• 𝐄𝐋 𝐔𝐋𝐓𝐈𝐌𝐎 𝐇𝐄𝐑𝐎𝐄 - 𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Los cielos sangraban por debajo. El humo se elevaba en ondas continuas, manchando las nubes de rojo y gris, las cenizas encendidas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la oscuridad. Fuego y noche fusionados en uno solo. Victoria y muerte.

    Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando los límites de una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor.

    Las llamas recortaron la silueta de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo tormentoso al absorber el impacto. El héroe apretó la mandíbula y gruñó. Entonces, Eneas, príncipe de Dardania, empujó con fuerza su antebrazo hacia arriba, elevando el escudo que llevaba atado al brazo junto a la espada de su adversario, y dejando el espacio suficiente para que el filo de Rompeviento abriera el abdomen desprotegido del jinete, hueso y carne crujieron alrededor del metal, y el jinete cayó desplomado de su montura.

    ────¡Rápido! –dijo a Pándaro, que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí.

    Crispó los dedos en el borde del carro y soltó una maldición por debajo al inspeccionar el estado de su pantorrilla; la herida de flecha que había recibido previamente volvió a abrirse. Intentó balancear su peso para mantenerse estable, pero con cada minuto que pasaba se volvía una labor difícil. La sangre caliente escurrió hasta su pie, y la lesión en su cadera que aún no terminaba de curarse del todo, le produjo un dolor lacerante debajo del peto.

    ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. ¿Te encuentras bien?

    ────He estado en peores situaciones –masculló al incorporarse–, no es nada. Vámonos…

    Eneas se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano, los ojos le escocían a casusa del humo. A lo lejos, rodeándolos, la muralla se erigió sobre la ciudad de Ilión. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. La muralla había sido construida hacia tanto tiempo para proteger a la población de las amenazas del exterior, era tan alta y ancha en la parte superior que las patrullas que montaban guardia día y noche se veían reducidas por la distancia al tamaño de una hormiga. Y, sin embargo, sus paredes inmensas y sus torres de vigilancia fueron incapaces de resguardar desde dentro. Su principal protector, se había convertido en una prisión de muerte.

    Ese pensamiento sombrío bastó para amargar cualquier atisbo de consuelo en Eneas.

    No había podido salvar a su gente. Ellos, los helenos, los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. El ejercito dárdano, aliado de sus vecinos teucros, apenas consiguió reaccionar a tiempo para crear una distracción y movilizar a tantos ciudadanos como les fue posible para que huyeran de ahí. Y, sin embargo, sus esfuerzos no fueron suficientes para evitar el derramamiento de sangre esa noche. Familias enteras destruidas… inocentes desvaneciéndose en las calles… y las hermanas de su amigo Héctor, maldición, no encontró rastro alguno de ellas.

    La sangre le hirvió de impotencia. Habían sido demasiado ingenuos al creer que, después de diez años de guerra, sus enemigos finalmente aceptarían su derrota así sin más. No. Ellos lucharían hasta que el último de los aqueos muriera de pie.

    «Huye y no mires atrás», resonaron en sus pensamientos las palabras de su amigo, de quién consideraba un hermano. «Mi brazo habría podido defender la ciudad, juntos lo habríamos hecho. Pero yo caí antes. Ahora solo quedas tú. Quizás no puedas salvar a toda la ciudad, llévate contigo a tantos como puedas. Nuestra gente depende de ti».

    El dolor punzante en su pierna lo atravesó.

    «Más rápido».

    Las enormes puertas del oeste estaban abiertas de par en par. Al forzar la vista, Eneas alcanzó a divisar a los últimos ciudadanos que consiguieron rescatar siendo movilizados en carretas. Detrás de ellos, los carros de guerra del ejercito dárdano marchaban levantando nubes de polvo, cubriéndoles las espaldas en su huida. Frunció los labios en una línea recta, lo más cercano a una sonrisa que consiguió dibujar para decir: «Bien, bien».

    ────Algunos consiguieron escapar por las aguas de Escamandro –informó Pándaro. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. No tardaran mucho en reunirse con los demás, si todo sale bien, entonces…

    El aire silbó. Un destello de hierro.

    Los ojos del color del cielo del amanecer de Eneas se abrieron y una galaxia de diminutas gotas rojas salpicó su campo de visión. Palideció. Su compañero de armas no pudo terminar de hablar. Una lanza afilada atravesó su pecho. Armadura, carne y hueso crujieron y su grito se quebró en los hilos de sangre que le brotaron por las comisuras de los labios. El cuerpo de Pándaro trastabilló hacia atrás y rodó sin vida fuera del carro.

    «No. No, no…»

    Los caballos relincharon y se encabritaron por la ausencia de su auriga. El carro tembló sobre los escombros. Eneas se lanzó sobre las riendas, pero la flecha incrustada en su pantorrilla y la situación de su cadera no le permitieron el equilibrio que necesitaba para tirar de estas con la fuerza suficiente para evitar que el carro se estrellara contra un enorme bloque de piedra que se derrumbaba sobre él. Las ruedas no respondieron a tiempo, madera y piedra impactaron.

    El mundo giró. El carro volcó y Eneas fue arrojado a un lado. Su cabeza dio contra una piedra y la luz desapareció del mundo por un instante, dejándolo desorientado, tembloroso.

    En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El rey Diomedes, contemplaba la escena, erguido sobre un bloque de muralla destruida, con una calma cruel, mortal. En la piel le brillaba un patrón enraizado de angulosas líneas cristalinas, surcado por destellos de color iridiscentes, como los reflejos de rayos de luz bailando sobre el agua.

    De haberlo visto, Eneas habría sabido de inmediato de qué se trataba; una bendición. Su protectora, la diosa de ojos brillantes, la doncella indomable, le había concedido su favor, y ahora Diomedes era una fuerza imparable. Su capa roja ondeaba detrás de sus poderosos hombros; un agila majestuosa extendiendo sus alas, vigilando desde lo alto, aguardando el momento preciso para descender sobre su presa.

    ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada de Eneas –. El chico es mío.

    Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal.

    ────¡Ah! No temas príncipe –dijo con falsa dulzura, cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos.

    La lanza voló de su mano. Diomedes la arrojó con precisión quirúrgica, sus ojos brillaron con deleite depredador mientras observaba al príncipe que luchaba por incorporarse en el suelo.

    Un zumbido ensordecedor perforó los oídos de Eneas. Abrió un ojo, jadeó y luchó contra el dolor en su cabeza. Sus dedos, manchados de lodo y barro, se crisparon en la tierra y los escombros, esforzándose por arrastrarse debajo del carro volcado, pero era incapaz de conectar con sus propias fuerzas. Algo caliente y liquido le acarició la sien y el costado de su rostro… sangre.

    Maldición, maldición…

    ────¡Eneas!

    Una voz dulce como la miel tibia lo llamó desde más allá de la niebla densa. Al principio, le costó reconocerla, sus oídos no dejaban de zumbar y, tal vez, también se le escapaba su capacidad de razonamiento, olvidó cómo usar sus extremidades, olvidó cómo reconocer su alrededor. La voz insistió, le pareció tan imposible que algo tan dulce y puro pudiera resonar en ese campo de muerte.

    El corazón de Eneas latió con fuerza.

    La lanza cortó el aire, su punta afilada de bronce reflejó la legendaria ciudad de Ilión sangrando en ruinas. Nada la detenía. La lanza estaba destinada a llegar a su objetivo.

    ────¡Eneas!

    Eneas alzó la mirada. Entre la bruma espesa y las partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba hacia él. La habría reconocido incluso en la más densa oscuridad, entre esa niebla naranja de muerte y desgracia.

    ¿Cómo no podría hacerlo?

    Pequeña, grácil, delicada. Con su cabello color vino flotando con cada paso, y ese par de ojos que eran una copia exacta de los suyos. Siempre con esa manía suya de aparecer en el momento menos esperado, como un espíritu travieso del viento que, de repente, decide materializarse para jugar y reconfortar con su presencia a quién lo necesita.

    Era ella.

    Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. Su nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo y lo acompañó; a veces con palabras que esa mente afilada suya lograba estructurar para hacerlo reír, otras, bastaba con su presencia para hacer que el sol iluminara el día más gris. La mujer que siempre creyó en él.

    Su confidente. Su guardiana. Su protectora.

    ────Afro...

    Ahora ella corría hacia él sin pensar en el peligro, su rostro celestial estaba pálido del terror y él, en su estado, fue consciente del impulso irrefrenable de querer alcanzarla, de tomar su mano para tranquilizarla. Lo agitaba verla así. Odió a cualquier cosa y a todo lo que se atreviera a provocar en ella esa mirada.

    El perfil herido de Eneas apareció en el bronce de la punta de la lanza.

    Entre el espacio de los dedos de Afro, un tejido de energía azul, matizado con tonos rosas, comenzó a resplandecer.

    Su madre, la diosa del amor, había llegado para salvarlo.
    𝐄𝐋 𝐔𝐋𝐓𝐈𝐌𝐎 𝐇𝐄𝐑𝐎𝐄 - 𝐈 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Los cielos sangraban por debajo. El humo se elevaba en ondas continuas, manchando las nubes de rojo y gris, las cenizas encendidas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la oscuridad. Fuego y noche fusionados en uno solo. Victoria y muerte. Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando los límites de una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor. Las llamas recortaron la silueta de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo tormentoso al absorber el impacto. El héroe apretó la mandíbula y gruñó. Entonces, Eneas, príncipe de Dardania, empujó con fuerza su antebrazo hacia arriba, elevando el escudo que llevaba atado al brazo junto a la espada de su adversario, y dejando el espacio suficiente para que el filo de Rompeviento abriera el abdomen desprotegido del jinete, hueso y carne crujieron alrededor del metal, y el jinete cayó desplomado de su montura. ────¡Rápido! –dijo a Pándaro, que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí. Crispó los dedos en el borde del carro y soltó una maldición por debajo al inspeccionar el estado de su pantorrilla; la herida de flecha que había recibido previamente volvió a abrirse. Intentó balancear su peso para mantenerse estable, pero con cada minuto que pasaba se volvía una labor difícil. La sangre caliente escurrió hasta su pie, y la lesión en su cadera que aún no terminaba de curarse del todo, le produjo un dolor lacerante debajo del peto. ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. ¿Te encuentras bien? ────He estado en peores situaciones –masculló al incorporarse–, no es nada. Vámonos… Eneas se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano, los ojos le escocían a casusa del humo. A lo lejos, rodeándolos, la muralla se erigió sobre la ciudad de Ilión. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. La muralla había sido construida hacia tanto tiempo para proteger a la población de las amenazas del exterior, era tan alta y ancha en la parte superior que las patrullas que montaban guardia día y noche se veían reducidas por la distancia al tamaño de una hormiga. Y, sin embargo, sus paredes inmensas y sus torres de vigilancia fueron incapaces de resguardar desde dentro. Su principal protector, se había convertido en una prisión de muerte. Ese pensamiento sombrío bastó para amargar cualquier atisbo de consuelo en Eneas. No había podido salvar a su gente. Ellos, los helenos, los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. El ejercito dárdano, aliado de sus vecinos teucros, apenas consiguió reaccionar a tiempo para crear una distracción y movilizar a tantos ciudadanos como les fue posible para que huyeran de ahí. Y, sin embargo, sus esfuerzos no fueron suficientes para evitar el derramamiento de sangre esa noche. Familias enteras destruidas… inocentes desvaneciéndose en las calles… y las hermanas de su amigo Héctor, maldición, no encontró rastro alguno de ellas. La sangre le hirvió de impotencia. Habían sido demasiado ingenuos al creer que, después de diez años de guerra, sus enemigos finalmente aceptarían su derrota así sin más. No. Ellos lucharían hasta que el último de los aqueos muriera de pie. «Huye y no mires atrás», resonaron en sus pensamientos las palabras de su amigo, de quién consideraba un hermano. «Mi brazo habría podido defender la ciudad, juntos lo habríamos hecho. Pero yo caí antes. Ahora solo quedas tú. Quizás no puedas salvar a toda la ciudad, llévate contigo a tantos como puedas. Nuestra gente depende de ti». El dolor punzante en su pierna lo atravesó. «Más rápido». Las enormes puertas del oeste estaban abiertas de par en par. Al forzar la vista, Eneas alcanzó a divisar a los últimos ciudadanos que consiguieron rescatar siendo movilizados en carretas. Detrás de ellos, los carros de guerra del ejercito dárdano marchaban levantando nubes de polvo, cubriéndoles las espaldas en su huida. Frunció los labios en una línea recta, lo más cercano a una sonrisa que consiguió dibujar para decir: «Bien, bien». ────Algunos consiguieron escapar por las aguas de Escamandro –informó Pándaro. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. No tardaran mucho en reunirse con los demás, si todo sale bien, entonces… El aire silbó. Un destello de hierro. Los ojos del color del cielo del amanecer de Eneas se abrieron y una galaxia de diminutas gotas rojas salpicó su campo de visión. Palideció. Su compañero de armas no pudo terminar de hablar. Una lanza afilada atravesó su pecho. Armadura, carne y hueso crujieron y su grito se quebró en los hilos de sangre que le brotaron por las comisuras de los labios. El cuerpo de Pándaro trastabilló hacia atrás y rodó sin vida fuera del carro. «No. No, no…» Los caballos relincharon y se encabritaron por la ausencia de su auriga. El carro tembló sobre los escombros. Eneas se lanzó sobre las riendas, pero la flecha incrustada en su pantorrilla y la situación de su cadera no le permitieron el equilibrio que necesitaba para tirar de estas con la fuerza suficiente para evitar que el carro se estrellara contra un enorme bloque de piedra que se derrumbaba sobre él. Las ruedas no respondieron a tiempo, madera y piedra impactaron. El mundo giró. El carro volcó y Eneas fue arrojado a un lado. Su cabeza dio contra una piedra y la luz desapareció del mundo por un instante, dejándolo desorientado, tembloroso. En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El rey Diomedes, contemplaba la escena, erguido sobre un bloque de muralla destruida, con una calma cruel, mortal. En la piel le brillaba un patrón enraizado de angulosas líneas cristalinas, surcado por destellos de color iridiscentes, como los reflejos de rayos de luz bailando sobre el agua. De haberlo visto, Eneas habría sabido de inmediato de qué se trataba; una bendición. Su protectora, la diosa de ojos brillantes, la doncella indomable, le había concedido su favor, y ahora Diomedes era una fuerza imparable. Su capa roja ondeaba detrás de sus poderosos hombros; un agila majestuosa extendiendo sus alas, vigilando desde lo alto, aguardando el momento preciso para descender sobre su presa. ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada de Eneas –. El chico es mío. Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal. ────¡Ah! No temas príncipe –dijo con falsa dulzura, cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos. La lanza voló de su mano. Diomedes la arrojó con precisión quirúrgica, sus ojos brillaron con deleite depredador mientras observaba al príncipe que luchaba por incorporarse en el suelo. Un zumbido ensordecedor perforó los oídos de Eneas. Abrió un ojo, jadeó y luchó contra el dolor en su cabeza. Sus dedos, manchados de lodo y barro, se crisparon en la tierra y los escombros, esforzándose por arrastrarse debajo del carro volcado, pero era incapaz de conectar con sus propias fuerzas. Algo caliente y liquido le acarició la sien y el costado de su rostro… sangre. Maldición, maldición… ────¡Eneas! Una voz dulce como la miel tibia lo llamó desde más allá de la niebla densa. Al principio, le costó reconocerla, sus oídos no dejaban de zumbar y, tal vez, también se le escapaba su capacidad de razonamiento, olvidó cómo usar sus extremidades, olvidó cómo reconocer su alrededor. La voz insistió, le pareció tan imposible que algo tan dulce y puro pudiera resonar en ese campo de muerte. El corazón de Eneas latió con fuerza. La lanza cortó el aire, su punta afilada de bronce reflejó la legendaria ciudad de Ilión sangrando en ruinas. Nada la detenía. La lanza estaba destinada a llegar a su objetivo. ────¡Eneas! Eneas alzó la mirada. Entre la bruma espesa y las partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba hacia él. La habría reconocido incluso en la más densa oscuridad, entre esa niebla naranja de muerte y desgracia. ¿Cómo no podría hacerlo? Pequeña, grácil, delicada. Con su cabello color vino flotando con cada paso, y ese par de ojos que eran una copia exacta de los suyos. Siempre con esa manía suya de aparecer en el momento menos esperado, como un espíritu travieso del viento que, de repente, decide materializarse para jugar y reconfortar con su presencia a quién lo necesita. Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. Su nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo y lo acompañó; a veces con palabras que esa mente afilada suya lograba estructurar para hacerlo reír, otras, bastaba con su presencia para hacer que el sol iluminara el día más gris. La mujer que siempre creyó en él. Su confidente. Su guardiana. Su protectora. ────Afro... Ahora ella corría hacia él sin pensar en el peligro, su rostro celestial estaba pálido del terror y él, en su estado, fue consciente del impulso irrefrenable de querer alcanzarla, de tomar su mano para tranquilizarla. Lo agitaba verla así. Odió a cualquier cosa y a todo lo que se atreviera a provocar en ella esa mirada. El perfil herido de Eneas apareció en el bronce de la punta de la lanza. Entre el espacio de los dedos de Afro, un tejido de energía azul, matizado con tonos rosas, comenzó a resplandecer. Su madre, la diosa del amor, había llegado para salvarlo.
    Me encocora
    Me gusta
    Me entristece
    8
    0 turnos 0 maullidos
  • Su lavadora se había estropeado, por lo que no le quedó más remedio que ir a una lavandería a limpiar sus prendas de ropa. Le daba rabia pues suponía más gasto económico que tampoco es que pudiera permitirse en demasía. Pero, que remedio, ¿no? Solo quedaba resignarse a ello.

    Llegó a una lavandería relativamente cercana, con un carro de dos ruedas que usaba a veces para ir a hacer la compra, esta vez lleno de ropa por lavar.
    Pagó, siendo el lugar de autoservicio, y procedió a usar una de las grandes lavadoras de allí. Metió toda la ropa, la encendió y se sentó en una silla a esperar que esta terminase para luego usar la secadora.

    Mientras esperaba sintió la mirada de alguien, había un par de personas más allí usando las máquinas, pero una en concreto, no dejaba de mirarle. Al principio lo dejó pasar, pero no entendía que pasaba. ¿A caso era debido a su pelo revuelto la que se le pasó peinarse antes de salir? ¿O por que iba relativamente ligero de ropa a pesar de hacer un poco de frío? Llevaba un tank top de color claro, unos vaqueros grises y zapatos tipo converse que ya estaban bastante gastados. La prenda superior iba un poco suelta, dejaba ver perfectamente que aquella pálida piel presentaba pecas no solo por el rostro, sino por los hombros y parte del pecho.

    Suspiró y miró directamente a esa persona.

    -Ey, ¿quieres algo? ¿Tengo monos en la cara?- Era directo al hablar y, aunque su voz era suave se notaba claramente masculina.
    Era mejor así, ya que estaba cansado de que lo confundieran a veces con una mujer.
    Su lavadora se había estropeado, por lo que no le quedó más remedio que ir a una lavandería a limpiar sus prendas de ropa. Le daba rabia pues suponía más gasto económico que tampoco es que pudiera permitirse en demasía. Pero, que remedio, ¿no? Solo quedaba resignarse a ello. Llegó a una lavandería relativamente cercana, con un carro de dos ruedas que usaba a veces para ir a hacer la compra, esta vez lleno de ropa por lavar. Pagó, siendo el lugar de autoservicio, y procedió a usar una de las grandes lavadoras de allí. Metió toda la ropa, la encendió y se sentó en una silla a esperar que esta terminase para luego usar la secadora. Mientras esperaba sintió la mirada de alguien, había un par de personas más allí usando las máquinas, pero una en concreto, no dejaba de mirarle. Al principio lo dejó pasar, pero no entendía que pasaba. ¿A caso era debido a su pelo revuelto la que se le pasó peinarse antes de salir? ¿O por que iba relativamente ligero de ropa a pesar de hacer un poco de frío? Llevaba un tank top de color claro, unos vaqueros grises y zapatos tipo converse que ya estaban bastante gastados. La prenda superior iba un poco suelta, dejaba ver perfectamente que aquella pálida piel presentaba pecas no solo por el rostro, sino por los hombros y parte del pecho. Suspiró y miró directamente a esa persona. -Ey, ¿quieres algo? ¿Tengo monos en la cara?- Era directo al hablar y, aunque su voz era suave se notaba claramente masculina. Era mejor así, ya que estaba cansado de que lo confundieran a veces con una mujer.
    Me gusta
    Me shockea
    4
    0 turnos 0 maullidos
  • Sentado en la silla con ruedas tengo delante el portátil, a las once tengo una reunión y luego como con unos clientes de mi nuevo jefe.
    El cuál me pidió que los acompañará, ahora estoy leyendo unos correos mientras disfruto a su vez de una taza de café.
    Estoy bastante contento trabajando para Daniel Stanford.
    Sentado en la silla con ruedas tengo delante el portátil, a las once tengo una reunión y luego como con unos clientes de mi nuevo jefe. El cuál me pidió que los acompañará, ahora estoy leyendo unos correos mientras disfruto a su vez de una taza de café. Estoy bastante contento trabajando para Daniel Stanford.
    Me gusta
    Me encocora
    14
    0 turnos 0 maullidos
  • Se levanto temprano para ir al viejo puesto de chatarreria, buscaría una zona despejada para probar una nuevo ejercicio para agregar a su rutina física, el yakuza andaba sin su mascara ya que seria cómodo con larga melena y su flequillo largo al aire. Arrastro consigo una de de esas ruedas grandes de tractor y la dejo aquella zona donde había menos basura.

    Se apartaría un momento para buscar un mazo que agarraba y apretaba firmemente mientras volvía al dicho lugar, presionando el mango este levanta y emplea un potente golpe en la llanta con el grueso cubico del hierro en la fibra resistente sintiendo sus músculos tensarse acompañados de un hormigueo en sus nervios que viajaban en sus hombros y espalda.

    Repetía dicha actividad, aquello le permitía entrenar la potencia y fuerza de agarre, ademas de los tendones incluso la resistencia aeróbica.

    ─ ¡¡Shannarooo!!
    Se levanto temprano para ir al viejo puesto de chatarreria, buscaría una zona despejada para probar una nuevo ejercicio para agregar a su rutina física, el yakuza andaba sin su mascara ya que seria cómodo con larga melena y su flequillo largo al aire. Arrastro consigo una de de esas ruedas grandes de tractor y la dejo aquella zona donde había menos basura. Se apartaría un momento para buscar un mazo que agarraba y apretaba firmemente mientras volvía al dicho lugar, presionando el mango este levanta y emplea un potente golpe en la llanta con el grueso cubico del hierro en la fibra resistente sintiendo sus músculos tensarse acompañados de un hormigueo en sus nervios que viajaban en sus hombros y espalda. Repetía dicha actividad, aquello le permitía entrenar la potencia y fuerza de agarre, ademas de los tendones incluso la resistencia aeróbica. ㊗️ ─ ¡¡Shannarooo!!
    Me gusta
    2
    0 turnos 0 maullidos
  • 𝐂𝐈𝐔𝐃𝐀𝐃 𝐃𝐄 𝐂𝐄𝐍𝐈𝐙𝐀𝐒 – 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄 𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐄𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Los cielos sangraban. Columnas humeantes y cenizas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la noche. Fuego y oscuridad fundidos en uno solo.

    Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban flechas, espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor.

    Las llamas recortaron la silueta cálida de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo al absorber el impacto.

    El héroe alzó su brazo, arrastrando ambas armas y dejando el espacio suficiente para que el filo de bronce celestial de su espada abriera el abdomen desprotegido del jinete, que cayó desplomado de su montura.

    ────¡Rápido! –gruñó a su compañero que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí.

    ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado.

    A lo lejos, la muralla se erigió sobre la ciudad. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. El héroe apretó el puño.

    No había podido salvar a su gente. Ni a su ciudad. Ellos los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. Que tontos, que ilusos fueron al creer que tenían la victoria en sus manos.

    «Más rápido».

    Las enormes puertas del norte estaban abiertas de par en par. Una última oportunidad. El viento silbaba entre las llamas. La ciudad ardía a su alrededor convertida en una tumba. Su tumba.

    ────¡Los muelles cayeron! –su compañero apretó los dientes. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. Tomaremos el río subterráneo. Si no nos traga primero, nos escupirá libres a...

    El aire silbó. Un destello de hierro.

    No pudo terminar. Una lanza afilada atravesó su pecho y su grito se quebró en la sangre. Su cuerpo trastabilló y rodó sin vida al suelo.

    Se quedó helado. Todo a su alrededor parecía desvanecerse: el choque de las espadas, las flechas surcando la noche, el rugido de las llamas. Solo escuchaba el golpe seco del cuerpo de su amigo contra las piedras, repitiéndose una y otra vez.

    «No».

    El héroe se inclinó y jaló las riendas con un rugido de furia. Los caballos relincharon, encabritándose y por un instante, el carro se elevó entre la cenizas antes de detenerse en seco.

    El héroe saltó del carro y corrió hacia su compañero caído. Sus dedos, helados y temblorosos, retiraron el casco de su cabeza y apretaron con fuerza aquella mano que pronto comenzaba a enfriarse.

    Su compañero, el hombre que había compartido con él tantas batallas. El que sabía cuándo callar. Cuándo reírse de la muerte para no dejarse tragar por el miedo a ella. Un hermano forjado en el campo de batalla y que en ese momento, se le escapaba de entre los dedos.

    «No...»

    En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El general Diomedes contemplaba la escena con una calma cruel, mortal. Era un agila majestuosa, vigilando desde lo alto, aguardando el momento de descender sobre su presa.

    ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada–. El chico es mío.

    Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal.

    ────¡Ah! No temas hijo de la Tejedora de Engaños –dijo con falsa dulzura. Cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos.

    Diomedes arrojó la lanza.

    Una voz femenina resonó en el humo denso, llamando al héroe.

    ────¡Eneas!

    El corazón del héroe latió con fuerza. La lanza cortó el aire, la punta reflejando la ciudad sangrando en ruinas.

    ────¡Eneas!

    Alzó la mirada. Entre la bruma espesa y partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba. La habría reconocido en la más densa oscuridad. Pequeña, grácil. Con su cabello color vino flotando con cada paso, sus sandalias doradas corriendo en el caos.

    Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo. Su confidente. Su guardiana.

    Afro.

    Y ahora corría hacia el sin pensar en el peligro, su rostro celestial pálido del terror.

    Su madre, la diosa del amor había llegado para salvar a su hijo.
    𝐂𝐈𝐔𝐃𝐀𝐃 𝐃𝐄 𝐂𝐄𝐍𝐈𝐙𝐀𝐒 🔥 – 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄 𝐈 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐄𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Los cielos sangraban. Columnas humeantes y cenizas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la noche. Fuego y oscuridad fundidos en uno solo. Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban flechas, espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor. Las llamas recortaron la silueta cálida de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo al absorber el impacto. El héroe alzó su brazo, arrastrando ambas armas y dejando el espacio suficiente para que el filo de bronce celestial de su espada abriera el abdomen desprotegido del jinete, que cayó desplomado de su montura. ────¡Rápido! –gruñó a su compañero que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí. ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. A lo lejos, la muralla se erigió sobre la ciudad. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. El héroe apretó el puño. No había podido salvar a su gente. Ni a su ciudad. Ellos los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. Que tontos, que ilusos fueron al creer que tenían la victoria en sus manos. «Más rápido». Las enormes puertas del norte estaban abiertas de par en par. Una última oportunidad. El viento silbaba entre las llamas. La ciudad ardía a su alrededor convertida en una tumba. Su tumba. ────¡Los muelles cayeron! –su compañero apretó los dientes. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. Tomaremos el río subterráneo. Si no nos traga primero, nos escupirá libres a... El aire silbó. Un destello de hierro. No pudo terminar. Una lanza afilada atravesó su pecho y su grito se quebró en la sangre. Su cuerpo trastabilló y rodó sin vida al suelo. Se quedó helado. Todo a su alrededor parecía desvanecerse: el choque de las espadas, las flechas surcando la noche, el rugido de las llamas. Solo escuchaba el golpe seco del cuerpo de su amigo contra las piedras, repitiéndose una y otra vez. «No». El héroe se inclinó y jaló las riendas con un rugido de furia. Los caballos relincharon, encabritándose y por un instante, el carro se elevó entre la cenizas antes de detenerse en seco. El héroe saltó del carro y corrió hacia su compañero caído. Sus dedos, helados y temblorosos, retiraron el casco de su cabeza y apretaron con fuerza aquella mano que pronto comenzaba a enfriarse. Su compañero, el hombre que había compartido con él tantas batallas. El que sabía cuándo callar. Cuándo reírse de la muerte para no dejarse tragar por el miedo a ella. Un hermano forjado en el campo de batalla y que en ese momento, se le escapaba de entre los dedos. «No...» En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El general Diomedes contemplaba la escena con una calma cruel, mortal. Era un agila majestuosa, vigilando desde lo alto, aguardando el momento de descender sobre su presa. ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada–. El chico es mío. Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal. ────¡Ah! No temas hijo de la Tejedora de Engaños –dijo con falsa dulzura. Cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos. Diomedes arrojó la lanza. Una voz femenina resonó en el humo denso, llamando al héroe. ────¡Eneas! El corazón del héroe latió con fuerza. La lanza cortó el aire, la punta reflejando la ciudad sangrando en ruinas. ────¡Eneas! Alzó la mirada. Entre la bruma espesa y partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba. La habría reconocido en la más densa oscuridad. Pequeña, grácil. Con su cabello color vino flotando con cada paso, sus sandalias doradas corriendo en el caos. Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo. Su confidente. Su guardiana. Afro. Y ahora corría hacia el sin pensar en el peligro, su rostro celestial pálido del terror. Su madre, la diosa del amor había llegado para salvar a su hijo.
    Me encocora
    Me shockea
    8
    2 turnos 0 maullidos
  • La diosa que olvidó su libertad
    Parte 5 ( conclusión de esta evolución )


    Me gustaría tener una de esas Harley-Davidson.
    Patricia se quedó callada unos segundos, sorprendida.
    —¿Una Harley? —repitió—. Yo tengo una… bueno, hace mucho….eso…era…una Harley ….
    Hizo una pausa. Su voz se volvió más suave, nostálgica.
    —Era de mi abuelo. La compró en 1970, una Harley-Davidson clásica. negra, cromada, poderosa. La cuidaba como a una reina. Cuando él murió, se la dejó a mi papá… pero mi papá era ..diferente, prefería los autos convertibles, el nunca la cuidó. La moto se quedó oxidándose en la cochera. Y cuando papá murió de cáncer de pulmón, me la heredó a mí.
    Los ojos de Patricia se humedecieron ligeramente, aunque mantuvo su sonrisa. Hestia la escuchaba en silencio, con los brazos cruzados, con un respeto solemne.
    —Nunca supe qué hacer con ella —continuó Patricia—. No sé andar en moto. Y cada vez que la veo… me da tristeza. Está hecha pedazos. Mi mamá me ha pedido muchas veces que la venda a un deshuesadero… pero no puedo. Es lo único que me queda de ellos. Aunque me deprima verla pudriéndose, no puedo tirarla.
    —¿Puedo verla? —preguntó Hestia, con un brillo extraño en los ojos.
    —¿De verdad quieres verla? Ya solo es chatarra, no debí mencionarla—dijo Patricia, sorprendida.
    Minutos después, ambas estaban en la cochera. El aire olía a polvo viejo, a aceite seco. En medio de la penumbra, cubierta por una lona rota, yacía la antigua Harley-Davidson. La pintura estaba opaca, el cuero del asiento cuarteado, las llantas desinfladas. El óxido marron había devorado los cromos.
    Pero para Hestia, era hermosa.
    —¿Cuánto pides por ella? —preguntó con firmeza.
    —¿Qué? No! No se … nosé que precio ponerle…en estas condiciones …no vale mucho-.
    hestia: - si en estas condiciones no vale mucho…porque la conservas todavía?... -
    Hestia alzó la mano. Una pequeña llama dorada brotó de su palma y, envuelta en ella, aparecieron tres monedas antiguas de oro, grabadas con símbolos griegos y un brillo imposible de replicar.
    Patricia abrió los ojos como platos. Había visto aparecer esas monedas frente a ella. No había bolsillos. No había truco. La diosa Hizo denuevo el mismo milagro que hizo dentro de la tienda al comprar el traje *
    Patricia: —¿Esto es oro? —susurró—. …?
    Hestia: —De mi altar. Son las últimas monedas que me quedan. Dragmas de oro consagradas hace siglos, las monedas que te di anteriormente también eran dragmas consagradas-
    Patricia sostuvo una moneda, aún tibia por el fuego divino. Era pesada, perfecta… y antigua. La vio con calma…*
    —Esto... esto vale una fortuna. Una sola podría cambiar mi vida —dijo con los labios temblorosos.
    Hestia: —Entonces es un trato?-
    Patricia: - pero…diosa…me da mucha pena …venderle algo así…la motocicleta es muy vieja, hace unos días mi tío trato de arrancarla, no lo logró, la moto es inservible, solo…es chatarra -
    Hestia: -no Patricia…está motocicleta no es chatarra, no está inservible, solo está olvidada…como yo…porfavor acepta mis monedas como pago, quiero comprar está motocicleta -
    *Patricia baja la mirada un momento, sabe que no puede negarle nada a una auténtica diosa viviente, su único pesar es que le apena que hestia tome una motocicleta en tan pésimas condiciones, la diosa podría aparecer en las puertas de cualquier concesionaria de motocicletas , revelar que es una diosa, un poco de sus poderes , y los vendedores….los dueños le darían como tributo una moto nueva, lujosa y último modelo, mucho mejor que este vejestorio, pero al ver de reojo a la vieja Harley oxidada le llega los recuerdos de el abuelo, en la tienda aún hay fotografías de el abuelo montando en esa motocicleta en su mejor época; la diosa por su parte presiente un poco de las emociones de la niña y se acerca un poco diciendo
    Hestia:- no te preocupes, pequeña…puedo reparar está motocicleta, solo necesito que aceptes el trato , yo de verdad la quiero …-
    Patricia levanta la mirada y ve a los ojos a la diosa , mira su traje ya transformado en ese imponente traje flamante rockero , …hará con la moto el mismo milagro que hizo con el traje? *
    Patricia: - ok…diosa hestia, acepto el trato…estás monedas …a cambio de la motocicleta , trato hecho, la motocicleta es suya ..-
    La diosa acarició el asiento con la palma, cerró los ojos… y luego se subió a la moto con elegancia y sensualidad, colocando ambas piernas a cada lado, un poco abiertas como si estuviera montando la pelvis de un amante, y luego apoyó ambas manos en el metal frente al siento con una postura erguida y erótica…*
    El aura dorada a su alrededor comenzó a intensificarse hasta volverse tan densa que se convierte en un aura de fuego envolviendo la moto como si se estuviera incendiando junto con la motocicleta..
    Patricia retrocedió, ya no está asustada, pero no deja de sorprenderse cuando la diosa manifiesta sus poderes de esta manera ….
    Y entonces… estalló.
    Una llamarada dorada y carmesí cubrió por completo el vehículo, elevando chispas al aire. El rugido del fuego fue seguido por un sonido metálico, ese sonido significa que el metal estaba mutando con el fuego, cambia de forma se reforja con el fuego. El chasis brilló con un tono oscuro y bruñido. Las ruedas se inflaron solas, con llantas negras marcadas con símbolos ígneos. El asiento volvió a la vida, de cuero firme y reluciente, un imponente ronrrroneo repentino hizo gritar un poco a Patricia , el motor está vivo!!!. Y está rugiendo como una auténtica bestia de metal. del escape comenzó a emanar un humo rojo incandescente, como si la máquina tuviera alma.
    La Harley-Davidson renació como “Ignifera”, la portadora del fuego. Tenía grabados antiguos sobre el tanque: símbolos de llama perpetua, cadenas místicas en forma de espiral, y un icono brillante de una antorcha sagrada, las llamas de la diosa materializarlo en la motocicleta una estilazada coraza de metal rojo cromado con formas de fuego y flamas, como si fuera el trabajo de tuneo de el mejor forjador y artista de el mundo
    Las llantas despedían chispas al rodar, y una energía de fuego antiguo recorría los tubos del motor. Parecía viva. Indomable. Divina.
    Patricia se tapó la boca, maravillada, con lágrimas en los ojos.
    —Es… preciosa.
    Hestia bajó de la moto con lentitud, observándola con satisfacción.
    —Ahora sí está lista.
    Patricia la miró con una mezcla de devoción y ternura. Luego, reaccionó como si hubiera recordado algo importante …”espere diosa…” corrió al interior de la tienda, y regresó con un casco negro brillante. Lo extendió con ambas manos.
    —Toma. Es nuevo… y es un regalo. Los policías…los policías humanos dan multas a los que usan andan en motocicletas sin llevar cascos …-
    Hestia lo aceptó con una sonrisa cálida. No por necesidad, sino por el gesto.
    —Gracias. No lo olvidaré-
    *Al tomar con ambas manos el casco este se enciende de fuego como si estuviera quemando en manos de la diosa ….Patricia sonríe está vez diciendo …”no importa cuántas veces haga ese truco…no deja de sorprenderme …” el casco se transformó, ahora es rojo, con formas de cresras de flamas saliéndome de atrás, combinando perfectamente con el nuevo fuselaje de la motocicleta renacida *
    Y así, con las primeras luces del amanecer asomando por el horizonte, la diosa del hogar —ahora vestida como una reina del fuego moderno— encendió a Ignifera, y el rugido del motor fue como un trueno que despertaba al mundo antiguo.
    Una nueva era había comenzado.
    *Antes de que la diosa se fuera Patricia la miró con admiración…con atracción y dijo levemente , con tristeza…- volveremos…volveremos a vernos ? - *Patricia pensó que el ruido de el motor de la motocicleta evito que la diosa la escuché…pero ella voltea a verla y responde con una voz muy seria *
    Hestia: - claro que si!...volveré muchas veces a este lugar…Patricia…aún debes mostrarme muchos videos…mucha más musica…está noche fue demasiado corta -
    *Patricia se alegra claramente por la respuesta y le dice con voz fuerte y emocionada *
    Patricia: - claro!...será un honor! … A dónde irá ahora diosa?...volverá al Olimpo? …-
    Hestia: -volver al Olimpo?....no!...no por ahora….ese lugar es demasiado aburrido…recorreré este mundo, daré un buen paseo …me meteré en algunos problemas, para variar…-
    Patricia: - jajajajaja, muy bien!!!...está tienda y mi casa ! Ahora son también tu guarida !
    La diosa con el casco ya puesto solo asienta con la cabeza…y se arranca …dejando marcas con fuego en el camino ….*

    La diosa que olvidó su libertad Parte 5 ( conclusión de esta evolución ) Me gustaría tener una de esas Harley-Davidson. Patricia se quedó callada unos segundos, sorprendida. —¿Una Harley? —repitió—. Yo tengo una… bueno, hace mucho….eso…era…una Harley …. Hizo una pausa. Su voz se volvió más suave, nostálgica. —Era de mi abuelo. La compró en 1970, una Harley-Davidson clásica. negra, cromada, poderosa. La cuidaba como a una reina. Cuando él murió, se la dejó a mi papá… pero mi papá era ..diferente, prefería los autos convertibles, el nunca la cuidó. La moto se quedó oxidándose en la cochera. Y cuando papá murió de cáncer de pulmón, me la heredó a mí. Los ojos de Patricia se humedecieron ligeramente, aunque mantuvo su sonrisa. Hestia la escuchaba en silencio, con los brazos cruzados, con un respeto solemne. —Nunca supe qué hacer con ella —continuó Patricia—. No sé andar en moto. Y cada vez que la veo… me da tristeza. Está hecha pedazos. Mi mamá me ha pedido muchas veces que la venda a un deshuesadero… pero no puedo. Es lo único que me queda de ellos. Aunque me deprima verla pudriéndose, no puedo tirarla. —¿Puedo verla? —preguntó Hestia, con un brillo extraño en los ojos. —¿De verdad quieres verla? Ya solo es chatarra, no debí mencionarla—dijo Patricia, sorprendida. Minutos después, ambas estaban en la cochera. El aire olía a polvo viejo, a aceite seco. En medio de la penumbra, cubierta por una lona rota, yacía la antigua Harley-Davidson. La pintura estaba opaca, el cuero del asiento cuarteado, las llantas desinfladas. El óxido marron había devorado los cromos. Pero para Hestia, era hermosa. —¿Cuánto pides por ella? —preguntó con firmeza. —¿Qué? No! No se … nosé que precio ponerle…en estas condiciones …no vale mucho-. hestia: - si en estas condiciones no vale mucho…porque la conservas todavía?... - Hestia alzó la mano. Una pequeña llama dorada brotó de su palma y, envuelta en ella, aparecieron tres monedas antiguas de oro, grabadas con símbolos griegos y un brillo imposible de replicar. Patricia abrió los ojos como platos. Había visto aparecer esas monedas frente a ella. No había bolsillos. No había truco. La diosa Hizo denuevo el mismo milagro que hizo dentro de la tienda al comprar el traje * Patricia: —¿Esto es oro? —susurró—. …? Hestia: —De mi altar. Son las últimas monedas que me quedan. Dragmas de oro consagradas hace siglos, las monedas que te di anteriormente también eran dragmas consagradas- Patricia sostuvo una moneda, aún tibia por el fuego divino. Era pesada, perfecta… y antigua. La vio con calma…* —Esto... esto vale una fortuna. Una sola podría cambiar mi vida —dijo con los labios temblorosos. Hestia: —Entonces es un trato?- Patricia: - pero…diosa…me da mucha pena …venderle algo así…la motocicleta es muy vieja, hace unos días mi tío trato de arrancarla, no lo logró, la moto es inservible, solo…es chatarra - Hestia: -no Patricia…está motocicleta no es chatarra, no está inservible, solo está olvidada…como yo…porfavor acepta mis monedas como pago, quiero comprar está motocicleta - *Patricia baja la mirada un momento, sabe que no puede negarle nada a una auténtica diosa viviente, su único pesar es que le apena que hestia tome una motocicleta en tan pésimas condiciones, la diosa podría aparecer en las puertas de cualquier concesionaria de motocicletas , revelar que es una diosa, un poco de sus poderes , y los vendedores….los dueños le darían como tributo una moto nueva, lujosa y último modelo, mucho mejor que este vejestorio, pero al ver de reojo a la vieja Harley oxidada le llega los recuerdos de el abuelo, en la tienda aún hay fotografías de el abuelo montando en esa motocicleta en su mejor época; la diosa por su parte presiente un poco de las emociones de la niña y se acerca un poco diciendo Hestia:- no te preocupes, pequeña…puedo reparar está motocicleta, solo necesito que aceptes el trato , yo de verdad la quiero …- Patricia levanta la mirada y ve a los ojos a la diosa , mira su traje ya transformado en ese imponente traje flamante rockero , …hará con la moto el mismo milagro que hizo con el traje? * Patricia: - ok…diosa hestia, acepto el trato…estás monedas …a cambio de la motocicleta , trato hecho, la motocicleta es suya ..- La diosa acarició el asiento con la palma, cerró los ojos… y luego se subió a la moto con elegancia y sensualidad, colocando ambas piernas a cada lado, un poco abiertas como si estuviera montando la pelvis de un amante, y luego apoyó ambas manos en el metal frente al siento con una postura erguida y erótica…* El aura dorada a su alrededor comenzó a intensificarse hasta volverse tan densa que se convierte en un aura de fuego envolviendo la moto como si se estuviera incendiando junto con la motocicleta.. Patricia retrocedió, ya no está asustada, pero no deja de sorprenderse cuando la diosa manifiesta sus poderes de esta manera …. Y entonces… estalló. Una llamarada dorada y carmesí cubrió por completo el vehículo, elevando chispas al aire. El rugido del fuego fue seguido por un sonido metálico, ese sonido significa que el metal estaba mutando con el fuego, cambia de forma se reforja con el fuego. El chasis brilló con un tono oscuro y bruñido. Las ruedas se inflaron solas, con llantas negras marcadas con símbolos ígneos. El asiento volvió a la vida, de cuero firme y reluciente, un imponente ronrrroneo repentino hizo gritar un poco a Patricia , el motor está vivo!!!. Y está rugiendo como una auténtica bestia de metal. del escape comenzó a emanar un humo rojo incandescente, como si la máquina tuviera alma. La Harley-Davidson renació como “Ignifera”, la portadora del fuego. Tenía grabados antiguos sobre el tanque: símbolos de llama perpetua, cadenas místicas en forma de espiral, y un icono brillante de una antorcha sagrada, las llamas de la diosa materializarlo en la motocicleta una estilazada coraza de metal rojo cromado con formas de fuego y flamas, como si fuera el trabajo de tuneo de el mejor forjador y artista de el mundo Las llantas despedían chispas al rodar, y una energía de fuego antiguo recorría los tubos del motor. Parecía viva. Indomable. Divina. Patricia se tapó la boca, maravillada, con lágrimas en los ojos. —Es… preciosa. Hestia bajó de la moto con lentitud, observándola con satisfacción. —Ahora sí está lista. Patricia la miró con una mezcla de devoción y ternura. Luego, reaccionó como si hubiera recordado algo importante …”espere diosa…” corrió al interior de la tienda, y regresó con un casco negro brillante. Lo extendió con ambas manos. —Toma. Es nuevo… y es un regalo. Los policías…los policías humanos dan multas a los que usan andan en motocicletas sin llevar cascos …- Hestia lo aceptó con una sonrisa cálida. No por necesidad, sino por el gesto. —Gracias. No lo olvidaré- *Al tomar con ambas manos el casco este se enciende de fuego como si estuviera quemando en manos de la diosa ….Patricia sonríe está vez diciendo …”no importa cuántas veces haga ese truco…no deja de sorprenderme …” el casco se transformó, ahora es rojo, con formas de cresras de flamas saliéndome de atrás, combinando perfectamente con el nuevo fuselaje de la motocicleta renacida * Y así, con las primeras luces del amanecer asomando por el horizonte, la diosa del hogar —ahora vestida como una reina del fuego moderno— encendió a Ignifera, y el rugido del motor fue como un trueno que despertaba al mundo antiguo. Una nueva era había comenzado. *Antes de que la diosa se fuera Patricia la miró con admiración…con atracción y dijo levemente , con tristeza…- volveremos…volveremos a vernos ? - *Patricia pensó que el ruido de el motor de la motocicleta evito que la diosa la escuché…pero ella voltea a verla y responde con una voz muy seria * Hestia: - claro que si!...volveré muchas veces a este lugar…Patricia…aún debes mostrarme muchos videos…mucha más musica…está noche fue demasiado corta - *Patricia se alegra claramente por la respuesta y le dice con voz fuerte y emocionada * Patricia: - claro!...será un honor! … A dónde irá ahora diosa?...volverá al Olimpo? …- Hestia: -volver al Olimpo?....no!...no por ahora….ese lugar es demasiado aburrido…recorreré este mundo, daré un buen paseo …me meteré en algunos problemas, para variar…- Patricia: - jajajajaja, muy bien!!!...está tienda y mi casa ! Ahora son también tu guarida ! La diosa con el casco ya puesto solo asienta con la cabeza…y se arranca …dejando marcas con fuego en el camino ….*
    Me encocora
    1
    0 turnos 0 maullidos
  • Las ruedas del coche chirriaron un poco al girar en la entrada de tierra. Uno de los almacenes vacíos de Angela, apartado, con los portones cerrados y dos de sus hombres de confianza montando guardia. No hablaban, solo asintieron con la cabeza cuando nos vieron llegar. Angela bajó primero, me miró en silencio mientras yo abría la puerta del copiloto. No me dijo nada. No tenía que hacerlo.

    Caminamos juntas hasta la entrada. Ella me dio las llaves sin preguntar. Las tomé, sintiendo el metal frío en la palma.

    —Estaré aquí fuera —dijo con calma, pero firme—. Si me necesitas, solo grita mi nombre.

    Asentí y entré sola.

    Dentro, el olor a humedad se mezclaba con algo más metálico. Sangre seca, probablemente. El foco colgando del techo iluminaba solo el centro del espacio. Y allí estaba él. Atado a una silla de hierro oxidado, la cabeza baja, respirando con dificultad. Le habían dado una paliza. Una buena. No me hizo falta preguntar si había sido Angela quien lo había ordenado.

    Cerré la puerta tras de mí. Él levantó la mirada.

    —Así que al final viniste, piccola —su voz era rasposa, como si le costara hasta hablar—. Siempre fuiste valiente… pero también una traidora.

    No respondí. Caminé hacia él. Lenta. Paso a paso.

    —A los doce años tuviste los cojones de entregarme. Por eso pasé catorce putos años entre ratas. Pero salí. Y mírate ahora —rió entre dientes, escupiendo sangre—. Sigues siendo la misma niña rota.

    Me quedé delante de él, sacando el arma de mi cinturón. La sostuve en mi mano, pero no la levanté aún.

    —No soy una niña —dije con voz baja—. Y tú ya no me das miedo.

    —Mientes. Temblabas cuando te toqué. Como antes. Como siempre. Tú nunca pudiste con esto.

    Me acerqué, apoyando la pistola contra su frente. Me miró. Sonrió.

    —Hazlo.

    —No —susurré, bajando el arma. Vi cómo se le tensaba la mandíbula, como si no lo esperara. Entonces, saqué el cuchillo pequeño que llevaba en el tobillo.

    Lo miré fijamente.

    —No mereces una bala.

    Y ahí sí tembló. Lo vi en sus ojos. Ya no hablaba.

    Mis movimientos fueron calculados. Nada impulsivo. Solo precisión. El filo pasó por donde debía. Lo justo para que doliera. Para que lo sintiera. Para que entendiera que esta vez no era la niña que se quedaba callada y que al fin tomaba justicia dejando que aquel hombre que se hacía llamar su padre, se desangrara lleno de dolor.

    Cuando terminé, dejé el cuchillo sobre la mesa de metal cercana. Me limpié la sangre de las manos con un trapo sucio. No me importó que me manchara más. Caminé hacia la puerta, abriéndola viendo a Angela Di Trapani, que esperaba afuera.
    Las ruedas del coche chirriaron un poco al girar en la entrada de tierra. Uno de los almacenes vacíos de Angela, apartado, con los portones cerrados y dos de sus hombres de confianza montando guardia. No hablaban, solo asintieron con la cabeza cuando nos vieron llegar. Angela bajó primero, me miró en silencio mientras yo abría la puerta del copiloto. No me dijo nada. No tenía que hacerlo. Caminamos juntas hasta la entrada. Ella me dio las llaves sin preguntar. Las tomé, sintiendo el metal frío en la palma. —Estaré aquí fuera —dijo con calma, pero firme—. Si me necesitas, solo grita mi nombre. Asentí y entré sola. Dentro, el olor a humedad se mezclaba con algo más metálico. Sangre seca, probablemente. El foco colgando del techo iluminaba solo el centro del espacio. Y allí estaba él. Atado a una silla de hierro oxidado, la cabeza baja, respirando con dificultad. Le habían dado una paliza. Una buena. No me hizo falta preguntar si había sido Angela quien lo había ordenado. Cerré la puerta tras de mí. Él levantó la mirada. —Así que al final viniste, piccola —su voz era rasposa, como si le costara hasta hablar—. Siempre fuiste valiente… pero también una traidora. No respondí. Caminé hacia él. Lenta. Paso a paso. —A los doce años tuviste los cojones de entregarme. Por eso pasé catorce putos años entre ratas. Pero salí. Y mírate ahora —rió entre dientes, escupiendo sangre—. Sigues siendo la misma niña rota. Me quedé delante de él, sacando el arma de mi cinturón. La sostuve en mi mano, pero no la levanté aún. —No soy una niña —dije con voz baja—. Y tú ya no me das miedo. —Mientes. Temblabas cuando te toqué. Como antes. Como siempre. Tú nunca pudiste con esto. Me acerqué, apoyando la pistola contra su frente. Me miró. Sonrió. —Hazlo. —No —susurré, bajando el arma. Vi cómo se le tensaba la mandíbula, como si no lo esperara. Entonces, saqué el cuchillo pequeño que llevaba en el tobillo. Lo miré fijamente. —No mereces una bala. Y ahí sí tembló. Lo vi en sus ojos. Ya no hablaba. Mis movimientos fueron calculados. Nada impulsivo. Solo precisión. El filo pasó por donde debía. Lo justo para que doliera. Para que lo sintiera. Para que entendiera que esta vez no era la niña que se quedaba callada y que al fin tomaba justicia dejando que aquel hombre que se hacía llamar su padre, se desangrara lleno de dolor. Cuando terminé, dejé el cuchillo sobre la mesa de metal cercana. Me limpié la sangre de las manos con un trapo sucio. No me importó que me manchara más. Caminé hacia la puerta, abriéndola viendo a [haze_orange_shark_766], que esperaba afuera.
    92 turnos 0 maullidos
  • se me revelo el sumiso ai siento que mañana amanecere en silla de ruedas
    se me revelo el sumiso ai siento que mañana amanecere en silla de ruedas
    Me encocora
    1
    0 turnos 0 maullidos
  • La vida en un club es un equilibrio constante entre el honor y la violencia, entre la lealtad y el sacrificio. No se trata solo de ruedas en la carretera, sino de cargar con un legado que pesa más que el cuero que llevamos. Al final, no es el miedo a la muerte lo que nos define, sino cómo elegimos vivir antes de que llegue.
    La vida en un club es un equilibrio constante entre el honor y la violencia, entre la lealtad y el sacrificio. No se trata solo de ruedas en la carretera, sino de cargar con un legado que pesa más que el cuero que llevamos. Al final, no es el miedo a la muerte lo que nos define, sino cómo elegimos vivir antes de que llegue.
    0 comentarios 0 compartidos
  • Nunca se imagino que esos vehículos de 2 ruedas pudiera ser tan explosivo, pero el tenno necesita ese medio de transporte por lo que pronto usa la energía del vacío para traer de vuelta la motocicleta como si nunca hubiera explotado, aunque sigue dejando el rastro explosivo contra la pared.

    — Suficiente por hoy, que no es mía la moto.
    Nunca se imagino que esos vehículos de 2 ruedas pudiera ser tan explosivo, pero el tenno necesita ese medio de transporte por lo que pronto usa la energía del vacío para traer de vuelta la motocicleta como si nunca hubiera explotado, aunque sigue dejando el rastro explosivo contra la pared. — Suficiente por hoy, que no es mía la moto.
    Me shockea
    1
    0 turnos 0 maullidos
Ver más resultados
Patrocinados