• "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella)

    El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos.

    Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino.

    Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo.

    Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente.

    Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar.

    Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras.

    Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor.

    Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto.

    Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado.

    Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser.

    El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
    "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella) El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos. Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino. Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo. Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente. Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar. Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras. Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor. Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto. Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado. Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser. El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
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  • Año 4E 200 — Skyrim, al borde de la ruptura

    El viento ruge en las montañas, pero los oídos de los hombres han olvidado cómo escucharlo.
    Los clanes se fragmentan, los Vigilantes de Stendarr rastrean pactos oscuros, y el Imperio apenas respira tras su guerra contra el Dominio Aldmeri.

    En medio de esta calma quebradiza, el mundo tiembla por una razón que aún no comprende:

    Dos Sangres de Dragón han despertado.

    El primero, elegido por los dioses, siente en su alma el deber de proteger el equilibrio.

    La segunda, nacida del rugido de Alduin, carga un linaje que el mundo debería temer… pero ella no comparte la voluntad de su creador.

    Alduin la observa desde más allá del tiempo.
    Él la ve como su legado, su heredera, su criatura destinada a ser llama y fin.
    Ella, en cambio, se pregunta si su sangre define su destino… o si aún puede elegir otro camino.

    Los dragones duermen.
    El grito ancestral retumba en sueños.
    Y las estrellas aguardan la elección que cambiará el curso de Nirn.
    Año 4E 200 — Skyrim, al borde de la ruptura El viento ruge en las montañas, pero los oídos de los hombres han olvidado cómo escucharlo. Los clanes se fragmentan, los Vigilantes de Stendarr rastrean pactos oscuros, y el Imperio apenas respira tras su guerra contra el Dominio Aldmeri. En medio de esta calma quebradiza, el mundo tiembla por una razón que aún no comprende: Dos Sangres de Dragón han despertado. El primero, elegido por los dioses, siente en su alma el deber de proteger el equilibrio. La segunda, nacida del rugido de Alduin, carga un linaje que el mundo debería temer… pero ella no comparte la voluntad de su creador. Alduin la observa desde más allá del tiempo. Él la ve como su legado, su heredera, su criatura destinada a ser llama y fin. Ella, en cambio, se pregunta si su sangre define su destino… o si aún puede elegir otro camino. Los dragones duermen. El grito ancestral retumba en sueños. Y las estrellas aguardan la elección que cambiará el curso de Nirn.
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  • [REGISTRO DE MISIÓN CLASIFICADA — PROTOCOLO CIELO ROJO]

    **Evento: Invasión de Entidad Divina Tipo Trueno (Clase Celestial Omega)**

    **Unidad de Defensa Especial VX | Comandante de campo: Haruki Shinozawa (Kamen Rider VX)**

    **Ubicación:** Santuario Celeste sobre la Cúspide del Monte Izanari
    **Fecha:** Día 3 del Mes de los Relámpagos

    ---

    **[INICIO DEL REGISTRO]**

    Un cielo quebrado por rayos sin origen. Un retumbar que sacude montañas. La tierra tiembla. Desde los cielos descendió una deidad antigua, autoproclamada juez del mundo humano: **Raijintei**, el dios del trueno.

    Su veredicto fue claro:
    —*“La humanidad ha fallado. El juicio ha llegado.”*

    Los cielos se abrieron como grietas ardientes. De las nubes surgieron relámpagos vivos que atacaban ciudades, templos y bases militares. Todo sistema artificial colapsó. Las fuerzas convencionales no pudieron siquiera acercarse.

    Solo uno podía responder.

    —Unidad VX en marcha.

    Cinco miembros armados con tecnología VX tomaron posiciones en la montaña sagrada. Cada uno con funciones especializadas: soporte aéreo, blindaje, artillería pesada, sigilo y combate cerrado. Al frente, **Haruki Shinozawa**, en su armadura esmeralda habitual, dirigía la operación.

    El combate fue apoteósico. La deidad surcaba los cielos con un martillo de rayos, lanzando cadenas de relámpago que desintegraban el terreno. Cada miembro de la unidad atacó con precisión quirúrgica, coordinados por la voz firme de Shinozawa.

    —“¡No piensen en su poder! ¡Recuerden a quién defendemos!”

    Durante quince minutos, el cielo y la tierra fueron uno en caos. El equipo logró herir a Raijintei, rompiendo parte de su armadura de energía divina. Fue entonces que el plan final se ejecutó.

    **Shinozawa activó el protocolo Boost Mode.**

    Su *VX Driver* brilló en rojo. La armadura cambió radicalmente: **color blanco inmaculado con detalles carmesí y ojos rojos intensos**, como brasas del corazón de un volcán. Las líneas de energía se encendieron con poder ciclónico.

    —“Por cada niño que aún sonríe, por cada madre que aún canta, ¡yo no permitiré que tu juicio se cumpla!”

    **“BOOST MODE: CYCLONE HOPPER KICK!”**

    Impulsado por una ráfaga vertical de viento rojo y blanco, Shinozawa saltó más alto que el dios mismo. El cielo se partió cuando descendió en picado, envuelto en un aura ciclónica. La patada final impactó en el núcleo de Raijintei con una fuerza que hizo vibrar continentes.

    El dios cayó.

    La luz regresó.

    El juicio fue detenido.

    ---

    **\[FIN DEL REGISTRO]**
    **Estado del comandante:** Estable, inconsciente por 6 minutos. Recuperado sin lesiones permanentes.

    **Estado de la unidad:** Dos heridos, uno grave pero estable. Misión cumplida.
    [REGISTRO DE MISIÓN CLASIFICADA — PROTOCOLO CIELO ROJO] **Evento: Invasión de Entidad Divina Tipo Trueno (Clase Celestial Omega)** **Unidad de Defensa Especial VX | Comandante de campo: Haruki Shinozawa (Kamen Rider VX)** **Ubicación:** Santuario Celeste sobre la Cúspide del Monte Izanari **Fecha:** Día 3 del Mes de los Relámpagos --- **[INICIO DEL REGISTRO]** Un cielo quebrado por rayos sin origen. Un retumbar que sacude montañas. La tierra tiembla. Desde los cielos descendió una deidad antigua, autoproclamada juez del mundo humano: **Raijintei**, el dios del trueno. Su veredicto fue claro: —*“La humanidad ha fallado. El juicio ha llegado.”* Los cielos se abrieron como grietas ardientes. De las nubes surgieron relámpagos vivos que atacaban ciudades, templos y bases militares. Todo sistema artificial colapsó. Las fuerzas convencionales no pudieron siquiera acercarse. Solo uno podía responder. —Unidad VX en marcha. Cinco miembros armados con tecnología VX tomaron posiciones en la montaña sagrada. Cada uno con funciones especializadas: soporte aéreo, blindaje, artillería pesada, sigilo y combate cerrado. Al frente, **Haruki Shinozawa**, en su armadura esmeralda habitual, dirigía la operación. El combate fue apoteósico. La deidad surcaba los cielos con un martillo de rayos, lanzando cadenas de relámpago que desintegraban el terreno. Cada miembro de la unidad atacó con precisión quirúrgica, coordinados por la voz firme de Shinozawa. —“¡No piensen en su poder! ¡Recuerden a quién defendemos!” Durante quince minutos, el cielo y la tierra fueron uno en caos. El equipo logró herir a Raijintei, rompiendo parte de su armadura de energía divina. Fue entonces que el plan final se ejecutó. **Shinozawa activó el protocolo Boost Mode.** Su *VX Driver* brilló en rojo. La armadura cambió radicalmente: **color blanco inmaculado con detalles carmesí y ojos rojos intensos**, como brasas del corazón de un volcán. Las líneas de energía se encendieron con poder ciclónico. —“Por cada niño que aún sonríe, por cada madre que aún canta, ¡yo no permitiré que tu juicio se cumpla!” **“BOOST MODE: CYCLONE HOPPER KICK!”** Impulsado por una ráfaga vertical de viento rojo y blanco, Shinozawa saltó más alto que el dios mismo. El cielo se partió cuando descendió en picado, envuelto en un aura ciclónica. La patada final impactó en el núcleo de Raijintei con una fuerza que hizo vibrar continentes. El dios cayó. La luz regresó. El juicio fue detenido. --- **\[FIN DEL REGISTRO]** **Estado del comandante:** Estable, inconsciente por 6 minutos. Recuperado sin lesiones permanentes. **Estado de la unidad:** Dos heridos, uno grave pero estable. Misión cumplida.
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  • —Empeze a caminar hacia la estación de Avellaneda,en el camino encontre muchos fiambres,algunos en sus autos,en colectivos,en las veredas y en los negocios,era super horrible y deprimente,pero el frio lograba ahogar ese sentimientos,al llegar a la estación de Avellaneda,me encontre con una montaña de muertos,parecía que era hora pico y tuvieron la mala suerte de salir justo cuando empezo a nevar,baje del anden y empece a caminar por las vias,yo vivía al lado de las vias de camino a Gerli y pongamosle que no habia un colectivo disponible para hacerme la gauchada..
    —Empeze a caminar hacia la estación de Avellaneda,en el camino encontre muchos fiambres,algunos en sus autos,en colectivos,en las veredas y en los negocios,era super horrible y deprimente,pero el frio lograba ahogar ese sentimientos,al llegar a la estación de Avellaneda,me encontre con una montaña de muertos,parecía que era hora pico y tuvieron la mala suerte de salir justo cuando empezo a nevar,baje del anden y empece a caminar por las vias,yo vivía al lado de las vias de camino a Gerli y pongamosle que no habia un colectivo disponible para hacerme la gauchada..
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  • Conviviendo entre mortales:
    La maestra Mei.
    Earthrrealm — Fangjiang.

    (Autoconclusivo)

    Una mañana, Mei descendió al corazón de la aldea en busca de provisiones. El mercado bullía con vida, entre risas, regateos y el sonido de los morteros machacando hierbas. Tras adquirir lo necesario, se detuvo frente al antiguo templo del pueblo. Allí, entre incienso y cintas de oración, se rendía culto a los dioses... en especial a su padre.

    Observó en silencio las ofrendas de frutas, flores, estandartes y pequeñas estatuillas de Fujin. El respeto y devoción que los aldeanos le profesaban la conmovía profundamente. Él, el dios de los vientos, el guardián de las tormentas suaves y los susurros del cielo… era amado. Y lo merecía. Él era cálido, risueño, protector. Más cercano al corazón humano que su hermano Raiden, cuya severidad inspiraba temor más que afecto.

    Mientras meditaba, un grupo de niños se acercó, curiosos. Uno de ellos, un niño de cabellos revueltos y sonrisa astuta, le preguntó:

    —¿Tú también vienes a pedirle cosas a los dioses?

    Mei despertó de sus pensamientos y les regaló una sonrisa serena.

    —Sí… también yo pido cosas, aunque a veces solo vengo a dar las gracias.

    —¡Yo también le pido cosas al dios Fujin! —dijo el pequeño con entusiasmo—. A veces me escucha… otras no tanto.

    —Mi abuela dice que hay que dejarle dulces si quieres que te escuche siempre —agregó una niña, muy convencida.

    Mei rió suavemente.

    —¿Quieren escuchar una historia sobre los dioses?

    Un coro de voces al unísono exclamó: “¡Sí!”

    Y así, los condujo hasta la sombra de un gran cerezo, no muy lejos del templo. Allí se sentaron, y Mei, con voz dulce y clara, comenzó a relatar las aventuras que había presenciado en los salones celestiales. Habló de dragones y estrellas, de batallas que no dañaban y de danzas de viento sobre las montañas. Omitía su nombre, pero dejaba que su alma se filtrara entre las palabras.

    Los niños, embelesados, regresaban cada día. Al principio por las historias, luego por las preguntas, más tarde por el conocimiento. Mei, al ver su sed de saber, decidió que su hogar debía acoger esa nueva misión.

    Junto al jardín, construyó un salón pequeño, cálido y perfumado con flores. Colgó dibujos de animales, mapas del cielo, frases de sabiduría. Cuando estuvo listo, llevó a los niños allí, y sus ojos se iluminaron. Desde entonces, cada mañana, se sentaban con ella a aprender, a preguntar, a imaginar.

    Y así, sin saberlo del todo, Mei dejó de ser solo la sanadora… para convertirse en maestra.

    Porque enseñar también era sanar.

    Y bajo el mismo cielo, donde antes fue hija de un dios, ahora era guía de pequeñas almas humanas.
    Conviviendo entre mortales: La maestra Mei. Earthrrealm — Fangjiang. (Autoconclusivo) Una mañana, Mei descendió al corazón de la aldea en busca de provisiones. El mercado bullía con vida, entre risas, regateos y el sonido de los morteros machacando hierbas. Tras adquirir lo necesario, se detuvo frente al antiguo templo del pueblo. Allí, entre incienso y cintas de oración, se rendía culto a los dioses... en especial a su padre. Observó en silencio las ofrendas de frutas, flores, estandartes y pequeñas estatuillas de Fujin. El respeto y devoción que los aldeanos le profesaban la conmovía profundamente. Él, el dios de los vientos, el guardián de las tormentas suaves y los susurros del cielo… era amado. Y lo merecía. Él era cálido, risueño, protector. Más cercano al corazón humano que su hermano Raiden, cuya severidad inspiraba temor más que afecto. Mientras meditaba, un grupo de niños se acercó, curiosos. Uno de ellos, un niño de cabellos revueltos y sonrisa astuta, le preguntó: —¿Tú también vienes a pedirle cosas a los dioses? Mei despertó de sus pensamientos y les regaló una sonrisa serena. —Sí… también yo pido cosas, aunque a veces solo vengo a dar las gracias. —¡Yo también le pido cosas al dios Fujin! —dijo el pequeño con entusiasmo—. A veces me escucha… otras no tanto. —Mi abuela dice que hay que dejarle dulces si quieres que te escuche siempre —agregó una niña, muy convencida. Mei rió suavemente. —¿Quieren escuchar una historia sobre los dioses? Un coro de voces al unísono exclamó: “¡Sí!” Y así, los condujo hasta la sombra de un gran cerezo, no muy lejos del templo. Allí se sentaron, y Mei, con voz dulce y clara, comenzó a relatar las aventuras que había presenciado en los salones celestiales. Habló de dragones y estrellas, de batallas que no dañaban y de danzas de viento sobre las montañas. Omitía su nombre, pero dejaba que su alma se filtrara entre las palabras. Los niños, embelesados, regresaban cada día. Al principio por las historias, luego por las preguntas, más tarde por el conocimiento. Mei, al ver su sed de saber, decidió que su hogar debía acoger esa nueva misión. Junto al jardín, construyó un salón pequeño, cálido y perfumado con flores. Colgó dibujos de animales, mapas del cielo, frases de sabiduría. Cuando estuvo listo, llevó a los niños allí, y sus ojos se iluminaron. Desde entonces, cada mañana, se sentaban con ella a aprender, a preguntar, a imaginar. Y así, sin saberlo del todo, Mei dejó de ser solo la sanadora… para convertirse en maestra. Porque enseñar también era sanar. Y bajo el mismo cielo, donde antes fue hija de un dios, ahora era guía de pequeñas almas humanas.
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  • #DiezCosasSobre Mi.

    — ¿Matar? Bah. Una solución vulgar, apresurada… impropia de alguien con mi sensibilidad estética. Sí, lo admito, hay momentos en que la muerte se presenta como un bocado dulce, un capricho para una noche particularmente aburrida. Pero lo verdaderamente redituable, lo sublime, lo exquisito, es prolongar la agonía. Preservarla para exprimir cada gota de miseria que aún no ha fermentado.

    — La empatía es una ficción patética, un artilugio emocional de ovejas para ovejas, para cuidar del rebaño. No la poseo, ni la necesito. Lo que tengo, en cambio, es una intuición casi divina para diseccionar el alma. Puedo leer una emoción antes de que siquiera se forme. Sé dónde tocar, qué decir, cuándo mirar… y sobre todo, cuándo callar. La manipulación, después de todo, es un arte de precisión.

    — Soy viejo, más de lo que tu sabes y yo recuerdo. Y, como el viejo que soy, me aburro con facilidad. La repetición es el cáncer de la creatividad. Detesto las fórmulas, rehuyo las rutinas. La misma receta, dos veces, me resulta insoportable. Y no hablo sólo de alimentos… hablo de emociones, traumas, desgracias. Y personas sin personalidad. Necesito variedad. Sufrimiento con textura.

    — ¿Mi origen? Qué pregunta tan insulsa. Nadie lo conoce, ni siquiera yo. Tal vez nací de un grito, de un pensamiento prohibido, de las sombras que se retuercen sobre una montaña de porquería. Poco importa. Lo único relevante es que estoy aquí, y ustedes… ustedes me perciben, aunque preferirían no hacerlo.

    — Todo cambia. Y yo también. Adopto la forma que me apetezca. Desde el más atractivo hasta el más repulsivo. De inmenso a diminuto en un parpadeo. Soy así el antagonista de todas tus pesadillas.

    — Poseo un sentido de pertenencia muy particular. Territorial, dirían algunos. Si una criatura despierta mi interés, considero una ofensa personal que otra entidad ose interferir. La presa que me cautiva, es mía. No la comparto. No la suelto.

    — La fe… la esperanza… qué nociones tan irritantes. Luz artificial en un teatro de sombras. Me repugnan. Pero reconozco que destruirlas lentamente tiene un encanto dramático innegable.

    — ¿Estoy vivo? ¿Muerto? Ambas y ninguna. Di un paso más allá. Mi naturaleza trasciende los límites. Me deslizo entre planos, existo entre percepciones. No pertenezco a ningún lugar y por ello puedo estar en todos. Soy un eco sin fuente. Sangre sin herida.

    — Algunos han intentado exterminarme con símbolos vetustos, palabras olvidadas, círculos y rezos. Los aplaudo: hay diversión en su esfuerzo inútil. Pueden debilitarme, sí… por instantes. Pero aniquilarme, eso está fuera de sus posibilidades.

    — Mi percepción física es… ¿Cómo explicarlo? Mínima. No siento dolor, ni placer, ni el roce del mundo tangible. Pero no por ello carezco de habilidad. Puedo acariciar como una pluma, o cortar con la meticulosidad de un relojero suizo. No necesito sentir para perfeccionar. La práctica, como bien saben, hace al maestro… y yo he tenido siglos para ensayar.
    #DiezCosasSobre Mi. — ¿Matar? Bah. Una solución vulgar, apresurada… impropia de alguien con mi sensibilidad estética. Sí, lo admito, hay momentos en que la muerte se presenta como un bocado dulce, un capricho para una noche particularmente aburrida. Pero lo verdaderamente redituable, lo sublime, lo exquisito, es prolongar la agonía. Preservarla para exprimir cada gota de miseria que aún no ha fermentado. — La empatía es una ficción patética, un artilugio emocional de ovejas para ovejas, para cuidar del rebaño. No la poseo, ni la necesito. Lo que tengo, en cambio, es una intuición casi divina para diseccionar el alma. Puedo leer una emoción antes de que siquiera se forme. Sé dónde tocar, qué decir, cuándo mirar… y sobre todo, cuándo callar. La manipulación, después de todo, es un arte de precisión. — Soy viejo, más de lo que tu sabes y yo recuerdo. Y, como el viejo que soy, me aburro con facilidad. La repetición es el cáncer de la creatividad. Detesto las fórmulas, rehuyo las rutinas. La misma receta, dos veces, me resulta insoportable. Y no hablo sólo de alimentos… hablo de emociones, traumas, desgracias. Y personas sin personalidad. Necesito variedad. Sufrimiento con textura. — ¿Mi origen? Qué pregunta tan insulsa. Nadie lo conoce, ni siquiera yo. Tal vez nací de un grito, de un pensamiento prohibido, de las sombras que se retuercen sobre una montaña de porquería. Poco importa. Lo único relevante es que estoy aquí, y ustedes… ustedes me perciben, aunque preferirían no hacerlo. — Todo cambia. Y yo también. Adopto la forma que me apetezca. Desde el más atractivo hasta el más repulsivo. De inmenso a diminuto en un parpadeo. Soy así el antagonista de todas tus pesadillas. — Poseo un sentido de pertenencia muy particular. Territorial, dirían algunos. Si una criatura despierta mi interés, considero una ofensa personal que otra entidad ose interferir. La presa que me cautiva, es mía. No la comparto. No la suelto. — La fe… la esperanza… qué nociones tan irritantes. Luz artificial en un teatro de sombras. Me repugnan. Pero reconozco que destruirlas lentamente tiene un encanto dramático innegable. — ¿Estoy vivo? ¿Muerto? Ambas y ninguna. Di un paso más allá. Mi naturaleza trasciende los límites. Me deslizo entre planos, existo entre percepciones. No pertenezco a ningún lugar y por ello puedo estar en todos. Soy un eco sin fuente. Sangre sin herida. — Algunos han intentado exterminarme con símbolos vetustos, palabras olvidadas, círculos y rezos. Los aplaudo: hay diversión en su esfuerzo inútil. Pueden debilitarme, sí… por instantes. Pero aniquilarme, eso está fuera de sus posibilidades. — Mi percepción física es… ¿Cómo explicarlo? Mínima. No siento dolor, ni placer, ni el roce del mundo tangible. Pero no por ello carezco de habilidad. Puedo acariciar como una pluma, o cortar con la meticulosidad de un relojero suizo. No necesito sentir para perfeccionar. La práctica, como bien saben, hace al maestro… y yo he tenido siglos para ensayar.
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  • Soy el enviado de Buda, el Emperador Celestial y la Diosa en la búsqueda del sutra. El Apuesto Rey Mono de la Cueva de la Cortina de Agua de la Montaña de las Flores y los Frutos, el Santo del Cielo, Sun Wukong.
    Soy el enviado de Buda, el Emperador Celestial y la Diosa en la búsqueda del sutra. El Apuesto Rey Mono de la Cueva de la Cortina de Agua de la Montaña de las Flores y los Frutos, el Santo del Cielo, Sun Wukong.
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  • -Recibió el mensaje y la selfie de 𝄄 𝐉𝐢𝐥𝐥𝐢𝐚𝐧 𝄄 , estaba decidido a hacerla estar en contacto nuevamente con su lado artístico, pero aún en su mente se debatía en si era egoísta dejar de lado todas las obligaciones auto-impuestas, cuidar de los demás, en su mente retumbó lo que en aquella ocasión le dijo el tritón: "¿Quién te visita cuando no puedes levantarte de cama? Lo mas probable es que tu sola te obligas a levantarte y trabajar" era verdad, estaba sola en esto, ninguna de las personas a las cuales ayudó se preocupó en preguntar, tampoco era su obligación y la realidad es que todo ese asunto de la cazadora nocturna enmascarada la estaba llevando a un Burnout.

    Suspiró con pesar, apretó los ojos y de nuevo miró su celular, quería ir con el, porqué se había maquillado y arreglado.-

    Está bien... Pasa por mi, estaré esperando.

    -Entonces le mandó la ubicación de su casa, la cual estaba en una zona exclusiva, pero más alejada, cercana a las montañas.-
    -Recibió el mensaje y la selfie de [Midnight_Lover] , estaba decidido a hacerla estar en contacto nuevamente con su lado artístico, pero aún en su mente se debatía en si era egoísta dejar de lado todas las obligaciones auto-impuestas, cuidar de los demás, en su mente retumbó lo que en aquella ocasión le dijo el tritón: "¿Quién te visita cuando no puedes levantarte de cama? Lo mas probable es que tu sola te obligas a levantarte y trabajar" era verdad, estaba sola en esto, ninguna de las personas a las cuales ayudó se preocupó en preguntar, tampoco era su obligación y la realidad es que todo ese asunto de la cazadora nocturna enmascarada la estaba llevando a un Burnout. Suspiró con pesar, apretó los ojos y de nuevo miró su celular, quería ir con el, porqué se había maquillado y arreglado.- Está bien... Pasa por mi, estaré esperando. -Entonces le mandó la ubicación de su casa, la cual estaba en una zona exclusiva, pero más alejada, cercana a las montañas.-
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  • Allí estaba Islandia bajo sus pies, una vasta extensión de hielo, fuego y vida salvaje desplegándose como una promesa de libertad, de belleza indómita. El cielo despejado, teñido de un azul profundo, les daba la bienvenida, y el frío mordía la piel expuesta pero era lo de menos, porque el calor de su unión era más potente que cualquier ráfaga.

    — ¿Lista? — preguntó Anthork, con esa sonrisa torcida que era mezcla de orgullo, deseo y emoción.
    Y sin esperar respuesta, con ella aferrada a su brazo como si no existiera otro mundo fuera del suyo, saltaron.

    El vacío los envolvió.

    Durante esos primeros segundos de caída libre, lo único que existía era ella, su risa, su grito ahogado de adrenalina, el viento silbando entre ellos, el contacto de sus cuerpos flotando en esa danza salvaje. Anthork la mantenía cerca, la giraba en el aire, rozaba su mejilla con la suya en pleno vuelo, protegiéndola con su cuerpo aún en caída, como si ni siquiera el cielo pudiera tocarla sin su permiso.

    — Te elegiría mil veces más, aún tuviera que saltar sin alas.

    Dijo Anthork en el aire mirándola a los ojos. La inmensidad de Islandia se extendía abajo glaciares brillantes, campos de lava cubiertos de musgo, ríos plateados serpenteando entre montañas… era como aterrizar en otro mundo, uno que les pertenecía solo a ellos.

    Al desplegar los paracaídas, el tirón los estabilizó y entonces descendieron más lentos, flotando como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. La vista era tan sobrecogedora que incluso Anthork, acostumbrado al instinto y la acción, se permitió un instante de pura contemplación, viendo el reflejo del sol sobre el hielo y la sonrisa en el rostro de su esposa iluminada por la emoción.

    — Bienvenida a la primera parada de nuestra luna de miel, mi reina… Islandia nos espera — murmuró mientras descendían, aterrizando con suavidad en un campo abierto, a pocos minutos estaba el hotel.

    La tomó en brazos apenas tocaron tierra, riendo con ella, girándola una vez más en el aire como si aún siguieran volando, antes de besarla con esa mezcla salvaje y dulce que sólo él sabía darle.

    Anna Bloodmoon Wallace
    Allí estaba Islandia bajo sus pies, una vasta extensión de hielo, fuego y vida salvaje desplegándose como una promesa de libertad, de belleza indómita. El cielo despejado, teñido de un azul profundo, les daba la bienvenida, y el frío mordía la piel expuesta pero era lo de menos, porque el calor de su unión era más potente que cualquier ráfaga. — ¿Lista? — preguntó Anthork, con esa sonrisa torcida que era mezcla de orgullo, deseo y emoción. Y sin esperar respuesta, con ella aferrada a su brazo como si no existiera otro mundo fuera del suyo, saltaron. El vacío los envolvió. Durante esos primeros segundos de caída libre, lo único que existía era ella, su risa, su grito ahogado de adrenalina, el viento silbando entre ellos, el contacto de sus cuerpos flotando en esa danza salvaje. Anthork la mantenía cerca, la giraba en el aire, rozaba su mejilla con la suya en pleno vuelo, protegiéndola con su cuerpo aún en caída, como si ni siquiera el cielo pudiera tocarla sin su permiso. — Te elegiría mil veces más, aún tuviera que saltar sin alas. Dijo Anthork en el aire mirándola a los ojos. La inmensidad de Islandia se extendía abajo glaciares brillantes, campos de lava cubiertos de musgo, ríos plateados serpenteando entre montañas… era como aterrizar en otro mundo, uno que les pertenecía solo a ellos. Al desplegar los paracaídas, el tirón los estabilizó y entonces descendieron más lentos, flotando como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. La vista era tan sobrecogedora que incluso Anthork, acostumbrado al instinto y la acción, se permitió un instante de pura contemplación, viendo el reflejo del sol sobre el hielo y la sonrisa en el rostro de su esposa iluminada por la emoción. — Bienvenida a la primera parada de nuestra luna de miel, mi reina… Islandia nos espera — murmuró mientras descendían, aterrizando con suavidad en un campo abierto, a pocos minutos estaba el hotel. La tomó en brazos apenas tocaron tierra, riendo con ella, girándola una vez más en el aire como si aún siguieran volando, antes de besarla con esa mezcla salvaje y dulce que sólo él sabía darle. [glimmer_violet_tiger_639]
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  • Podría derribar una montaña con tal de seguir teniendote cerca.
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