#desafiodivino #misiondiarialunes
La tragedia no cayó como un trueno, cayó como un susurro.
Fue rápido. Fue brutal. Y lo peor de todo, fue con sus propias manos.
Cuando Heracles despertó de la niebla, con los ojos todavía húmedos de una locura que no recordaba invocar, lo único que encontró fue silencio. Un silencio antinatural, como si incluso los dioses contuvieran el aliento.
El hogar que había construido con Megara, los muros que alguna vez estuvieron adornados con flores y risas infantiles, ahora estaban teñidos de rojo. Los cuerpos de sus hijos —sus pequeños, con quienes alguna vez había bailado bajo la lluvia y contado historias junto al fuego— yacían inmóviles. Megara, su compañera, la mujer que había visto más allá del guerrero, estaba fría, aún con expresión de desconcierto, como si no hubiera creído hasta el último segundo que él podría hacerle algo así.
Heracles no gritó al verlos. No tenía voz. Era como si su alma hubiese abandonado su cuerpo antes de que pudiera comprender lo que había hecho.
No fue ira lo que lo atravesó. Fue un vacío tan absoluto que dolía respirar. Dolía estar de pie. Dolía simplemente… ser.
Durante días se arrastró por la casa sin sentido, sus ojos clavados en el suelo, sus manos temblorosas, incapaz de tocar nada por temor a romper aún más lo que quedaba. No comía. No dormía. Solo existía. A veces hablaba solo, en murmullos inconexos, preguntándose si era una pesadilla, si los dioses lo devolverían todo si sufría lo suficiente.
Pero no lo hicieron.
Y la ciudad —esa misma que lo había admirado como un semidiós, que había celebrado su matrimonio, que había aclamado su fuerza como la de un titán— ahora lo miraba con horror velado.
Nadie se atrevía a condenarlo abiertamente. Era Heracles, el hijo de Zeus. Pero todos lo evitaban. Las madres apartaban a sus hijos. Los niños que antes jugaban imitando sus hazañas ahora huían al verlo. No hubo juicio, porque todos sabían que el castigo que él se imponía era más cruel que cualquier sentencia humana.
Heracles dejó Tebas poco después. No se llevó nada, ni armas ni riquezas, ni siquiera los recuerdos. Caminó hasta que las piernas le sangraron, buscando no un destino, sino una distancia. Quería alejarse de sí mismo, aunque sabía que era imposible. Porque aunque los pasos lo llevaran a nuevas tierras, su mente seguía atrapada en esa casa, en esa noche, en el instante en que todo se quebró.
Lo que más lo atormentaba no era el acto, sino que aún en medio del dolor… **seguía viviendo**. Cada amanecer era una bofetada. Cada vez que el sol acariciaba su piel, sentía que el mundo lo obligaba a seguir adelante cuando su alma pedía descanso. Los hombres lo llamaban héroe. Los dioses, instrumento. Él solo se veía como una ruina caminante, una sombra con la forma de un hombre.
A veces encontraba un río y se quedaba mirando el reflejo. No el de su rostro, sino el de sus ojos. Ya no había luz en ellos. Solo cenizas.
Se preguntaba si alguna vez volvería a sonreír, a amar, a tener un propósito que no naciera del dolor. No quería redención. No la creía posible. Solo deseaba, en lo más profundo, que algún día… su familia pudiera perdonarlo, desde donde estuviesen.
**Heracles no le temía a la muerte. Le temía a olvidar sus nombres.**
Porque si alguna vez dejaba de oírlos en su cabeza, si alguna vez sus rostros se desdibujaban entre sueños, entonces todo habría sido en vano.
Y entonces sí, el verdadero Heracles, moriría para siempre.
#desafiodivino #misiondiarialunes
La tragedia no cayó como un trueno, cayó como un susurro.
Fue rápido. Fue brutal. Y lo peor de todo, fue con sus propias manos.
Cuando Heracles despertó de la niebla, con los ojos todavía húmedos de una locura que no recordaba invocar, lo único que encontró fue silencio. Un silencio antinatural, como si incluso los dioses contuvieran el aliento.
El hogar que había construido con Megara, los muros que alguna vez estuvieron adornados con flores y risas infantiles, ahora estaban teñidos de rojo. Los cuerpos de sus hijos —sus pequeños, con quienes alguna vez había bailado bajo la lluvia y contado historias junto al fuego— yacían inmóviles. Megara, su compañera, la mujer que había visto más allá del guerrero, estaba fría, aún con expresión de desconcierto, como si no hubiera creído hasta el último segundo que él podría hacerle algo así.
Heracles no gritó al verlos. No tenía voz. Era como si su alma hubiese abandonado su cuerpo antes de que pudiera comprender lo que había hecho.
No fue ira lo que lo atravesó. Fue un vacío tan absoluto que dolía respirar. Dolía estar de pie. Dolía simplemente… ser.
Durante días se arrastró por la casa sin sentido, sus ojos clavados en el suelo, sus manos temblorosas, incapaz de tocar nada por temor a romper aún más lo que quedaba. No comía. No dormía. Solo existía. A veces hablaba solo, en murmullos inconexos, preguntándose si era una pesadilla, si los dioses lo devolverían todo si sufría lo suficiente.
Pero no lo hicieron.
Y la ciudad —esa misma que lo había admirado como un semidiós, que había celebrado su matrimonio, que había aclamado su fuerza como la de un titán— ahora lo miraba con horror velado.
Nadie se atrevía a condenarlo abiertamente. Era Heracles, el hijo de Zeus. Pero todos lo evitaban. Las madres apartaban a sus hijos. Los niños que antes jugaban imitando sus hazañas ahora huían al verlo. No hubo juicio, porque todos sabían que el castigo que él se imponía era más cruel que cualquier sentencia humana.
Heracles dejó Tebas poco después. No se llevó nada, ni armas ni riquezas, ni siquiera los recuerdos. Caminó hasta que las piernas le sangraron, buscando no un destino, sino una distancia. Quería alejarse de sí mismo, aunque sabía que era imposible. Porque aunque los pasos lo llevaran a nuevas tierras, su mente seguía atrapada en esa casa, en esa noche, en el instante en que todo se quebró.
Lo que más lo atormentaba no era el acto, sino que aún en medio del dolor… **seguía viviendo**. Cada amanecer era una bofetada. Cada vez que el sol acariciaba su piel, sentía que el mundo lo obligaba a seguir adelante cuando su alma pedía descanso. Los hombres lo llamaban héroe. Los dioses, instrumento. Él solo se veía como una ruina caminante, una sombra con la forma de un hombre.
A veces encontraba un río y se quedaba mirando el reflejo. No el de su rostro, sino el de sus ojos. Ya no había luz en ellos. Solo cenizas.
Se preguntaba si alguna vez volvería a sonreír, a amar, a tener un propósito que no naciera del dolor. No quería redención. No la creía posible. Solo deseaba, en lo más profundo, que algún día… su familia pudiera perdonarlo, desde donde estuviesen.
**Heracles no le temía a la muerte. Le temía a olvidar sus nombres.**
Porque si alguna vez dejaba de oírlos en su cabeza, si alguna vez sus rostros se desdibujaban entre sueños, entonces todo habría sido en vano.
Y entonces sí, el verdadero Heracles, moriría para siempre.