• Ayer por la tarde después de relajarme dándome un baño de espuma y luego la Skincare de noche, me la pase cocinando para toda la semana y también me dio
    tiempo a elaborar la tarta de calabaza, casualmente es la favorita de mi madre.
    Desde que me confesó la existencia de Dafne, toda mi vida pensando que era hija única y resulta que soy hermana mayor; estos últimos meses han sido una
    aútentica montaña rusa repleta de diferentes emociones y sentimientos.
    Estado bastante distanciada de ella nunca habíamos estado tanto tiempo separadas, necesitaba poner distancia entre las dos.

    Por la tarde no tengo cita con ningún paciente por lo cuál pude cerrar mi despacho, una vez llego a casa saludo a Tánatos y Salem, Grayson continúa en el trabajo
    llegará como siempre muy tarde.
    Cambió mis deportivas por unas botas altas negras con tacón, cojo el bolso más grande que tengo para poder guardar el taper donde guardé la tarta y me dirijo a
    su casa, para hacer las paces.
    Ayer por la tarde después de relajarme dándome un baño de espuma y luego la Skincare de noche, me la pase cocinando para toda la semana y también me dio tiempo a elaborar la tarta de calabaza, casualmente es la favorita de mi madre. Desde que me confesó la existencia de Dafne, toda mi vida pensando que era hija única y resulta que soy hermana mayor; estos últimos meses han sido una aútentica montaña rusa repleta de diferentes emociones y sentimientos. Estado bastante distanciada de ella nunca habíamos estado tanto tiempo separadas, necesitaba poner distancia entre las dos. Por la tarde no tengo cita con ningún paciente por lo cuál pude cerrar mi despacho, una vez llego a casa saludo a Tánatos y Salem, Grayson continúa en el trabajo llegará como siempre muy tarde. Cambió mis deportivas por unas botas altas negras con tacón, cojo el bolso más grande que tengo para poder guardar el taper donde guardé la tarta y me dirijo a su casa, para hacer las paces.
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  • Hoy es un buen dia para dar una caminata al bosque

    -miraba el paisaje, suspirando levemente estando frustrada, decidi despejarme ya que por el momento la mafia, estaba escondida ya que los policias estaban al acedio-

    Ahhhh

    -respire profundamente, para despues exhalar sintie do el aire relajante de los arboles empezando a caminar, subiendo las montañas y tomando agua de algunos nacimientos de rios-
    Hoy es un buen dia para dar una caminata al bosque -miraba el paisaje, suspirando levemente estando frustrada, decidi despejarme ya que por el momento la mafia, estaba escondida ya que los policias estaban al acedio- Ahhhh -respire profundamente, para despues exhalar sintie do el aire relajante de los arboles empezando a caminar, subiendo las montañas y tomando agua de algunos nacimientos de rios-
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  • ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ
    El sol de media mañana inunda el vagón de tren, cálido y sorprendentemente brillante, como si el cielo quisiera compensar la furia del día anterior. Un día antes, la ciudad había estado sumida en un diluvio gris, ahora la luz baila sobre el terciopelo desgastado de los asientos.

    Irina está sentada sola en un compartimento, su silueta recortada contra el paisaje que se desenfoca, a su lado, una pequeña mochila.

    ​Afuera, la ciudad ha quedado atrás hace ya un buen rato. Los edificios han sido reemplazados por colinas suaves que se elevan a montañas escarpadas, pequeñas casas de pobladores que viven más alejados y por supuesto campos de un verde tan intenso que casi duele a la vista. El aire que entra por la ventanilla, ligeramente abierta, huele a tierra húmeda y a pino.

    ​Irina observa los árboles pasar una y otra vez.
    ​La última misión aún fresca revive en sus pensamientos.

    La sonrisa falsa en el rostro de la duquesa de Borgoña mientras un artefacto desaparecía de su tocador, la tensión en la voz del agente que le daba las "gracias" por haber evitado una paradoja temporal que habría reescrito la Revolución Francesa. El sudor frío que corrió por su espalda cuando se dio cuenta de que había estado a segundos de ser descubierta en el año 1789.
    ​Se lleva una mano a la sien, un ligero temblor apenas perceptible.

    Demasiado. Ha sido demasiado.

    Los anacronismos en su cabeza, las voces de diferentes épocas, el miedo constante de un desliz, un error que podría borrar existencias.
    ​Cierra los ojos. Las imágenes tintinean detrás de sus párpados: un salón rococó, una calle adoquinada bajo la lluvia, el olor a pólvora de un campo de batalla del siglo XVII. Y luego, el flash blanquecino de un salto, una sensación de vacío estomacal, y el aterrizaje en otro ahora, en otro lugar.

    ​El tren traquetea sobre un puente de acero, y el sonido metálico la devuelve al presente. Abre los ojos. Un río cristalino fluye debajo, arrastrando ramas y hojas. Agua que sigue su curso, sin importar lo que el tiempo le depare.

    Este sentido de ser un fantasma en su propia época, siempre un paso fuera de sincronía, siempre una espectadora, nunca una participante plena, la sensación de no pertenecer del todo a este tiempo la persigue.​

    Su don, que le permite deslizarse entre los siglos, es también su jaula. Siempre observando, nunca echando raíces lo suficientemente profundas

    ​Siente una familiar opresión en el pecho, no es tristeza, es más bien una fatiga de la esencia ... Ha visto el ascenso y la caída de imperios, la evolución del arte, la brutalidad y la belleza de la humanidad a través de los siglos. Y en cada era, ella ha sido la misma, una constante que no cambia, mientras todo a su alrededor se transforma.

    Aún quedan un par de horas para su destino, su mente no deja de pensar... Irina busca desesperadamente como calmarse antes de rayar en la locura. Por fuera se ve implacable, con la mirada fija en el paisaje, sólo un pequeño temblor de su pierna la delataría bajo un ojo observador
    ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ El sol de media mañana inunda el vagón de tren, cálido y sorprendentemente brillante, como si el cielo quisiera compensar la furia del día anterior. Un día antes, la ciudad había estado sumida en un diluvio gris, ahora la luz baila sobre el terciopelo desgastado de los asientos. Irina está sentada sola en un compartimento, su silueta recortada contra el paisaje que se desenfoca, a su lado, una pequeña mochila. ​Afuera, la ciudad ha quedado atrás hace ya un buen rato. Los edificios han sido reemplazados por colinas suaves que se elevan a montañas escarpadas, pequeñas casas de pobladores que viven más alejados y por supuesto campos de un verde tan intenso que casi duele a la vista. El aire que entra por la ventanilla, ligeramente abierta, huele a tierra húmeda y a pino. ​Irina observa los árboles pasar una y otra vez. ​La última misión aún fresca revive en sus pensamientos. La sonrisa falsa en el rostro de la duquesa de Borgoña mientras un artefacto desaparecía de su tocador, la tensión en la voz del agente que le daba las "gracias" por haber evitado una paradoja temporal que habría reescrito la Revolución Francesa. El sudor frío que corrió por su espalda cuando se dio cuenta de que había estado a segundos de ser descubierta en el año 1789. ​Se lleva una mano a la sien, un ligero temblor apenas perceptible. Demasiado. Ha sido demasiado. Los anacronismos en su cabeza, las voces de diferentes épocas, el miedo constante de un desliz, un error que podría borrar existencias. ​Cierra los ojos. Las imágenes tintinean detrás de sus párpados: un salón rococó, una calle adoquinada bajo la lluvia, el olor a pólvora de un campo de batalla del siglo XVII. Y luego, el flash blanquecino de un salto, una sensación de vacío estomacal, y el aterrizaje en otro ahora, en otro lugar. ​El tren traquetea sobre un puente de acero, y el sonido metálico la devuelve al presente. Abre los ojos. Un río cristalino fluye debajo, arrastrando ramas y hojas. Agua que sigue su curso, sin importar lo que el tiempo le depare. Este sentido de ser un fantasma en su propia época, siempre un paso fuera de sincronía, siempre una espectadora, nunca una participante plena, la sensación de no pertenecer del todo a este tiempo la persigue.​ Su don, que le permite deslizarse entre los siglos, es también su jaula. Siempre observando, nunca echando raíces lo suficientemente profundas ​Siente una familiar opresión en el pecho, no es tristeza, es más bien una fatiga de la esencia ... Ha visto el ascenso y la caída de imperios, la evolución del arte, la brutalidad y la belleza de la humanidad a través de los siglos. Y en cada era, ella ha sido la misma, una constante que no cambia, mientras todo a su alrededor se transforma. Aún quedan un par de horas para su destino, su mente no deja de pensar... Irina busca desesperadamente como calmarse antes de rayar en la locura. Por fuera se ve implacable, con la mirada fija en el paisaje, sólo un pequeño temblor de su pierna la delataría bajo un ojo observador
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  • *Así que, al comenzar a hablar sobre Halloween, las horas pasaron, y Elios tuvo que irse porque le tocaba ir a trabajar por la mañana.
    Pero Cal y Adam continuaron hablando sobre el terror...*

    —El frío viene... Y aquel que susurra en la oscuridad prepara una trampa para que los perros te huelan y vengan por ti desde ángulos...
    —Has visto lo que no debías, y sabes demasiado. Las mentes como tú nunca pueden encontrar el descanso.
    —La llamada de Cthulhu se disfraza con flautas babeantes y estúpidas, sin razón, desde las profundidades del cosmos, y al usar la llave de plata no pudiste regresar tras cruzar el umbral.
    —Al mirar al abismo, descubriste esa locura que hay en las montañas, y Erick Zahn no hacía música de este universo...
    —Ratas en las paredes en la habitación cerrada, y Pickman pintaba lo indecible...
    —Pero eso es una nimiedad. El caos reptante sí es aterrador. Faraón de Egipto, y el doctor Dexter con sus panteras...
    —Pero mantente tranquilo. Cuando Ubbo Sathla despierte, no habrá más diferencias entre nosotros...
    *Así que, al comenzar a hablar sobre Halloween, las horas pasaron, y Elios tuvo que irse porque le tocaba ir a trabajar por la mañana. Pero Cal y Adam continuaron hablando sobre el terror...* —El frío viene... Y aquel que susurra en la oscuridad prepara una trampa para que los perros te huelan y vengan por ti desde ángulos... —Has visto lo que no debías, y sabes demasiado. Las mentes como tú nunca pueden encontrar el descanso. —La llamada de Cthulhu se disfraza con flautas babeantes y estúpidas, sin razón, desde las profundidades del cosmos, y al usar la llave de plata no pudiste regresar tras cruzar el umbral. —Al mirar al abismo, descubriste esa locura que hay en las montañas, y Erick Zahn no hacía música de este universo... —Ratas en las paredes en la habitación cerrada, y Pickman pintaba lo indecible... —Pero eso es una nimiedad. El caos reptante sí es aterrador. Faraón de Egipto, y el doctor Dexter con sus panteras... —Pero mantente tranquilo. Cuando Ubbo Sathla despierte, no habrá más diferencias entre nosotros...
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  • //Escena abierta para rol Individual//

    Kazuo descendía la montaña para pisar la población en muy contadas ocasiones. Prefería estar en su templo o recorriendo el bosque del Monte Inari de norte a sur.

    Aquella tarde bajó por que necesitaba de algunas provisiones de bien fresco; verduras, especias, queso... Aunque vivía de una forma casi autosostenible, en ocasiones necesitaba un extra para su día a día.

    El zorro en siglos de aprendizaje había dominado el arte de la medicina natural. A él no le hacía falta, pero era un buen método con el que poder sacar recursos en intercambios o trabajos. Ya fuera dinero o víveres, lo que fuera para poder vivir.

    Ya caía el Sol cuando el demonio, en su disfraz mundano, había terminado sus tareas. Se disponía a ir de vuelta cuando sintió como unas gotas de agua helaban su coronilla. Pronto, en apenas unos segundos, el cielo rompería en llanto.

    Para él la lluvia no era un problema. Pero no quería que se mojaran unas hierbas secas que acababa de adquirir para preparar algunos engüentos.

    Una pequeña posada, antigua, a la salida de Kyoto era el único refugio a mano en el que se pudo cobijar. A pesar de haber pocas personas, el silencio se hizo aún más presente en cuanto Kazuo entró por la puerta. Las miradas indiscretas no se hicieron de esperar. Kazuo, acostumbrado a que su aspecto generase todo tipo de opiniones; tanto buenas como malas, saludó a la mesera con un gesto suave de cabeza ignorando al resto.

    No tuvo que quitarse sandalias, por que él siempre iba descalzo, y aún así, sus pies lucían impecables. Se dirigió hacia la mesa más alejada del local, una que daba a una de las ventanas. Segundos más tarde llegó la mesera. Una chica joven, de generosas proporciones y rostro dulce.

    ~ Buenas se...señor. Que le podemos ofrecer~ Decía esta con claro nerviosismo, abrumada por la belleza salvaje de Kazuo.

    - Tomaré sake.... Una botella por favor...- Le dijo con ese gesto estoico que tanto le caracterizaba.

    Esta se inclinó varias veces al tiempo que un "si señor, ahora mismo" se escapaba nervioso de sus labios rosados. Al darse la vuelta la joven Kazuo sonrió, no con mofa, si no con cierta ternura.

    En menos de lo que esperaba la joven le trajo la botella de sake acompañado de un vaso. El primer servicio se lo hizo ella, pero es resto fué el mismo Kazuo quien se servía a sí mismo.
    //Escena abierta para rol Individual// Kazuo descendía la montaña para pisar la población en muy contadas ocasiones. Prefería estar en su templo o recorriendo el bosque del Monte Inari de norte a sur. Aquella tarde bajó por que necesitaba de algunas provisiones de bien fresco; verduras, especias, queso... Aunque vivía de una forma casi autosostenible, en ocasiones necesitaba un extra para su día a día. El zorro en siglos de aprendizaje había dominado el arte de la medicina natural. A él no le hacía falta, pero era un buen método con el que poder sacar recursos en intercambios o trabajos. Ya fuera dinero o víveres, lo que fuera para poder vivir. Ya caía el Sol cuando el demonio, en su disfraz mundano, había terminado sus tareas. Se disponía a ir de vuelta cuando sintió como unas gotas de agua helaban su coronilla. Pronto, en apenas unos segundos, el cielo rompería en llanto. Para él la lluvia no era un problema. Pero no quería que se mojaran unas hierbas secas que acababa de adquirir para preparar algunos engüentos. Una pequeña posada, antigua, a la salida de Kyoto era el único refugio a mano en el que se pudo cobijar. A pesar de haber pocas personas, el silencio se hizo aún más presente en cuanto Kazuo entró por la puerta. Las miradas indiscretas no se hicieron de esperar. Kazuo, acostumbrado a que su aspecto generase todo tipo de opiniones; tanto buenas como malas, saludó a la mesera con un gesto suave de cabeza ignorando al resto. No tuvo que quitarse sandalias, por que él siempre iba descalzo, y aún así, sus pies lucían impecables. Se dirigió hacia la mesa más alejada del local, una que daba a una de las ventanas. Segundos más tarde llegó la mesera. Una chica joven, de generosas proporciones y rostro dulce. ~ Buenas se...señor. Que le podemos ofrecer~ Decía esta con claro nerviosismo, abrumada por la belleza salvaje de Kazuo. - Tomaré sake.... Una botella por favor...- Le dijo con ese gesto estoico que tanto le caracterizaba. Esta se inclinó varias veces al tiempo que un "si señor, ahora mismo" se escapaba nervioso de sus labios rosados. Al darse la vuelta la joven Kazuo sonrió, no con mofa, si no con cierta ternura. En menos de lo que esperaba la joven le trajo la botella de sake acompañado de un vaso. El primer servicio se lo hizo ella, pero es resto fué el mismo Kazuo quien se servía a sí mismo.
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  • Crónicas del Olvido — Capítulo II: El Templo de Ceniza

    Tras la purificación del Templo del Viento, el grupo se refugia en las ruinas de un monasterio oculto entre las montañas de Tharion. Allí, Kael estudia el fragmento recuperado, que vibra con una energía que parece responder a su presencia. Elen lo ayuda a estabilizarlo, mientras Sira entrena con Tharos, intentando controlar sus ráfagas de fuego sin que se desborde su furia.

    Pero algo se acerca.

    Los sabios del monasterio hablan de un segundo templo: el Templo de Ceniza, enterrado bajo una ciudad abandonada, donde el fuego y la tierra se entrelazan. Se dice que allí yace un fragmento mayor del Amuleto, custodiado por una criatura que fue forjada por el propio Señor de las Sombras: el Centinela de Carbón, una amalgama de roca viva y llamas corruptas.

    El viaje es arduo. El grupo atraviesa zonas donde la magia elemental se comporta de forma errática. Elen apenas logra mantener la vegetación viva. Tharos siente que el fuego dentro de él se vuelve más agresivo. Sira comienza a tener visiones de Lidica, pero distorsionadas, como si alguien estuviera manipulando sus recuerdos.
    Kael, por su parte, comienza a escuchar voces en los fragmentos. No palabras. Emociones. Ecos de Yukine.

    “No todos los sellos se rompen con fuerza. Algunos… con fe.”

    Al llegar, el grupo encuentra el templo sumergido en una cámara volcánica. El calor es insoportable. El suelo tiembla. Y en el centro, el Centinela de Carbón se alza: una criatura de veinte metros, con un núcleo incandescente y brazos de obsidiana que se regeneran al romperse.
    La batalla comienza.

    • Sira se mueve entre las columnas, cortando los tendones de lava que sostienen al Centinela.
    • Tharos desata su fuego, pero el enemigo lo absorbe, volviéndose más fuerte.
    • Elen crea barreras de raíces endurecidas, pero el calor las calcina.
    • Kael intenta canalizar el fragmento, pero el templo mismo lo rechaza.

    El Centinela lanza una onda de magma que hiere gravemente a Tharos. Elen corre a salvarlo, pero queda atrapada bajo escombros. Sira grita, pero es empujada por una ráfaga de calor. Kael, solo, se acerca al núcleo.

    Kael coloca el fragmento en el altar. El templo tiembla. El Centinela se detiene. El fragmento brilla… y se divide.

    Una parte se fusiona con Kael, revelando una memoria sellada: una visión de Yukine, en sus últimos momentos, canalizando el poder del sello roto. Kael no entiende la magia, pero siente la intención. La estructura. La forma.

    Con ese conocimiento, Kael conjura un hechizo de contención que no destruye al Centinela… lo purifica.

    La criatura se desmorona, y el núcleo cae al suelo: un fragmento mayor del Amuleto, intacto.

    Tharos sobrevive, pero queda con quemaduras profundas. Elen, herida, logra estabilizarlo. Sira, silenciosa, observa el fragmento. Kael lo sostiene, sabiendo que cada paso los acerca… pero también los expone.

    El Señor de las Sombras siente el cambio. En su trono de oscuridad, el Amuleto corrompido vibra con furia. Y por primera vez… se mueve.


    Crónicas del Olvido — Capítulo II: El Templo de Ceniza Tras la purificación del Templo del Viento, el grupo se refugia en las ruinas de un monasterio oculto entre las montañas de Tharion. Allí, Kael estudia el fragmento recuperado, que vibra con una energía que parece responder a su presencia. Elen lo ayuda a estabilizarlo, mientras Sira entrena con Tharos, intentando controlar sus ráfagas de fuego sin que se desborde su furia. Pero algo se acerca. Los sabios del monasterio hablan de un segundo templo: el Templo de Ceniza, enterrado bajo una ciudad abandonada, donde el fuego y la tierra se entrelazan. Se dice que allí yace un fragmento mayor del Amuleto, custodiado por una criatura que fue forjada por el propio Señor de las Sombras: el Centinela de Carbón, una amalgama de roca viva y llamas corruptas. El viaje es arduo. El grupo atraviesa zonas donde la magia elemental se comporta de forma errática. Elen apenas logra mantener la vegetación viva. Tharos siente que el fuego dentro de él se vuelve más agresivo. Sira comienza a tener visiones de Lidica, pero distorsionadas, como si alguien estuviera manipulando sus recuerdos. Kael, por su parte, comienza a escuchar voces en los fragmentos. No palabras. Emociones. Ecos de Yukine. “No todos los sellos se rompen con fuerza. Algunos… con fe.” Al llegar, el grupo encuentra el templo sumergido en una cámara volcánica. El calor es insoportable. El suelo tiembla. Y en el centro, el Centinela de Carbón se alza: una criatura de veinte metros, con un núcleo incandescente y brazos de obsidiana que se regeneran al romperse. La batalla comienza. • Sira se mueve entre las columnas, cortando los tendones de lava que sostienen al Centinela. • Tharos desata su fuego, pero el enemigo lo absorbe, volviéndose más fuerte. • Elen crea barreras de raíces endurecidas, pero el calor las calcina. • Kael intenta canalizar el fragmento, pero el templo mismo lo rechaza. El Centinela lanza una onda de magma que hiere gravemente a Tharos. Elen corre a salvarlo, pero queda atrapada bajo escombros. Sira grita, pero es empujada por una ráfaga de calor. Kael, solo, se acerca al núcleo. Kael coloca el fragmento en el altar. El templo tiembla. El Centinela se detiene. El fragmento brilla… y se divide. Una parte se fusiona con Kael, revelando una memoria sellada: una visión de Yukine, en sus últimos momentos, canalizando el poder del sello roto. Kael no entiende la magia, pero siente la intención. La estructura. La forma. Con ese conocimiento, Kael conjura un hechizo de contención que no destruye al Centinela… lo purifica. La criatura se desmorona, y el núcleo cae al suelo: un fragmento mayor del Amuleto, intacto. Tharos sobrevive, pero queda con quemaduras profundas. Elen, herida, logra estabilizarlo. Sira, silenciosa, observa el fragmento. Kael lo sostiene, sabiendo que cada paso los acerca… pero también los expone. El Señor de las Sombras siente el cambio. En su trono de oscuridad, el Amuleto corrompido vibra con furia. Y por primera vez… se mueve.
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  • ROL ABIERTO -China antigua
    Es un día muy tranquilo..no es así?

    -Los primeros rayos de sol iluminaban las montaña y con ellas traía nuevas esperanzas a todo habitante en la villa.

    Se trataba de un viejo monasterio dónde años atrás había sido invadido por bárbaros en y ahora no eran más que vestigios de lo que iba ve existió.

    Aún se conservaban algunas imágenes, esculturas y viejos muebles, tanto el taoísta como su joven acompañante se instalaron hacia tiempo en ese lugar para poder fundar su hogar, en compañía de sus discípulos que eran pequeños huérfanos que llegaban y deseaban aprender sobre el cultivo y seguir las enseñanzas del joven monje.

    Último discípulo de la gran maestra Baoshan Sanren que vivía en la montaña celestial, el joven Xiao era una persona sencilla, sin deseos de cargos importantes, simplemente ayudar al prójimo.-

    Fue esa mañana que bebia un poco de te en casa de te mientras esperaba que cargaran la mercancía en la carreta que tenía -
    ROL ABIERTO -China antigua Es un día muy tranquilo..no es así? -Los primeros rayos de sol iluminaban las montaña y con ellas traía nuevas esperanzas a todo habitante en la villa. Se trataba de un viejo monasterio dónde años atrás había sido invadido por bárbaros en y ahora no eran más que vestigios de lo que iba ve existió. Aún se conservaban algunas imágenes, esculturas y viejos muebles, tanto el taoísta como su joven acompañante se instalaron hacia tiempo en ese lugar para poder fundar su hogar, en compañía de sus discípulos que eran pequeños huérfanos que llegaban y deseaban aprender sobre el cultivo y seguir las enseñanzas del joven monje. Último discípulo de la gran maestra Baoshan Sanren que vivía en la montaña celestial, el joven Xiao era una persona sencilla, sin deseos de cargos importantes, simplemente ayudar al prójimo.- Fue esa mañana que bebia un poco de te en casa de te mientras esperaba que cargaran la mercancía en la carreta que tenía -
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  • 𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa.

    Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo.

    ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida.

    Y que también él estaba considerando los contras.

    Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos.

    ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees?

    El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría.

    Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable.

    ────¿Frigia de nuevo?

    ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca.

    ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás?

    ────Claro, seguro.

    Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató.

    ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve.

    Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro.

    ────Lo sé.

    ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo.

    ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo.

    ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte?

    ────No. Nunca.

    ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará.

    ────Anquises... –rogó ella, exasperante.

    ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas.

    Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre».

    Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían.

    El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno.

    ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos.

    Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma.

    ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo.

    Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos.

    ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro...

    Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas.

    ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo.

    Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla?

    Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores.

    Suspiró.

    Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones.

    Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría.


    Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe.

    ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá.

    ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh?

    ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio.

    Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería.

    Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal.

    Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
    𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 🌺 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa. Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo. ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida. Y que también él estaba considerando los contras. Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos. ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees? El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría. Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable. ────¿Frigia de nuevo? ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca. ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás? ────Claro, seguro. Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató. ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve. Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro. ────Lo sé. ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo. ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo. ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte? ────No. Nunca. ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará. ────Anquises... –rogó ella, exasperante. ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas. Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre». Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían. El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno. ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos. Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma. ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo. Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos. ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro... Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas. ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo. Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla? Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores. Suspiró. Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones. Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría. Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe. ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá. ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh? ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio. Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería. Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal. Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
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  • El Despertar de Ceres Fauna

    El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. La brisa se detuvo entre las hojas y el murmullo del agua cesó. Entonces, la tierra comenzó a brillar suavemente, como si recordara un antiguo canto olvidado. De entre las raíces de un roble milenario, la luz tomó forma… una figura esbelta, envuelta en tonos verdes y dorados, emergió con la gracia de quien ha dormido siglos pero nunca ha dejado de soñar.

    Ceres Fauna abrió los ojos. Su mirada era el reflejo del primer amanecer sobre la Tierra, un brillo antiguo y tierno que hacía florecer la hierba a su paso. En su respiración, el aire volvió a danzar, trayendo consigo el aroma de flores que ya no existían. Las criaturas del bosque se acercaron con reverencia: aves, ciervos y espíritus del follaje inclinaban sus cabezas ante la Guardiana de la Naturaleza.

    Su compañero, un majestuoso ciervo cubierto de musgo y pétalos, se acercó lentamente. Con una caricia en su cuello, Fauna susurró:
    —El ciclo vuelve a comenzar...

    En su mano sostenía una pequeña manzana dorada, el corazón latente del mundo. Era el símbolo de la vida que había de renacer, la promesa de que incluso tras la destrucción, la naturaleza siempre encuentra el camino de regreso.

    El cielo se abrió paso entre las copas de los árboles, y los rayos del sol bañaron su figura. Ceres sonrió con serenidad, dejando que su voz, como una melodía suave, recorriera los valles y montañas:
    —Despierta, Madre Tierra… tu hija ha vuelto.

    Y con ese llamado, el mundo volvió a respirar.



    🌿 El Despertar de Ceres Fauna 🌿 El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. La brisa se detuvo entre las hojas y el murmullo del agua cesó. Entonces, la tierra comenzó a brillar suavemente, como si recordara un antiguo canto olvidado. De entre las raíces de un roble milenario, la luz tomó forma… una figura esbelta, envuelta en tonos verdes y dorados, emergió con la gracia de quien ha dormido siglos pero nunca ha dejado de soñar. Ceres Fauna abrió los ojos. Su mirada era el reflejo del primer amanecer sobre la Tierra, un brillo antiguo y tierno que hacía florecer la hierba a su paso. En su respiración, el aire volvió a danzar, trayendo consigo el aroma de flores que ya no existían. Las criaturas del bosque se acercaron con reverencia: aves, ciervos y espíritus del follaje inclinaban sus cabezas ante la Guardiana de la Naturaleza. Su compañero, un majestuoso ciervo cubierto de musgo y pétalos, se acercó lentamente. Con una caricia en su cuello, Fauna susurró: —El ciclo vuelve a comenzar... En su mano sostenía una pequeña manzana dorada, el corazón latente del mundo. Era el símbolo de la vida que había de renacer, la promesa de que incluso tras la destrucción, la naturaleza siempre encuentra el camino de regreso. El cielo se abrió paso entre las copas de los árboles, y los rayos del sol bañaron su figura. Ceres sonrió con serenidad, dejando que su voz, como una melodía suave, recorriera los valles y montañas: —Despierta, Madre Tierra… tu hija ha vuelto. Y con ese llamado, el mundo volvió a respirar. 🌱✨
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  • 𝐄𝐋 𝐉𝐔𝐑𝐀𝐌𝐄𝐍𝐓𝐎 𝐃𝐄 𝐀𝐅𝐑𝐎
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Una de las mayores alegrías para una madre es el instante en el que carga en brazos a su hijo por primera vez. Esa vida pequeña que llevaba cuidando en el interior de su vientre abre los ojos y conoce el mundo por primera vez.

    ────Tranquila, tranquila. Sigue respirando… y… ¡empuja!

    Y así lo hizo con todas sus fuerzas. Echó la cabeza hacia atrás, apretando la mandíbula y los puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo. No había palabras para describir el inmenso dolor que la atravesó en esos instantes. Tampoco el alivio que sintió cuando escuchó el llanto de Eneas por primera vez.

    ────¡Es un varón! ──anunció la partera.

    La lagrimas rodaron por sus mejillas y jadeó una risa entrecortada. Solía decir que su hijo era un niño del verano: nació durante el solsticio que marcaba el fin de la primavera, esas fechas en la que los campos se volvían fértiles y los cielos estaban despejados y brillantes. Cuando lo sostuvo en sus brazos, envuelto en la manta con la que la partera lo había cubierto con cuidado, Afro le sonrió.

    ────Hola, hola…

    Tenía el cabello dorado y el rostro salpicado de pecas tostadas de su padre; los rasgos de la familia real de Dardania, la Casa de los Leones. Y esos ojos… esos ojos claro que los reconocía, eran los suyos: iris del color rosa del cielo del amanecer. Lo meció con amor y él pronto dejó de llorar, acurrucándose contra el pecho de su madre.

    Las puertas de la habitación se abrieron de par en par. El príncipe Anquises se detuvo lentamente en el umbral. Estaba tan quieto y callado que Afro habría pensado que la gorgona lo había convertido en piedra. Ella le sonrió y como respuesta, en el rostro del príncipe poco a poco una sonrisa comenzó a curvarse en sus labios, hasta que volverse amplia, orgullosa.

    ────Llegaste justo a tiempo ─murmuró la diosa con suavidad.

    ────Has hecho un buen trabajo, hija ─dijo la reina Temiste a la partera, apretando su hombro con suavidad en señal de agradecimiento por su labor─. Ven, deja que te ayude a buscar las mantas, mientras tú te encargas de traer el agua caliente.

    La partera hizo una pequeña reverencia al salir de la habitación y antes de que la reina cerrara la puerta tras de sí, asomó su cabeza y sonrió a la diosa con complicidad, diciéndole: “este es su espacio”. El príncipe se acercó al lecho, sus ojos avellana brillaban. Le acarició el cabello color vino; estaba apelmazado, sucio y cubierto de sudor y ella deseaba un baño caliente como era debido, aun así, su tacto cálido le resultó reconfortante. A él eso no le importaba.

    ────Lo hiciste bien, Afro ─musitó con suavidad.

    ────¿Quieres cargarlo?

    Anquises extendió sus manos y ella, con cuidado, depositó a su hijo recién nacido en los brazos fuertes de su padre. Sus ojos avellana no pudieron evitar la alegría que apareció en ellos, en su sonrisa. A ella se le aceleró el corazón.

    ────Hola, pequeño.

    Esa imagen terminó por desmoronarla. Derritió su pecho y lo llenó de calidez. Realmente no creía que estuviera viviendo ese momento.

    Afro no conocía lo que era tener una familia. Nació habiendo quedado huérfana de padre, no tenía madre, pues su cuna habían sido las profundidades del mar. Había ocasiones, aunque no demasiadas, en las que Afro se decía si misma que ser huérfana tenía sus ventajas. No respondía a casi nadie por sus acciones, no tenía una voz que le dictara qué era lo que debía hacer. Nadie le lanzaba una mirada de advertencia cuando se llevaba una copa de vino a la boca durante las reuniones y fiestas sagradas. No era que ella se excediera en ese sentido… pero había observado a algunas deidades tener ese gesto protector para con sus hijos inmortales.

    Esa ausencia le ayudó a volverse independiente y aprender algunas cosas por cuenta propia. Pero también la hacían sentirse increíblemente sola. No tenía a quién acudir por un consejo cuando lo necesitaba, tampoco había quién la escuchara. No tenía a quién abrazar, tampoco quién la abrazara a ella.

    A veces, cerraba los ojos e imaginaba que tenía una familia. Su padre estaba vivo y tenía una mamá. Otras solo eran padre e hija. La criaba bajo su ala, era la clase de padre que era severo, fiel a las historias que escuchó sobre él, pero enérgico cuando se trataba de velar por ella. Su madre… ella era dulce, comprensiva, protectora, de carácter tranquilo pero firme. Le enseñaba a tejer y trenzaba su cabello en las noches, mientras le tarareaba una canción.

    Afro no tenía nada de eso. Pero su hijo no pasaría por lo mismo.

    Los dioses no participaban en la crianza de sus hijos mortales de forma activa, normalmente, cuando un semidios nacía, era entregado a su progenitor mortal o a un familiar cercano para que se ocupara de esa labor. Intervenían en sus vidas como figuras protectoras, no como un padre o una madre.

    No existía una regla estricta que prohibiera las relaciones entre humanos y mortales, pero se decía que, cuando un mortal y un dios interactuaban por mucho tiempo, los hilos del destino se movían, ocurrían eventos cuyos resultados nadie podía predecir.

    Y los dioses temían a esos resultados.

    Habían visto incontables veces a lo largo del tiempo cómo, cada vez que un dios se unía a un mortal, el desenlace era el mismo: el amor entre lo divino y lo mortal terminaba en tragedia.

    Y ella no quería dejar el sello de la tragedia sobre aquellos que amaba.

    Pero tampoco quería dejarlos. Ella quería quedarse para cuidar a su hijo, verlo crecer. Darle la familia y el hogar que ella no pudo tener.

    Lo pensó, dudó, pero su convicción era más grande. Cuidaría a su hijo bajo el disfraz de una nodriza. No podía declarar abiertamente que su hijo era hijo de la diosa del amor, pero asumiendo otra identidad, podría protegerlo. Si el destino no podía identificar su huella divina, su “Aión”, no podía intervenir. Le dolía no poder presentarse tal cual era, actuar como alguien que estaba cuidando al hijo de otra persona... pero estaba dispuesta a hacer ese sacrificio por él, por su hijo.

    Anquises se sentó en el borde de la cama y le pasó un brazo detrás de los hombros, Afro se ahuecó a su lado, a su calor. Su oreja estaba pegada a su pecho, escuchaba los latidos de su corazón, tan constantes como los suyos.

    Una suave brisa entró a la habitación, el sol brillaba sobre las montañas. Era un día precioso.
    𝐄𝐋 𝐉𝐔𝐑𝐀𝐌𝐄𝐍𝐓𝐎 𝐃𝐄 𝐀𝐅𝐑𝐎 🌿 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Una de las mayores alegrías para una madre es el instante en el que carga en brazos a su hijo por primera vez. Esa vida pequeña que llevaba cuidando en el interior de su vientre abre los ojos y conoce el mundo por primera vez. ────Tranquila, tranquila. Sigue respirando… y… ¡empuja! Y así lo hizo con todas sus fuerzas. Echó la cabeza hacia atrás, apretando la mandíbula y los puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo. No había palabras para describir el inmenso dolor que la atravesó en esos instantes. Tampoco el alivio que sintió cuando escuchó el llanto de Eneas por primera vez. ────¡Es un varón! ──anunció la partera. La lagrimas rodaron por sus mejillas y jadeó una risa entrecortada. Solía decir que su hijo era un niño del verano: nació durante el solsticio que marcaba el fin de la primavera, esas fechas en la que los campos se volvían fértiles y los cielos estaban despejados y brillantes. Cuando lo sostuvo en sus brazos, envuelto en la manta con la que la partera lo había cubierto con cuidado, Afro le sonrió. ────Hola, hola… Tenía el cabello dorado y el rostro salpicado de pecas tostadas de su padre; los rasgos de la familia real de Dardania, la Casa de los Leones. Y esos ojos… esos ojos claro que los reconocía, eran los suyos: iris del color rosa del cielo del amanecer. Lo meció con amor y él pronto dejó de llorar, acurrucándose contra el pecho de su madre. Las puertas de la habitación se abrieron de par en par. El príncipe Anquises se detuvo lentamente en el umbral. Estaba tan quieto y callado que Afro habría pensado que la gorgona lo había convertido en piedra. Ella le sonrió y como respuesta, en el rostro del príncipe poco a poco una sonrisa comenzó a curvarse en sus labios, hasta que volverse amplia, orgullosa. ────Llegaste justo a tiempo ─murmuró la diosa con suavidad. ────Has hecho un buen trabajo, hija ─dijo la reina Temiste a la partera, apretando su hombro con suavidad en señal de agradecimiento por su labor─. Ven, deja que te ayude a buscar las mantas, mientras tú te encargas de traer el agua caliente. La partera hizo una pequeña reverencia al salir de la habitación y antes de que la reina cerrara la puerta tras de sí, asomó su cabeza y sonrió a la diosa con complicidad, diciéndole: “este es su espacio”. El príncipe se acercó al lecho, sus ojos avellana brillaban. Le acarició el cabello color vino; estaba apelmazado, sucio y cubierto de sudor y ella deseaba un baño caliente como era debido, aun así, su tacto cálido le resultó reconfortante. A él eso no le importaba. ────Lo hiciste bien, Afro ─musitó con suavidad. ────¿Quieres cargarlo? Anquises extendió sus manos y ella, con cuidado, depositó a su hijo recién nacido en los brazos fuertes de su padre. Sus ojos avellana no pudieron evitar la alegría que apareció en ellos, en su sonrisa. A ella se le aceleró el corazón. ────Hola, pequeño. Esa imagen terminó por desmoronarla. Derritió su pecho y lo llenó de calidez. Realmente no creía que estuviera viviendo ese momento. Afro no conocía lo que era tener una familia. Nació habiendo quedado huérfana de padre, no tenía madre, pues su cuna habían sido las profundidades del mar. Había ocasiones, aunque no demasiadas, en las que Afro se decía si misma que ser huérfana tenía sus ventajas. No respondía a casi nadie por sus acciones, no tenía una voz que le dictara qué era lo que debía hacer. Nadie le lanzaba una mirada de advertencia cuando se llevaba una copa de vino a la boca durante las reuniones y fiestas sagradas. No era que ella se excediera en ese sentido… pero había observado a algunas deidades tener ese gesto protector para con sus hijos inmortales. Esa ausencia le ayudó a volverse independiente y aprender algunas cosas por cuenta propia. Pero también la hacían sentirse increíblemente sola. No tenía a quién acudir por un consejo cuando lo necesitaba, tampoco había quién la escuchara. No tenía a quién abrazar, tampoco quién la abrazara a ella. A veces, cerraba los ojos e imaginaba que tenía una familia. Su padre estaba vivo y tenía una mamá. Otras solo eran padre e hija. La criaba bajo su ala, era la clase de padre que era severo, fiel a las historias que escuchó sobre él, pero enérgico cuando se trataba de velar por ella. Su madre… ella era dulce, comprensiva, protectora, de carácter tranquilo pero firme. Le enseñaba a tejer y trenzaba su cabello en las noches, mientras le tarareaba una canción. Afro no tenía nada de eso. Pero su hijo no pasaría por lo mismo. Los dioses no participaban en la crianza de sus hijos mortales de forma activa, normalmente, cuando un semidios nacía, era entregado a su progenitor mortal o a un familiar cercano para que se ocupara de esa labor. Intervenían en sus vidas como figuras protectoras, no como un padre o una madre. No existía una regla estricta que prohibiera las relaciones entre humanos y mortales, pero se decía que, cuando un mortal y un dios interactuaban por mucho tiempo, los hilos del destino se movían, ocurrían eventos cuyos resultados nadie podía predecir. Y los dioses temían a esos resultados. Habían visto incontables veces a lo largo del tiempo cómo, cada vez que un dios se unía a un mortal, el desenlace era el mismo: el amor entre lo divino y lo mortal terminaba en tragedia. Y ella no quería dejar el sello de la tragedia sobre aquellos que amaba. Pero tampoco quería dejarlos. Ella quería quedarse para cuidar a su hijo, verlo crecer. Darle la familia y el hogar que ella no pudo tener. Lo pensó, dudó, pero su convicción era más grande. Cuidaría a su hijo bajo el disfraz de una nodriza. No podía declarar abiertamente que su hijo era hijo de la diosa del amor, pero asumiendo otra identidad, podría protegerlo. Si el destino no podía identificar su huella divina, su “Aión”, no podía intervenir. Le dolía no poder presentarse tal cual era, actuar como alguien que estaba cuidando al hijo de otra persona... pero estaba dispuesta a hacer ese sacrificio por él, por su hijo. Anquises se sentó en el borde de la cama y le pasó un brazo detrás de los hombros, Afro se ahuecó a su lado, a su calor. Su oreja estaba pegada a su pecho, escuchaba los latidos de su corazón, tan constantes como los suyos. Una suave brisa entró a la habitación, el sol brillaba sobre las montañas. Era un día precioso.
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