• En los vastos reinos del sueño, donde las estrellas susurran secretos antiguos y el tiempo fluye como ríos de niebla, Morfeo, el dios de los sueños, dormitaba en el atrapa sueños que tendió su padre para él. Sus párpados pesaban con siglos de ensoñaciones, y en su mente etérea, una nueva visión comenzaba a tomar forma.

    Soñó con una chica.

    Era distinta a cualquier alma que hubiera visitado su reino. Caminaba entre los sueños como si perteneciera a ellos. Su cabello era rosa, no teñido por la moda humana, sino por la esencia misma de la fantasía: un resplandor suave que ondulaba como pétalos de un cerezo eterno. Sus ojos, enormes y curiosos, contenían reflejos de mundos que ni siquiera Morfeo había moldeado aún.

    Ella danzaba por campos de lirios flotantes, reía entre lluvias de luz líquida, y hablaba con criaturas hechas de humo y canción. Morfeo, aunque señor de todas las visiones, no comprendía cómo esa figura escapaba a su control. No la había creado. No la había llamado. Y sin embargo, allí estaba.

    Y así, en su propio reino, Morfeo siguió soñando con la chica de cabellos rosas. No para poseerla. No para entenderla. Sino para recordar que incluso el dios de los sueños puede ser sorprendido por su propio corazón dormido.

    O eso era lo que él creía. Su padre ℌ𝔦𝔭𝔫𝔬𝔰 habia entrelazado los sueños de  Sora Niki  y él.
    En los vastos reinos del sueño, donde las estrellas susurran secretos antiguos y el tiempo fluye como ríos de niebla, Morfeo, el dios de los sueños, dormitaba en el atrapa sueños que tendió su padre para él. Sus párpados pesaban con siglos de ensoñaciones, y en su mente etérea, una nueva visión comenzaba a tomar forma. Soñó con una chica. Era distinta a cualquier alma que hubiera visitado su reino. Caminaba entre los sueños como si perteneciera a ellos. Su cabello era rosa, no teñido por la moda humana, sino por la esencia misma de la fantasía: un resplandor suave que ondulaba como pétalos de un cerezo eterno. Sus ojos, enormes y curiosos, contenían reflejos de mundos que ni siquiera Morfeo había moldeado aún. Ella danzaba por campos de lirios flotantes, reía entre lluvias de luz líquida, y hablaba con criaturas hechas de humo y canción. Morfeo, aunque señor de todas las visiones, no comprendía cómo esa figura escapaba a su control. No la había creado. No la había llamado. Y sin embargo, allí estaba. Y así, en su propio reino, Morfeo siguió soñando con la chica de cabellos rosas. No para poseerla. No para entenderla. Sino para recordar que incluso el dios de los sueños puede ser sorprendido por su propio corazón dormido. O eso era lo que él creía. Su padre [somnus_46] habia entrelazado los sueños de  [solar_malachite_lizard_684]  y él.
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  • De mundos diferentes, pero con un destino en común. ♡
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  • "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella)

    El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos.

    Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino.

    Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo.

    Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente.

    Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar.

    Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras.

    Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor.

    Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto.

    Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado.

    Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser.

    El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
    "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella) El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos. Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino. Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo. Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente. Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar. Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras. Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor. Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto. Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado. Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser. El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
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  • Recuerdo del nacimiento de Melínoe

    Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia.
    Mi hija.
    La más silenciosa.
    La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos.
    La que nació de lo invisible.

    No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo.
    Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas.
    Porque los muertos me miraban con otros ojos.
    Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido.

    Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí.

    Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil.
    Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida.

    Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta.
    Mi cuerpo no dolía.
    Solo se abría.
    Como si un velo fuera retirado entre mundos.

    Y entonces la tuve en brazos.

    Tan pequeña.
    Tan callada.
    Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto.
    Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna.
    Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada.

    —Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina.
    La heredera de los susurros.
    La guía de los que no descansan.

    Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar.
    No de miedo.
    De reconocimiento.

    —Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver.

    La envolvimos en telas de sombra.
    La bañamos en aguas del Leteo.
    La protegimos de la mirada del Olimpo.

    Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses.
    No vino a reclamar tronos ni venganzas.

    Ella nació para caminar entre lo invisible.
    Para tocar los límites del alma.
    Para visitar a los vivos en sueños…
    y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera.

    La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír.

    Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz.

    Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento.

    Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí…
    sé que es ella.
    Mi hija.
    La que nunca lloró.
    La que nació del silencio.
    La que camina entre los velos y nunca se pierde.

    Recuerdo del nacimiento de Melínoe Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia. Mi hija. La más silenciosa. La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos. La que nació de lo invisible. No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo. Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas. Porque los muertos me miraban con otros ojos. Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido. Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí. Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil. Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida. Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta. Mi cuerpo no dolía. Solo se abría. Como si un velo fuera retirado entre mundos. Y entonces la tuve en brazos. Tan pequeña. Tan callada. Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto. Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna. Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada. —Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina. La heredera de los susurros. La guía de los que no descansan. Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar. No de miedo. De reconocimiento. —Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver. La envolvimos en telas de sombra. La bañamos en aguas del Leteo. La protegimos de la mirada del Olimpo. Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses. No vino a reclamar tronos ni venganzas. Ella nació para caminar entre lo invisible. Para tocar los límites del alma. Para visitar a los vivos en sueños… y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera. La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír. Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz. Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento. Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí… sé que es ella. Mi hija. La que nunca lloró. La que nació del silencio. La que camina entre los velos y nunca se pierde.
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  • Track 02: Promesa del Olvido

    El viento cargaba una melodía que parecía llorar. No era una canción que se cantara con voz, sino con el eco del alma. Rae la escuchó entre ruinas antiguas, donde la piedra aún recordaba la historia de la mujer que amó más allá del deber.

    Era una Niphilim, nacida entre cielos y tierra, juramentada a guardar el equilibrio entre ambos mundos. Su nombre ya se había perdido, pero su historia vivía aún en las notas suspendidas en el aire.

    La melodía hablaba de su caída, no por castigo, sino por amor. Dejó las alas, dejó la eternidad. Todo lo abandonó por un solo ser un hombre cuyo corazón hablaba el idioma de la justicia y de la verdad. Lo amó con todo, sin reservas. Pero el mundo no perdona aquello que desconoce.

    La tragedia no fue la pérdida de sus poderes o el alejamiento de sus hermanas. Fue que el amor, por más puro que fuera, se vio manchado por el tiempo, por errores, por decisiones impulsivas.

    Ella vivió con el peso de no haber hecho las cosas bien, de haberlo arrastrado a un destino que él no merecía.Y sin embargo, en medio de esa oscuridad, quedó un vestigio. Nunca lo conoció. No lo pudo sostener ni nombrar. Pero lo amaba desde antes de que existiera. Lo sentía en sus sueños. Sabía que algún día, él caminaría por el mundo con la fuerza de ambos mundos corriendo por sus venas.

    “Él vivirá para siempre”, susurraba la melodía al oído de Rae.“Y aunque jamás me vio, sabrá que lo amé antes de que su primer latido naciera.” Rae se quedó en silencio, sintiendo que esa canción no era solo de la Niphilim. Era de todas las madres invisibles que ya no estaban ahí pero que amaban a través del tiempo, de todos los amores imposibles, de todas las culpas que se transforman en promesas.
    Track 02: Promesa del Olvido El viento cargaba una melodía que parecía llorar. No era una canción que se cantara con voz, sino con el eco del alma. Rae la escuchó entre ruinas antiguas, donde la piedra aún recordaba la historia de la mujer que amó más allá del deber. Era una Niphilim, nacida entre cielos y tierra, juramentada a guardar el equilibrio entre ambos mundos. Su nombre ya se había perdido, pero su historia vivía aún en las notas suspendidas en el aire. La melodía hablaba de su caída, no por castigo, sino por amor. Dejó las alas, dejó la eternidad. Todo lo abandonó por un solo ser un hombre cuyo corazón hablaba el idioma de la justicia y de la verdad. Lo amó con todo, sin reservas. Pero el mundo no perdona aquello que desconoce. La tragedia no fue la pérdida de sus poderes o el alejamiento de sus hermanas. Fue que el amor, por más puro que fuera, se vio manchado por el tiempo, por errores, por decisiones impulsivas. Ella vivió con el peso de no haber hecho las cosas bien, de haberlo arrastrado a un destino que él no merecía.Y sin embargo, en medio de esa oscuridad, quedó un vestigio. Nunca lo conoció. No lo pudo sostener ni nombrar. Pero lo amaba desde antes de que existiera. Lo sentía en sus sueños. Sabía que algún día, él caminaría por el mundo con la fuerza de ambos mundos corriendo por sus venas. “Él vivirá para siempre”, susurraba la melodía al oído de Rae.“Y aunque jamás me vio, sabrá que lo amé antes de que su primer latido naciera.” Rae se quedó en silencio, sintiendo que esa canción no era solo de la Niphilim. Era de todas las madres invisibles que ya no estaban ahí pero que amaban a través del tiempo, de todos los amores imposibles, de todas las culpas que se transforman en promesas.
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  • Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó:

    —Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición.

    Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud.

    —Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor.

    Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua.

    —A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe.

    Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado.

    —Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí.

    Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche.

    —Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad.

    Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire.

    —Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos.

    Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento:

    —No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo.

    Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado.
    Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo.
    Sino por reverencia.
    Las antorchas azules titilaban suavemente en las paredes de ónice. El gran salón del Inframundo, vasto como una caverna sagrada, estaba colmado de almas expectantes. Perséfone, vestida con sus mantos de noche y de flor, ascendió con la calma majestuosa que solo poseen las que han cruzado todos los umbrales. Y entonces, con voz clara, comenzó: —Hijos de la sombra. Vosotros, que camináis entre la memoria y el silencio, escuchadme. Hoy no os hablo como diosa, sino como mujer. Como madre. Como reina por elección, no por imposición. Sus ojos, verdes como la promesa de la primavera, se posaron suavemente sobre la multitud. —Fui hija de la tierra y del cielo, criada en los campos donde cantan las estaciones. Y fui traída aquí por vuestro Rey, Hades, señor de los silencios eternos. Muchos han cantado que fue un rapto… y sí, lo fue. Pero también fue un inicio. Un viaje hacia lo desconocido, donde no encontré prisión, sino un nuevo rostro del amor. Su voz no se quebró, pero se volvió más íntima, como una confesión antigua. —A su lado no fui sombra ni adorno. Fui su reina. Su igual. Y en ese pacto que se forjó no en fuego, sino en paciencia y verdad, nació la vida más inesperada: nuestro hijo, Zagreus. Y más tarde, nuestra hija: Melínoe. Una suave corriente de asombro recorrió las ánimas al escuchar ese nombre sagrado. —Melínoe… la que camina entre los sueños y los terrores. Portadora de los misterios. Ella es la luz que recorre los túneles del subconsciente, la guardiana de los límites entre lo que somos y lo que tememos ser. Nació de mí como tú naciste de la vida, y en ella vive lo mejor de este reino y lo mejor de mí. Perséfone dio un paso adelante, su manto rozando el suelo como una ola de noche. —Muchos creen que el Inframundo es sólo castigo. Que es el fin. Yo os digo esto: también es principio. Aquí he sido amada, aquí he dado vida, aquí he reinado no con cadenas, sino con raíces. Y si alguna vez dudáis de la belleza que puede brotar en medio de la oscuridad, pensad en mis hijos. En Melínoe, en Zagreus. Frutos de una unión que no nació del miedo, sino del tiempo y la verdad. Elevó una mano, como si pudiera sostener el peso de sus palabras en el aire. —Yo no cambiaría nada. Ni el rapto. Ni la roca. Ni el invierno. Porque en todo eso estaba escrita la semilla de lo que soy hoy. Reina. Madre. Mujer de dos mundos. Una pausa. Y luego, su voz, con la fuerza de un juramento: —No temáis a la sombra. No huyáis del abismo. Porque si yo florecí aquí, también vosotros podéis. Si yo amé aquí, también vosotros podéis ser amados. Este reino no es olvido. Es transformación. Es renacimiento. Y mientras mi voz resuene en estas cámaras, que sepáis esto: no estáis solos. Yo os veo. Yo os guardo. Yo os acojo. Y con un leve gesto, como quien bendice sin palabras, descendió un escalón del estrado. Las ánimas, sin aliento, permanecieron en silencio largo rato. No por miedo. Sino por reverencia.
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  • El palacio de Hades se alzaba en silencio, envuelto por la oscuridad del inframundo, como una fortaleza impenetrable construida en la roca misma del abismo. Las paredes de piedra negra reflejaban apenas una luz tenue, filtrada por las antorchas que ardían sin cesar, dando una suave luminosidad al espacio. Los pasillos eran largos y fríos, y aunque en cada rincón habitaba la quietud, una presencia inconfundible recorría el aire. La figura de Perséfone, la Reina del Inframundo, caminaba en solitario por el vasto salón, su figura elegante y serena contrastando con la dureza de las sombras a su alrededor.

    El palacio, que antes le resultaba ajeno, ahora era su hogar, un lugar que había llegado a conocer profundamente. A pesar de que el eco de su llegada había sido marcado por el rapto y el dolor de su separación, con el paso del tiempo había encontrado en ese reino de sombras un propósito. El lugar ahora resonaba con su presencia, como si cada rincón hubiera sido testigo de su transformación. Su hijo, Zagreus, ya no era un niño. Había crecido, forjado en las luchas y desafíos del inframundo, un hombre que, aunque nacido en este reino de muerte, representaba la esperanza de una vida nueva. Su existencia, como la de Perséfone, era un puente entre dos mundos.

    Hoy, ella se encontraba de nuevo en uno de esos momentos de reflexión, sentada cerca del umbral de la gran sala del trono, mirando hacia el vacío, donde las sombras parecían no tener fin. La presencia de Zagreus, aunque no visible, siempre estaba con ella, en sus pensamientos, en el eco de cada paso que daba. No era necesario que él estuviera presente para sentir su conexión; el lazo que los unía era más allá de lo físico, más allá de lo que las palabras podían explicar.

    Así, en este refugio de sombras, en este palacio que ya era suyo tanto como lo había sido del mismísimo Hades, Perséfone pensaba en su hijo. En su destino. En la vida que había nacido en un lugar tan oscuro, pero que siempre llevaría en sí la luz de la primavera. Y mientras las sombras del palacio danzaban al ritmo de la brisa fría, la Reina del Inframundo sentía que su corazón, aunque atrapado en este reino de muerte, seguía latiendo con la promesa eterna de vida.

    —Zagreus... —susurró, como si su nombre fuera un hechizo, un susurro que viajaba entre las paredes del palacio, hacia dondequiera que él estuviera—. Hoy, más que nunca, siento que estamos conectados. Y aunque tú no puedas oírme, te hablo, hijo mío.

    El aire a su alrededor se espesó con las palabras que siguieron, una historia que era suya y de él, una historia tejida entre las sombras y la luz, una historia de amor que ni el inframundo podría borrar.


    Zᴀɢʀᴇᴜs
    El palacio de Hades se alzaba en silencio, envuelto por la oscuridad del inframundo, como una fortaleza impenetrable construida en la roca misma del abismo. Las paredes de piedra negra reflejaban apenas una luz tenue, filtrada por las antorchas que ardían sin cesar, dando una suave luminosidad al espacio. Los pasillos eran largos y fríos, y aunque en cada rincón habitaba la quietud, una presencia inconfundible recorría el aire. La figura de Perséfone, la Reina del Inframundo, caminaba en solitario por el vasto salón, su figura elegante y serena contrastando con la dureza de las sombras a su alrededor. El palacio, que antes le resultaba ajeno, ahora era su hogar, un lugar que había llegado a conocer profundamente. A pesar de que el eco de su llegada había sido marcado por el rapto y el dolor de su separación, con el paso del tiempo había encontrado en ese reino de sombras un propósito. El lugar ahora resonaba con su presencia, como si cada rincón hubiera sido testigo de su transformación. Su hijo, Zagreus, ya no era un niño. Había crecido, forjado en las luchas y desafíos del inframundo, un hombre que, aunque nacido en este reino de muerte, representaba la esperanza de una vida nueva. Su existencia, como la de Perséfone, era un puente entre dos mundos. Hoy, ella se encontraba de nuevo en uno de esos momentos de reflexión, sentada cerca del umbral de la gran sala del trono, mirando hacia el vacío, donde las sombras parecían no tener fin. La presencia de Zagreus, aunque no visible, siempre estaba con ella, en sus pensamientos, en el eco de cada paso que daba. No era necesario que él estuviera presente para sentir su conexión; el lazo que los unía era más allá de lo físico, más allá de lo que las palabras podían explicar. Así, en este refugio de sombras, en este palacio que ya era suyo tanto como lo había sido del mismísimo Hades, Perséfone pensaba en su hijo. En su destino. En la vida que había nacido en un lugar tan oscuro, pero que siempre llevaría en sí la luz de la primavera. Y mientras las sombras del palacio danzaban al ritmo de la brisa fría, la Reina del Inframundo sentía que su corazón, aunque atrapado en este reino de muerte, seguía latiendo con la promesa eterna de vida. —Zagreus... —susurró, como si su nombre fuera un hechizo, un susurro que viajaba entre las paredes del palacio, hacia dondequiera que él estuviera—. Hoy, más que nunca, siento que estamos conectados. Y aunque tú no puedas oírme, te hablo, hijo mío. El aire a su alrededor se espesó con las palabras que siguieron, una historia que era suya y de él, una historia tejida entre las sombras y la luz, una historia de amor que ni el inframundo podría borrar. [InferZ96]
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  • Cuando los dioses se retiraron del mundo, cansados del rugido de los hombres y del olvido de sus nombres, Morfeo quedó atrás. El dios de los sueños, nacido en las sombras del Letheo, no podía abandonar la Tierra: su esencia estaba entretejida en los suspiros dormidos de cada criatura. Pero ya nadie lo invocaba. Nadie hablaba de él en los cuentos, ni le construía templos de palabras.

    Morfeo vagaba entonces, invisible, entre ciudades que nunca dormían, buscando retazos de sueños como quien recoge hojas muertas en otoño. Sus alas, que una vez desplegaron mundos enteros en los párpados de los humanos, estaban marchitas, casi olvidadas por el tiempo.

    Solo un nombre lo mantenía despierto en su propia eternidad...
    La diosa de la luna, su amante en la noche. La única que lo miraba cuando todos dormían, que tejía con su luz caminos por los que él guiaba los sueños. Pero Selene también había partido, o eso decían los vientos. La luna aún brillaba, sí, pero ya no respondía a sus susurros. Ya no descendía envuelta en niebla para danzar con él en los límites del mundo.

    Morfeo lloró silencio. No por la pérdida de Selene, sino porque comprendió que los humanos también la habían olvidado...
    Cuando los dioses se retiraron del mundo, cansados del rugido de los hombres y del olvido de sus nombres, Morfeo quedó atrás. El dios de los sueños, nacido en las sombras del Letheo, no podía abandonar la Tierra: su esencia estaba entretejida en los suspiros dormidos de cada criatura. Pero ya nadie lo invocaba. Nadie hablaba de él en los cuentos, ni le construía templos de palabras. Morfeo vagaba entonces, invisible, entre ciudades que nunca dormían, buscando retazos de sueños como quien recoge hojas muertas en otoño. Sus alas, que una vez desplegaron mundos enteros en los párpados de los humanos, estaban marchitas, casi olvidadas por el tiempo. Solo un nombre lo mantenía despierto en su propia eternidad... La diosa de la luna, su amante en la noche. La única que lo miraba cuando todos dormían, que tejía con su luz caminos por los que él guiaba los sueños. Pero Selene también había partido, o eso decían los vientos. La luna aún brillaba, sí, pero ya no respondía a sus susurros. Ya no descendía envuelta en niebla para danzar con él en los límites del mundo. Morfeo lloró silencio. No por la pérdida de Selene, sino porque comprendió que los humanos también la habían olvidado...
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  • Cada noche, después de cumplir su deber celestial, Selene descendía al reino de Morfeo. Entre risas y confesiones, entre secretos y silencios, los dos dioses cayeron en un amor prohibido, un amor que ni siquiera los titanes habían previsto.

    Pero su felicidad despertó celos en otras fuerzas primordiales. Hipnos, el dios del sueño, advirtió que el amor de Selene y Morfeo desequilibraba el orden natural: los mortales soñaban demasiado, vivían atrapados en mundos imaginarios, olvidando la vida real.

    Debían elegir: el deber o el amor.

    La noche de la elección, Selene miró a Morfeo con lágrimas como perlas de luna en sus mejillas.

    —Si me quedo, perderás tu reino —susurró.

    —Si te dejo ir, dejaré de soñar —respondió él.

    Finalmente, decidieron amarse en secreto, escondidos entre los hilos del sueño y la luz de la Luna.
    Cada noche, después de cumplir su deber celestial, Selene descendía al reino de Morfeo. Entre risas y confesiones, entre secretos y silencios, los dos dioses cayeron en un amor prohibido, un amor que ni siquiera los titanes habían previsto. Pero su felicidad despertó celos en otras fuerzas primordiales. Hipnos, el dios del sueño, advirtió que el amor de Selene y Morfeo desequilibraba el orden natural: los mortales soñaban demasiado, vivían atrapados en mundos imaginarios, olvidando la vida real. Debían elegir: el deber o el amor. La noche de la elección, Selene miró a Morfeo con lágrimas como perlas de luna en sus mejillas. —Si me quedo, perderás tu reino —susurró. —Si te dejo ir, dejaré de soñar —respondió él. Finalmente, decidieron amarse en secreto, escondidos entre los hilos del sueño y la luz de la Luna.
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  • Y es que hoy nos decimos adiós aunque duela mucho.
    Y en caminos diferentes bailamos bajo la lluvia aunque sea duro.
    En mi no hay posibilidad que te haya puesto... Y en ti habia mucha insistencia porque estabas dispuesto.
    No hay querer más grande que el proteger.
    Protegerte de mi mente y lo roto que yo tengo, aunque tu valentía es más grande y no puedas contra ello, dimos un final que no enciclara más y terminara en un buen recuerdo.
    Hay mundos que explorar así como exploraste todo mi cuerpo,
    Y es todo lo que guardo a través de mi silencio.
    Cómo a un ciervo que brama por agua, yo soportare el peor de mis defectos.
    Dejar libre aquella alma que se aferró entre mis pocos afectos.
    No es la primera vez que me haya ocurrido esto... Pero debo admitir que es uno de mis más bellos momentos.
    Y si mi problema es el no querer ser asegurada... No es a causa tuya aquella encrucijada.

    Está vez me dejaré guiar por mi enojo aunque no sea correcto, me has conocido poco y menos con mi cerrado entrecejo.
    Y dirás que para enojo yo no tengo derecho, Pero no puedo evitar estar a la defensiva ante el mal concepto.
    Y es que hoy nos decimos adiós aunque duela mucho. Y en caminos diferentes bailamos bajo la lluvia aunque sea duro. En mi no hay posibilidad que te haya puesto... Y en ti habia mucha insistencia porque estabas dispuesto. No hay querer más grande que el proteger. Protegerte de mi mente y lo roto que yo tengo, aunque tu valentía es más grande y no puedas contra ello, dimos un final que no enciclara más y terminara en un buen recuerdo. Hay mundos que explorar así como exploraste todo mi cuerpo, Y es todo lo que guardo a través de mi silencio. Cómo a un ciervo que brama por agua, yo soportare el peor de mis defectos. Dejar libre aquella alma que se aferró entre mis pocos afectos. No es la primera vez que me haya ocurrido esto... Pero debo admitir que es uno de mis más bellos momentos. Y si mi problema es el no querer ser asegurada... No es a causa tuya aquella encrucijada. Está vez me dejaré guiar por mi enojo aunque no sea correcto, me has conocido poco y menos con mi cerrado entrecejo. Y dirás que para enojo yo no tengo derecho, Pero no puedo evitar estar a la defensiva ante el mal concepto.
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