Milenios antes, cuando los dioses aún estaban aprendiendo a escucharse a sí mismos, la noche en el Olimpo era perfecta. Silenciosa, templada, eterna.
Tan perfecta que dolía.
Hera no dormía. Y no era la primera vez.
La diosa permanecía inmóvil sobre el lecho compartido con Zeus. Su mirada fija en el vacío, el cuerpo tenso bajo la seda, como si aún llevara dentro el eco de algo que no debía haber sentido.
Un temblor.
No físico, no visible, pero real. Algo antiguo, una punzada en el pecho que ni el tiempo, ni su poder, ni su orgullo podían calmar. No sabía si había sido un sueño o una revelación. Pero lo había sentido. Como una mano atravesando el tejido del universo y posándose sobre su alma.
Junto a ella, Zeus dormía. El dios de dioses, invulnerable incluso a los temblores que a ella le habían robado la paz. Su respiración era regular. Serena.
Ella lo observó. Ni una grieta. Ni una reacción.
¿No lo había sentido?
Hera se incorporó sin hacer ruido. Se deslizó fuera de la cama con la gracia de quien ha reinado demasiado tiempo como para ser torpe. El mármol del suelo estaba frío, como si el Olimpo mismo hubiese perdido calor. Y aún así, caminó.
Atravesó el salón sin luces, guiada por una fuerza invisible que la empujaba hacia el balcón. Cada paso era una certeza: no podía quedarse. No después de eso.
El viento la recibió apenas cruzó las cortinas. Era más fuerte de lo habitual. Casi hostil. Su cabello, largo y oscuro como vino espeso, se agitaba con vida propia. El cielo parecía más cercano, más pesado, como si las estrellas hubieran descendido a escuchar.
Y entonces, ocurrió.
La esfera se formó entre sus manos sin que ella lo pidiera. Agua suspendida, vibrante, palpitando como si tuviera corazón.
Dentro de ella: una visión.
Un campo seco. Oscuro. El cielo rojo como el hierro fundido. Entre las sombras, una figura solitaria avanzaba, armada, cubierta por un yelmo que le ocultaba el rostro. Su andar no era de conquista, sino de necesidad. Llevaba la guerra en el cuerpo, pero aún no sabía por qué.
¿era un enemigo.?
¿ era un aliado.?
¿Era un destino.?
¿Era...Un dios aún no nacido.?
El temblor no había sido una amenaza. Había sido un eco.
Un susurro del tiempo.
Una revelación que solo ella podía ver.
La esfera palpitaba entre sus manos, como si respirara. El viento silbaba entre las columnas, alzando su cabello como una corona viva, y la noche parecía contenerse en ese instante, en ese reflejo que no se atrevía a hablar, pero tampoco desaparecía.
La figura avanzaba aún dentro de la visión: el guerrero sin rostro, solitario, portando en su cuerpo la furia de mil batallas no libradas. Su armadura no tenía emblemas, su paso no tenía origen, pero todo en él anunciaba lo inevitable. Era guerra sin causa. Fuego sin chispa. Nacía de la nada, y sin embargo, parecía llevar siglos esperando.
Hera lo miró largo rato. El pecho le dolía con algo que no sabía nombrar. No miedo. No ternura. Algo más hondo. Como si lo que veía no viniera del futuro ni del pasado, sino de una parte de sí misma que nunca había sido dicha en voz alta.
El agua vibró una vez más… y se deshizo. La visión se disipó como niebla, pero la huella permanecía.
Ella no se movió.
El aire frío la rodeaba. El Olimpo estaba en silencio. Nadie más había visto eso. Nadie más podía haberlo visto.
Y entonces, sin pensar, sin quererlo del todo, sus labios se entreabrieron. La voz salió baja, profunda, como si hablara para sí, o tal vez para el destino:
“No sé quién eres…
ni qué seas…
ni siquiera si existes…”
Su mirada seguía fija en la oscuridad frente a ella, pero algo en su interior ya lo había aceptado. Ya lo había recibido.
“…pero te llamaré Ares.”
Tan perfecta que dolía.
Hera no dormía. Y no era la primera vez.
La diosa permanecía inmóvil sobre el lecho compartido con Zeus. Su mirada fija en el vacío, el cuerpo tenso bajo la seda, como si aún llevara dentro el eco de algo que no debía haber sentido.
Un temblor.
No físico, no visible, pero real. Algo antiguo, una punzada en el pecho que ni el tiempo, ni su poder, ni su orgullo podían calmar. No sabía si había sido un sueño o una revelación. Pero lo había sentido. Como una mano atravesando el tejido del universo y posándose sobre su alma.
Junto a ella, Zeus dormía. El dios de dioses, invulnerable incluso a los temblores que a ella le habían robado la paz. Su respiración era regular. Serena.
Ella lo observó. Ni una grieta. Ni una reacción.
¿No lo había sentido?
Hera se incorporó sin hacer ruido. Se deslizó fuera de la cama con la gracia de quien ha reinado demasiado tiempo como para ser torpe. El mármol del suelo estaba frío, como si el Olimpo mismo hubiese perdido calor. Y aún así, caminó.
Atravesó el salón sin luces, guiada por una fuerza invisible que la empujaba hacia el balcón. Cada paso era una certeza: no podía quedarse. No después de eso.
El viento la recibió apenas cruzó las cortinas. Era más fuerte de lo habitual. Casi hostil. Su cabello, largo y oscuro como vino espeso, se agitaba con vida propia. El cielo parecía más cercano, más pesado, como si las estrellas hubieran descendido a escuchar.
Y entonces, ocurrió.
La esfera se formó entre sus manos sin que ella lo pidiera. Agua suspendida, vibrante, palpitando como si tuviera corazón.
Dentro de ella: una visión.
Un campo seco. Oscuro. El cielo rojo como el hierro fundido. Entre las sombras, una figura solitaria avanzaba, armada, cubierta por un yelmo que le ocultaba el rostro. Su andar no era de conquista, sino de necesidad. Llevaba la guerra en el cuerpo, pero aún no sabía por qué.
¿era un enemigo.?
¿ era un aliado.?
¿Era un destino.?
¿Era...Un dios aún no nacido.?
El temblor no había sido una amenaza. Había sido un eco.
Un susurro del tiempo.
Una revelación que solo ella podía ver.
La esfera palpitaba entre sus manos, como si respirara. El viento silbaba entre las columnas, alzando su cabello como una corona viva, y la noche parecía contenerse en ese instante, en ese reflejo que no se atrevía a hablar, pero tampoco desaparecía.
La figura avanzaba aún dentro de la visión: el guerrero sin rostro, solitario, portando en su cuerpo la furia de mil batallas no libradas. Su armadura no tenía emblemas, su paso no tenía origen, pero todo en él anunciaba lo inevitable. Era guerra sin causa. Fuego sin chispa. Nacía de la nada, y sin embargo, parecía llevar siglos esperando.
Hera lo miró largo rato. El pecho le dolía con algo que no sabía nombrar. No miedo. No ternura. Algo más hondo. Como si lo que veía no viniera del futuro ni del pasado, sino de una parte de sí misma que nunca había sido dicha en voz alta.
El agua vibró una vez más… y se deshizo. La visión se disipó como niebla, pero la huella permanecía.
Ella no se movió.
El aire frío la rodeaba. El Olimpo estaba en silencio. Nadie más había visto eso. Nadie más podía haberlo visto.
Y entonces, sin pensar, sin quererlo del todo, sus labios se entreabrieron. La voz salió baja, profunda, como si hablara para sí, o tal vez para el destino:
“No sé quién eres…
ni qué seas…
ni siquiera si existes…”
Su mirada seguía fija en la oscuridad frente a ella, pero algo en su interior ya lo había aceptado. Ya lo había recibido.
“…pero te llamaré Ares.”
Milenios antes, cuando los dioses aún estaban aprendiendo a escucharse a sí mismos, la noche en el Olimpo era perfecta. Silenciosa, templada, eterna.
Tan perfecta que dolía.
Hera no dormía. Y no era la primera vez.
La diosa permanecía inmóvil sobre el lecho compartido con Zeus. Su mirada fija en el vacío, el cuerpo tenso bajo la seda, como si aún llevara dentro el eco de algo que no debía haber sentido.
Un temblor.
No físico, no visible, pero real. Algo antiguo, una punzada en el pecho que ni el tiempo, ni su poder, ni su orgullo podían calmar. No sabía si había sido un sueño o una revelación. Pero lo había sentido. Como una mano atravesando el tejido del universo y posándose sobre su alma.
Junto a ella, Zeus dormía. El dios de dioses, invulnerable incluso a los temblores que a ella le habían robado la paz. Su respiración era regular. Serena.
Ella lo observó. Ni una grieta. Ni una reacción.
¿No lo había sentido?
Hera se incorporó sin hacer ruido. Se deslizó fuera de la cama con la gracia de quien ha reinado demasiado tiempo como para ser torpe. El mármol del suelo estaba frío, como si el Olimpo mismo hubiese perdido calor. Y aún así, caminó.
Atravesó el salón sin luces, guiada por una fuerza invisible que la empujaba hacia el balcón. Cada paso era una certeza: no podía quedarse. No después de eso.
El viento la recibió apenas cruzó las cortinas. Era más fuerte de lo habitual. Casi hostil. Su cabello, largo y oscuro como vino espeso, se agitaba con vida propia. El cielo parecía más cercano, más pesado, como si las estrellas hubieran descendido a escuchar.
Y entonces, ocurrió.
La esfera se formó entre sus manos sin que ella lo pidiera. Agua suspendida, vibrante, palpitando como si tuviera corazón.
Dentro de ella: una visión.
Un campo seco. Oscuro. El cielo rojo como el hierro fundido. Entre las sombras, una figura solitaria avanzaba, armada, cubierta por un yelmo que le ocultaba el rostro. Su andar no era de conquista, sino de necesidad. Llevaba la guerra en el cuerpo, pero aún no sabía por qué.
¿era un enemigo.?
¿ era un aliado.?
¿Era un destino.?
¿Era...Un dios aún no nacido.?
El temblor no había sido una amenaza. Había sido un eco.
Un susurro del tiempo.
Una revelación que solo ella podía ver.
La esfera palpitaba entre sus manos, como si respirara. El viento silbaba entre las columnas, alzando su cabello como una corona viva, y la noche parecía contenerse en ese instante, en ese reflejo que no se atrevía a hablar, pero tampoco desaparecía.
La figura avanzaba aún dentro de la visión: el guerrero sin rostro, solitario, portando en su cuerpo la furia de mil batallas no libradas. Su armadura no tenía emblemas, su paso no tenía origen, pero todo en él anunciaba lo inevitable. Era guerra sin causa. Fuego sin chispa. Nacía de la nada, y sin embargo, parecía llevar siglos esperando.
Hera lo miró largo rato. El pecho le dolía con algo que no sabía nombrar. No miedo. No ternura. Algo más hondo. Como si lo que veía no viniera del futuro ni del pasado, sino de una parte de sí misma que nunca había sido dicha en voz alta.
El agua vibró una vez más… y se deshizo. La visión se disipó como niebla, pero la huella permanecía.
Ella no se movió.
El aire frío la rodeaba. El Olimpo estaba en silencio. Nadie más había visto eso. Nadie más podía haberlo visto.
Y entonces, sin pensar, sin quererlo del todo, sus labios se entreabrieron. La voz salió baja, profunda, como si hablara para sí, o tal vez para el destino:
“No sé quién eres…
ni qué seas…
ni siquiera si existes…”
Su mirada seguía fija en la oscuridad frente a ella, pero algo en su interior ya lo había aceptado. Ya lo había recibido.
“…pero te llamaré Ares.”

