• Al principio parecerá imposible, pero si unos monos sobrevivieron a su propio planeta hostil. ¿Que nos detiene a superarles?

    No nos enfermamos, no nos cansamos, el hambre y la sed no nos toca, la naturaleza, es un enemigo brutal que intenta con sus recursos, evitar a su nuevo amo, hongos, bacterias, virus, plantas etc, seremos mejores.
    Al principio parecerá imposible, pero si unos monos sobrevivieron a su propio planeta hostil. ¿Que nos detiene a superarles? No nos enfermamos, no nos cansamos, el hambre y la sed no nos toca, la naturaleza, es un enemigo brutal que intenta con sus recursos, evitar a su nuevo amo, hongos, bacterias, virus, plantas etc, seremos mejores.
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    —Tras el caos de las hamburguesas y las amenazas de lluvia de sangre, la adrenalina de la Gran Power finalmente colapsó.

    ​Se había desplomado en un enorme y anticuado sillón de terciopelo oscuro, un trono demasiado grande para ella que, irónicamente, se adaptaba a su ego. Aún vestía su uniforme, pero estaba visiblemente arrugado, y los lazos de su cabello rosado se habían deshecho parcialmente.

    ​En lugar de recostarse con dignidad, se acurrucó en una posición defensiva y completamente infantil: las rodillas pegadas al pecho, los brazos rodeando sus piernas, la cabeza enterrada en la tela oscura del sillón.
    ​Sus gloriosos cuernos sobresalían cómicamente por encima de su cabello suelto. Parecía una niña pequeña, vulnerable y agotada, totalmente desprovista de su arrogancia habitual. Si no fuera por la amenaza latente de que despertara y te acusara de robarle su manta invisible, la escena sería casi tierna. El único indicio de su naturaleza caótica era un pequeño hilo de sangre seca en la comisura de sus labios, la firma silenciosa de sus sueños.
    —Tras el caos de las hamburguesas y las amenazas de lluvia de sangre, la adrenalina de la Gran Power finalmente colapsó. ​Se había desplomado en un enorme y anticuado sillón de terciopelo oscuro, un trono demasiado grande para ella que, irónicamente, se adaptaba a su ego. Aún vestía su uniforme, pero estaba visiblemente arrugado, y los lazos de su cabello rosado se habían deshecho parcialmente. ​En lugar de recostarse con dignidad, se acurrucó en una posición defensiva y completamente infantil: las rodillas pegadas al pecho, los brazos rodeando sus piernas, la cabeza enterrada en la tela oscura del sillón. ​Sus gloriosos cuernos sobresalían cómicamente por encima de su cabello suelto. Parecía una niña pequeña, vulnerable y agotada, totalmente desprovista de su arrogancia habitual. Si no fuera por la amenaza latente de que despertara y te acusara de robarle su manta invisible, la escena sería casi tierna. El único indicio de su naturaleza caótica era un pequeño hilo de sangre seca en la comisura de sus labios, la firma silenciosa de sus sueños.
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  • «Escena cerrada»

    El juicio de los Dioses.

    Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal.

    Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo.

    Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber.

    El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis.

    Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia.

    No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo.

    Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar.

    —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él.

    A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta.

    Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo.

    Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia.

    Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca.

    Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá.

    Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa.

    Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa.

    —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento.

    A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
    «Escena cerrada» El juicio de los Dioses. Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal. Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo. Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber. El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis. Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia. No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo. Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar. —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él. A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta. Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo. Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia. Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca. Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá. Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa. Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa. —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento. A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
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  • ~Escena con Daozhang Xiao Xingchen ~

    "¿Alguien tiene un DeLorean?"

    Abrió los ojos lentamente solo para percatarse de que no reconocía dónde estaba. ¿Qué era todo eso? ¿Qué había pasado? Lo último que recordaba era meterse en su cama a dormir y entonces... ¿Qué hacía en mitad de un bosque? Y... ¿Por qué llevaba aquellas ropas? ¿Un yukata? No estaba entendiendo nada.
    Se incorporó, pues estaba tumbado sobre un lecho de flores. Se puso en pie y miró a su alrededor. No reconocí aquel lugar. ¿Cuándo llegó allí y por qué llevaba aquellas ropas que no eran suyas?

    Demasiados sinsentidos.

    Necesitaba regresar a casa, pero... ¿Por dónde debía ir?
    Caminaría sin más, dejándose llevar por su habitual buena orientación, pensó que así lograría regresar. Pero lo cierto era que no. Sus pasos le llevaron hasta lo que parecía una ¿aldea? ¿A caso se había colado en el set de rodaje de una película ambientada en la época Edo? Pero todo parecía tan realista, incluso había gente que juraría vivían allí. Pero eso no era posible, ¿no?

    Para su sorpresa y desgracia sí, era posible. La gente hablaba un dialecto japonés que le costaba un poco entender en ocasiones, a demás de que le observaban con una mezcla de admiración y temor. ¿Era debido a su apariencia? Desde luego llamaba la atención. Pasó varios días y noches tratando de descubrir qué había pasado, solo para tener que admitir la cruda realidad... Había viajado en el tiempo. ¿Cómo? No tenía ni idea, pero así era. ¿Qué iba a ser de él? ¿Cómo iba a sobrevivir allí? Es más, la caza de lobos parecía a la orden del día, se sentía como un mal chiste.

    El tiempo siguió pasando, sobreviviendo de cazar algún animal en el bosque, de esconderse en cuevas, conseguir dinero que robaba a borrachos para así poder comprar algunas cosas o costearse unas copas en lugares de mala muerte. Alguna vez trataron de capturarlo para venderlo en el barrio rojo, otras le intentaban caza acusándolo de ser un yokai, etc. La vida no era para nada sencilla.
    De alguna u otra forma, necesitó huir de allí desesperadamente pues, por lo visto, algunos aldeanos se enteraron de su verdadera naturaleza y los problemas no hicieron más que aumentar. Sin comerlo ni beberlo acabó en un barco que zarpaba a vete a saber dónde. ¿Es que no podía vivir tranquilo?

    Se mantuvo escondido en las bodegas como pudo, un polizón, cosa que no fue tarea fácil.

    Finalmente llegaron a tierra, el destino de la mercancía entre otros asuntos turbios que parecían tener entre manos los tripulantes.
    ¿Dónde estaba ene se momento? Ya no tenía ni idea y llegados ese punto, tampoco creyó que importase demasiado. Logró salir del navío sin ser descubierto y cuando al fin pudo vagar por las calles no tardó mucho en reconocer un poco del dialecto, así como arquitectura.
    China.

    Genial, ¿qué se supone que iba a hacer él por su cuenta en China? Y más aún en aquella época. Listo, estaba jodido. Muy jodido. Solo le quedaba asumirlo.
    Buscó lugares que tuvieran frondosos bosques cercanos, lugares donde pudiera usar su apariencia de lobo con tranquilidad, así como, de vez en cuando y si era necesario, cazar algún pequeño animal para alimentarse. Nunca mataba más de la cuenta, no le traía placer alguno la caza en sí, pero no tenía más opciones para conseguir alimento sustancioso dada la situación.
    En ocasiones bajaba a los pueblos, intentando memorizar cada lugar, moverse ágil por las calles, quizá conseguir un poco de dinero y con este, alcohol para embriagarse. Con el paso del tiempo también lograba aprender un poco más del idioma, aunque lo hablaba peor que un niño pequeño pero se hacía entender.

    A pesar de seguir atrapado en lo que creía una broma de mal gusto o una maldición sin sentido, las cosas no iban del todo mal. Estaba preocupado por su madre, sí, así como muchos otros asuntos sin resolver... Pero sobrevivía bastante bien.

    Al menos hasta que un suceso extraño azotó los pueblos y los bosques. Algo que, sin duda y dada su mala suerte habitual, le salpicaría...
    ~Escena con [Daozhang_XiaoXingchen] ~ "¿Alguien tiene un DeLorean?" Abrió los ojos lentamente solo para percatarse de que no reconocía dónde estaba. ¿Qué era todo eso? ¿Qué había pasado? Lo último que recordaba era meterse en su cama a dormir y entonces... ¿Qué hacía en mitad de un bosque? Y... ¿Por qué llevaba aquellas ropas? ¿Un yukata? No estaba entendiendo nada. Se incorporó, pues estaba tumbado sobre un lecho de flores. Se puso en pie y miró a su alrededor. No reconocí aquel lugar. ¿Cuándo llegó allí y por qué llevaba aquellas ropas que no eran suyas? Demasiados sinsentidos. Necesitaba regresar a casa, pero... ¿Por dónde debía ir? Caminaría sin más, dejándose llevar por su habitual buena orientación, pensó que así lograría regresar. Pero lo cierto era que no. Sus pasos le llevaron hasta lo que parecía una ¿aldea? ¿A caso se había colado en el set de rodaje de una película ambientada en la época Edo? Pero todo parecía tan realista, incluso había gente que juraría vivían allí. Pero eso no era posible, ¿no? Para su sorpresa y desgracia sí, era posible. La gente hablaba un dialecto japonés que le costaba un poco entender en ocasiones, a demás de que le observaban con una mezcla de admiración y temor. ¿Era debido a su apariencia? Desde luego llamaba la atención. Pasó varios días y noches tratando de descubrir qué había pasado, solo para tener que admitir la cruda realidad... Había viajado en el tiempo. ¿Cómo? No tenía ni idea, pero así era. ¿Qué iba a ser de él? ¿Cómo iba a sobrevivir allí? Es más, la caza de lobos parecía a la orden del día, se sentía como un mal chiste. El tiempo siguió pasando, sobreviviendo de cazar algún animal en el bosque, de esconderse en cuevas, conseguir dinero que robaba a borrachos para así poder comprar algunas cosas o costearse unas copas en lugares de mala muerte. Alguna vez trataron de capturarlo para venderlo en el barrio rojo, otras le intentaban caza acusándolo de ser un yokai, etc. La vida no era para nada sencilla. De alguna u otra forma, necesitó huir de allí desesperadamente pues, por lo visto, algunos aldeanos se enteraron de su verdadera naturaleza y los problemas no hicieron más que aumentar. Sin comerlo ni beberlo acabó en un barco que zarpaba a vete a saber dónde. ¿Es que no podía vivir tranquilo? Se mantuvo escondido en las bodegas como pudo, un polizón, cosa que no fue tarea fácil. Finalmente llegaron a tierra, el destino de la mercancía entre otros asuntos turbios que parecían tener entre manos los tripulantes. ¿Dónde estaba ene se momento? Ya no tenía ni idea y llegados ese punto, tampoco creyó que importase demasiado. Logró salir del navío sin ser descubierto y cuando al fin pudo vagar por las calles no tardó mucho en reconocer un poco del dialecto, así como arquitectura. China. Genial, ¿qué se supone que iba a hacer él por su cuenta en China? Y más aún en aquella época. Listo, estaba jodido. Muy jodido. Solo le quedaba asumirlo. Buscó lugares que tuvieran frondosos bosques cercanos, lugares donde pudiera usar su apariencia de lobo con tranquilidad, así como, de vez en cuando y si era necesario, cazar algún pequeño animal para alimentarse. Nunca mataba más de la cuenta, no le traía placer alguno la caza en sí, pero no tenía más opciones para conseguir alimento sustancioso dada la situación. En ocasiones bajaba a los pueblos, intentando memorizar cada lugar, moverse ágil por las calles, quizá conseguir un poco de dinero y con este, alcohol para embriagarse. Con el paso del tiempo también lograba aprender un poco más del idioma, aunque lo hablaba peor que un niño pequeño pero se hacía entender. A pesar de seguir atrapado en lo que creía una broma de mal gusto o una maldición sin sentido, las cosas no iban del todo mal. Estaba preocupado por su madre, sí, así como muchos otros asuntos sin resolver... Pero sobrevivía bastante bien. Al menos hasta que un suceso extraño azotó los pueblos y los bosques. Algo que, sin duda y dada su mala suerte habitual, le salpicaría...
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  • Se ofrece para trabajo de mayordomo.

    Ofrece: Buen cocinero, hábil masajista, maneja bien las cuentas, limpia y arregla la casa, buen protector que mantiene el hogar seguro.

    A tener en cuenta: Necesita estar en un lugar espacioso, a ser posible con un patio grande. Su naturaleza licantrópica a veces aflora, se pide manejar con cuidado en esas ocasiones.
    Se ofrece para trabajo de mayordomo. Ofrece: Buen cocinero, hábil masajista, maneja bien las cuentas, limpia y arregla la casa, buen protector que mantiene el hogar seguro. A tener en cuenta: Necesita estar en un lugar espacioso, a ser posible con un patio grande. Su naturaleza licantrópica a veces aflora, se pide manejar con cuidado en esas ocasiones.
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  • Escena con [masasita_masaru]

    Kazuo no solo era mensajero, también era guía.

    Nunca fue conducido por una mano amiga en sus primeros pasos. Al nacer, fue bendecido… una bendición que, a veces, se sentía como una maldición.

    En sus primeros cien años de vida aprendió solo, sin nadie que le explicase qué era y por qué estaba adquiriendo ese tipo de conciencia, una que un zorro salvaje jamás desarrollaría. Su camino no fue fácil, al contrario; la tragedia, la venganza y la muerte fueron sus mentores en sus primeros siglos de vida.

    No quería que ningún ser celestial pasara por lo mismo que él sufrió. En ocasiones, cuando la luna llena estaba en su punto más alto «la hora en que los espíritus se adueñaban de la oscuridad del bosque», Kazuo entonaba un llamado para que aquellos iguales a él sintieran que no estaban solos en este mundo cruel; que su diferencia no era un error, sino una bendición. Quería que, en sus primeros años, no se desarrollaran bajo la crueldad que el mundo les tenía reservado.

    Algunos no trascenderían; vivirían más de lo normal sin llegar a ser conscientes del poder que albergaban. Pero para aquellos cuya cola se partiera en dos, Kazuo deseaba estar allí. Darles ese amor que a él nadie le dió, en una etapa totalmente crucial.

    Caminaba por el bosque entonando una melodía que solo aquellos que podían caminar entre dos mundos eran capaces de escuchar. A su paso, la tierra, que había cedido al frío invierno, volvía a llenarse de vida, como si la energía y la luz que emanaban los zorros hicieran que la naturaleza se abriera camino. Era un espectáculo visual, una experiencia casi religiosa y trascendental. Quien fuera testigo de aquel milagro podría considerarse afortunado, pues era algo sagrado, reservado solo para los ojos que miraban el mundo con inocencia, más allá de lo físico.

    De pronto se escuchó el crujir de las ramas del suelo, cediendo a un peso ajeno y desconocido. No pertenecía a ninguno de los presentes en aquella marcha celestial. Cuando los kitsunes caminaban, lo hacían con el silencio de un depredador nocturno, sin que la hojarasca protestase bajo sus patas. Aquel sonido hizo que todos los zorros, del color de la luna, corrieran espantados hacia el amparo del manto nocturno. Kazuo fue el único que permaneció allí, con sus nueve colas en un vaivén suave, casi ensayado, manteniendo una calma imperturbable.

    Bajó su flauta lentamente, pero con la decisión de quien no teme lo desconocido, mientras sus ojos color zafiro se dirigían hacia el origen del sonido que había perturbado su labor. Aquellas cuencas no eran ojos que perteneciesen del todo a este mundo: la luz interior que poseían se hacía visible en la oscuridad, como si dos luciérnagas azules volaran al mismo compás.

    —Has asustado a mis hermanos… ¿Podrías mostrarte para poder ponerte rostro? —musitó con serenidad. No había hostilidad alguna en su voz, tan solo esa calma intrínseca de su ser.
    Escena con [masasita_masaru] Kazuo no solo era mensajero, también era guía. Nunca fue conducido por una mano amiga en sus primeros pasos. Al nacer, fue bendecido… una bendición que, a veces, se sentía como una maldición. En sus primeros cien años de vida aprendió solo, sin nadie que le explicase qué era y por qué estaba adquiriendo ese tipo de conciencia, una que un zorro salvaje jamás desarrollaría. Su camino no fue fácil, al contrario; la tragedia, la venganza y la muerte fueron sus mentores en sus primeros siglos de vida. No quería que ningún ser celestial pasara por lo mismo que él sufrió. En ocasiones, cuando la luna llena estaba en su punto más alto «la hora en que los espíritus se adueñaban de la oscuridad del bosque», Kazuo entonaba un llamado para que aquellos iguales a él sintieran que no estaban solos en este mundo cruel; que su diferencia no era un error, sino una bendición. Quería que, en sus primeros años, no se desarrollaran bajo la crueldad que el mundo les tenía reservado. Algunos no trascenderían; vivirían más de lo normal sin llegar a ser conscientes del poder que albergaban. Pero para aquellos cuya cola se partiera en dos, Kazuo deseaba estar allí. Darles ese amor que a él nadie le dió, en una etapa totalmente crucial. Caminaba por el bosque entonando una melodía que solo aquellos que podían caminar entre dos mundos eran capaces de escuchar. A su paso, la tierra, que había cedido al frío invierno, volvía a llenarse de vida, como si la energía y la luz que emanaban los zorros hicieran que la naturaleza se abriera camino. Era un espectáculo visual, una experiencia casi religiosa y trascendental. Quien fuera testigo de aquel milagro podría considerarse afortunado, pues era algo sagrado, reservado solo para los ojos que miraban el mundo con inocencia, más allá de lo físico. De pronto se escuchó el crujir de las ramas del suelo, cediendo a un peso ajeno y desconocido. No pertenecía a ninguno de los presentes en aquella marcha celestial. Cuando los kitsunes caminaban, lo hacían con el silencio de un depredador nocturno, sin que la hojarasca protestase bajo sus patas. Aquel sonido hizo que todos los zorros, del color de la luna, corrieran espantados hacia el amparo del manto nocturno. Kazuo fue el único que permaneció allí, con sus nueve colas en un vaivén suave, casi ensayado, manteniendo una calma imperturbable. Bajó su flauta lentamente, pero con la decisión de quien no teme lo desconocido, mientras sus ojos color zafiro se dirigían hacia el origen del sonido que había perturbado su labor. Aquellas cuencas no eran ojos que perteneciesen del todo a este mundo: la luz interior que poseían se hacía visible en la oscuridad, como si dos luciérnagas azules volaran al mismo compás. —Has asustado a mis hermanos… ¿Podrías mostrarte para poder ponerte rostro? —musitó con serenidad. No había hostilidad alguna en su voz, tan solo esa calma intrínseca de su ser.
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  • ¿Un uno? Mmmm... Si creo que ese resultado significa que ahora me debes un alma. Eso es realmente malo para ti, ¿Verdad? Lo siento... Pero solo un poquito. No, no, solo estoy sonriendo porque es mi naturaleza no te sientas mal

    ¿Cuando piensas pagar tu deuda? No es que tenga prisa... Pero el caos no espera
    ¿Un uno? Mmmm... Si creo que ese resultado significa que ahora me debes un alma. Eso es realmente malo para ti, ¿Verdad? Lo siento... Pero solo un poquito. No, no, solo estoy sonriendo porque es mi naturaleza no te sientas mal ¿Cuando piensas pagar tu deuda? No es que tenga prisa... Pero el caos no espera
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    —𝕿𝖍𝖊 𝕶𝖎𝖓𝖌'𝖘 𝕭𝖚𝖗𝖉𝖊𝖓.

    El aire en Camlann era pesado, no por la lluvia que pronto caería, sino por el peso de las vidas que había tomado y el peso del futuro que yo, como Rey, debía cargar.
    Me llamaron el "Rey de los Caballeros". No era un título que buscara, sino una carga que acepté. Desde el momento en que saqué a Caliburn de la piedra, dejé de ser una persona. Dejé de ser una niña, una mujer, o cualquier cosa que pudiera sentir calidez. Me convertí en un símbolo, en la espada. Y la espada no tiene emociones.
    Mi primer sentimiento fue la soledad. Al tomar la corona, el mundo de los humanos se cerró para mí. Los vi sonreír, amar, llorar por cosas pequeñas, y yo solo podía mirarlos desde la distancia, envuelta en mi armadura plateada. Debía ser fuerte, inquebrantable, por ellos. Si yo mostraba debilidad, el reino caería. Por eso, enterré mi corazón bajo promesas de hierro.
    Luego vino la esperanza. Cuando reuní a mis Caballeros de la Mesa Redonda, pensé que mi sueño era posible. Lancelot, Gawain, Bedivere... eran los pilares de Camelot, la prueba de que la nobleza existía. Por un tiempo, creí que ese momento dorado duraría para siempre. Creí que podríamos crear una utopía donde la gente no sufriera.
    Pero la esperanza dio paso al dolor. Vi a Lancelot caer, a Gawain perder la fe, y, finalmente, vi la traición de Mordred, mi propia sangre. Me esforcé tanto en ser el rey perfecto, en seguir cada norma, en no cometer ni un solo error, que fallé en lo más importante: la humanidad. Fui un rey, pero nunca fui un padre, ni una amiga, ni una esposa. Solo fui una máquina para dirigir.
    Enfrentar a Mordred en Camlann no fue una batalla; fue la ejecución de mi propio ideal. Mientras alzaba a Excalibur, no sentía ira, solo una profunda y desgarradora tristeza. La luz de mi espada era la luz que borraba mi error, el error de haber creído que podía negar mi propia naturaleza para salvar a otros.

    《("El deseo de ganar ya no estaba allí. Solo la necesidad de terminar. De pagar el precio por el sueño roto.")》


    Cuando la luz de Excalibur se desvaneció, y yo caí, herida de muerte, sentí, por primera y última vez bajo la armadura, una punzada de alivio. Alivio de que el trabajo había terminado. Alivio de poder devolver la espada, el símbolo de mi carga, al lago.

    Y al final, mientras Bedivere me veía morir, no lamenté la muerte. Lamenté mi vida. Mi último pensamiento no fue para el reino o la gloria, sino un simple y vano deseo:

    —Ojalá nunca hubiera sido Rey. Ojalá hubiera podido vivir como una persona normal, y no como una espada.—

    Morí en paz, al menos, sabiendo que, aunque mi sueño fue una tragedia, cumplí mi juramento. Y ese es el único consuelo que un rey puede llevarse.
    —𝕿𝖍𝖊 𝕶𝖎𝖓𝖌'𝖘 𝕭𝖚𝖗𝖉𝖊𝖓. El aire en Camlann era pesado, no por la lluvia que pronto caería, sino por el peso de las vidas que había tomado y el peso del futuro que yo, como Rey, debía cargar. Me llamaron el "Rey de los Caballeros". No era un título que buscara, sino una carga que acepté. Desde el momento en que saqué a Caliburn de la piedra, dejé de ser una persona. Dejé de ser una niña, una mujer, o cualquier cosa que pudiera sentir calidez. Me convertí en un símbolo, en la espada. Y la espada no tiene emociones. Mi primer sentimiento fue la soledad. Al tomar la corona, el mundo de los humanos se cerró para mí. Los vi sonreír, amar, llorar por cosas pequeñas, y yo solo podía mirarlos desde la distancia, envuelta en mi armadura plateada. Debía ser fuerte, inquebrantable, por ellos. Si yo mostraba debilidad, el reino caería. Por eso, enterré mi corazón bajo promesas de hierro. Luego vino la esperanza. Cuando reuní a mis Caballeros de la Mesa Redonda, pensé que mi sueño era posible. Lancelot, Gawain, Bedivere... eran los pilares de Camelot, la prueba de que la nobleza existía. Por un tiempo, creí que ese momento dorado duraría para siempre. Creí que podríamos crear una utopía donde la gente no sufriera. Pero la esperanza dio paso al dolor. Vi a Lancelot caer, a Gawain perder la fe, y, finalmente, vi la traición de Mordred, mi propia sangre. Me esforcé tanto en ser el rey perfecto, en seguir cada norma, en no cometer ni un solo error, que fallé en lo más importante: la humanidad. Fui un rey, pero nunca fui un padre, ni una amiga, ni una esposa. Solo fui una máquina para dirigir. Enfrentar a Mordred en Camlann no fue una batalla; fue la ejecución de mi propio ideal. Mientras alzaba a Excalibur, no sentía ira, solo una profunda y desgarradora tristeza. La luz de mi espada era la luz que borraba mi error, el error de haber creído que podía negar mi propia naturaleza para salvar a otros. 《("El deseo de ganar ya no estaba allí. Solo la necesidad de terminar. De pagar el precio por el sueño roto.")》 Cuando la luz de Excalibur se desvaneció, y yo caí, herida de muerte, sentí, por primera y última vez bajo la armadura, una punzada de alivio. Alivio de que el trabajo había terminado. Alivio de poder devolver la espada, el símbolo de mi carga, al lago. Y al final, mientras Bedivere me veía morir, no lamenté la muerte. Lamenté mi vida. Mi último pensamiento no fue para el reino o la gloria, sino un simple y vano deseo: —Ojalá nunca hubiera sido Rey. Ojalá hubiera podido vivir como una persona normal, y no como una espada.— Morí en paz, al menos, sabiendo que, aunque mi sueño fue una tragedia, cumplí mi juramento. Y ese es el único consuelo que un rey puede llevarse.
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  • «Wenkamuy».

    Cuando un animal le quita la vida a una persona, los Ainu creen que se transforma en algo distinto, algo monstruoso. Tras perder su miedo y respeto por la humanidad, su espíritu muta al de un dios iracundo y violento, uno que busca castigarnos por nuestra altanería, recordarnos nuestro sitio.

    Recordarnos que la naturaleza es implacable, cruel, despiadada. Que los seres humanos no están por encima, sino que son parte de ella, algo que suelen olvidar con mucha frecuencia.
    «Wenkamuy». Cuando un animal le quita la vida a una persona, los Ainu creen que se transforma en algo distinto, algo monstruoso. Tras perder su miedo y respeto por la humanidad, su espíritu muta al de un dios iracundo y violento, uno que busca castigarnos por nuestra altanería, recordarnos nuestro sitio. Recordarnos que la naturaleza es implacable, cruel, despiadada. Que los seres humanos no están por encima, sino que son parte de ella, algo que suelen olvidar con mucha frecuencia.
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  • —Necesito un hobby nuevo o algo entretenido para ocupar mis tardes... ¿Tejer? Hm, no, demasiado pacífico. ¿Jardinería? Ya tengo un jardín que parece un grito de auxilio de la naturaleza... —hace una pausa, pensativa— Ah, ya se, ¿y si aprendo esgrima? Podría desafiar a mi hermano a un duelo cada vez que me pida que pague mis deudas. O tal vez... ¡Ya se! ¿y si hago una piscina en el patio? ...Digo, ¿cuánto podría costar cavar un hoyo gigante y llenarlo de agua? Seguro que no mucho... Y nadar es más interesante que tejer (?)
    —Necesito un hobby nuevo o algo entretenido para ocupar mis tardes... ¿Tejer? Hm, no, demasiado pacífico. ¿Jardinería? Ya tengo un jardín que parece un grito de auxilio de la naturaleza... —hace una pausa, pensativa— Ah, ya se, ¿y si aprendo esgrima? Podría desafiar a mi hermano a un duelo cada vez que me pida que pague mis deudas. O tal vez... ¡Ya se! ¿y si hago una piscina en el patio? ...Digo, ¿cuánto podría costar cavar un hoyo gigante y llenarlo de agua? Seguro que no mucho... Y nadar es más interesante que tejer (?)
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