiones de bien fresco; verduras, especias, queso... Aunque vivía de una forma casi autosostenible, en ocasiones necesitaba un extra para su día a día. El zorro en siglos de aprendizaje había dominado el arte de la medicina natural. A él no le hacía falta, pero era un buen método con el que poder sacar recursos en intercambios o trabajos. Ya fuera dinero o víveres, lo que fuera para poder vivir. Ya caía el Sol cuando el demonio, en su disfraz mundano, había terminado sus tareas. Se disponía a ir de vuelta cuando sintió como unas gotas de agua helaban su coronilla. Pronto, en apenas unos segundos, el cielo rompería en llanto. Para él la lluvia no era un problema. Pero no quería que se mojaran unas hierbas secas que acababa de adquirir para preparar algunos engüentos. Una pequeña posada, antigua, a la salida de Kyoto era el único refugio a mano en el que se pudo cobijar. A pesar de haber pocas personas, el silencio se hizo aún más presente en cuanto Kazuo entró por la puerta. Las miradas indiscretas no se hicieron de esperar. Kazuo, acostumbrado a que su aspecto generase todo tipo de opiniones; tanto buenas como malas, saludó a la mesera con un gesto suave de cabeza ignorando al resto. No tuvo que quitarse sandalias, por que él siempre iba descalzo, y aún así, sus pies lucían impecables. Se dirigió hacia la mesa más alejada del local, una que daba a una de las ventanas. Segundos más tarde llegó la mesera. Una chica joven, de generosas proporciones y rostro dulce. ~ Buenas se...señor. Que le podemos ofrecer~ Decía esta con claro nerviosismo, abrumada por la belleza salvaje de Kazuo. - Tomaré sake.... Una botella por favor...- Le dijo con ese gesto estoico que tanto le caracterizaba. Esta se inclinó varias veces al tiempo que un "si señor, ahora mismo" se escapaba nervioso de sus labios rosados. Al darse la vuelta la joven Kazuo sonrió, no con mofa, si no con cierta ternura. En menos de lo que esperaba la joven le trajo la botella de sake acompañado de un vaso. El primer servicio se lo hizo ella, pero es resto fué el mismo Kazuo quien se servía a sí mismo.
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  • No importa que siglo este siempre es la misma soledad mi interior .
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  • Reito: Capítulo I
    Fandom OC/Crossovers
    Categoría Acción
    "Ecos de Sangre"

    La lluvia caía sobre los callejones de Shinjuku con un ritmo casi ritual.
    El olor a óxido y sake viejo se mezclaba con el hedor metálico de la sangre reciente.
    Rei Arakawa avanzó entre los charcos, su abrigo oscuro pegado al cuerpo, la mano derecha firme sobre la empuñadura de su katana.

    El silencio fue roto por un rugido grave.
    No humano.
    No natural.

    —Otra bestia sin nombre… —murmuró con voz seca, sus ojos brillando levemente bajo la penumbra.

    De la sombra emergió un yokai deformado: piel gris, múltiples bocas, ojos que lloraban fuego.
    Un resto de pesadilla perdida en el mundo humano.
    Rei lo observó sin miedo, con el cansancio de quien ha visto esto demasiadas veces.

    La katana "Akai Tsume" brilló con un destello carmesí.
    El aire tembló.
    Y el rostro de Rei comenzó a distorsionarse.

    Su piel se resquebrajó como porcelana rota, revelando bajo ella una armadura viva.
    Los colmillos emergieron.
    Los ojos se encendieron como brasas.

    ☯ *Forma Oni activada.*

    Un rugido desgarró la lluvia, quebrando el silencio.
    El yokai intentó retroceder, pero ya era tarde.

    Rei se lanzó hacia adelante, moviéndose con velocidad inhumana.
    El primer corte partió el aire, el segundo la carne, y el tercero el alma.
    Los gritos de la criatura fueron arrastrados por el viento nocturno, mientras la energía espiritual se disolvía en chispas rojas.

    Por un instante, el Oni respiró con violencia, su cuerpo vibrando con poder y rabia.
    Su máscara se agrietó, dejando ver los ojos del hombre detrás.

    —No todos los demonios merecen morir… pero esta ciudad no distingue la diferencia —susurró, limpiando la hoja antes de envainarla.

    La lluvia siguió cayendo, como si intentara lavar el pecado de ambos mundos.
    Y Rei desapareció entre la niebla, dejando solo ecos de sangre en el asfalto.


    ─────────────────────────────

    El eco del rugido se desvaneció entre la lluvia.
    Poco a poco, la energía carmesí que envolvía su cuerpo comenzó a apagarse.
    La armadura orgánica se quebró en fragmentos de humo rojo, disipándose hasta revelar nuevamente el rostro humano de Rei Arakawa.
    Su respiración era pesada, los ojos aún brillaban con ese fulgor salvaje que tardaba en apagarse cada vez que regresaba del otro lado.

    —Otra noche más —susurró, como si intentara convencerse de que aún quedaba algo de humanidad en su voz.

    Envainó su katana y caminó hasta donde había dejado su motocicleta, bajo un letrero parpadeante que decía *“Ramen & Spirits”*.
    Encendió el motor, y la lluvia se reflejó en sus ojos mientras el ruido del escape se mezclaba con el del trueno.

    ─────────────────────────────

    Horas más tarde, el reloj de pared marcaba las 3:47 a.m.

    La oficina olía a incienso barato y a tabaco apagado.
    Montones de expedientes abiertos cubrían el escritorio de madera oscura, junto a una botella medio vacía de whisky japonés.
    Rei se dejó caer en la silla, soltando un suspiro largo que cargaba siglos de cansancio.

    Su mirada se perdió en el ventanal, donde las luces de Shinjuku temblaban bajo la tormenta.
    El reflejo en el vidrio le devolvía su rostro humano… pero por un instante, creyó ver la máscara Oni observándolo desde el otro lado.

    —Siempre ahí, ¿eh? —murmuró, encendiendo un cigarrillo—. Supongo que ya no me vas a dejar dormir.

    El humo formó espirales que se confundían con los recuerdos.
    Su teléfono antiguo, de disco, permanecía inmóvil sobre el escritorio.
    A su lado, un cartel gastado decía:

    *“Rei Arakawa — Casos imposibles, precios negociables.”*

    Rei apoyó los pies sobre la mesa, dejando que el silencio llenara la habitación.
    Sabía que no tardaría mucho antes de que alguien golpeara esa puerta para suplicar por ayuda...
    porque en Tokio, las sombras nunca duermen.
    "Ecos de Sangre" La lluvia caía sobre los callejones de Shinjuku con un ritmo casi ritual. El olor a óxido y sake viejo se mezclaba con el hedor metálico de la sangre reciente. Rei Arakawa avanzó entre los charcos, su abrigo oscuro pegado al cuerpo, la mano derecha firme sobre la empuñadura de su katana. El silencio fue roto por un rugido grave. No humano. No natural. —Otra bestia sin nombre… —murmuró con voz seca, sus ojos brillando levemente bajo la penumbra. De la sombra emergió un yokai deformado: piel gris, múltiples bocas, ojos que lloraban fuego. Un resto de pesadilla perdida en el mundo humano. Rei lo observó sin miedo, con el cansancio de quien ha visto esto demasiadas veces. La katana "Akai Tsume" brilló con un destello carmesí. El aire tembló. Y el rostro de Rei comenzó a distorsionarse. Su piel se resquebrajó como porcelana rota, revelando bajo ella una armadura viva. Los colmillos emergieron. Los ojos se encendieron como brasas. ☯ *Forma Oni activada.* Un rugido desgarró la lluvia, quebrando el silencio. El yokai intentó retroceder, pero ya era tarde. Rei se lanzó hacia adelante, moviéndose con velocidad inhumana. El primer corte partió el aire, el segundo la carne, y el tercero el alma. Los gritos de la criatura fueron arrastrados por el viento nocturno, mientras la energía espiritual se disolvía en chispas rojas. Por un instante, el Oni respiró con violencia, su cuerpo vibrando con poder y rabia. Su máscara se agrietó, dejando ver los ojos del hombre detrás. —No todos los demonios merecen morir… pero esta ciudad no distingue la diferencia —susurró, limpiando la hoja antes de envainarla. La lluvia siguió cayendo, como si intentara lavar el pecado de ambos mundos. Y Rei desapareció entre la niebla, dejando solo ecos de sangre en el asfalto. ───────────────────────────── El eco del rugido se desvaneció entre la lluvia. Poco a poco, la energía carmesí que envolvía su cuerpo comenzó a apagarse. La armadura orgánica se quebró en fragmentos de humo rojo, disipándose hasta revelar nuevamente el rostro humano de Rei Arakawa. Su respiración era pesada, los ojos aún brillaban con ese fulgor salvaje que tardaba en apagarse cada vez que regresaba del otro lado. —Otra noche más —susurró, como si intentara convencerse de que aún quedaba algo de humanidad en su voz. Envainó su katana y caminó hasta donde había dejado su motocicleta, bajo un letrero parpadeante que decía *“Ramen & Spirits”*. Encendió el motor, y la lluvia se reflejó en sus ojos mientras el ruido del escape se mezclaba con el del trueno. ───────────────────────────── Horas más tarde, el reloj de pared marcaba las 3:47 a.m. La oficina olía a incienso barato y a tabaco apagado. Montones de expedientes abiertos cubrían el escritorio de madera oscura, junto a una botella medio vacía de whisky japonés. Rei se dejó caer en la silla, soltando un suspiro largo que cargaba siglos de cansancio. Su mirada se perdió en el ventanal, donde las luces de Shinjuku temblaban bajo la tormenta. El reflejo en el vidrio le devolvía su rostro humano… pero por un instante, creyó ver la máscara Oni observándolo desde el otro lado. —Siempre ahí, ¿eh? —murmuró, encendiendo un cigarrillo—. Supongo que ya no me vas a dejar dormir. El humo formó espirales que se confundían con los recuerdos. Su teléfono antiguo, de disco, permanecía inmóvil sobre el escritorio. A su lado, un cartel gastado decía: 🩸 *“Rei Arakawa — Casos imposibles, precios negociables.”* Rei apoyó los pies sobre la mesa, dejando que el silencio llenara la habitación. Sabía que no tardaría mucho antes de que alguien golpeara esa puerta para suplicar por ayuda... porque en Tokio, las sombras nunca duermen.
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  • La verdad , no puede creer que ya pasado .... siglos que estoy Midgard.
    La verdad , no puede creer que ya pasado .... siglos que estoy Midgard.
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  • Cita Nocturna
    Fandom Free rol
    Categoría Romance
    Esta noche voy a llevar a cenar a mi Regazza Diabólica a cenar al edificio más alto de todo el pueblo, he alquilado la última planta que es donde tienen la zona del restaurante y discoteca para los dos.
    Mientras Laura Black se esta maquillando, yo sigo arreglándome en uno de los baños de invitados.
    Llevamos una temporada que solo salimos por la noche para cazar, aparte tengo preparado una sorpresa que la va hacer muy feliz.
    Cada día que paso a su lado es un regalo ella ha sido la única que ha logrado sacarme del pozo oscuro donde llevo todos estos siglos encerrado.
    Quiero ser el hombre perfecto para la mujer perfecta .
    Esta noche voy a llevar a cenar a mi Regazza Diabólica a cenar al edificio más alto de todo el pueblo, he alquilado la última planta que es donde tienen la zona del restaurante y discoteca para los dos. Mientras [eclipse_7] se esta maquillando, yo sigo arreglándome en uno de los baños de invitados. Llevamos una temporada que solo salimos por la noche para cazar, aparte tengo preparado una sorpresa que la va hacer muy feliz. Cada día que paso a su lado es un regalo ella ha sido la única que ha logrado sacarme del pozo oscuro donde llevo todos estos siglos encerrado. Quiero ser el hombre perfecto para la mujer perfecta .
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  • 𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa.

    Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo.

    ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida.

    Y que también él estaba considerando los contras.

    Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos.

    ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees?

    El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría.

    Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable.

    ────¿Frigia de nuevo?

    ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca.

    ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás?

    ────Claro, seguro.

    Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató.

    ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve.

    Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro.

    ────Lo sé.

    ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo.

    ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo.

    ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte?

    ────No. Nunca.

    ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará.

    ────Anquises... –rogó ella, exasperante.

    ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas.

    Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre».

    Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían.

    El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno.

    ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos.

    Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma.

    ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo.

    Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos.

    ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro...

    Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas.

    ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo.

    Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla?

    Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores.

    Suspiró.

    Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones.

    Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría.


    Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe.

    ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá.

    ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh?

    ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio.

    Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería.

    Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal.

    Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
    𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 🌺 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa. Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo. ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida. Y que también él estaba considerando los contras. Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos. ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees? El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría. Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable. ────¿Frigia de nuevo? ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca. ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás? ────Claro, seguro. Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató. ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve. Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro. ────Lo sé. ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo. ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo. ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte? ────No. Nunca. ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará. ────Anquises... –rogó ella, exasperante. ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas. Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre». Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían. El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno. ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos. Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma. ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo. Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos. ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro... Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas. ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo. Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla? Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores. Suspiró. Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones. Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría. Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe. ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá. ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh? ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio. Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería. Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal. Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
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  • LA NOCHE DE LOS CERDOS
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    Categoría Terror
    —¿QUÉ ES ESO?
    —¡No sé! ¡El auto no enciende!
    —¡VÁMONOS! ¡VÁMONOS YA!

    *Salí de viaje con mi prometida. Queríamos visitar el campo, escapar de la ciudad, de la rutina. Por eso planeamos escapar. Simplemente avisamos a sus padres que saldríamos a la carretera y ver a dónde nos llevaba el viento. El punto era ir en busca de la aventura y encontrar un buen lugar donde relajarnos y compartir nuestro amor.
    Claro que sus padres se preocuparon. Querían saber a dónde íbamos a ir exactamente, pero ni siquiera nosotros lo sabíamos. Aunque para tranquilizar a mis suegros sólo les dije que saldríamos a la carretera hacia el sur, al campo.
    Ellos me dijeron que tuviera cuidado, porque era octubre, y se contaban historias sobre una especie de rituales que se llevaban a cabo en esos rumbos.
    Como buen hijo del nuevo siglo y de la ciudad, pensaba que esas cosas sólo eran causadas por los prejuicios y la ignorancia de la gente de los pueblos, aunque prometí a mis suegros que conduciría con cuidado.
    Así nos fuimos a la carretera mi amada y yo. Le propuse que conduciría todo el día, y que nos quedaríamos ahí donde la noche nos sorprendiera, y ella aceptó. Eso agregaba mayor emoción al viaje, porque no sabíamos dónde íbamos a parar.
    Pasamos junto al campo trabajado y sembradíos, junto a varios pueblos pero seguimos mientras el sol seguía su curso. Calculé que habíamos avanzado bastante lejos de la ciudad. Pero cuando el sol comenzó a ocultarse percibí una especie de neblina que poco a poco nos iba envolviendo, como si se tragara al sol. Y así nos sorprendió la noche mientras, al parecer, dejábamos los campos atrás y comenzaba el bosque.
    Los árboles facilitaban la neblina, y comencé a sentir la urgencia de llegar a algún lugar poblado. Me sentía inquieto mientras avanzábamos. Sentí que algo nos observaba. No lo vi, pero lo sentí. Como si el bosque respirara. Incluso pensé en volver al último pueblo que habíamos pasado, pero de pronto el auto se apagó.
    Quizás por instinto... O no sé qué cosa, tal vez una especie de sexto sentido o una intuición me decía que no debía bajar del auto, aunque lo lógico era revisar el motor y encontrar alguna falla mecánica que hubiera provocado que el auto se apagara. Pero entonces mi amada comenzó a gritar...*

    —¿Qué es eso?

    *La luna brillaba en el cielo, pero la luz daba un aspecto más lúgubre al bosque. Rodeados por neblina y árboles, no se veía gran cosa.*

    —¿Qué cosa?
    —¡Ahí! ¡Míralo!

    *Miré a donde ella señalaba, y lo vi. Acercándose en la neblina, con paso lento, pero directo hacia nosotros, se acercaba alguien. Pensé que era un hombre, y temí que fuera algún delincuente que quisiera aprovecharse de que estábamos varados. Pero al acercarse más, descubrí que aquella persona tenía una cabeza de cerdo. Pero no parecía una máscara... Parecía algo... Real.*

    —¿QUÉ ES ESO?

    *Forzaba la llave del auto para encenderlo, pero el motor no reaccionaba.*

    —¡No sé! ¡El auto no enciende!
    —¡VÁMONOS! ¡VÁMONOS YA!
    —¡Arránca, vamos!

    *Golpeé el volante con el puño mientras seguía forzando la llave, pero el motor sólo gruñía. No encendía.*

    —¡Muévete maldición!

    *Mi amor chillaba, asustada, y aquella cosa con cabeza de cerdo seguía acercándose...*
    —¿QUÉ ES ESO? —¡No sé! ¡El auto no enciende! —¡VÁMONOS! ¡VÁMONOS YA! *Salí de viaje con mi prometida. Queríamos visitar el campo, escapar de la ciudad, de la rutina. Por eso planeamos escapar. Simplemente avisamos a sus padres que saldríamos a la carretera y ver a dónde nos llevaba el viento. El punto era ir en busca de la aventura y encontrar un buen lugar donde relajarnos y compartir nuestro amor. Claro que sus padres se preocuparon. Querían saber a dónde íbamos a ir exactamente, pero ni siquiera nosotros lo sabíamos. Aunque para tranquilizar a mis suegros sólo les dije que saldríamos a la carretera hacia el sur, al campo. Ellos me dijeron que tuviera cuidado, porque era octubre, y se contaban historias sobre una especie de rituales que se llevaban a cabo en esos rumbos. Como buen hijo del nuevo siglo y de la ciudad, pensaba que esas cosas sólo eran causadas por los prejuicios y la ignorancia de la gente de los pueblos, aunque prometí a mis suegros que conduciría con cuidado. Así nos fuimos a la carretera mi amada y yo. Le propuse que conduciría todo el día, y que nos quedaríamos ahí donde la noche nos sorprendiera, y ella aceptó. Eso agregaba mayor emoción al viaje, porque no sabíamos dónde íbamos a parar. Pasamos junto al campo trabajado y sembradíos, junto a varios pueblos pero seguimos mientras el sol seguía su curso. Calculé que habíamos avanzado bastante lejos de la ciudad. Pero cuando el sol comenzó a ocultarse percibí una especie de neblina que poco a poco nos iba envolviendo, como si se tragara al sol. Y así nos sorprendió la noche mientras, al parecer, dejábamos los campos atrás y comenzaba el bosque. Los árboles facilitaban la neblina, y comencé a sentir la urgencia de llegar a algún lugar poblado. Me sentía inquieto mientras avanzábamos. Sentí que algo nos observaba. No lo vi, pero lo sentí. Como si el bosque respirara. Incluso pensé en volver al último pueblo que habíamos pasado, pero de pronto el auto se apagó. Quizás por instinto... O no sé qué cosa, tal vez una especie de sexto sentido o una intuición me decía que no debía bajar del auto, aunque lo lógico era revisar el motor y encontrar alguna falla mecánica que hubiera provocado que el auto se apagara. Pero entonces mi amada comenzó a gritar...* —¿Qué es eso? *La luna brillaba en el cielo, pero la luz daba un aspecto más lúgubre al bosque. Rodeados por neblina y árboles, no se veía gran cosa.* —¿Qué cosa? —¡Ahí! ¡Míralo! *Miré a donde ella señalaba, y lo vi. Acercándose en la neblina, con paso lento, pero directo hacia nosotros, se acercaba alguien. Pensé que era un hombre, y temí que fuera algún delincuente que quisiera aprovecharse de que estábamos varados. Pero al acercarse más, descubrí que aquella persona tenía una cabeza de cerdo. Pero no parecía una máscara... Parecía algo... Real.* —¿QUÉ ES ESO? *Forzaba la llave del auto para encenderlo, pero el motor no reaccionaba.* —¡No sé! ¡El auto no enciende! —¡VÁMONOS! ¡VÁMONOS YA! —¡Arránca, vamos! *Golpeé el volante con el puño mientras seguía forzando la llave, pero el motor sólo gruñía. No encendía.* —¡Muévete maldición! *Mi amor chillaba, asustada, y aquella cosa con cabeza de cerdo seguía acercándose...*
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