• 𝘈𝘯𝘰𝘵𝘩𝘦𝘳 𝘥𝘢𝘺, 𝘢𝘯𝘰𝘵𝘩𝘦𝘳 𝘴𝘦𝘯𝘵𝘦𝘯𝘤𝘦. ──── 𝕻𝖗𝖊𝖘𝖊𝖓𝖙 𝕯𝖆𝖞 | 𝕮𝖍𝖆𝖕𝖙𝖊𝖗 [𝟏𝟎]

    ──── 𝘌𝘶𝘳𝘰𝘱𝘦𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘮𝘪𝘦𝘳𝘥𝘢. ────

    Fueron las primeras palabras expresadas en una mañana como cualquier otra. Odiaba a los europeos y su extravagantes ideales con los cuáles anhelaban llevarse el mundo entero por delante.

    En éstos últimos días estuvo en Rusia cerrando algunos acuerdos que salieron de forma exitosa y ahora debía viajar a Francia para continuar con todo el trayecto. Pero, mientras dormía recibió un inesperado llamado en la madrugada al teléfono del hotel donde se hospedaba.

    Yacía allí, sentado y escuchando un silencio que hacía llenarse de incógnitas. Estaba por colgar, pero una voz se escucho del otro lado llevando el teléfono a su oído nuevamente. Era el senador de Toulouse, Francia, aquél con cuál debía ir a ver para poder concluír con los negocios. Solo escucho unas palabras provenientes de este.

    ❝ 𝑸𝑼𝑰𝑬𝑹𝑶 𝑬𝑳 𝟔𝟎% 𝑫𝑬 𝑳𝑨𝑺 𝑮𝑨𝑵𝑨𝑵𝑪𝑰𝑨𝑺 𝑶 𝑫𝑬𝑺𝑷Í𝑫𝑬𝑻𝑬 𝑫𝑬 𝑺𝑬𝑮𝑼𝑰𝑹 𝑪𝑶𝑵 𝑻𝑼𝑺 𝑵𝑬𝑮𝑶𝑪𝑰𝑶𝑺 𝑬𝑵 𝑬𝑺𝑻𝑬 𝑷𝑨Í𝑺. ❞

    Aquél sujeto luego de mencionar eso en voz alta colgó de inmediato. Santiago solo se dignó a dejar escapar un suspiro por lo bajo lejos de enojarse. Otra cosa más con la cuál lidiar y que ponía en gran riesgo su actividad laboral.

    ──── 𝘏𝘪𝘫𝘰 𝘥𝘦 𝘱𝘶𝘵𝘢. . . ────

    No podía continuar con su trayectoria a otros países si no solucionaba esto lo antes posible y necesitaba sí o sí tener todo lo acordado, sin ninguna alteración de por medio. Debía salir inmediatamente y solucionar esto cuánto antes. . . Podría quizá correr sangre de por medio en el transcurso si todo se iba al carajo. No dejaría que su trabajo se arruine por la corrupción e inoperancia de un sujeto como aquél.


    𝘈𝘯𝘰𝘵𝘩𝘦𝘳 𝘥𝘢𝘺, 𝘢𝘯𝘰𝘵𝘩𝘦𝘳 𝘴𝘦𝘯𝘵𝘦𝘯𝘤𝘦. ──── 𝕻𝖗𝖊𝖘𝖊𝖓𝖙 𝕯𝖆𝖞 | 𝕮𝖍𝖆𝖕𝖙𝖊𝖗 [𝟏𝟎] ──── 𝘌𝘶𝘳𝘰𝘱𝘦𝘰𝘴 𝘥𝘦 𝘮𝘪𝘦𝘳𝘥𝘢. ──── Fueron las primeras palabras expresadas en una mañana como cualquier otra. Odiaba a los europeos y su extravagantes ideales con los cuáles anhelaban llevarse el mundo entero por delante. En éstos últimos días estuvo en Rusia cerrando algunos acuerdos que salieron de forma exitosa y ahora debía viajar a Francia para continuar con todo el trayecto. Pero, mientras dormía recibió un inesperado llamado en la madrugada al teléfono del hotel donde se hospedaba. Yacía allí, sentado y escuchando un silencio que hacía llenarse de incógnitas. Estaba por colgar, pero una voz se escucho del otro lado llevando el teléfono a su oído nuevamente. Era el senador de Toulouse, Francia, aquél con cuál debía ir a ver para poder concluír con los negocios. Solo escucho unas palabras provenientes de este. ❝ 𝑸𝑼𝑰𝑬𝑹𝑶 𝑬𝑳 𝟔𝟎% 𝑫𝑬 𝑳𝑨𝑺 𝑮𝑨𝑵𝑨𝑵𝑪𝑰𝑨𝑺 𝑶 𝑫𝑬𝑺𝑷Í𝑫𝑬𝑻𝑬 𝑫𝑬 𝑺𝑬𝑮𝑼𝑰𝑹 𝑪𝑶𝑵 𝑻𝑼𝑺 𝑵𝑬𝑮𝑶𝑪𝑰𝑶𝑺 𝑬𝑵 𝑬𝑺𝑻𝑬 𝑷𝑨Í𝑺. ❞ Aquél sujeto luego de mencionar eso en voz alta colgó de inmediato. Santiago solo se dignó a dejar escapar un suspiro por lo bajo lejos de enojarse. Otra cosa más con la cuál lidiar y que ponía en gran riesgo su actividad laboral. ──── 𝘏𝘪𝘫𝘰 𝘥𝘦 𝘱𝘶𝘵𝘢. . . ──── No podía continuar con su trayectoria a otros países si no solucionaba esto lo antes posible y necesitaba sí o sí tener todo lo acordado, sin ninguna alteración de por medio. Debía salir inmediatamente y solucionar esto cuánto antes. . . Podría quizá correr sangre de por medio en el transcurso si todo se iba al carajo. No dejaría que su trabajo se arruine por la corrupción e inoperancia de un sujeto como aquél.
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  • Tokio lo recibía con un torbellino de luces y murmullos. Una ciudad que nunca dormía, que lo devoraba todo, pero que al mismo tiempo le ofrecía un silencio extraño en los rincones donde nadie miraba. Viktor había aprendido a leer esos silencios, y era precisamente en ellos donde ahora estaba construyendo lo suyo: un restaurante que no era simplemente un negocio, sino una declaración personal.

    El edificio era discreto, una fachada tradicional que podía pasar desapercibida entre cientos de locales, pero por dentro se estaba transformando. Tablas de madera pulida, paredes reforzadas y un salón que empezaba a tomar forma. Mientras caminaba entre andamios y polvo de cemento, Viktor se detuvo en el centro, observando el espacio vacío como si ya pudiera verlo terminado. Lo imaginaba lleno de luz cálida, aromas intensos y voces mezcladas en un murmullo sofisticado. Pero sobre todo, lo imaginaba como suyo.

    Ayudar a Noah siempre había sido parte de su vida; lo hacía con convicción, aunque eso significara poner sus propios planes en pausa. Pero esta vez era diferente. Esta vez, Viktor necesitaba algo que no estuviera ligado al peso de los Veyrith, algo que no fuera sombra de nadie. Este restaurante era su forma de dejar una huella, de demostrarse —quizá más a sí mismo que a los demás— que podía levantar algo con sus propias manos.

    Apoyó una mano en la madera áspera de una de las columnas, cerrando los ojos unos segundos. Recordó los años en los que había sido solo un jugador más en el tablero de otros, cumpliendo órdenes, cargando con expectativas que nunca había pedido. Ese eco aún lo seguía, pero aquí… aquí había una oportunidad distinta. El restaurante no sería solo una pantalla para sus negocios; sería un refugio, un lugar que hablaría de él sin necesidad de palabras.

    En el despacho improvisado del segundo piso, desplegó los planos sobre la mesa. Con un cigarro encendido en los labios, trazaba con el dedo las líneas de los pasillos, de las habitaciones privadas, de la cocina que quería perfecta hasta en el último detalle. Había elegido chefs que no solo fueran talentosos, sino que transmitieran en cada plato una identidad. No buscaba simpleza; buscaba arte, precisión y alma.

    Sabía que pronto volvería a sumergirse en los asuntos de Noah, y no dudaba en hacerlo. Pero mientras tanto, cada decisión que tomaba sobre ese restaurante lo acercaba más a algo que sentía suyo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitía imaginar un futuro donde no solo sobrevivía a base de cálculos y estrategias, sino donde podía sentarse en ese mismo salón, copa en mano, y sentirse dueño de su propio destino.

    La conclusión le resultaba tan inevitable como inquietante: en una ciudad que tragaba imperios y olvidaba nombres, Viktor estaba decidido a dejar el suyo grabado. Y lo haría no con gritos, sino con un lugar donde cada persona que cruzara la puerta sentiría que estaba entrando en su mundo.
    Tokio lo recibía con un torbellino de luces y murmullos. Una ciudad que nunca dormía, que lo devoraba todo, pero que al mismo tiempo le ofrecía un silencio extraño en los rincones donde nadie miraba. Viktor había aprendido a leer esos silencios, y era precisamente en ellos donde ahora estaba construyendo lo suyo: un restaurante que no era simplemente un negocio, sino una declaración personal. El edificio era discreto, una fachada tradicional que podía pasar desapercibida entre cientos de locales, pero por dentro se estaba transformando. Tablas de madera pulida, paredes reforzadas y un salón que empezaba a tomar forma. Mientras caminaba entre andamios y polvo de cemento, Viktor se detuvo en el centro, observando el espacio vacío como si ya pudiera verlo terminado. Lo imaginaba lleno de luz cálida, aromas intensos y voces mezcladas en un murmullo sofisticado. Pero sobre todo, lo imaginaba como suyo. Ayudar a Noah siempre había sido parte de su vida; lo hacía con convicción, aunque eso significara poner sus propios planes en pausa. Pero esta vez era diferente. Esta vez, Viktor necesitaba algo que no estuviera ligado al peso de los Veyrith, algo que no fuera sombra de nadie. Este restaurante era su forma de dejar una huella, de demostrarse —quizá más a sí mismo que a los demás— que podía levantar algo con sus propias manos. Apoyó una mano en la madera áspera de una de las columnas, cerrando los ojos unos segundos. Recordó los años en los que había sido solo un jugador más en el tablero de otros, cumpliendo órdenes, cargando con expectativas que nunca había pedido. Ese eco aún lo seguía, pero aquí… aquí había una oportunidad distinta. El restaurante no sería solo una pantalla para sus negocios; sería un refugio, un lugar que hablaría de él sin necesidad de palabras. En el despacho improvisado del segundo piso, desplegó los planos sobre la mesa. Con un cigarro encendido en los labios, trazaba con el dedo las líneas de los pasillos, de las habitaciones privadas, de la cocina que quería perfecta hasta en el último detalle. Había elegido chefs que no solo fueran talentosos, sino que transmitieran en cada plato una identidad. No buscaba simpleza; buscaba arte, precisión y alma. Sabía que pronto volvería a sumergirse en los asuntos de Noah, y no dudaba en hacerlo. Pero mientras tanto, cada decisión que tomaba sobre ese restaurante lo acercaba más a algo que sentía suyo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitía imaginar un futuro donde no solo sobrevivía a base de cálculos y estrategias, sino donde podía sentarse en ese mismo salón, copa en mano, y sentirse dueño de su propio destino. La conclusión le resultaba tan inevitable como inquietante: en una ciudad que tragaba imperios y olvidaba nombres, Viktor estaba decidido a dejar el suyo grabado. Y lo haría no con gritos, sino con un lugar donde cada persona que cruzara la puerta sentiría que estaba entrando en su mundo.
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  • Tranquilo, no volveré a desaparecer, mi amor.

    — HeeSeung se giro y acarició el rostro de su esposo, apagó la cocina y beso los labios ajenos.—

    No has querido dejarme solo desde que volví, quiero que te relajes, por favor...

    — Sabía muy bien que su pareja no dormía por cuidarlo toda la noche.—

    Mika Xiao Kim
    Tranquilo, no volveré a desaparecer, mi amor. — HeeSeung se giro y acarició el rostro de su esposo, apagó la cocina y beso los labios ajenos.— No has querido dejarme solo desde que volví, quiero que te relajes, por favor... — Sabía muy bien que su pareja no dormía por cuidarlo toda la noche.— [fable_silver_frog_194]
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  • Estaba entrenando y me caí. Que torpeza la mía.
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  • Mi voz se desliza desde la espesura del bosque, donde las sombras se retuercen como garras y las ramas crujen imitando tus pasos. Me escuchas. Y te aferras a la razón para no hundirte en la histeria, pero lo sabes: cada fibra de tu ser te advierte que la soledad aquí es solo un engaño.

    Y lo sientes.

    Mi aliento helado se cuela bajo tu ropa, una caricia fúnebre que confundes con la rancia brisa de la noche. Crees que tus manos bastarán para preservar la temperatura. Las mías llevan siglos heladas, y tu calor me atrae como yo te reclamo a ti.
    Mi voz se desliza desde la espesura del bosque, donde las sombras se retuercen como garras y las ramas crujen imitando tus pasos. Me escuchas. Y te aferras a la razón para no hundirte en la histeria, pero lo sabes: cada fibra de tu ser te advierte que la soledad aquí es solo un engaño. Y lo sientes. Mi aliento helado se cuela bajo tu ropa, una caricia fúnebre que confundes con la rancia brisa de la noche. Crees que tus manos bastarán para preservar la temperatura. Las mías llevan siglos heladas, y tu calor me atrae como yo te reclamo a ti.
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  • —¿Arrepentimiento? Lo conozco, pero no somos cercanos. Las consecuencias en cambio, son viejas amigas mías.
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  • La fiesta ardía como un ritual antiguo, oculta entre los árboles oscuros y la neblina que rozaba las copas con dedos invisibles. Antorchas temblaban al ritmo de tambores lejanos, y el aire se llenaba de un incienso espeso, casi embriagador. Era una celebración de los que ya no temían a los dioses ni a las sombras. Una fiesta pagana, donde lo sagrado y lo profano danzaban entrelazados.

    Lilith Blackwood no era el centro de la multitud.

    Y sin embargo, era imposible no mirarla.

    Se deslizaba entre cuerpos sin rozarlos, como si flotara sobre el suelo de tierra mojada. Su vestido negro —translúcido, etéreo— apenas contenía la promesa de su silueta. La luz del fuego bailaba entre los pliegues de la tela como si obedeciera su voluntad. El cabello, plata líquida, caía en cascadas sobre sus hombros desnudos. Y sus ojos... sus ojos parecían soñadores cerrando los en busca de respuestas y en muestra de lo mucho que disfrutaba ser libre.

    Bastaba su risa, baja y cortante como el canto de una copa de cristal, para hacer que las miradas se volvieran hacia ella con hambre. Bastaba su perfume, una mezcla de azahar, sangre y algo más —algo que no debía tener nombre— para que los pasos se dirigieran hacia donde ella estaba, sin que sus dueños supieran por qué.

    Bailaba sola, sí.

    Pero el círculo a su alrededor crecía limitaneo a observar, como si temieran romper el hechizo. Y ella, Lilith, danzaba con una lentitud peligrosa, como si bailara no para entretener, sino para ella misma , buscando la libertad en cada uno de sus pasos con sus pies descalzos, lo que empezó como solo una fiesta ahora un momento de liberación para ella.

    Cómo si el aire cambiará para Lilith detuvo su giro, casi mperceptiblemente, como si algo —o alguien— hubiera alterado el flujo invisible que seguía su danza. No fue una mirada lo que la llamó, ni una palabra. Fue una presencia.

    De entre las sombras logro divisar la mirada de un extraño -no tan extraño- y sin romper su ritmo se acercó, con el cabello revuelto por bailar y por el aire , agitada pero feliz, extendio su mano a el

    —Baila conmigo —fue lo único que dijo mientras su sonrisa , su paz y esa energía aún seguían en su cuerpo desprendiéndose y contagiando a quien se acercara, no era un conjuro, no era un hechizo era Lilith siendo ella misma.
    La fiesta ardía como un ritual antiguo, oculta entre los árboles oscuros y la neblina que rozaba las copas con dedos invisibles. Antorchas temblaban al ritmo de tambores lejanos, y el aire se llenaba de un incienso espeso, casi embriagador. Era una celebración de los que ya no temían a los dioses ni a las sombras. Una fiesta pagana, donde lo sagrado y lo profano danzaban entrelazados. Lilith Blackwood no era el centro de la multitud. Y sin embargo, era imposible no mirarla. Se deslizaba entre cuerpos sin rozarlos, como si flotara sobre el suelo de tierra mojada. Su vestido negro —translúcido, etéreo— apenas contenía la promesa de su silueta. La luz del fuego bailaba entre los pliegues de la tela como si obedeciera su voluntad. El cabello, plata líquida, caía en cascadas sobre sus hombros desnudos. Y sus ojos... sus ojos parecían soñadores cerrando los en busca de respuestas y en muestra de lo mucho que disfrutaba ser libre. Bastaba su risa, baja y cortante como el canto de una copa de cristal, para hacer que las miradas se volvieran hacia ella con hambre. Bastaba su perfume, una mezcla de azahar, sangre y algo más —algo que no debía tener nombre— para que los pasos se dirigieran hacia donde ella estaba, sin que sus dueños supieran por qué. Bailaba sola, sí. Pero el círculo a su alrededor crecía limitaneo a observar, como si temieran romper el hechizo. Y ella, Lilith, danzaba con una lentitud peligrosa, como si bailara no para entretener, sino para ella misma , buscando la libertad en cada uno de sus pasos con sus pies descalzos, lo que empezó como solo una fiesta ahora un momento de liberación para ella. Cómo si el aire cambiará para Lilith detuvo su giro, casi mperceptiblemente, como si algo —o alguien— hubiera alterado el flujo invisible que seguía su danza. No fue una mirada lo que la llamó, ni una palabra. Fue una presencia. De entre las sombras logro divisar la mirada de un extraño -no tan extraño- y sin romper su ritmo se acercó, con el cabello revuelto por bailar y por el aire , agitada pero feliz, extendio su mano a el —Baila conmigo —fue lo único que dijo mientras su sonrisa , su paz y esa energía aún seguían en su cuerpo desprendiéndose y contagiando a quien se acercara, no era un conjuro, no era un hechizo era Lilith siendo ella misma.
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  • — Entonces... Suena mejor "Me comienzas a quemar con tu manera de besar"... —rasgueó algunos acordes, tarareando lo que sería la letra — Oye Thalya, estoy de rodillas suplicandote que seas mía... Y me pone mal, tu piel me hace gritar.

    Asintió un par de veces, repitiendo el coro, para luego anotar en una libretita las modificaciones.
    — Entonces... Suena mejor "Me comienzas a quemar con tu manera de besar"... —rasgueó algunos acordes, tarareando lo que sería la letra — Oye Thalya, estoy de rodillas suplicandote que seas mía... Y me pone mal, tu piel me hace gritar. Asintió un par de veces, repitiendo el coro, para luego anotar en una libretita las modificaciones.
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    -Fue una tarde agradable, Phainon me llevó a conocer su cafetería favorita y resulta que también se volvió la mía.
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  • 𝐃𝐄𝐒𝐏𝐄𝐃𝐈𝐃𝐀𝐒 𝐘 𝐏𝐑𝐎𝐌𝐄𝐒𝐀𝐒
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    El sonido de las flautas y los tambores retumbó en el bosque, entrelazándose con los rezos funerarios. Pero ella los escuchaba distantes, como ecos que pertenecían a otro mundo.

    ────Y ahora derramo estas libaciones para los ancestros y los espíritus guardianes de esta tierra... paz con la naturaleza... paz con los dioses.

    La madre del príncipe se acercó a la pira de madera y derramó el vino, la miel dorada y la gotas blancas de leche que oscurecieron la tierra húmeda al caer.

    Los dedos helados de Afro se cerraron con fuerza alrededor de la antorcha. Inspiró hondo el aire impregnado de neblina; los ojos le escocían y parpadeó varias veces, conteniendo las lágrimas.

    Todas las miradas se volvieron hacia ella. Había llegado la hora.

    Avanzó hacia la pira y el fuego de la antorcha se desató en llamas en la madera y las flores. Las flamas danzantes envolieron el cuerpo del príncipe en su cálido abrazo y lo consumieron. Ella se encogió detrás de su velo.

    Ella misma lo había preparado con cuidado como si temiera romperlo. Le vistió con la túnica que a él tanto le gustaba; la misma que llevó la noche en que escaparon del palacio real y se unieron a la celebración anual en la gran plaza, mezclándose con la multitud cómo dos ciudadanos comunes.

    Ahora las llamas devoraron ese recuerdo, junto a muchos otros: la primera vez que sus miradas se encontraron, su voz llamándola entre risas.

    El humo ascendía, y con él todo lo que vivieron se elevó hacia un lugar que ella no podía alcanzar.

    La urna con cenizas fue colocada frente a la estela con su nombre grabado en piedra. Ella permaneció de rodillas junto a esta, inmóvil, con el corazón destrozado y escuchando cómo los demás se alejaban rumbo al palacio.

    La madre del príncipe se detuvo a su lado. Con un gesto contenido, posó la mano sobre su hombro, tan cálida y familiar.

    ────Hija de la espuma y el cielo, su espíritu ha partido con honor. Esta tierra resguardará su nombre. Mientras el fuego de este reino permanezca encendido, él seguirá con nosotros.

    Entonces, inclinándose apenas hacia ella, su tono se suavizó.

    ────Él te amó y yo lo sé. Guárdalo y llévalo contigo. Porque ni las llamas, ni la muerte pueden arrebatárleto.

    El peso de su mano fue firme, a pesar del suave temblor que advirtió en su agarre. Luego se retiró en silencio, dejándole el espacio que ella necesitaba.

    Una sonrisa frágil asomó en los labios de Afro, entre la humedad de sus lágrimas.Tenue, pero sincera. Siempre había admirado eso de ella: incluso en la adversidad, se levantaba con la frente en alto. Con la espalda recta, los hombros firmes y esa mirada desafiando al mundo, con la fuerza de quién ha enfrentando mil batallas y era capaz de sostener el mundo sin vacilar.

    En ese instante, la diosa quiso beber de esa fortaleza.

    Los dedos de Afro rozaron la cerámica aún tibia. Eso... eso era lo único que quedaba del príncipe Anquises en el mundo.

    Apoyó su frente contra la estela y susurró plegarias sagradas que se mezclaron con el humo y la bruma. Con cuidado, colocó una corona de laurel y flores que ella misma había hecho y vertió una última libación de vino, dejando que el líquido humedeciera la piedra como un puente entre los vivos y los que ya no lo eran. Rozó la estela con un beso, un último beso de despedida, sellando su memoria en ese lugar.

    Cada paso que arrastraba, alejándola del bosque sagrado, se sentía tan irreal, un sueño del que no podía despertar. La procesión se desvanecía tras ella, entre cánticos apagados y el humo del incienso que se perdía en la neblina. El sendero de tierra cubierto de hojas la condujo de regreso al palacio, sus torres y murallas pálidas parecían más pesadas que nunca. Al cruzar sus puertas, el silencio se hizo más hondo que en el bosque.

    La ciudad estaba en luto por la pérdida de su príncipe. Ella lo estaba por algo más profundo: había perdido a quién había sido su confidente, su amigo, el hombre que la diosa había escogido. Con quién había compartido secretos, risas y sueños que ahora parecían evaporarse en el aire. Cada rincón del palacio, cada recuerdo que contenía en sus paredes, dolía como un eco que retumbaba sin parar.

    Se enjuagó las lágrimas con el puño y pese al dolor que la atravesaba, volvió a encarnar su papel de nodriza, el papel que el deber le exigía y que le ofreció un ancla en medio de la marea de la tormenta.

    Lo encontró sentado en las escaleras; el pequeño príncipe Eneas jugueteaba distraídamente con una figura de madera que tenía entre sus manos, balanceaba las piernas como si estuviera sumergido en el agua; un hábito que al observarlo, había aprendido que era su forma de manifestar nerviosismo.

    ────Hola, mi príncipe... –dijo ella suavemente, con una sonrisa tenue para diluir el luto– ¿Puedo acompañarte?

    Eneas levantó la vista. Sus ojos grandes y enrojecidos buscaron a su nodriza entre la bruma de las lágrimas. Por un instante vaciló y luego asintió con la cabeza, apoyando la figura de madera sobre el peldaño.

    ────Sí... me... me gustaría que te quedaras.

    Ella se sentó a su lado y juntos permanecieron en silencio, dejando que este se transformara en un refugio compartido. Eneas se abrazó a su cintura, rompiendo en llanto y la diosa acarició sus cabellos con suavidad, con ternura maternal.

    Por dentro, la pena la consumía como un fuego imposible de apagar, tentándola a ceder, a desbordarse. Pero por más que quisiera, no podía hacerlo. Debía mantenerse en su papel de nodriza. Debía mantenerse fuerte. Por Eneas. Por Anquises.

    Levantó la vista al brumoso cielo blanco fluorescente más allá de la ventana. En su pecho algo se mantuvo intacto: el recuerdo de Anquises y... esperanza. Ahora tenía una promesa que mantener, cuidar de su hijo. Por él, por ella, por ambos. Porque cuidar de su hijo, también era un acto de amor hacia su príncipe que partió.

    Mientras lo abrazaba, comprendió que proteger a Eneas, enseñarle, sostenerlo y estar para él en los momentos de dolor, era honrar la memoria de Anquises.

    La diosa del amor acompañó a su hijo, sin palabras. No las necesitaban.

    Mientras lo sostenía en sus brazos, sintió que la esperanza permanecía firme y luminosa. Un hilo invisible que unía el pasado, el presente y todo lo que aún estaba por venir.

    Afro sonrió.

    Tenía esperanza.
    𝐃𝐄𝐒𝐏𝐄𝐃𝐈𝐃𝐀𝐒 𝐘 𝐏𝐑𝐎𝐌𝐄𝐒𝐀𝐒 🌸 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 El sonido de las flautas y los tambores retumbó en el bosque, entrelazándose con los rezos funerarios. Pero ella los escuchaba distantes, como ecos que pertenecían a otro mundo. ────Y ahora derramo estas libaciones para los ancestros y los espíritus guardianes de esta tierra... paz con la naturaleza... paz con los dioses. La madre del príncipe se acercó a la pira de madera y derramó el vino, la miel dorada y la gotas blancas de leche que oscurecieron la tierra húmeda al caer. Los dedos helados de Afro se cerraron con fuerza alrededor de la antorcha. Inspiró hondo el aire impregnado de neblina; los ojos le escocían y parpadeó varias veces, conteniendo las lágrimas. Todas las miradas se volvieron hacia ella. Había llegado la hora. Avanzó hacia la pira y el fuego de la antorcha se desató en llamas en la madera y las flores. Las flamas danzantes envolieron el cuerpo del príncipe en su cálido abrazo y lo consumieron. Ella se encogió detrás de su velo. Ella misma lo había preparado con cuidado como si temiera romperlo. Le vistió con la túnica que a él tanto le gustaba; la misma que llevó la noche en que escaparon del palacio real y se unieron a la celebración anual en la gran plaza, mezclándose con la multitud cómo dos ciudadanos comunes. Ahora las llamas devoraron ese recuerdo, junto a muchos otros: la primera vez que sus miradas se encontraron, su voz llamándola entre risas. El humo ascendía, y con él todo lo que vivieron se elevó hacia un lugar que ella no podía alcanzar. La urna con cenizas fue colocada frente a la estela con su nombre grabado en piedra. Ella permaneció de rodillas junto a esta, inmóvil, con el corazón destrozado y escuchando cómo los demás se alejaban rumbo al palacio. La madre del príncipe se detuvo a su lado. Con un gesto contenido, posó la mano sobre su hombro, tan cálida y familiar. ────Hija de la espuma y el cielo, su espíritu ha partido con honor. Esta tierra resguardará su nombre. Mientras el fuego de este reino permanezca encendido, él seguirá con nosotros. Entonces, inclinándose apenas hacia ella, su tono se suavizó. ────Él te amó y yo lo sé. Guárdalo y llévalo contigo. Porque ni las llamas, ni la muerte pueden arrebatárleto. El peso de su mano fue firme, a pesar del suave temblor que advirtió en su agarre. Luego se retiró en silencio, dejándole el espacio que ella necesitaba. Una sonrisa frágil asomó en los labios de Afro, entre la humedad de sus lágrimas.Tenue, pero sincera. Siempre había admirado eso de ella: incluso en la adversidad, se levantaba con la frente en alto. Con la espalda recta, los hombros firmes y esa mirada desafiando al mundo, con la fuerza de quién ha enfrentando mil batallas y era capaz de sostener el mundo sin vacilar. En ese instante, la diosa quiso beber de esa fortaleza. Los dedos de Afro rozaron la cerámica aún tibia. Eso... eso era lo único que quedaba del príncipe Anquises en el mundo. Apoyó su frente contra la estela y susurró plegarias sagradas que se mezclaron con el humo y la bruma. Con cuidado, colocó una corona de laurel y flores que ella misma había hecho y vertió una última libación de vino, dejando que el líquido humedeciera la piedra como un puente entre los vivos y los que ya no lo eran. Rozó la estela con un beso, un último beso de despedida, sellando su memoria en ese lugar. Cada paso que arrastraba, alejándola del bosque sagrado, se sentía tan irreal, un sueño del que no podía despertar. La procesión se desvanecía tras ella, entre cánticos apagados y el humo del incienso que se perdía en la neblina. El sendero de tierra cubierto de hojas la condujo de regreso al palacio, sus torres y murallas pálidas parecían más pesadas que nunca. Al cruzar sus puertas, el silencio se hizo más hondo que en el bosque. La ciudad estaba en luto por la pérdida de su príncipe. Ella lo estaba por algo más profundo: había perdido a quién había sido su confidente, su amigo, el hombre que la diosa había escogido. Con quién había compartido secretos, risas y sueños que ahora parecían evaporarse en el aire. Cada rincón del palacio, cada recuerdo que contenía en sus paredes, dolía como un eco que retumbaba sin parar. Se enjuagó las lágrimas con el puño y pese al dolor que la atravesaba, volvió a encarnar su papel de nodriza, el papel que el deber le exigía y que le ofreció un ancla en medio de la marea de la tormenta. Lo encontró sentado en las escaleras; el pequeño príncipe Eneas jugueteaba distraídamente con una figura de madera que tenía entre sus manos, balanceaba las piernas como si estuviera sumergido en el agua; un hábito que al observarlo, había aprendido que era su forma de manifestar nerviosismo. ────Hola, mi príncipe... –dijo ella suavemente, con una sonrisa tenue para diluir el luto– ¿Puedo acompañarte? Eneas levantó la vista. Sus ojos grandes y enrojecidos buscaron a su nodriza entre la bruma de las lágrimas. Por un instante vaciló y luego asintió con la cabeza, apoyando la figura de madera sobre el peldaño. ────Sí... me... me gustaría que te quedaras. Ella se sentó a su lado y juntos permanecieron en silencio, dejando que este se transformara en un refugio compartido. Eneas se abrazó a su cintura, rompiendo en llanto y la diosa acarició sus cabellos con suavidad, con ternura maternal. Por dentro, la pena la consumía como un fuego imposible de apagar, tentándola a ceder, a desbordarse. Pero por más que quisiera, no podía hacerlo. Debía mantenerse en su papel de nodriza. Debía mantenerse fuerte. Por Eneas. Por Anquises. Levantó la vista al brumoso cielo blanco fluorescente más allá de la ventana. En su pecho algo se mantuvo intacto: el recuerdo de Anquises y... esperanza. Ahora tenía una promesa que mantener, cuidar de su hijo. Por él, por ella, por ambos. Porque cuidar de su hijo, también era un acto de amor hacia su príncipe que partió. Mientras lo abrazaba, comprendió que proteger a Eneas, enseñarle, sostenerlo y estar para él en los momentos de dolor, era honrar la memoria de Anquises. La diosa del amor acompañó a su hijo, sin palabras. No las necesitaban. Mientras lo sostenía en sus brazos, sintió que la esperanza permanecía firme y luminosa. Un hilo invisible que unía el pasado, el presente y todo lo que aún estaba por venir. Afro sonrió. Tenía esperanza.
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