Conviviendo entre mortales:
La maestra Mei.
Earthrrealm — Fangjiang.
(Autoconclusivo)
Una mañana, Mei descendió al corazón de la aldea en busca de provisiones. El mercado bullía con vida, entre risas, regateos y el sonido de los morteros machacando hierbas. Tras adquirir lo necesario, se detuvo frente al antiguo templo del pueblo. Allí, entre incienso y cintas de oración, se rendía culto a los dioses... en especial a su padre.
Observó en silencio las ofrendas de frutas, flores, estandartes y pequeñas estatuillas de Fujin. El respeto y devoción que los aldeanos le profesaban la conmovía profundamente. Él, el dios de los vientos, el guardián de las tormentas suaves y los susurros del cielo… era amado. Y lo merecía. Él era cálido, risueño, protector. Más cercano al corazón humano que su hermano Raiden, cuya severidad inspiraba temor más que afecto.
Mientras meditaba, un grupo de niños se acercó, curiosos. Uno de ellos, un niño de cabellos revueltos y sonrisa astuta, le preguntó:
—¿Tú también vienes a pedirle cosas a los dioses?
Mei despertó de sus pensamientos y les regaló una sonrisa serena.
—Sí… también yo pido cosas, aunque a veces solo vengo a dar las gracias.
—¡Yo también le pido cosas al dios Fujin! —dijo el pequeño con entusiasmo—. A veces me escucha… otras no tanto.
—Mi abuela dice que hay que dejarle dulces si quieres que te escuche siempre —agregó una niña, muy convencida.
Mei rió suavemente.
—¿Quieren escuchar una historia sobre los dioses?
Un coro de voces al unísono exclamó: “¡Sí!”
Y así, los condujo hasta la sombra de un gran cerezo, no muy lejos del templo. Allí se sentaron, y Mei, con voz dulce y clara, comenzó a relatar las aventuras que había presenciado en los salones celestiales. Habló de dragones y estrellas, de batallas que no dañaban y de danzas de viento sobre las montañas. Omitía su nombre, pero dejaba que su alma se filtrara entre las palabras.
Los niños, embelesados, regresaban cada día. Al principio por las historias, luego por las preguntas, más tarde por el conocimiento. Mei, al ver su sed de saber, decidió que su hogar debía acoger esa nueva misión.
Junto al jardín, construyó un salón pequeño, cálido y perfumado con flores. Colgó dibujos de animales, mapas del cielo, frases de sabiduría. Cuando estuvo listo, llevó a los niños allí, y sus ojos se iluminaron. Desde entonces, cada mañana, se sentaban con ella a aprender, a preguntar, a imaginar.
Y así, sin saberlo del todo, Mei dejó de ser solo la sanadora… para convertirse en maestra.
Porque enseñar también era sanar.
Y bajo el mismo cielo, donde antes fue hija de un dios, ahora era guía de pequeñas almas humanas.
La maestra Mei.
Earthrrealm — Fangjiang.
(Autoconclusivo)
Una mañana, Mei descendió al corazón de la aldea en busca de provisiones. El mercado bullía con vida, entre risas, regateos y el sonido de los morteros machacando hierbas. Tras adquirir lo necesario, se detuvo frente al antiguo templo del pueblo. Allí, entre incienso y cintas de oración, se rendía culto a los dioses... en especial a su padre.
Observó en silencio las ofrendas de frutas, flores, estandartes y pequeñas estatuillas de Fujin. El respeto y devoción que los aldeanos le profesaban la conmovía profundamente. Él, el dios de los vientos, el guardián de las tormentas suaves y los susurros del cielo… era amado. Y lo merecía. Él era cálido, risueño, protector. Más cercano al corazón humano que su hermano Raiden, cuya severidad inspiraba temor más que afecto.
Mientras meditaba, un grupo de niños se acercó, curiosos. Uno de ellos, un niño de cabellos revueltos y sonrisa astuta, le preguntó:
—¿Tú también vienes a pedirle cosas a los dioses?
Mei despertó de sus pensamientos y les regaló una sonrisa serena.
—Sí… también yo pido cosas, aunque a veces solo vengo a dar las gracias.
—¡Yo también le pido cosas al dios Fujin! —dijo el pequeño con entusiasmo—. A veces me escucha… otras no tanto.
—Mi abuela dice que hay que dejarle dulces si quieres que te escuche siempre —agregó una niña, muy convencida.
Mei rió suavemente.
—¿Quieren escuchar una historia sobre los dioses?
Un coro de voces al unísono exclamó: “¡Sí!”
Y así, los condujo hasta la sombra de un gran cerezo, no muy lejos del templo. Allí se sentaron, y Mei, con voz dulce y clara, comenzó a relatar las aventuras que había presenciado en los salones celestiales. Habló de dragones y estrellas, de batallas que no dañaban y de danzas de viento sobre las montañas. Omitía su nombre, pero dejaba que su alma se filtrara entre las palabras.
Los niños, embelesados, regresaban cada día. Al principio por las historias, luego por las preguntas, más tarde por el conocimiento. Mei, al ver su sed de saber, decidió que su hogar debía acoger esa nueva misión.
Junto al jardín, construyó un salón pequeño, cálido y perfumado con flores. Colgó dibujos de animales, mapas del cielo, frases de sabiduría. Cuando estuvo listo, llevó a los niños allí, y sus ojos se iluminaron. Desde entonces, cada mañana, se sentaban con ella a aprender, a preguntar, a imaginar.
Y así, sin saberlo del todo, Mei dejó de ser solo la sanadora… para convertirse en maestra.
Porque enseñar también era sanar.
Y bajo el mismo cielo, donde antes fue hija de un dios, ahora era guía de pequeñas almas humanas.
Conviviendo entre mortales:
La maestra Mei.
Earthrrealm — Fangjiang.
(Autoconclusivo)
Una mañana, Mei descendió al corazón de la aldea en busca de provisiones. El mercado bullía con vida, entre risas, regateos y el sonido de los morteros machacando hierbas. Tras adquirir lo necesario, se detuvo frente al antiguo templo del pueblo. Allí, entre incienso y cintas de oración, se rendía culto a los dioses... en especial a su padre.
Observó en silencio las ofrendas de frutas, flores, estandartes y pequeñas estatuillas de Fujin. El respeto y devoción que los aldeanos le profesaban la conmovía profundamente. Él, el dios de los vientos, el guardián de las tormentas suaves y los susurros del cielo… era amado. Y lo merecía. Él era cálido, risueño, protector. Más cercano al corazón humano que su hermano Raiden, cuya severidad inspiraba temor más que afecto.
Mientras meditaba, un grupo de niños se acercó, curiosos. Uno de ellos, un niño de cabellos revueltos y sonrisa astuta, le preguntó:
—¿Tú también vienes a pedirle cosas a los dioses?
Mei despertó de sus pensamientos y les regaló una sonrisa serena.
—Sí… también yo pido cosas, aunque a veces solo vengo a dar las gracias.
—¡Yo también le pido cosas al dios Fujin! —dijo el pequeño con entusiasmo—. A veces me escucha… otras no tanto.
—Mi abuela dice que hay que dejarle dulces si quieres que te escuche siempre —agregó una niña, muy convencida.
Mei rió suavemente.
—¿Quieren escuchar una historia sobre los dioses?
Un coro de voces al unísono exclamó: “¡Sí!”
Y así, los condujo hasta la sombra de un gran cerezo, no muy lejos del templo. Allí se sentaron, y Mei, con voz dulce y clara, comenzó a relatar las aventuras que había presenciado en los salones celestiales. Habló de dragones y estrellas, de batallas que no dañaban y de danzas de viento sobre las montañas. Omitía su nombre, pero dejaba que su alma se filtrara entre las palabras.
Los niños, embelesados, regresaban cada día. Al principio por las historias, luego por las preguntas, más tarde por el conocimiento. Mei, al ver su sed de saber, decidió que su hogar debía acoger esa nueva misión.
Junto al jardín, construyó un salón pequeño, cálido y perfumado con flores. Colgó dibujos de animales, mapas del cielo, frases de sabiduría. Cuando estuvo listo, llevó a los niños allí, y sus ojos se iluminaron. Desde entonces, cada mañana, se sentaban con ella a aprender, a preguntar, a imaginar.
Y así, sin saberlo del todo, Mei dejó de ser solo la sanadora… para convertirse en maestra.
Porque enseñar también era sanar.
Y bajo el mismo cielo, donde antes fue hija de un dios, ahora era guía de pequeñas almas humanas.

