• — Juntarse con Jack Frost ya le está pegando sus mañas de sumarse a las travesuras.
    En cuanto la nieve le fue a parar a su cara, enseguida fue a recoger una montaña de nieve entre sus manos y atacar al peliblanco desde detrás —
    — Juntarse con [JackFrost01] ya le está pegando sus mañas de sumarse a las travesuras. En cuanto la nieve le fue a parar a su cara, enseguida fue a recoger una montaña de nieve entre sus manos y atacar al peliblanco desde detrás —
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  • Quiero verle... Deseo verle... Pero estoy delirando ahora mismo, me hace tan mal y aun así lo tomé jaja mi hermano me va a matar

    - Reía cayendo al suelo y empiezan a salir lagrimas de sus ojos, de la alegría a la tristeza, era una montaña rusa de emociones, se acostó en la arena acurrucandose con su propio cuerpo, abrazandose a este
    Quiero verle... Deseo verle... Pero estoy delirando ahora mismo, me hace tan mal y aun así lo tomé jaja mi hermano me va a matar - Reía cayendo al suelo y empiezan a salir lagrimas de sus ojos, de la alegría a la tristeza, era una montaña rusa de emociones, se acostó en la arena acurrucandose con su propio cuerpo, abrazandose a este
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    Diez cosas sobre Mía:

    1. Adora el hidromiel aunque no le haga efecto alguno, su favorito, el hidromiel de la destilería amielada de carrera blanca.

    2. Le encantan los bollos de dulce, habrá guerra si le quitan uno y bueno… por ahí probó en cierta ocasión Skooma… (Si se entera papá Alduin y mamá Kari la matan) pero no le agradó, dijo que sabía a mierda, literalmente.

    3. Odia subir montañas, prefiere buscarle cosquillas a un troll de las nieves antes que subir una montaña.

    4. Le gusta ver la nieve y la lluvia caer, le encanta el sonido que estas hacen, la relajan.

    5. Sus mejores amigos son Serana Volkihar, el Dovahkiin y Cicero, este último la acompaña desde que era niña, era el quién la acompañaba cuando su madre se iba de misiones encomendadas por la Hermandad Oscura de Cheydinhall.

    6. Odia las arañas grandes, draugr y cualquier muerto viviente, evita las catacumbas pero a veces es imposible.

    7. Adora a su padre pero eso no quiere decir que quiere seguir sus pasos, quiere hacer su propio camino.

    8. Se puede pasar horas escuchando a los bardos, le encanta las historias, hasta Serana le tiene biblioteca en el castillo Volkihar solo para ella.

    9. Su arma favorita es el arco, aunque a veces usa dagas.

    10. Aunque por fuera parezca de carácter fuerte, por dentro es noble y emotiva, siempre lleva consigo un amuleto de Akatosh, no por que le rinda culto si no por qué ese amuleto le pertenecía a Kari, su madre, es su forma de honrarla.
    Diez cosas sobre Mía: 1. Adora el hidromiel aunque no le haga efecto alguno, su favorito, el hidromiel de la destilería amielada de carrera blanca. 2. Le encantan los bollos de dulce, habrá guerra si le quitan uno y bueno… por ahí probó en cierta ocasión Skooma… (Si se entera papá Alduin y mamá Kari la matan) pero no le agradó, dijo que sabía a mierda, literalmente. 3. Odia subir montañas, prefiere buscarle cosquillas a un troll de las nieves antes que subir una montaña. 4. Le gusta ver la nieve y la lluvia caer, le encanta el sonido que estas hacen, la relajan. 5. Sus mejores amigos son Serana Volkihar, el Dovahkiin y Cicero, este último la acompaña desde que era niña, era el quién la acompañaba cuando su madre se iba de misiones encomendadas por la Hermandad Oscura de Cheydinhall. 6. Odia las arañas grandes, draugr y cualquier muerto viviente, evita las catacumbas pero a veces es imposible. 7. Adora a su padre pero eso no quiere decir que quiere seguir sus pasos, quiere hacer su propio camino. 8. Se puede pasar horas escuchando a los bardos, le encanta las historias, hasta Serana le tiene biblioteca en el castillo Volkihar solo para ella. 9. Su arma favorita es el arco, aunque a veces usa dagas. 10. Aunque por fuera parezca de carácter fuerte, por dentro es noble y emotiva, siempre lleva consigo un amuleto de Akatosh, no por que le rinda culto si no por qué ese amuleto le pertenecía a Kari, su madre, es su forma de honrarla. :STK-4:
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  • Prólogo: La oración de Kari

    El sol se deslizaba suavemente sobre las montañas que marcaban la frontera entre Skyrim y Cyrodiil, tiñendo de dorado los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre árboles marchitos. En una pequeña aldea de paso, donde la vida se tejía entre comercio y rumores de guerra, una joven se encontraba frente a un altar improvisado en una repisa polvorienta.

    Sus dedos temblaban levemente al tomar el viejo amuleto de Akatosh, desgastado en los bordes. No por el uso, sino por el tiempo. Era todo lo que le quedaba de su padre.

    —Papá decía que siempre estás escuchando... —murmuró con una sonrisa quebrada—. Así que... por favor, Akatosh. Que hoy no sea un día pesado. Que los borrachos hoy se vayan temprano, que los platos sucios no se multipliquen y que no me duelan los pies antes de medianoche.

    Sus palabras flotaron en el aire como un suspiro. La taberna al borde del camino era su mundo ahora. Su escudo. Su cruz. La gente la llamaba Kari la Sonriente porque incluso cuando la tristeza se escondía detrás de sus ojos, nunca dejó de mostrar los dientes al destino.

    Afuera, los vientos traían consigo presagios. Guerras. Saqueos. Voces de dragones que solo los locos aseguraban oír en sueños.

    Pero esa noche... sería diferente.

    Al inicio todo marchó como cualquier otra jornada. Un par de viajeros ebrios, una canción vieja, risas de campesinos que se aferraban al último sorbo de alegría. Hasta que la puerta se abrió.

    Él no traía capa. Ni espada. Ni nombre.

    Solo una presencia que hizo que la taberna entera se sumiera en un silencio expectante. El fuego titubeó en la chimenea. Los perros dejaron de ladrar.

    Kari lo vio y sintió que el mundo se volvía más denso a su alrededor. No fue miedo lo que sintió. Fue un eco. Como si su alma recordara algo que su mente aún no conocía.

    El desconocido la miró. Sus ojos eran antiguos. Como los de las serpientes que lo han visto todo.

    Aquel fue el día en que Kari conoció al Devorador de Mundos.
    Y aunque ella pensaba que Akatosh no había respondido su plegaria…
    …él lo había hecho. Solo que a su manera.
    Prólogo: La oración de Kari El sol se deslizaba suavemente sobre las montañas que marcaban la frontera entre Skyrim y Cyrodiil, tiñendo de dorado los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre árboles marchitos. En una pequeña aldea de paso, donde la vida se tejía entre comercio y rumores de guerra, una joven se encontraba frente a un altar improvisado en una repisa polvorienta. Sus dedos temblaban levemente al tomar el viejo amuleto de Akatosh, desgastado en los bordes. No por el uso, sino por el tiempo. Era todo lo que le quedaba de su padre. —Papá decía que siempre estás escuchando... —murmuró con una sonrisa quebrada—. Así que... por favor, Akatosh. Que hoy no sea un día pesado. Que los borrachos hoy se vayan temprano, que los platos sucios no se multipliquen y que no me duelan los pies antes de medianoche. Sus palabras flotaron en el aire como un suspiro. La taberna al borde del camino era su mundo ahora. Su escudo. Su cruz. La gente la llamaba Kari la Sonriente porque incluso cuando la tristeza se escondía detrás de sus ojos, nunca dejó de mostrar los dientes al destino. Afuera, los vientos traían consigo presagios. Guerras. Saqueos. Voces de dragones que solo los locos aseguraban oír en sueños. Pero esa noche... sería diferente. Al inicio todo marchó como cualquier otra jornada. Un par de viajeros ebrios, una canción vieja, risas de campesinos que se aferraban al último sorbo de alegría. Hasta que la puerta se abrió. Él no traía capa. Ni espada. Ni nombre. Solo una presencia que hizo que la taberna entera se sumiera en un silencio expectante. El fuego titubeó en la chimenea. Los perros dejaron de ladrar. Kari lo vio y sintió que el mundo se volvía más denso a su alrededor. No fue miedo lo que sintió. Fue un eco. Como si su alma recordara algo que su mente aún no conocía. El desconocido la miró. Sus ojos eran antiguos. Como los de las serpientes que lo han visto todo. Aquel fue el día en que Kari conoció al Devorador de Mundos. Y aunque ella pensaba que Akatosh no había respondido su plegaria… …él lo había hecho. Solo que a su manera.
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  • Los mares que visitaste.
    Los ríos donde te bañaste.
    Los campos de flores dónde tus pies caminaron descalzos.
    Las montañas que escalaste.
    Las plantas que dibujaste.
    Las cosas que comiste.
    Los paisajes que visitaste.

    Sigo recorriendo el mismo camino, esperando poder encontrarme contigo al final del mundo, Dahlia.
    Los mares que visitaste. Los ríos donde te bañaste. Los campos de flores dónde tus pies caminaron descalzos. Las montañas que escalaste. Las plantas que dibujaste. Las cosas que comiste. Los paisajes que visitaste. Sigo recorriendo el mismo camino, esperando poder encontrarme contigo al final del mundo, Dahlia.
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  • "El regreso"

    Estaba llegando al monte Olimpo caminando tranquilamente, silbando una canción llena de tranquilidad, la verdad, no esperaba un recibimiento especial, ni mucho menos se los daría. Mi plan era entrar por atras, ir directo a mi habitación y que salga lo que salga.

    Activé mis botas y, con agilidad que podría asemejarse a la de un gato, comencé a subir la montaña, sin problemas, saltando entre las nubes y piedras, sin dejar de silbar una dulce melodía acompañada por el viento.

    Una vez arriba, usé el viento para abrir la ventana, entrando con la sonrisa de un niño que comete su fechoria.

    "El regreso" Estaba llegando al monte Olimpo caminando tranquilamente, silbando una canción llena de tranquilidad, la verdad, no esperaba un recibimiento especial, ni mucho menos se los daría. Mi plan era entrar por atras, ir directo a mi habitación y que salga lo que salga. Activé mis botas y, con agilidad que podría asemejarse a la de un gato, comencé a subir la montaña, sin problemas, saltando entre las nubes y piedras, sin dejar de silbar una dulce melodía acompañada por el viento. Una vez arriba, usé el viento para abrir la ventana, entrando con la sonrisa de un niño que comete su fechoria.
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  • El cielo no crujía. No porque estuviera en paz, sino porque esperaba. Como las bestias antes del salto, como el mar antes del naufragio.

    Zeus permanecía en lo alto, donde los vientos no se atreven a susurrar y las nubes no se forman sin su permiso. En la cima invisible del mundo, donde ningún altar llega y ninguna plegaria es necesaria, sus ojos repasaban el horizonte. No buscaba nada. Solo observaba lo inevitable.

    Los siglos pasaban sin que él parpadeara. La historia humana se derramaba como un río desbocado, repitiéndose con disfraces distintos. Reyes que se creían dioses. Dioses que se disfrazaban de hombres. Y en medio de todos ellos, Zeus, eterno y paciente, esperando el punto exacto donde el orden cede a la soberbia.

    Porque siempre llega.

    Debajo, los hombres gritaban órdenes, escribían leyes con tinta que no pesa, y creaban reglas para un mundo que no les pertenece. Pensaban haber domesticado a la tormenta, convertido la furia en fenómeno meteorológico. Se reían de los dioses entre cervezas y pantallas, sin comprender que el olvido no es poder. Es simplemente la antesala del despertar.

    Y entonces… el primer trueno.

    No cayó sobre una ciudad. No mató a nadie. No fue castigo, ni venganza. Fue un anuncio.

    Los pájaros lo sintieron primero. Luego, los perros. Luego, los niños. Aquellos que todavía no han aprendido a ignorar lo que no entienden.

    Él no bajó del cielo. No tuvo que hacerlo. Zeus nunca desciende. El mundo sube hasta él cuando está listo.

    En las montañas más solitarias, los árboles se inclinaron. En los mares más profundos, los remolinos detuvieron su danza. En las ciudades más ruidosas, hubo un segundo de absoluto silencio.

    No era nostalgia lo que lo traía de vuelta. No era la necesidad de un trono, ni de una guerra. Era la memoria. La suya… y la del mundo.

    Porque el mundo lo había olvidado. Y sin embargo, su sombra seguía allí, entre cada tormenta maldita, cada rayo que parte un cielo limpio sin razón. Él no busca sacrificios. Ni fe. Solo respeto.

    Zeus camina de nuevo, con pies que no pisan la tierra pero dejan huellas. No lleva corona. No necesita relámpagos para imponerse. Su mirada basta. Es el trueno contenido, el castigo en potencia, el equilibrio final entre ley y caos.

    Los dioses no mueren, solo se aburren. Zeus no.

    Porque a diferencia de los otros, él no fue creado por la humanidad. Él la soportó. La moldeó. La castigó y la perdonó más veces de las que alguien puede contar.

    Y esta vez, no vino a hablar.

    No necesita presentarse. No busca adoración. Solo quiere que recuerden algo que nunca debieron olvidar:

    Que hay cosas que no pueden ser nombradas sin consecuencia.

    Y entre ellas… está su nombre.

    Zeus.

    #desafiodivino #misiondiarialunes
    El cielo no crujía. No porque estuviera en paz, sino porque esperaba. Como las bestias antes del salto, como el mar antes del naufragio. Zeus permanecía en lo alto, donde los vientos no se atreven a susurrar y las nubes no se forman sin su permiso. En la cima invisible del mundo, donde ningún altar llega y ninguna plegaria es necesaria, sus ojos repasaban el horizonte. No buscaba nada. Solo observaba lo inevitable. Los siglos pasaban sin que él parpadeara. La historia humana se derramaba como un río desbocado, repitiéndose con disfraces distintos. Reyes que se creían dioses. Dioses que se disfrazaban de hombres. Y en medio de todos ellos, Zeus, eterno y paciente, esperando el punto exacto donde el orden cede a la soberbia. Porque siempre llega. Debajo, los hombres gritaban órdenes, escribían leyes con tinta que no pesa, y creaban reglas para un mundo que no les pertenece. Pensaban haber domesticado a la tormenta, convertido la furia en fenómeno meteorológico. Se reían de los dioses entre cervezas y pantallas, sin comprender que el olvido no es poder. Es simplemente la antesala del despertar. Y entonces… el primer trueno. No cayó sobre una ciudad. No mató a nadie. No fue castigo, ni venganza. Fue un anuncio. Los pájaros lo sintieron primero. Luego, los perros. Luego, los niños. Aquellos que todavía no han aprendido a ignorar lo que no entienden. Él no bajó del cielo. No tuvo que hacerlo. Zeus nunca desciende. El mundo sube hasta él cuando está listo. En las montañas más solitarias, los árboles se inclinaron. En los mares más profundos, los remolinos detuvieron su danza. En las ciudades más ruidosas, hubo un segundo de absoluto silencio. No era nostalgia lo que lo traía de vuelta. No era la necesidad de un trono, ni de una guerra. Era la memoria. La suya… y la del mundo. Porque el mundo lo había olvidado. Y sin embargo, su sombra seguía allí, entre cada tormenta maldita, cada rayo que parte un cielo limpio sin razón. Él no busca sacrificios. Ni fe. Solo respeto. Zeus camina de nuevo, con pies que no pisan la tierra pero dejan huellas. No lleva corona. No necesita relámpagos para imponerse. Su mirada basta. Es el trueno contenido, el castigo en potencia, el equilibrio final entre ley y caos. Los dioses no mueren, solo se aburren. Zeus no. Porque a diferencia de los otros, él no fue creado por la humanidad. Él la soportó. La moldeó. La castigó y la perdonó más veces de las que alguien puede contar. Y esta vez, no vino a hablar. No necesita presentarse. No busca adoración. Solo quiere que recuerden algo que nunca debieron olvidar: Que hay cosas que no pueden ser nombradas sin consecuencia. Y entre ellas… está su nombre. Zeus. #desafiodivino #misiondiarialunes
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  • La ncohe empezaba a caer a las afueras de Sogen, un pueblo nativo humano en la periferia del Reino. Asuna, decidiendo darse un breve descanso de su viaje, se asentó allí por una temporada; era inqulina en el granero de una familia de granjeros, no pagaba renta, se ganaba el sustento ayudando en las labores y cada tanto visitaba las termas naturales en la montaña cercana. Aquella noche no era la exepción.

    Al llegar a su destino trás 20 minutos de caminata bajo la luz de la luna llena; se encontró con un balneario desolado. No le molestaba la compañia, pero al ir a esas hoas era compreensible que estuviese vacio. No perdió el tiempo y se despojó de sus prendas, las dejó sobre una roca a la vista y se metió al agua.

    —...

    Con algo de suerte no seria importunada, pero antes de que pudiera entrar por completo, sintió una mirada.

    —...Si hay alguien por ahi; no sientas verguenza. No me molesta la compañia.
    La ncohe empezaba a caer a las afueras de Sogen, un pueblo nativo humano en la periferia del Reino. Asuna, decidiendo darse un breve descanso de su viaje, se asentó allí por una temporada; era inqulina en el granero de una familia de granjeros, no pagaba renta, se ganaba el sustento ayudando en las labores y cada tanto visitaba las termas naturales en la montaña cercana. Aquella noche no era la exepción. Al llegar a su destino trás 20 minutos de caminata bajo la luz de la luna llena; se encontró con un balneario desolado. No le molestaba la compañia, pero al ir a esas hoas era compreensible que estuviese vacio. No perdió el tiempo y se despojó de sus prendas, las dejó sobre una roca a la vista y se metió al agua. —... Con algo de suerte no seria importunada, pero antes de que pudiera entrar por completo, sintió una mirada. —...Si hay alguien por ahi; no sientas verguenza. No me molesta la compañia.
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  • Umbagon Vezof.
    Fandom House of the Dragon & Marvel
    Categoría Crossover
    El cielo del Norte tenía un color distinto al de Rocadragón. Más gris. Más antiguo. Más hostil. El viento era denso. Las montañas parecían más altas, los valles más helados, y el aire… el aire tenía ese sabor a soledad que solo se encuentra donde los hombres dejaron de rezar. Volar hacia su ciudad natal no era parte de sus deseos, pero Ravenna no se permitía deseos, tan solo lealtad. Su juramento con Rhaenyra la empujó hacia Invernalia.

    Erebos surcaba las alturas con elegancia. Su silueta rasgaba el cielo nocturno como una grieta viva, un dios antiguo de escamas negras, cuyo tamaño desafiaba la razón y cuya presencia silenciaba hasta el propio viento. Las alas vastas, se desplegaban con una cadencia solemne, implacable. Cada batida resonaba como un tambor en el pecho de Ravenna. Desde allí arriba, podía ver el mundo entero desde la distancia.
    Sin embargo, nada la apartaba de sus pensamientos. Ni siquiera el frío gélido del Norte.
    Su mente volvía una y otra vez a Rocadragón. A los ojos de Rhaenyra, que se deslizaban sobre ella con una ternura contenida, no dicha, como si amarle fuese peligroso. Y lo era. Lo sabían ambas. Había un mundo entero esperando destruirlas, y aún así, bastaba con una mirada para hacer temblar sus principios. Bastaba con una noche a solas para que lo inevitable se colara por las grietas.

    ¿Y qué había de Daemon?... Ah... Daemon... Esa sombra que rondaba siempre demasiado cerca. Eran aquellos ojos, aquel rostro que le recordaba a algo primario, algo que nacía oculto en su interior, una parte de su alcurnia. Del lugar del que realmente ella procedía. Y es que, al final, él formaba parte de ella ,de algún modo u otro. Tenía sangre de su sangre. Y eso... le despertaba sentimientos demasiado contradictorios.
    Ravenna había nacido bajo el fuego, pero era el hielo quien la gobernaba.

    El mundo creía que los Targaryen no eran como los demás hombres, y quizá tuvieran razón. La sangre del dragón era una promesa, una maldición, una canción susurrada en la cuna mucho antes de que el niño aprendiera a caminar. "Lo que arde, se funde. Lo que vuela, se eleva por encima del juicio de los hombres."

    Daemon. Rhaenyra.

    Ambos eran suyos y no lo eran. Uno, su tío, el fuego encarnado con la forma de un hombre impaciente y cruel. La otra, su hermana, igual de ardiente, igual de letal, aunque con una dulzura que no encajaba del todo con la armadura que la corte le había obligado a vestir.
    Con Daemon, Ravenna sentía el filo de la daga. Con Rhaenyra, la llama.
    No se había criado con ellos. No los conocía como se conoce a los hermanos, con la cercanía que ahoga el deseo y lo transforma en rutina o hastío. Se los había encontrado ya adultos, forjados por la guerra, el poder y la pérdida. Y ellos la miraban como si fuera una criatura surgida del mismo presagio que los había marcado a todos: el fin del linaje, la ruina del trono.
    Pero la sangre llamaba a la sangre.

    A veces, al volar sobre Umbra, pensaba en los labios de Rhaenyra, y en la forma en la que Daemon la miraba cuando creía que nadie lo veía. Era deseo, sí. Pero también era algo más antiguo. Algo más profundo. Como si sus cuerpos, al encontrarse, recordaran algo que su mente no alcanzaba a comprender del todo.

    La sangre Targaryen tenía su propia memoria, y susurros antiguos corrían por sus venas como un veneno dulce: Lo que está roto, se desea. Y lo que estaba perdido, se buscaba...
    Daemon Targaryen había conocido muchas mujeres. Había amado a pocas. Y respetado, quizá, a menos aún. Pero cuando sus ojos se posaron por primera vez en Ravenna, la hija bastarda del viejo Viserys algo se removió en su interior.
    No fue deseo, no al principio. O no fue tan sencillo. Fue una impresión, un presagio. Como si la viera y su sangre, esa sangre orgullosa y marchita que tantos reyes habían derramado, recordara algo que él no sabía haber olvidado.
    Ravenna no era tan solo hermosa según los cantares. Su belleza era más vieja, más salvaje. No tenía el fulgor dorado de Rhaenyra, tenía la oscuridad de la medianoche, el silencio de las criptas, la dignidad de los lugares malditos que nadie se atreve a nombrar.
    Llevaba el luto como otros llevan coronas. Y aunque vestía como una viuda o una sombra, no había nada pasivo en ella. La rigidez de sus hombros, la firmeza del mentón, los ojos helados como el cielo de Invernalia... cada parte de ella gritaba poder contenido.

    Daemon la observó con fascinación y una necesidad absurda de acercarse.

    La sangre llamaba a la sangre.

    Ella no lo buscaba. No lo deseaba. No parecía necesitar a nadie. Y eso fue lo que más lo perturbó. Que en su mirada no hubiera ni hambre ni súplica.
    Ravenna lo conocía no como Daemon el príncipe, ni como el matadragones. Lo conocía como uno reconoce el filo de su propia daga. Como quien sabe exactamente cuántas veces ha sangrado y cuántas más lo hará.

    Los dioses forjaban los lazos más terribles con el fuego y la sombra. Y los Targaryen no eran más que sus peones… que sus castigos.

    Aún recordaba el primer momento en el que lo vio...

    ...

    El salón olía a piedra húmeda, a cera derramada.
    Daemon había asistido a demasiadas reuniones como aquella: señores disputando tierras, bastardos alzando la voz como si fueran príncipes, y reyes sin corona jugando a fingir autoridad. Todo le resultaba tedioso.

    Se sirvió vino antes de que se lo ofrecieran, como siempre, y ocupó su asiento como quien ocupa un trono. La mayoría evitaba su mirada, otros lo desafiaban con fingida valentía, pero ninguno tenía el rostro que él vio cruzar el umbral aquella noche.

    La figura avanzó con paso lento, medido. Una mujer que vestía de negro como si el luto le perteneciera por derecho. Su cabello no brillaba como el oro pálido de los Velaryon, ni resplandecía con el blanco plateado que se esperaba de los descendientes de Valyria. El suyo era más oscuro, más cruel. Negro, sí. Negro como las alas de un cuervo vetusto, pero no como el de los bastardos que se escondían como ratas. No... ella era diferente... Entre aquellas sombras ondeaban mechones de un gris tan pálido como la ceniza de los huesos. Algo que no dejaba duda de su ascendencia real, el legado inequívoco.

    Daemon apoyó el codo en la mesa, ladeó apenas la cabeza y dejó que el vino rozara sus labios sin beber, observándola con fascinación. Había visto mujeres hermosas, pero ninguna lo había mirado así.
    Y la deseó como solo desean los hombres que ya lo han tenido todo.

    ...


    El Norte se extendía bajo ella como un cadáver blanco, inmenso, silencioso, congelado en su último aliento. El viento golpeaba su rostro con dedos helados, intentando arañar su piel, pero ella ya no sentía el frío como antes. Hacía años que la nieve le había dejado de parecer cruel. A veces, incluso, lo añoraba.
    En todo aquello cavilaba, cuando de pronto, el cielo se desgarró.

    Un destello. Un crujido seco, como si el firmamento se hubiese partido por la mitad. Una grieta luminosa se abrió entre las nubes, dorada y sucia, como una herida reciente. Erebos lanzó un rugido profundo, tenso, y giró en el aire. Ravenna alzó la cabeza justo a tiempo para verlo: algo descendía.
    No era estrella. No era un dragón. No era hombre. Era una sombra envuelta en fuego, cayendo. Descendía a una velocidad imposible, como si no hubiese aire, ni resistencia, ni voluntad que pudiera frenarlo.

    El impacto no fue explosivo. Fue profundo. A lo lejos, la nieve se alzó en columnas blancas, y la tierra tembló.

    Ravenna sujetó con fuerza las riendas del dragón, sus ojos clavados en el punto donde la figura había desaparecido.

    El suelo tembló incluso a kilómetros de distancia. Y ella lo sintió. El peso de ese momento en el pecho, como si la magia misma del mundo se hubiese encogido de miedo.
    Desde el aire, cuando finalmente logró alcanzar la zona del impacto, lo vio.
    Un cráter gigante, humeante. Y en su centro… una figura humana. Reposaba de lado, como si hubiese sido depositado con ternura en mitad del hielo pese a la fuerza con la que había caído. Llevaba un traje que no se correspondía con nada que conociera en este mundo. Su cuerpo parecía intacto. Inconsciente, quizás. O tal vez no.

    Erebos bufó, inquieto. La cola del dragón se agitó como un látigo y un chorro de vapor emergió de sus fauces entreabiertas. Sus ojos centellearon con una furia contenida, como si pudiese ver más allá de la carne, más allá del cráter, más allá del mundo.

    Ravenna no apartó la mirada de la figura caída y sin soltar las riendas, alzó su mano enguantada y acarició con firmeza el cuello del dragón.
    Erebos gruñó. Sus alas batieron una vez más, y luego planearon. La criatura descendió, obedeciendo.

    El viento se espesaba, cargado de aquella energía. No era magia. Era otra cosa. Algo que le erizaba el vello.
    A unos veinte pasos del cuerpo, hizo que Erebos se posara en la cima de una loma. El dragón encajó sus garras con un crujido sordo en la roca helada. Desde allí, Ravenna descendió sola, con pasos lentos, uno tras otro, como si cada pisada sobre la nieve.

    La figura seguía sin moverse.

    Ravenna se detuvo. No lo suficientemente cerca para tocarlo, pero sí para ver su rostro.


    El cielo del Norte tenía un color distinto al de Rocadragón. Más gris. Más antiguo. Más hostil. El viento era denso. Las montañas parecían más altas, los valles más helados, y el aire… el aire tenía ese sabor a soledad que solo se encuentra donde los hombres dejaron de rezar. Volar hacia su ciudad natal no era parte de sus deseos, pero Ravenna no se permitía deseos, tan solo lealtad. Su juramento con Rhaenyra la empujó hacia Invernalia. Erebos surcaba las alturas con elegancia. Su silueta rasgaba el cielo nocturno como una grieta viva, un dios antiguo de escamas negras, cuyo tamaño desafiaba la razón y cuya presencia silenciaba hasta el propio viento. Las alas vastas, se desplegaban con una cadencia solemne, implacable. Cada batida resonaba como un tambor en el pecho de Ravenna. Desde allí arriba, podía ver el mundo entero desde la distancia. Sin embargo, nada la apartaba de sus pensamientos. Ni siquiera el frío gélido del Norte. Su mente volvía una y otra vez a Rocadragón. A los ojos de Rhaenyra, que se deslizaban sobre ella con una ternura contenida, no dicha, como si amarle fuese peligroso. Y lo era. Lo sabían ambas. Había un mundo entero esperando destruirlas, y aún así, bastaba con una mirada para hacer temblar sus principios. Bastaba con una noche a solas para que lo inevitable se colara por las grietas. ¿Y qué había de Daemon?... Ah... Daemon... Esa sombra que rondaba siempre demasiado cerca. Eran aquellos ojos, aquel rostro que le recordaba a algo primario, algo que nacía oculto en su interior, una parte de su alcurnia. Del lugar del que realmente ella procedía. Y es que, al final, él formaba parte de ella ,de algún modo u otro. Tenía sangre de su sangre. Y eso... le despertaba sentimientos demasiado contradictorios. Ravenna había nacido bajo el fuego, pero era el hielo quien la gobernaba. El mundo creía que los Targaryen no eran como los demás hombres, y quizá tuvieran razón. La sangre del dragón era una promesa, una maldición, una canción susurrada en la cuna mucho antes de que el niño aprendiera a caminar. "Lo que arde, se funde. Lo que vuela, se eleva por encima del juicio de los hombres." Daemon. Rhaenyra. Ambos eran suyos y no lo eran. Uno, su tío, el fuego encarnado con la forma de un hombre impaciente y cruel. La otra, su hermana, igual de ardiente, igual de letal, aunque con una dulzura que no encajaba del todo con la armadura que la corte le había obligado a vestir. Con Daemon, Ravenna sentía el filo de la daga. Con Rhaenyra, la llama. No se había criado con ellos. No los conocía como se conoce a los hermanos, con la cercanía que ahoga el deseo y lo transforma en rutina o hastío. Se los había encontrado ya adultos, forjados por la guerra, el poder y la pérdida. Y ellos la miraban como si fuera una criatura surgida del mismo presagio que los había marcado a todos: el fin del linaje, la ruina del trono. Pero la sangre llamaba a la sangre. A veces, al volar sobre Umbra, pensaba en los labios de Rhaenyra, y en la forma en la que Daemon la miraba cuando creía que nadie lo veía. Era deseo, sí. Pero también era algo más antiguo. Algo más profundo. Como si sus cuerpos, al encontrarse, recordaran algo que su mente no alcanzaba a comprender del todo. La sangre Targaryen tenía su propia memoria, y susurros antiguos corrían por sus venas como un veneno dulce: Lo que está roto, se desea. Y lo que estaba perdido, se buscaba... Daemon Targaryen había conocido muchas mujeres. Había amado a pocas. Y respetado, quizá, a menos aún. Pero cuando sus ojos se posaron por primera vez en Ravenna, la hija bastarda del viejo Viserys algo se removió en su interior. No fue deseo, no al principio. O no fue tan sencillo. Fue una impresión, un presagio. Como si la viera y su sangre, esa sangre orgullosa y marchita que tantos reyes habían derramado, recordara algo que él no sabía haber olvidado. Ravenna no era tan solo hermosa según los cantares. Su belleza era más vieja, más salvaje. No tenía el fulgor dorado de Rhaenyra, tenía la oscuridad de la medianoche, el silencio de las criptas, la dignidad de los lugares malditos que nadie se atreve a nombrar. Llevaba el luto como otros llevan coronas. Y aunque vestía como una viuda o una sombra, no había nada pasivo en ella. La rigidez de sus hombros, la firmeza del mentón, los ojos helados como el cielo de Invernalia... cada parte de ella gritaba poder contenido. Daemon la observó con fascinación y una necesidad absurda de acercarse. La sangre llamaba a la sangre. Ella no lo buscaba. No lo deseaba. No parecía necesitar a nadie. Y eso fue lo que más lo perturbó. Que en su mirada no hubiera ni hambre ni súplica. Ravenna lo conocía no como Daemon el príncipe, ni como el matadragones. Lo conocía como uno reconoce el filo de su propia daga. Como quien sabe exactamente cuántas veces ha sangrado y cuántas más lo hará. Los dioses forjaban los lazos más terribles con el fuego y la sombra. Y los Targaryen no eran más que sus peones… que sus castigos. Aún recordaba el primer momento en el que lo vio... ... El salón olía a piedra húmeda, a cera derramada. Daemon había asistido a demasiadas reuniones como aquella: señores disputando tierras, bastardos alzando la voz como si fueran príncipes, y reyes sin corona jugando a fingir autoridad. Todo le resultaba tedioso. Se sirvió vino antes de que se lo ofrecieran, como siempre, y ocupó su asiento como quien ocupa un trono. La mayoría evitaba su mirada, otros lo desafiaban con fingida valentía, pero ninguno tenía el rostro que él vio cruzar el umbral aquella noche. La figura avanzó con paso lento, medido. Una mujer que vestía de negro como si el luto le perteneciera por derecho. Su cabello no brillaba como el oro pálido de los Velaryon, ni resplandecía con el blanco plateado que se esperaba de los descendientes de Valyria. El suyo era más oscuro, más cruel. Negro, sí. Negro como las alas de un cuervo vetusto, pero no como el de los bastardos que se escondían como ratas. No... ella era diferente... Entre aquellas sombras ondeaban mechones de un gris tan pálido como la ceniza de los huesos. Algo que no dejaba duda de su ascendencia real, el legado inequívoco. Daemon apoyó el codo en la mesa, ladeó apenas la cabeza y dejó que el vino rozara sus labios sin beber, observándola con fascinación. Había visto mujeres hermosas, pero ninguna lo había mirado así. Y la deseó como solo desean los hombres que ya lo han tenido todo. ... El Norte se extendía bajo ella como un cadáver blanco, inmenso, silencioso, congelado en su último aliento. El viento golpeaba su rostro con dedos helados, intentando arañar su piel, pero ella ya no sentía el frío como antes. Hacía años que la nieve le había dejado de parecer cruel. A veces, incluso, lo añoraba. En todo aquello cavilaba, cuando de pronto, el cielo se desgarró. Un destello. Un crujido seco, como si el firmamento se hubiese partido por la mitad. Una grieta luminosa se abrió entre las nubes, dorada y sucia, como una herida reciente. Erebos lanzó un rugido profundo, tenso, y giró en el aire. Ravenna alzó la cabeza justo a tiempo para verlo: algo descendía. No era estrella. No era un dragón. No era hombre. Era una sombra envuelta en fuego, cayendo. Descendía a una velocidad imposible, como si no hubiese aire, ni resistencia, ni voluntad que pudiera frenarlo. El impacto no fue explosivo. Fue profundo. A lo lejos, la nieve se alzó en columnas blancas, y la tierra tembló. Ravenna sujetó con fuerza las riendas del dragón, sus ojos clavados en el punto donde la figura había desaparecido. El suelo tembló incluso a kilómetros de distancia. Y ella lo sintió. El peso de ese momento en el pecho, como si la magia misma del mundo se hubiese encogido de miedo. Desde el aire, cuando finalmente logró alcanzar la zona del impacto, lo vio. Un cráter gigante, humeante. Y en su centro… una figura humana. Reposaba de lado, como si hubiese sido depositado con ternura en mitad del hielo pese a la fuerza con la que había caído. Llevaba un traje que no se correspondía con nada que conociera en este mundo. Su cuerpo parecía intacto. Inconsciente, quizás. O tal vez no. Erebos bufó, inquieto. La cola del dragón se agitó como un látigo y un chorro de vapor emergió de sus fauces entreabiertas. Sus ojos centellearon con una furia contenida, como si pudiese ver más allá de la carne, más allá del cráter, más allá del mundo. Ravenna no apartó la mirada de la figura caída y sin soltar las riendas, alzó su mano enguantada y acarició con firmeza el cuello del dragón. Erebos gruñó. Sus alas batieron una vez más, y luego planearon. La criatura descendió, obedeciendo. El viento se espesaba, cargado de aquella energía. No era magia. Era otra cosa. Algo que le erizaba el vello. A unos veinte pasos del cuerpo, hizo que Erebos se posara en la cima de una loma. El dragón encajó sus garras con un crujido sordo en la roca helada. Desde allí, Ravenna descendió sola, con pasos lentos, uno tras otro, como si cada pisada sobre la nieve. La figura seguía sin moverse. Ravenna se detuvo. No lo suficientemente cerca para tocarlo, pero sí para ver su rostro.
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    Grupal
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    Cualquier línea
    Estado
    Disponible
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  • ROL ABIERTO-

    -Antigua China,- En la hermosa y reciente entrada de la primavera, cada atardecer era un mágico espectacuo entre aquellas lejanas montañas donde la pequeña Secta Jixuan se comenzaba a alzar desde sus tiernos inicios, de pocos discipulos pero muy diligentes, asi como personas de servicio que eran un poco mayores o ancianos que solian brindar sabiduría a ls jovenes.
    Un hermoso espacio rodeado de montañas que servían de murallas y fieles centinelas; desde su despertar con los primeros rayos de sol, hasta la apacible noche con ese resplandor lunar que bañaba cada rincón de aquel pacifico sitio y sus moradores.

    Siendo cuidado por sus dos maestros principales, Xiao Xingchen conocido tambien como suave brisa y brillante Luna, y Xue Yang Chengmei, un antiguo cultivador de practicas de energía resentida, aunque ahora gracias a su encuentro con ese joven monje sus dias de travesuras habian sido remplazadas por alegrias y juegos.

    Al culminar sus actividades por la tarde, despues de enseñar a los jovenes estudiantes y practicar un poco de metitación se tomó un momento para poder darse una ducha en el manantial, dejando sus interiores puestos sobre sus hombros y asi relajar sus musculos del ejercicio diario, no solo de practico de esgrima sino tambien cuidar el huerto y los alrededores requerian su atencion-
    ROL ABIERTO- -Antigua China,- En la hermosa y reciente entrada de la primavera, cada atardecer era un mágico espectacuo entre aquellas lejanas montañas donde la pequeña Secta Jixuan se comenzaba a alzar desde sus tiernos inicios, de pocos discipulos pero muy diligentes, asi como personas de servicio que eran un poco mayores o ancianos que solian brindar sabiduría a ls jovenes. Un hermoso espacio rodeado de montañas que servían de murallas y fieles centinelas; desde su despertar con los primeros rayos de sol, hasta la apacible noche con ese resplandor lunar que bañaba cada rincón de aquel pacifico sitio y sus moradores. Siendo cuidado por sus dos maestros principales, Xiao Xingchen conocido tambien como suave brisa y brillante Luna, y Xue Yang Chengmei, un antiguo cultivador de practicas de energía resentida, aunque ahora gracias a su encuentro con ese joven monje sus dias de travesuras habian sido remplazadas por alegrias y juegos. Al culminar sus actividades por la tarde, despues de enseñar a los jovenes estudiantes y practicar un poco de metitación se tomó un momento para poder darse una ducha en el manantial, dejando sus interiores puestos sobre sus hombros y asi relajar sus musculos del ejercicio diario, no solo de practico de esgrima sino tambien cuidar el huerto y los alrededores requerian su atencion-
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