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    Busco a un Dean Winchester comprometido y fiel a su esencia, alguien que disfrute del canon, el crecimiento emocional y el desastre eterno que implica vivir en el mundo sobrenatural.
    La trama gira alrededor de Tanya Miller, OC integrada desde la temporada 1: una humana con mala suerte sobrenatural que eventualmente termina cargando un fragmento de la gracia de Gabriel. Tanya ha cruzado caminos con John, con los Winchester y hasta con el mismísimo cielo, siempre sobreviviendo por terquedad, ingenio y puro corazón.

    Lo que ofrezco:
    • Trama larga, emocional, llena de acción y demonios con mal timing.
    • Dinámica intensa entre Tanya y Dean: tensión lenta, celos, sarcasmo filoso, ternura inesperada y química explosiva.
    • Respeto por el canon, pero con libertad creativa para expandirlo.
    • Constancia, escenas descriptivas y ritmo estable.

    Lo que busco:
    • Un Dean Winchester que tenga ojos únicamente para Tanya, que la elija incluso cuando el mundo se va al infierno… literalmente.
    • Interpretación fiel del personaje: su lealtad, su humor, su dolor, sus demonios internos.
    • Alguien que disfrute del desarrollo a fuego lento y de los silencios que pesan más que las palabras.
    • Compromiso para una trama continua, profunda y emocional.

    Si quieres escribir una historia que arda, que duela y que aún así se sienta como hogar, mis mensajes están abiertos.

    Busco a un Dean Winchester comprometido y fiel a su esencia, alguien que disfrute del canon, el crecimiento emocional y el desastre eterno que implica vivir en el mundo sobrenatural. La trama gira alrededor de Tanya Miller, OC integrada desde la temporada 1: una humana con mala suerte sobrenatural que eventualmente termina cargando un fragmento de la gracia de Gabriel. Tanya ha cruzado caminos con John, con los Winchester y hasta con el mismísimo cielo, siempre sobreviviendo por terquedad, ingenio y puro corazón. Lo que ofrezco: • Trama larga, emocional, llena de acción y demonios con mal timing. • Dinámica intensa entre Tanya y Dean: tensión lenta, celos, sarcasmo filoso, ternura inesperada y química explosiva. • Respeto por el canon, pero con libertad creativa para expandirlo. • Constancia, escenas descriptivas y ritmo estable. Lo que busco: • Un Dean Winchester que tenga ojos únicamente para Tanya, que la elija incluso cuando el mundo se va al infierno… literalmente. • Interpretación fiel del personaje: su lealtad, su humor, su dolor, sus demonios internos. • Alguien que disfrute del desarrollo a fuego lento y de los silencios que pesan más que las palabras. • Compromiso para una trama continua, profunda y emocional. Si quieres escribir una historia que arda, que duela y que aún así se sienta como hogar, mis mensajes están abiertos.
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  • «Escena cerrada»

    El juicio de los Dioses.

    Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal.

    Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo.

    Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber.

    El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis.

    Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia.

    No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo.

    Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar.

    —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él.

    A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta.

    Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo.

    Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia.

    Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca.

    Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá.

    Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa.

    Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa.

    —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento.

    A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
    «Escena cerrada» El juicio de los Dioses. Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal. Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo. Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber. El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis. Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia. No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo. Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar. —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él. A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta. Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo. Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia. Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca. Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá. Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa. Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa. —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento. A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
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    Cuando el blanco absoluto se disipa…
    No hay luna.
    No hay sol.
    No hay Veythra.

    Solo un olor agrio, espeso, pegado en el aire.

    Estoy frente a una taberna cochambrosa, una choza de madera hundida sobre sí misma, rodeada de barro, vómito y voces ebrias. Una farola de fuego tambalea, iluminando la escena con una luz enfermiza.

    Y entonces lo veo.

    Un hombre enorme, grasiento, con ropa mugrienta y manos ásperas—el dueño—patea sin remordimiento a su pequeña empleada:
    una niña goblina, huesuda, con mejillas salpicadas de barro y ojos grandes que no se atreven a llorar.
    Los borrachos se ríen, le tiran jarras de cerveza encima como si fuera un espectáculo.

    Un instante.
    Un latido.
    Una repulsión que me revuelve la sangre.

    No hago nada.
    Aún no.
    Solo… me giro. Me alejo.
    No sé dónde estoy. No sé quién soy aquí.

    Pero entonces, al salir por la verja desvencijada, la niña vuelve caminando hacia unas cuadras. Va a dormir en un establo.

    Me acerco con cuidado.

    —¿Dónde estamos? —pregunto.

    La goblina se encoge, temblando. Ni siquiera me mira al principio. Solo aprieta los hombros.

    —Me llamo… Selin —dice con voz rota.

    El nombre me corta la respiración.
    Selin.
    Como mi abuela.
    Como la Elunai.
    Como el origen de todo.

    Y recuerdo que Oz puede adoptar forma de goblin.
    Y Akane también.

    ¿Será…? ¿Puede ser…?

    La abrazo instintivamente. No puedo evitarlo.
    La niña tiembla como un animalillo acorralado.

    Y entonces una voz irrumpe como un trueno:

    —¡SELIN! ¡MUÉVETE, RATA!

    El propietario aparece con un cinturón enrollado en la mano.
    Sus ojos me recorren como si yo fuera otra de sus pertenencias.

    Mi visión se distorsiona.
    Mi corazón se enciende.
    Un estremecimiento me sube por la columna… y algo en mí se rompe, sin retorno.

    Camino hacia él.
    No oigo mi respiración.
    No oigo al mundo.

    Solo siento una certeza fría.

    El cuchillo aparece en mi mano como si siempre hubiese estado ahí.
    El resto es un borrón oscuro, instintivo, inevitable.
    Una ejecución.
    Una sentencia.

    Acabo con él sin dejar que pronuncie un segundo insulto.

    Y tomo la pequeña mano de Selin.

    —Vámonos —le digo.
    No pregunto. No dudo.
    Solo la saco de ese mundo de mierda.

    La llevo hasta el bosque más cercano, donde la niebla es espesa y las hojas crujen bajo nuestros pasos. Allí, por fin, ella empieza a respirar sin miedo.

    Pero antes de que pueda decir nada, un viento gélido rasga el silencio.

    Una guerrera aparece frente a nosotras.
    Armadura negra. Ojos rojizos.
    Aura del Caos tan densa que distorsiona el aire.

    Sus armas se levantan hacia mí.

    —Apártate de la niña —ordena con un tono que solo usa alguien que ha matado mil veces—. Si le haces daño, te arranco el alma.

    Mi sangre se hiela.

    Ella… es Jennifer.
    Mi madre.
    Pero joven. Feroz. Impiadosa.
    La Jennifer de las leyendas del Caos.

    Levanto una mano lentamente y dejo que mi aura se libere.
    La luna, el Caos, Elunai.
    Todo lo que soy.

    Ella se detiene.
    Sus ojos se abren con una mezcla de reconocimiento y desconcierto.

    La guerrera inclina la cabeza con respeto inmediato y absoluto.

    —Pido perdón. No sabía…
    —¿Quién eres? —pregunto.

    Ella da un paso adelante y se arrodilla, puño al suelo.

    —Soy Onix, general del Caos. Mano derecha de Jennifer Queen Ishtar… y ahora—
    Levanta la vista, seria, solemne.
    —al servicio de su hija: Lili.

    Selin se esconde detrás de mí.
    Onix me mira, esperando órdenes.
    Y yo… yo no sé si el futuro tiembla, o si es el pasado el que empieza a cambiar bajo mis pies.







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    Cuando el blanco absoluto se disipa…
    No hay luna.
    No hay sol.
    No hay Veythra.

    Solo un olor agrio, espeso, pegado en el aire.

    Estoy frente a una taberna cochambrosa, una choza de madera hundida sobre sí misma, rodeada de barro, vómito y voces ebrias. Una farola de fuego tambalea, iluminando la escena con una luz enfermiza.

    Y entonces lo veo.

    Un hombre enorme, grasiento, con ropa mugrienta y manos ásperas—el dueño—patea sin remordimiento a su pequeña empleada:
    una niña goblina, huesuda, con mejillas salpicadas de barro y ojos grandes que no se atreven a llorar.
    Los borrachos se ríen, le tiran jarras de cerveza encima como si fuera un espectáculo.

    Un instante.
    Un latido.
    Una repulsión que me revuelve la sangre.

    No hago nada.
    Aún no.
    Solo… me giro. Me alejo.
    No sé dónde estoy. No sé quién soy aquí.

    Pero entonces, al salir por la verja desvencijada, la niña vuelve caminando hacia unas cuadras. Va a dormir en un establo.

    Me acerco con cuidado.

    —¿Dónde estamos? —pregunto.

    La goblina se encoge, temblando. Ni siquiera me mira al principio. Solo aprieta los hombros.

    —Me llamo… Selin —dice con voz rota.

    El nombre me corta la respiración.
    Selin.
    Como mi abuela.
    Como la Elunai.
    Como el origen de todo.

    Y recuerdo que Oz puede adoptar forma de goblin.
    Y Akane también.

    ¿Será…? ¿Puede ser…?

    La abrazo instintivamente. No puedo evitarlo.
    La niña tiembla como un animalillo acorralado.

    Y entonces una voz irrumpe como un trueno:

    —¡SELIN! ¡MUÉVETE, RATA!

    El propietario aparece con un cinturón enrollado en la mano.
    Sus ojos me recorren como si yo fuera otra de sus pertenencias.

    Mi visión se distorsiona.
    Mi corazón se enciende.
    Un estremecimiento me sube por la columna… y algo en mí se rompe, sin retorno.

    Camino hacia él.
    No oigo mi respiración.
    No oigo al mundo.

    Solo siento una certeza fría.

    El cuchillo aparece en mi mano como si siempre hubiese estado ahí.
    El resto es un borrón oscuro, instintivo, inevitable.
    Una ejecución.
    Una sentencia.

    Acabo con él sin dejar que pronuncie un segundo insulto.

    Y tomo la pequeña mano de Selin.

    —Vámonos —le digo.
    No pregunto. No dudo.
    Solo la saco de ese mundo de mierda.

    La llevo hasta el bosque más cercano, donde la niebla es espesa y las hojas crujen bajo nuestros pasos. Allí, por fin, ella empieza a respirar sin miedo.

    Pero antes de que pueda decir nada, un viento gélido rasga el silencio.

    Una guerrera aparece frente a nosotras.
    Armadura negra. Ojos rojizos.
    Aura del Caos tan densa que distorsiona el aire.

    Sus armas se levantan hacia mí.

    —Apártate de la niña —ordena con un tono que solo usa alguien que ha matado mil veces—. Si le haces daño, te arranco el alma.

    Mi sangre se hiela.

    Ella… es Jennifer.
    Mi madre.
    Pero joven. Feroz. Impiadosa.
    La Jennifer de las leyendas del Caos.

    Levanto una mano lentamente y dejo que mi aura se libere.
    La luna, el Caos, Elunai.
    Todo lo que soy.

    Ella se detiene.
    Sus ojos se abren con una mezcla de reconocimiento y desconcierto.

    La guerrera inclina la cabeza con respeto inmediato y absoluto.

    —Pido perdón. No sabía…
    —¿Quién eres? —pregunto.

    Ella da un paso adelante y se arrodilla, puño al suelo.

    —Soy Onix, general del Caos. Mano derecha de Jennifer Queen Ishtar… y ahora—
    Levanta la vista, seria, solemne.
    —al servicio de su hija: Lili.

    Selin se esconde detrás de mí.
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    No hay sol.
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    Estoy frente a una taberna cochambrosa, una choza de madera hundida sobre sí misma, rodeada de barro, vómito y voces ebrias. Una farola de fuego tambalea, iluminando la escena con una luz enfermiza.

    Y entonces lo veo.

    Un hombre enorme, grasiento, con ropa mugrienta y manos ásperas—el dueño—patea sin remordimiento a su pequeña empleada:
    una niña goblina, huesuda, con mejillas salpicadas de barro y ojos grandes que no se atreven a llorar.
    Los borrachos se ríen, le tiran jarras de cerveza encima como si fuera un espectáculo.

    Un instante.
    Un latido.
    Una repulsión que me revuelve la sangre.

    No hago nada.
    Aún no.
    Solo… me giro. Me alejo.
    No sé dónde estoy. No sé quién soy aquí.

    Pero entonces, al salir por la verja desvencijada, la niña vuelve caminando hacia unas cuadras. Va a dormir en un establo.

    Me acerco con cuidado.

    —¿Dónde estamos? —pregunto.

    La goblina se encoge, temblando. Ni siquiera me mira al principio. Solo aprieta los hombros.

    —Me llamo… Selin —dice con voz rota.

    El nombre me corta la respiración.
    Selin.
    Como mi abuela.
    Como la Elunai.
    Como el origen de todo.

    Y recuerdo que Oz puede adoptar forma de goblin.
    Y Akane también.

    ¿Será…? ¿Puede ser…?

    La abrazo instintivamente. No puedo evitarlo.
    La niña tiembla como un animalillo acorralado.

    Y entonces una voz irrumpe como un trueno:

    —¡SELIN! ¡MUÉVETE, RATA!

    El propietario aparece con un cinturón enrollado en la mano.
    Sus ojos me recorren como si yo fuera otra de sus pertenencias.

    Mi visión se distorsiona.
    Mi corazón se enciende.
    Un estremecimiento me sube por la columna… y algo en mí se rompe, sin retorno.

    Camino hacia él.
    No oigo mi respiración.
    No oigo al mundo.

    Solo siento una certeza fría.

    El cuchillo aparece en mi mano como si siempre hubiese estado ahí.
    El resto es un borrón oscuro, instintivo, inevitable.
    Una ejecución.
    Una sentencia.

    Acabo con él sin dejar que pronuncie un segundo insulto.

    Y tomo la pequeña mano de Selin.

    —Vámonos —le digo.
    No pregunto. No dudo.
    Solo la saco de ese mundo de mierda.

    La llevo hasta el bosque más cercano, donde la niebla es espesa y las hojas crujen bajo nuestros pasos. Allí, por fin, ella empieza a respirar sin miedo.

    Pero antes de que pueda decir nada, un viento gélido rasga el silencio.

    Una guerrera aparece frente a nosotras.
    Armadura negra. Ojos rojizos.
    Aura del Caos tan densa que distorsiona el aire.

    Sus armas se levantan hacia mí.

    —Apártate de la niña —ordena con un tono que solo usa alguien que ha matado mil veces—. Si le haces daño, te arranco el alma.

    Mi sangre se hiela.

    Ella… es Jennifer.
    Mi madre.
    Pero joven. Feroz. Impiadosa.
    La Jennifer de las leyendas del Caos.

    Levanto una mano lentamente y dejo que mi aura se libere.
    La luna, el Caos, Elunai.
    Todo lo que soy.

    Ella se detiene.
    Sus ojos se abren con una mezcla de reconocimiento y desconcierto.

    La guerrera inclina la cabeza con respeto inmediato y absoluto.

    —Pido perdón. No sabía…
    —¿Quién eres? —pregunto.

    Ella da un paso adelante y se arrodilla, puño al suelo.

    —Soy Onix, general del Caos. Mano derecha de Jennifer Queen Ishtar… y ahora—
    Levanta la vista, seria, solemne.
    —al servicio de su hija: Lili.

    Selin se esconde detrás de mí.
    Onix me mira, esperando órdenes.
    Y yo… yo no sé si el futuro tiembla, o si es el pasado el que empieza a cambiar bajo mis pies.







    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 Cuando el blanco absoluto se disipa… No hay luna. No hay sol. No hay Veythra. Solo un olor agrio, espeso, pegado en el aire. Estoy frente a una taberna cochambrosa, una choza de madera hundida sobre sí misma, rodeada de barro, vómito y voces ebrias. Una farola de fuego tambalea, iluminando la escena con una luz enfermiza. Y entonces lo veo. Un hombre enorme, grasiento, con ropa mugrienta y manos ásperas—el dueño—patea sin remordimiento a su pequeña empleada: una niña goblina, huesuda, con mejillas salpicadas de barro y ojos grandes que no se atreven a llorar. Los borrachos se ríen, le tiran jarras de cerveza encima como si fuera un espectáculo. Un instante. Un latido. Una repulsión que me revuelve la sangre. No hago nada. Aún no. Solo… me giro. Me alejo. No sé dónde estoy. No sé quién soy aquí. Pero entonces, al salir por la verja desvencijada, la niña vuelve caminando hacia unas cuadras. Va a dormir en un establo. Me acerco con cuidado. —¿Dónde estamos? —pregunto. La goblina se encoge, temblando. Ni siquiera me mira al principio. Solo aprieta los hombros. —Me llamo… Selin —dice con voz rota. El nombre me corta la respiración. Selin. Como mi abuela. Como la Elunai. Como el origen de todo. Y recuerdo que Oz puede adoptar forma de goblin. Y Akane también. ¿Será…? ¿Puede ser…? La abrazo instintivamente. No puedo evitarlo. La niña tiembla como un animalillo acorralado. Y entonces una voz irrumpe como un trueno: —¡SELIN! ¡MUÉVETE, RATA! El propietario aparece con un cinturón enrollado en la mano. Sus ojos me recorren como si yo fuera otra de sus pertenencias. Mi visión se distorsiona. Mi corazón se enciende. Un estremecimiento me sube por la columna… y algo en mí se rompe, sin retorno. Camino hacia él. No oigo mi respiración. No oigo al mundo. Solo siento una certeza fría. El cuchillo aparece en mi mano como si siempre hubiese estado ahí. El resto es un borrón oscuro, instintivo, inevitable. Una ejecución. Una sentencia. Acabo con él sin dejar que pronuncie un segundo insulto. Y tomo la pequeña mano de Selin. —Vámonos —le digo. No pregunto. No dudo. Solo la saco de ese mundo de mierda. La llevo hasta el bosque más cercano, donde la niebla es espesa y las hojas crujen bajo nuestros pasos. Allí, por fin, ella empieza a respirar sin miedo. Pero antes de que pueda decir nada, un viento gélido rasga el silencio. Una guerrera aparece frente a nosotras. Armadura negra. Ojos rojizos. Aura del Caos tan densa que distorsiona el aire. Sus armas se levantan hacia mí. —Apártate de la niña —ordena con un tono que solo usa alguien que ha matado mil veces—. Si le haces daño, te arranco el alma. Mi sangre se hiela. Ella… es Jennifer. Mi madre. Pero joven. Feroz. Impiadosa. La Jennifer de las leyendas del Caos. Levanto una mano lentamente y dejo que mi aura se libere. La luna, el Caos, Elunai. Todo lo que soy. Ella se detiene. Sus ojos se abren con una mezcla de reconocimiento y desconcierto. La guerrera inclina la cabeza con respeto inmediato y absoluto. —Pido perdón. No sabía… —¿Quién eres? —pregunto. Ella da un paso adelante y se arrodilla, puño al suelo. —Soy Onix, general del Caos. Mano derecha de Jennifer Queen Ishtar… y ahora— Levanta la vista, seria, solemne. —al servicio de su hija: Lili. Selin se esconde detrás de mí. Onix me mira, esperando órdenes. Y yo… yo no sé si el futuro tiembla, o si es el pasado el que empieza a cambiar bajo mis pies.
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  • -Dos días. Dos días en los que ni su sombra se vió por el hotel y aún así, el mismo se sintió más pesado. Más lúgubre, más amenazador...Un silencio tan inquietante que cualquiera podría entrar en la paranoia de sentirse observado todo el tiempo.
    Dos días en los que la radio no sonó y su habitual programación se apagó.

    Sin embargo, al igual como hacía dos días el sonido de las cadenas romperse resonaron de repente, ahora volvieron a juntarse.
    Alastor reapareció en un rincón de la sala del hotel, manteniéndose oculto entre las sombras antes de desaparecer.

    Un pequeño gatito había vuelto a casa, demasiado alegre. Demasiado despreocupado...-

    Husker, te ves más relajado de lo habitual. ¿Acaso es esa una sonrisa sobre tu rostro?

    -Su voz sonaba tranquila. Amigable. Pero sabía bien que su mascota no se trataría el cuento de su aparente amabilidad. El gato lo conocía demasiado bien como para saber, a veces, qué era lo que ocultaba su sonrisa.
    El sonido de las cadenas resonó en la habitación incluso antes de que aparecieran entre sus manos. Verdes. Brillantes. Una prueba latente de la carencia de libertad.-

    Tú y yo, mi pequeño minino, tenemos mucho que hablar

    -Las sombras los envolvieron antes de consumirlos. Como una mera ilusión desvaneciéndose, desaparecieron del lugar.
    Había recuperado lo perdido sin autorización. Pero admitía su culpa al haberse confiado y haberle dado demasiada libertad. Pero era un error que pensaba remediar.

    Él era el pecador más poderoso del infierno. Y ya había tolerado muchas faltas de respeto-
    -Dos días. Dos días en los que ni su sombra se vió por el hotel y aún así, el mismo se sintió más pesado. Más lúgubre, más amenazador...Un silencio tan inquietante que cualquiera podría entrar en la paranoia de sentirse observado todo el tiempo. Dos días en los que la radio no sonó y su habitual programación se apagó. Sin embargo, al igual como hacía dos días el sonido de las cadenas romperse resonaron de repente, ahora volvieron a juntarse. Alastor reapareció en un rincón de la sala del hotel, manteniéndose oculto entre las sombras antes de desaparecer. Un pequeño gatito había vuelto a casa, demasiado alegre. Demasiado despreocupado...- Husker, te ves más relajado de lo habitual. ¿Acaso es esa una sonrisa sobre tu rostro? -Su voz sonaba tranquila. Amigable. Pero sabía bien que su mascota no se trataría el cuento de su aparente amabilidad. El gato lo conocía demasiado bien como para saber, a veces, qué era lo que ocultaba su sonrisa. El sonido de las cadenas resonó en la habitación incluso antes de que aparecieran entre sus manos. Verdes. Brillantes. Una prueba latente de la carencia de libertad.- Tú y yo, mi pequeño minino, tenemos mucho que hablar -Las sombras los envolvieron antes de consumirlos. Como una mera ilusión desvaneciéndose, desaparecieron del lugar. Había recuperado lo perdido sin autorización. Pero admitía su culpa al haberse confiado y haberle dado demasiada libertad. Pero era un error que pensaba remediar. Él era el pecador más poderoso del infierno. Y ya había tolerado muchas faltas de respeto-
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  • «Wenkamuy».

    Cuando un animal le quita la vida a una persona, los Ainu creen que se transforma en algo distinto, algo monstruoso. Tras perder su miedo y respeto por la humanidad, su espíritu muta al de un dios iracundo y violento, uno que busca castigarnos por nuestra altanería, recordarnos nuestro sitio.

    Recordarnos que la naturaleza es implacable, cruel, despiadada. Que los seres humanos no están por encima, sino que son parte de ella, algo que suelen olvidar con mucha frecuencia.
    «Wenkamuy». Cuando un animal le quita la vida a una persona, los Ainu creen que se transforma en algo distinto, algo monstruoso. Tras perder su miedo y respeto por la humanidad, su espíritu muta al de un dios iracundo y violento, uno que busca castigarnos por nuestra altanería, recordarnos nuestro sitio. Recordarnos que la naturaleza es implacable, cruel, despiadada. Que los seres humanos no están por encima, sino que son parte de ella, algo que suelen olvidar con mucha frecuencia.
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  • n..no mi lady... como le explico que no soy un orco...de desos... y que a mi me gustan solo pulir las espadas y tratar a los guerreros...

    ...s..si correctamente... no siento nada por las curvas y la feminidad...con todo respeto. no quiero herirla...
    n..no mi lady... como le explico que no soy un orco...de desos... y que a mi me gustan solo pulir las espadas y tratar a los guerreros... ...s..si correctamente... no siento nada por las curvas y la feminidad...con todo respeto. no quiero herirla...
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    ;; dada la falta de respeto de ciertos usuarios que deciden ignorar deliberadamente las normas de usuario de mi perfil: Empezaré a bloquear a los personajes que se saltan esas normas. Han sido tres años muy largos y ya no puedo con tonterías.
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  • «¡Buenas Noches!, somos la familia Wurz, nuestro pequeño cumple años hoy y necesitamos a alguien que le prepare una fiesta sorpresa, la direccion es calle main 324, ¡Y no te olvides de llevar un gorrito de cumpleaños!»

    —Lo que faltaba..

    —Biker tomo su casco y sus cuchillos, se subio a su moto y se dirigio al lugar acordado—


    —Una vez alli, parecia ser una fiesta escandalosa en un almacen viejo, al entrar vio como alguien ya habia llegado antes que el, el lugar estaba lleno de casquillos de balas, cadaveres de miembros de la mafia rusa y un sin fin de agujeros de bala en las paredes, al fondo de todo habia un hombre un poco gordo con mascara de serpiente—

    —???: ¿¡Y TU QUIEN CARAJOS ERES?!

    —¡ESTE ES MI ENCARGO PANZ0N!

    —???: ¡Nah'ah, yo recibi una llamada diciendo que tenia que venir aqui y cumplir con esta estupidez!

    —Biker ya furioso se acerco a paso acelerado y tomo al hombre de la camisa mientras lo sacudia—

    —¡Eres un gordo mentiroso, deberia destriparte a ti aqui y ahora!


    —El otro hombre puso un arma en la entrepierna de biker, el cual al ver el arma lo solo y se alejo—


    —Eres hombre muerto...la proxima vez que te vea en mis trabajos te abrire y te sacare los intestinos como a un pescado

    ???: ¡Te estoy dejando ir con tu "amigo" entero, muestra algo de respeto
    —📞 «¡Buenas Noches!, somos la familia Wurz, nuestro pequeño cumple años hoy y necesitamos a alguien que le prepare una fiesta sorpresa, la direccion es calle main 324, ¡Y no te olvides de llevar un gorrito de cumpleaños!» —Lo que faltaba.. —Biker tomo su casco y sus cuchillos, se subio a su moto y se dirigio al lugar acordado— —Una vez alli, parecia ser una fiesta escandalosa en un almacen viejo, al entrar vio como alguien ya habia llegado antes que el, el lugar estaba lleno de casquillos de balas, cadaveres de miembros de la mafia rusa y un sin fin de agujeros de bala en las paredes, al fondo de todo habia un hombre un poco gordo con mascara de serpiente— —???: ¿¡Y TU QUIEN CARAJOS ERES?! —¡ESTE ES MI ENCARGO PANZ0N! —???: ¡Nah'ah, yo recibi una llamada diciendo que tenia que venir aqui y cumplir con esta estupidez! —Biker ya furioso se acerco a paso acelerado y tomo al hombre de la camisa mientras lo sacudia— —¡Eres un gordo mentiroso, deberia destriparte a ti aqui y ahora! —El otro hombre puso un arma en la entrepierna de biker, el cual al ver el arma lo solo y se alejo— —Eres hombre muerto...la proxima vez que te vea en mis trabajos te abrire y te sacare los intestinos como a un pescado ???: ¡Te estoy dejando ir con tu "amigo" entero, muestra algo de respeto
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  • ˖ ݁𖥔. ݁ . 𝑬𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒓𝒊𝒐 𝒅𝒆 𝑺𝒄𝒂𝒓𝒍𝒆𝒕𝒕 . ݁.𖥔 ݁ ˖

    𝑪𝒂𝒑í𝒕𝒖𝒍𝒐 𝑰𝑰𝑰: 𝑳𝒐𝒔 𝑪𝒖𝒂𝒕𝒓𝒐 𝑨𝒏𝒊𝒍𝒍𝒐𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝑨𝒅𝒊ó𝒔

    Querido diario…

    Dicen que todo fugitivo deja un rastro.
    
Yo dejé cuatro….
    
Y algo más… un reflejo roto que ya no quería cargar.

    La noche en que escapé de la Mansión Moretti, el silencio se estiraba entre las paredes como un animal dormido que podía despertar en cualquier momento.

    Mis pasos eran tímidos, pero mi decisión ardía como un incendio.

    En el vestíbulo principal, antes de cruzar la puerta que solo se abría en nacimientos, bodas o muertes, dejé sobre la mesa de mármol un pequeño cofre de madera oscura.

    
Mi renuncia.
    
Mi acto final como hija de esa casa.

    Dentro acomodé los cuatro anillos que representaban los destinos que nunca pedimos.

    El anillo de Luca:
Oro pálido con el escudo Moretti.
    El peso del deber que él jamás cuestionó… aunque sus ojos lo hicieran.

    El anillo de Adriano:
    
Sencillo, con un rubí oculto en el interior.
La rebeldía que él escondía mejor que sus temores.

    El anillo de Giulia:
    
Perlas blancas, frías como el papel en el que se firmarán sus votos
    Una pureza forzada… no elegida.

    Y mi anillo.
    
El compromiso con Nikolai Romanov.


    La corona que debía cargar sin haberla pedido.

    Los dejé juntos, como si así pudiera entregarles la vida que rechazaba.

    Pero había algo más que debía abandonar.
    A un lado del cofre dejé mi espejo de mano, aquel que mi madre me entregó cuando cumplí trece años.
    
Un espejo de oro, tallado con filigranas delicadas y pequeñas rosas grabadas en su borde.

    Ella solía decirme:

    "Una Moretti siempre debe recordar quién es."

    Esa noche lo dejé abierto, con la superficie rota en tres fragmentos, cada uno reflejando una parte distinta de mí.
    
Sobre ellos puse rosas rosadas, frescas, recién cortadas del invernadero.

    El contraste entre el oro brillando bajo la luz tenue, las grietas del cristal y el color suave de los pétalos decía todo lo que yo no quería escribirles en una carta:

    La mujer que ustedes intentaron forjar en oro ya no existe.
La rompí yo misma.

    Huir fue dolor.
Frío.
Silencio.
    
La libertad no huele a victoria… huele a miedo y a madrugada

    Viajé con lo mínimo, ocultando mi apellido como si fuera un pecado.

    Cada ciudad me recibió con indiferencia, cada tren con incertidumbre.

    Hasta llegar a Londres.
    La lluvia era un látigo.
    El viento, un verdugo.
    
Mis manos se entumecieron, mis piernas fallaron y mi respiración se volvió un susurro agonizante.

    Me desplomé en un callejón húmedo, abrazando mi propio cuerpo como si pudiera calentarme a mí misma.
    
Me pregunté si la libertad valía morir en un país donde nadie sabía pronunciar Scarlett…

    sin acento.

    Entonces… ella apareció.

    Una mujer alta, elegante, un abrigo negro envolviéndola como un secreto.
    
Ojos filosos.

    Labios rojos.
    
Presencia que imponía respeto sin pedirlo.

    —Niña —dijo con voz grave, segura—

    así no se muere.
    Vamos.
    Te levantarás.

    No sé si yo tomé su mano… o si la vida lo hizo por mí.

    Se llamaba Mirena Blackwood, dueña de uno de los burdeles más influyentes y discretos de Londres.
    
Una mujer que había sobrevivido al mundo… y que había aprendido a dominarlo.
    Me llevó a su refugio.

    Me alimentó.

    Me dio un baño caliente.

    Ropa limpia.
    Una cama que no juzgaba.

    Y, sobre todo, me dio algo que nadie en mi vida me había dado:
    Tiempo.
    Esa noche, mientras escuchaba la música sensual detrás de las paredes rojas del burdel y el murmullo de voces que vivían al margen del mundo elegante, entendí que la libertad no empieza cuando uno huye.

    Empieza cuando uno se permite renacer.


    — Scarlett Moretti

    ~(o tal vez, pronto… solo Scarlett (?)…

    ˖ ݁𖥔. ݁ . 𝑬𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒓𝒊𝒐 𝒅𝒆 𝑺𝒄𝒂𝒓𝒍𝒆𝒕𝒕 . ݁.𖥔 ݁ ˖ 𝑪𝒂𝒑í𝒕𝒖𝒍𝒐 𝑰𝑰𝑰: 𝑳𝒐𝒔 𝑪𝒖𝒂𝒕𝒓𝒐 𝑨𝒏𝒊𝒍𝒍𝒐𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝑨𝒅𝒊ó𝒔 Querido diario… Dicen que todo fugitivo deja un rastro. 
Yo dejé cuatro…. 
Y algo más… un reflejo roto que ya no quería cargar. La noche en que escapé de la Mansión Moretti, el silencio se estiraba entre las paredes como un animal dormido que podía despertar en cualquier momento. Mis pasos eran tímidos, pero mi decisión ardía como un incendio. En el vestíbulo principal, antes de cruzar la puerta que solo se abría en nacimientos, bodas o muertes, dejé sobre la mesa de mármol un pequeño cofre de madera oscura. … 
Mi renuncia. 
Mi acto final como hija de esa casa. … Dentro acomodé los cuatro anillos que representaban los destinos que nunca pedimos. El anillo de Luca:
Oro pálido con el escudo Moretti. El peso del deber que él jamás cuestionó… aunque sus ojos lo hicieran. El anillo de Adriano: 
Sencillo, con un rubí oculto en el interior.
La rebeldía que él escondía mejor que sus temores. El anillo de Giulia: 
Perlas blancas, frías como el papel en el que se firmarán sus votos Una pureza forzada… no elegida. Y mi anillo. 
El compromiso con Nikolai Romanov.
 La corona que debía cargar sin haberla pedido. Los dejé juntos, como si así pudiera entregarles la vida que rechazaba. Pero había algo más que debía abandonar. A un lado del cofre dejé mi espejo de mano, aquel que mi madre me entregó cuando cumplí trece años. 
Un espejo de oro, tallado con filigranas delicadas y pequeñas rosas grabadas en su borde. Ella solía decirme: "Una Moretti siempre debe recordar quién es." Esa noche lo dejé abierto, con la superficie rota en tres fragmentos, cada uno reflejando una parte distinta de mí. 
Sobre ellos puse rosas rosadas, frescas, recién cortadas del invernadero. El contraste entre el oro brillando bajo la luz tenue, las grietas del cristal y el color suave de los pétalos decía todo lo que yo no quería escribirles en una carta: La mujer que ustedes intentaron forjar en oro ya no existe.
La rompí yo misma. Huir fue dolor.
Frío.
Silencio. 
La libertad no huele a victoria… huele a miedo y a madrugada Viajé con lo mínimo, ocultando mi apellido como si fuera un pecado. Cada ciudad me recibió con indiferencia, cada tren con incertidumbre. Hasta llegar a Londres. La lluvia era un látigo. El viento, un verdugo. 
Mis manos se entumecieron, mis piernas fallaron y mi respiración se volvió un susurro agonizante. Me desplomé en un callejón húmedo, abrazando mi propio cuerpo como si pudiera calentarme a mí misma. 
Me pregunté si la libertad valía morir en un país donde nadie sabía pronunciar Scarlett… sin acento. Entonces… ella apareció. Una mujer alta, elegante, un abrigo negro envolviéndola como un secreto. 
Ojos filosos.
 Labios rojos. 
Presencia que imponía respeto sin pedirlo. —Niña —dijo con voz grave, segura— así no se muere. Vamos. Te levantarás. No sé si yo tomé su mano… o si la vida lo hizo por mí. Se llamaba Mirena Blackwood, dueña de uno de los burdeles más influyentes y discretos de Londres. 
Una mujer que había sobrevivido al mundo… y que había aprendido a dominarlo. Me llevó a su refugio.
 Me alimentó.
 Me dio un baño caliente.
 Ropa limpia. Una cama que no juzgaba. Y, sobre todo, me dio algo que nadie en mi vida me había dado: Tiempo. Esa noche, mientras escuchaba la música sensual detrás de las paredes rojas del burdel y el murmullo de voces que vivían al margen del mundo elegante, entendí que la libertad no empieza cuando uno huye. Empieza cuando uno se permite renacer. — Scarlett Moretti
 ~(o tal vez, pronto… solo Scarlett (?)…
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