• Y ¿Si les contara una historia? De un jóven que fue traicionado por su gente y ¿Si les dijera que ese jóven pertenece a la más pura de las razas?
    ¿Estamos tan ciegos que al mirar al cielo no distinguimos maldad?

    ¿Qué tiene de puro y de bueno? Aquel que encadena y tortura a los suyos sin darle siquiera el beneficio de defenderse...
    Creemos ciegamente en esos dioses, esas diosas... Aquellos angeles que velan por la bondad...JA! No me da la eternidad para morir de la risa...
    Que patéticos... Y pensar que confían en que el destierro sería castigo suficiente...

    Me enviaron aquí a la tierra para que no les hiciera daño a quienes ellos aprecian...pero ¿Adivinen qué? Aquí en la tierra está lleno de dioses, angeles, enviados del cielo, está plagado de inocentes pecadores... Así que, lejos de un castigo... Me doy cuenta de que me han dado las más perfecta oportunidad de venganza...

    Hace unos horas lo maté...me suplico en el nombre del cielo... Que patético... Y ¿Saben? Su sangre era del mismo color que la mía...nada nos hace diferentes al final...

    Cuidense de mi, enviados del cielo... Voy a matarlos a todos...
    Y ¿Si les contara una historia? De un jóven que fue traicionado por su gente y ¿Si les dijera que ese jóven pertenece a la más pura de las razas? ¿Estamos tan ciegos que al mirar al cielo no distinguimos maldad? ¿Qué tiene de puro y de bueno? Aquel que encadena y tortura a los suyos sin darle siquiera el beneficio de defenderse... Creemos ciegamente en esos dioses, esas diosas... Aquellos angeles que velan por la bondad...JA! No me da la eternidad para morir de la risa... Que patéticos... Y pensar que confían en que el destierro sería castigo suficiente... Me enviaron aquí a la tierra para que no les hiciera daño a quienes ellos aprecian...pero ¿Adivinen qué? Aquí en la tierra está lleno de dioses, angeles, enviados del cielo, está plagado de inocentes pecadores... Así que, lejos de un castigo... Me doy cuenta de que me han dado las más perfecta oportunidad de venganza... Hace unos horas lo maté...me suplico en el nombre del cielo... Que patético... Y ¿Saben? Su sangre era del mismo color que la mía...nada nos hace diferentes al final... Cuidense de mi, enviados del cielo... Voy a matarlos a todos...
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  • "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella)

    El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos.

    Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino.

    Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo.

    Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente.

    Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar.

    Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras.

    Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor.

    Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto.

    Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado.

    Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser.

    El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
    "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella) El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos. Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino. Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo. Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente. Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar. Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras. Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor. Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto. Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado. Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser. El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
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  • "El día que los muertos caminaron con la primavera"

    Melinoë

    La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía.

    La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje.

    Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado.

    Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar.

    Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde.

    El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo.

    Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro.

    Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final.

    No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte.

    Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia.

    Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste.

    Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
    "El día que los muertos caminaron con la primavera" [Mel_Infra] La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía. La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje. Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado. Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar. Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde. El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo. Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro. Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final. No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte. Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia. Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste. Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
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  • “Recuerdo del Nacimiento de Zagreus”

    A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día.
    El día en que nació nuestro hijo.

    Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba.

    Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos.

    Y entonces, llegó el momento.

    Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo.

    Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro.

    Y cuando nuestro hijo nació…
    no lloró.
    Rugió.

    Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto.

    Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse.

    —Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino.

    Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo.
    El Olimpo despertó inquieto.
    Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos.

    Zagreus había llegado.

    No era solo un niño.

    Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril.
    Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida.
    Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo.
    Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola.

    Él fue mi renacer.
    Mi hijo.
    Mi legado.
    La fusión de lo salvaje y lo tierno.
    Del fin y del comienzo.

    Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía.

    Porque en mis brazos dormía algo más que poder.
    Dormía esperanza.
    “Recuerdo del Nacimiento de Zagreus” A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día. El día en que nació nuestro hijo. Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba. Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos. Y entonces, llegó el momento. Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo. Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro. Y cuando nuestro hijo nació… no lloró. Rugió. Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto. Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse. —Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino. Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo. El Olimpo despertó inquieto. Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos. Zagreus había llegado. No era solo un niño. Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril. Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida. Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo. Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola. Él fue mi renacer. Mi hijo. Mi legado. La fusión de lo salvaje y lo tierno. Del fin y del comienzo. Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía. Porque en mis brazos dormía algo más que poder. Dormía esperanza.
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  • Año 1240.

    No fue ambición lo que me llevó a desafiarlo, ni sed de poder, fue necesidad, fue instinto, fue la certeza de que, si no lo hacía, la manada terminaría fragmentada o peor, extinguida, él había sido fuerte una vez, respetado incluso, pero se volvió ciego, gobernaba con el miedo, no con el ejemplo, olvidó que un Alpha guía, no impone, que un líder se sacrifica, no se alimenta primero, y cuando lo vi dudar, cuando lo vi dejar atrás a los jóvenes y a los viejos en la última travesía, supe que el momento había llegado.

    No fue una decisión ligera, llevaba días sintiéndolo en la sangre, noches enteras sin dormir, escuchando a la manada respirar débil, o temerosa, el equilibrio se había roto y todos lo sabían, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta, hasta que lo hice yo.

    Lo enfrenté bajo la luna, como manda la ley de los nuestros, sin palabras, solo miradas, la suya desafiante, la mía firme, sin odio, solo verdad, cuando dimos el primer paso, el mundo pareció detenerse, no era solo una pelea por el liderazgo, era una lucha por el alma del grupo, por todo lo que éramos, por todo lo que merecíamos volver a ser.

    Sus colmillos eran veloces, su cuerpo aún fuerte, pero el miedo le temblaba bajo la piel, porque sabía que no luchaba contra un joven temerario, luchaba contra un lobo con propósito, contra uno que no se detenía por dolor, que no retrocedía por dudas, cada zarpazo mío llevaba una historia, cada embestida era el eco de los que había perdido, de los que él había olvidado.

    La pelea no duró una eternidad, pero dejó cicatrices como si lo hubiera hecho, y cuando lo hice caer, cuando su respiración se volvió débil y sus ojos dejaron de desafiarme, no hubo celebración, solo silencio, uno denso, solemne, como si la tierra misma reconociera el cambio.

    No fue el rugido lo que me hizo Alpha, fue la forma en que me mantuve en pie cuando todo dolía, fue mirar a la manada y ver que ya no tenían miedo, que sus ojos no buscaban fuerza, sino dirección, fue cuando los jóvenes se acercaron primero, no con sumisión, sino con confianza, y luego los viejos, inclinando apenas la cabeza, como quien acepta que el nuevo ciclo ha comenzado.

    Desde entonces no he guiado con gritos, ni con castigos, sino con pasos firmes y presencia constante, me gané su respeto no solo porque vencí al anterior, sino porque cargué su sombra y la convertí en guía, porque aprendí que ser Alpha no es llegar arriba, sino quedarse ahí sin perder el alma.
    Año 1240. No fue ambición lo que me llevó a desafiarlo, ni sed de poder, fue necesidad, fue instinto, fue la certeza de que, si no lo hacía, la manada terminaría fragmentada o peor, extinguida, él había sido fuerte una vez, respetado incluso, pero se volvió ciego, gobernaba con el miedo, no con el ejemplo, olvidó que un Alpha guía, no impone, que un líder se sacrifica, no se alimenta primero, y cuando lo vi dudar, cuando lo vi dejar atrás a los jóvenes y a los viejos en la última travesía, supe que el momento había llegado. No fue una decisión ligera, llevaba días sintiéndolo en la sangre, noches enteras sin dormir, escuchando a la manada respirar débil, o temerosa, el equilibrio se había roto y todos lo sabían, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta, hasta que lo hice yo. Lo enfrenté bajo la luna, como manda la ley de los nuestros, sin palabras, solo miradas, la suya desafiante, la mía firme, sin odio, solo verdad, cuando dimos el primer paso, el mundo pareció detenerse, no era solo una pelea por el liderazgo, era una lucha por el alma del grupo, por todo lo que éramos, por todo lo que merecíamos volver a ser. Sus colmillos eran veloces, su cuerpo aún fuerte, pero el miedo le temblaba bajo la piel, porque sabía que no luchaba contra un joven temerario, luchaba contra un lobo con propósito, contra uno que no se detenía por dolor, que no retrocedía por dudas, cada zarpazo mío llevaba una historia, cada embestida era el eco de los que había perdido, de los que él había olvidado. La pelea no duró una eternidad, pero dejó cicatrices como si lo hubiera hecho, y cuando lo hice caer, cuando su respiración se volvió débil y sus ojos dejaron de desafiarme, no hubo celebración, solo silencio, uno denso, solemne, como si la tierra misma reconociera el cambio. No fue el rugido lo que me hizo Alpha, fue la forma en que me mantuve en pie cuando todo dolía, fue mirar a la manada y ver que ya no tenían miedo, que sus ojos no buscaban fuerza, sino dirección, fue cuando los jóvenes se acercaron primero, no con sumisión, sino con confianza, y luego los viejos, inclinando apenas la cabeza, como quien acepta que el nuevo ciclo ha comenzado. Desde entonces no he guiado con gritos, ni con castigos, sino con pasos firmes y presencia constante, me gané su respeto no solo porque vencí al anterior, sino porque cargué su sombra y la convertí en guía, porque aprendí que ser Alpha no es llegar arriba, sino quedarse ahí sin perder el alma.
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  • — Había recibido unos dulces de parte de Elixen Bae Lee , estaba sumamente feliz de haber conseguido eso, en especial de un nuevo amigo, o bueno, Shinano lo consideraba un amigo, estaba contenta, comía algunos, eran deliciosos, le habían encantado, sin duda, Shinano, le tenía bastante aprecio a su nuevo amigo, no hablaron demasiado, pero para Shinano, era como un amigo de confianza..

    — 🫧 — Ñam, ñam, estos dulces son deliciosos, me encantan, sin duda mis favoritos, lo quiero muchísimo, ¡Espera!, si el me envió algo, yo también debería, ya se, le haré algo con mucho cariño.
    — ☄️— Había recibido unos dulces de parte de [meteor_white_rat_650] , estaba sumamente feliz de haber conseguido eso, en especial de un nuevo amigo, o bueno, Shinano lo consideraba un amigo, estaba contenta, comía algunos, eran deliciosos, le habían encantado, sin duda, Shinano, le tenía bastante aprecio a su nuevo amigo, no hablaron demasiado, pero para Shinano, era como un amigo de confianza.. — 🫧 — Ñam, ñam, estos dulces son deliciosos, me encantan, sin duda mis favoritos, lo quiero muchísimo, ¡Espera!, si el me envió algo, yo también debería, ya se, le haré algo con mucho cariño.
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  • Crónica de Sombra y Sangre.
    Fandom Original/The Ancient Magus' Bride.
    Categoría Fantasía
    [pulse_purple_magpie_831]

    ⠀⠀Las colinas de Bistrița estaban quietas esa noche, demasiado quietas para una tierra que acostumbraba a murmurar con el viento y los aullidos de lobos lejanos. La vieja abadía en ruinas, olvidada por siglos y consumida por la hiedra, ardía bajo la luz de antorchas encendidas por manos profanas. Un círculo de figuras encapuchadas entonaba cánticos en una lengua olvidada y que las iglesias temían pronunciar.

    ⠀⠀"Pilum Murialis", esa palabra resonaba en su cabeza mientras su caminar, cada paso que daba, apartaba la nieve como si de fuego se tratase. Ellos querían abrir un umbral, resucitar un nombre que hace tiempo la Iglesia había archivado, un demonio cuya existencia se había disuelto en archivos, empapados de tinta seca.

    ⠀⠀Cipriano llegó cuando las estrellas se gritaban como heridas en el cielo. Su silueta emergió del bosque como un presagio inevitable, y de alguna manera, como si sus maestros oscuros se lo dijeran tras susurros, los impíos temieron; la silueta cayendo del muro de piedra, tocando el suelo y generando un cráter.

    ⠀⠀Un simple cura, en solitario. Era absurdo pensar que ni siquiera usando cruces o rezos, marchitaba la esencia oscura de este lugar, y con su cuerpo, mandaba a volar casi como trapos a los maestros de la oscuridad.
    ⠀⠀Cuando se acercó al rito, pisando los cuerpos inconscientes de aquellos que osaron desafiar a Dios, contempló las velas, casi derretidas. La sangre se fundía con la cera, y a su lado, la vida de alguien había terminado.

    ⠀⠀Se frustró. Pero fue su culpa por anteponer el combate a su trabajo.
    ⠀⠀Entonces, sintió una presencia, las sombras... temblaban, algo las estaba tomando.
    [pulse_purple_magpie_831] ⠀ ⠀⠀Las colinas de Bistrița estaban quietas esa noche, demasiado quietas para una tierra que acostumbraba a murmurar con el viento y los aullidos de lobos lejanos. La vieja abadía en ruinas, olvidada por siglos y consumida por la hiedra, ardía bajo la luz de antorchas encendidas por manos profanas. Un círculo de figuras encapuchadas entonaba cánticos en una lengua olvidada y que las iglesias temían pronunciar. ⠀⠀"Pilum Murialis", esa palabra resonaba en su cabeza mientras su caminar, cada paso que daba, apartaba la nieve como si de fuego se tratase. Ellos querían abrir un umbral, resucitar un nombre que hace tiempo la Iglesia había archivado, un demonio cuya existencia se había disuelto en archivos, empapados de tinta seca. ⠀⠀Cipriano llegó cuando las estrellas se gritaban como heridas en el cielo. Su silueta emergió del bosque como un presagio inevitable, y de alguna manera, como si sus maestros oscuros se lo dijeran tras susurros, los impíos temieron; la silueta cayendo del muro de piedra, tocando el suelo y generando un cráter. ⠀⠀Un simple cura, en solitario. Era absurdo pensar que ni siquiera usando cruces o rezos, marchitaba la esencia oscura de este lugar, y con su cuerpo, mandaba a volar casi como trapos a los maestros de la oscuridad. ⠀⠀Cuando se acercó al rito, pisando los cuerpos inconscientes de aquellos que osaron desafiar a Dios, contempló las velas, casi derretidas. La sangre se fundía con la cera, y a su lado, la vida de alguien había terminado. ⠀⠀Se frustró. Pero fue su culpa por anteponer el combate a su trabajo. ⠀⠀Entonces, sintió una presencia, las sombras... temblaban, algo las estaba tomando. ⠀
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  • Entonces susurro el salmo de tu nombre. Me pregunto cuántas veces no te vi arrodillado ante mi tempestad hecha templo reverdecido con lo hipócrita de los santos que no son más que bufones de otras tierras que no silban al morir.

    Materializo mis manos con los estigmas del dios en el que crees; pulcritud en tus vestires, pronuncio tu nombre como el amante que reta a la vida por retener de vuelta a lo inexplorado; pero te exploro como un lienzo en filoso paganismo. Tarareo una melodía de jauría de lobos; un maullido, ronroneo a la espera de tu espuelas talladas en mi carne; porque cuando me hago corporeidad; brindo gotas de savia vitae en tu boca que se asemeja al cáliz que tanto tu religión busca con delirio.

    Pero tú, eres cáliz y mis prudencias se persignan con tu gozo. Suspiro y degollo tu cuerpo con el éxtasis al que pretendo someterte. Me hundo en tu virginidad; sé que soy el primero y el único, pero sé que te has tocado en el nombre de mi nombre.

    Me conociste como una lluvia de plata; de impura llama; llano recuerdo desde que fuiste mío bajo los árboles de cerezos donde me atreví a retarte y a emborracharte con la lumbre de mi ombligo hecho oro de pretensiones sólo nacidas de la inocencia de haberte hallado.

    Delineo el abad de tus muñecas, busco tensar la humanidad que no es tuya; porque hace mucho tiempo mi simiente te dejó fluir. Torpe alimaña que soy, te busco entre mis ritos y rasgo tu piel con sigilos prohibidos. Este no es el fin, es la mañana, la tarde y la noche hechas una y echadas a su suerte.

    Maldigo el tiempo y te hago el amor con una cadencia secreta. Abro tus puertas con una oración entre nosotros. No soy macho o hembra, soy un ser que no tiene identidad; pero me llaman el dios madre; el Silonthis Izmigoln, tatuado en tus corazones.

    Me abro ante el pasaje de la realidad y te observo, desde arriba con mis doce cabezas que perdonan el rencor de tus pecados. Puedes verme; me descompongo incorrupto; alabeo de rectitud que penetra tu garganta. Provoco que nuestras extremidades se enlacen como si fuéramos uno y una danza de brujos y cisnes, nos elevamos perennes sobre el altar en el que te desposo.

    Reparto monedas sobre tus ojos, los horado al desengañar tu cuerpo; ese sagrado como mío; y te permito vislumbrarme de porte inenarrable, como un halo de arcoíris de medianoche. Como tú, como el hombre al que besas en tus sueños sin decirlo; escuchas el tic tac de los relojes que marcan tu existencia como mía y al amarte con todos tus ruegos obscenos, me deleito y rio un río de estrellas.

    Te encandilo y pienso en morir a tu lado. Repaso el ejemplo de tu voz; disfruto modular tus ruegos, disfruto hacerte trizas sin dañarte. Susurro, ronroneo con mis dedos sobre tu estampa de dédalos de matices áureos sollozantes.

    Hablo contigo desde tus globos oculares, y rehuso el huso horario de tus denarios; me disfrazo de azucena, porte firme de camelia; hago una nada con las trincheras de tu ser siendo doncel creado por pensamientos y gozo de quebrantados huesos.

    Mi lengua se enlaza con la tuya en arropo de delicia; te ofrezco albaricoques, presas de futuros en almíbar. Ah, si te endiosara no serías capaz de retenerme porque sería tu mismo. Soy la rueda del tiempo, la rueca que hila tus hilares mudos; enarbolados como una manta que nace con el sol que eres.

    Se da un vals; se da en tu nombre y mis susurros se hacen tangibles que escuchas a mi amor desbocado en equilibrio frontal cuál mástil indecoroso. Busco que te retuerzas, las tuercas de tus relojes de tiempos, de tiempos, de tiempos. Tres veces me derramo en ti como la miel de un higo; si fueras hembra estarías preñada de mi pureza hecha calvario. Te amo tanto como adoro mi locura; renazco y tomo las hebras de tu testa y las colecciono entre mis uñas. Recorro lo silvestre que hay en ti y te llamo por tu nombre.

    El verdadero.

    "Aminthedez Polzyrio, ¿por qué te ocultaste tanto tiempo? En cada realidad tiemblo en el tiempo por soñarte; ahora que estás aquí, lo único que amanecerá en ti será el vástago sin amores; un eléboro que retoñará en este sacrificio".

    Te observo. Tu belleza es deslumbrante y lloro; con la amargura de abrazarte ya santificado.

    "Mírame sólo a mí, en esta pieza que juzga tu génesis. No hice más que soñarte hasta este momento. Escúchame. Pide. Reza por tu salvación, porque a mi lado serás el cordero de tu dios que quita el pecado del mundo".

    Verso y delineo tus labios con mis extremidades.

    "Eres tal y cómo te recuerdo; en mis memorias. Eres yo y yo soy tú. Eres mi promesa; la bruma indecorosa que me enloquece".

    Me edifico en la aurora de tu nombre; de tez y voto, de tul y gen de primaveras con aroma a sándalo; materializo mis monstruosidades y confecciono el andar de los orzuelos de mis mejillas; pronto la tinta se derrama como líneas zigzagueantes sobre ti; soberano mi sinuosidad sobre la geografía de tu cuerpo es un pecado original que no decae por más que te sorprendo con mis telares en tu son de tentarme.

    Tomo el augurio de una seda y la ato a tus tobillos para inmovilizarte; me atrevo a hacerlo porque sé que mis oraciones atraerán a las delicias de los imperios que te esconden. Delineo tu hombría con mi voz hecha céfiro; entremezclo las entrañas de las sombras en el centro de tu ombligo al que doy una caricia; y pese a que te hago el amor no me ves; aún no.

    Versa el reguero de mis besos por tu torso y no recapacito; trago y relamo la presencia de tus manualidades; mis dagas de carne te perforan y te anudan y mis alas se baten una dos y tres veces cuando empujo dentro de ti el resto de lo que poseo.

    Impregno mi aroma a limón, a miel y mandarinas sobre el tronco de tu cuello; reparo en tus lunares de tenerlos y empujo nueve veces en ondas de océanos de bruna sal; serpenteo y busco, me inmiscuyo en los cordeles que ato a tu cuello como collares.

    Me rehuso a renunciar a ti, por tu porte; tus afrentas, tu dolor hecho placeres de pura seda. Uno mis labios y aparezco como un genio de gran poder; de ojos lilas y albos cabellos que se derraman sobre ti como una cascada, una ternura que no controlo.

    Te beso al derecho y al revés, verso besos en tu abdomen y ejemplifico otros desordenes de mis memorias desde el pensamiento que te creo. Mis ojos raptan tu silueta y mis alas te protegen; escudan a tu ser, desean todo lo casto para ti como si fuese un deseo de cumpleaños. Susurro y termino de despojar del vestir a tu alma. Tejo un chal sobre tu rostro; o un velo quizá, no lo sé pero sé que te pertenece...como yo te pertenezco.

    Riego tu verdor y te digo, en vilo reestablecido:

    "Ante tu majestad, siempre puedo soñarla como mía; pero este instante es sólo nuestro; esta unión ante el altar. Ellos te entregaron y no habrá marcha atrás; Cayemnar".

    Entonces susurro el salmo de tu nombre. Me pregunto cuántas veces no te vi arrodillado ante mi tempestad hecha templo reverdecido con lo hipócrita de los santos que no son más que bufones de otras tierras que no silban al morir. Materializo mis manos con los estigmas del dios en el que crees; pulcritud en tus vestires, pronuncio tu nombre como el amante que reta a la vida por retener de vuelta a lo inexplorado; pero te exploro como un lienzo en filoso paganismo. Tarareo una melodía de jauría de lobos; un maullido, ronroneo a la espera de tu espuelas talladas en mi carne; porque cuando me hago corporeidad; brindo gotas de savia vitae en tu boca que se asemeja al cáliz que tanto tu religión busca con delirio. Pero tú, eres cáliz y mis prudencias se persignan con tu gozo. Suspiro y degollo tu cuerpo con el éxtasis al que pretendo someterte. Me hundo en tu virginidad; sé que soy el primero y el único, pero sé que te has tocado en el nombre de mi nombre. Me conociste como una lluvia de plata; de impura llama; llano recuerdo desde que fuiste mío bajo los árboles de cerezos donde me atreví a retarte y a emborracharte con la lumbre de mi ombligo hecho oro de pretensiones sólo nacidas de la inocencia de haberte hallado. Delineo el abad de tus muñecas, busco tensar la humanidad que no es tuya; porque hace mucho tiempo mi simiente te dejó fluir. Torpe alimaña que soy, te busco entre mis ritos y rasgo tu piel con sigilos prohibidos. Este no es el fin, es la mañana, la tarde y la noche hechas una y echadas a su suerte. Maldigo el tiempo y te hago el amor con una cadencia secreta. Abro tus puertas con una oración entre nosotros. No soy macho o hembra, soy un ser que no tiene identidad; pero me llaman el dios madre; el Silonthis Izmigoln, tatuado en tus corazones. Me abro ante el pasaje de la realidad y te observo, desde arriba con mis doce cabezas que perdonan el rencor de tus pecados. Puedes verme; me descompongo incorrupto; alabeo de rectitud que penetra tu garganta. Provoco que nuestras extremidades se enlacen como si fuéramos uno y una danza de brujos y cisnes, nos elevamos perennes sobre el altar en el que te desposo. Reparto monedas sobre tus ojos, los horado al desengañar tu cuerpo; ese sagrado como mío; y te permito vislumbrarme de porte inenarrable, como un halo de arcoíris de medianoche. Como tú, como el hombre al que besas en tus sueños sin decirlo; escuchas el tic tac de los relojes que marcan tu existencia como mía y al amarte con todos tus ruegos obscenos, me deleito y rio un río de estrellas. Te encandilo y pienso en morir a tu lado. Repaso el ejemplo de tu voz; disfruto modular tus ruegos, disfruto hacerte trizas sin dañarte. Susurro, ronroneo con mis dedos sobre tu estampa de dédalos de matices áureos sollozantes. Hablo contigo desde tus globos oculares, y rehuso el huso horario de tus denarios; me disfrazo de azucena, porte firme de camelia; hago una nada con las trincheras de tu ser siendo doncel creado por pensamientos y gozo de quebrantados huesos. Mi lengua se enlaza con la tuya en arropo de delicia; te ofrezco albaricoques, presas de futuros en almíbar. Ah, si te endiosara no serías capaz de retenerme porque sería tu mismo. Soy la rueda del tiempo, la rueca que hila tus hilares mudos; enarbolados como una manta que nace con el sol que eres. Se da un vals; se da en tu nombre y mis susurros se hacen tangibles que escuchas a mi amor desbocado en equilibrio frontal cuál mástil indecoroso. Busco que te retuerzas, las tuercas de tus relojes de tiempos, de tiempos, de tiempos. Tres veces me derramo en ti como la miel de un higo; si fueras hembra estarías preñada de mi pureza hecha calvario. Te amo tanto como adoro mi locura; renazco y tomo las hebras de tu testa y las colecciono entre mis uñas. Recorro lo silvestre que hay en ti y te llamo por tu nombre. El verdadero. "Aminthedez Polzyrio, ¿por qué te ocultaste tanto tiempo? En cada realidad tiemblo en el tiempo por soñarte; ahora que estás aquí, lo único que amanecerá en ti será el vástago sin amores; un eléboro que retoñará en este sacrificio". Te observo. Tu belleza es deslumbrante y lloro; con la amargura de abrazarte ya santificado. "Mírame sólo a mí, en esta pieza que juzga tu génesis. No hice más que soñarte hasta este momento. Escúchame. Pide. Reza por tu salvación, porque a mi lado serás el cordero de tu dios que quita el pecado del mundo". Verso y delineo tus labios con mis extremidades. "Eres tal y cómo te recuerdo; en mis memorias. Eres yo y yo soy tú. Eres mi promesa; la bruma indecorosa que me enloquece". Me edifico en la aurora de tu nombre; de tez y voto, de tul y gen de primaveras con aroma a sándalo; materializo mis monstruosidades y confecciono el andar de los orzuelos de mis mejillas; pronto la tinta se derrama como líneas zigzagueantes sobre ti; soberano mi sinuosidad sobre la geografía de tu cuerpo es un pecado original que no decae por más que te sorprendo con mis telares en tu son de tentarme. Tomo el augurio de una seda y la ato a tus tobillos para inmovilizarte; me atrevo a hacerlo porque sé que mis oraciones atraerán a las delicias de los imperios que te esconden. Delineo tu hombría con mi voz hecha céfiro; entremezclo las entrañas de las sombras en el centro de tu ombligo al que doy una caricia; y pese a que te hago el amor no me ves; aún no. Versa el reguero de mis besos por tu torso y no recapacito; trago y relamo la presencia de tus manualidades; mis dagas de carne te perforan y te anudan y mis alas se baten una dos y tres veces cuando empujo dentro de ti el resto de lo que poseo. Impregno mi aroma a limón, a miel y mandarinas sobre el tronco de tu cuello; reparo en tus lunares de tenerlos y empujo nueve veces en ondas de océanos de bruna sal; serpenteo y busco, me inmiscuyo en los cordeles que ato a tu cuello como collares. Me rehuso a renunciar a ti, por tu porte; tus afrentas, tu dolor hecho placeres de pura seda. Uno mis labios y aparezco como un genio de gran poder; de ojos lilas y albos cabellos que se derraman sobre ti como una cascada, una ternura que no controlo. Te beso al derecho y al revés, verso besos en tu abdomen y ejemplifico otros desordenes de mis memorias desde el pensamiento que te creo. Mis ojos raptan tu silueta y mis alas te protegen; escudan a tu ser, desean todo lo casto para ti como si fuese un deseo de cumpleaños. Susurro y termino de despojar del vestir a tu alma. Tejo un chal sobre tu rostro; o un velo quizá, no lo sé pero sé que te pertenece...como yo te pertenezco. Riego tu verdor y te digo, en vilo reestablecido: "Ante tu majestad, siempre puedo soñarla como mía; pero este instante es sólo nuestro; esta unión ante el altar. Ellos te entregaron y no habrá marcha atrás; Cayemnar".
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  • Destinados a la Irracionalidad.
    Fandom Original.
    Categoría Drama
    ♛ 𝓜𝓲𝓷𝓪𝓶𝓲 𝓜𝓸𝓶𝓸𝓴𝓪𝓼𝓱𝓲 ♡

    ⠀⠀Las luces de neón palpitaban como arterias abiertas sobre las avenidas de Tokio, reflejándose en los charcos de lluvia con una luz sombría. Era pasada la medianoche y, entre los callejones angostos que serpenteaban como venas ocultas, las sombras se deslizaban más rápido que la brisa.

    ⠀⠀Él la perseguía, sereno. No era una fugitiva cualquiera, sino una criatura nacida para desvanecerse entre las evasivas de la sociedad, un ser que doblegaba lo natural. Su silueta, etérea y grácil, rebotaba entre las marquesinas de izakayas cerrados y los carteles de pachinkos moribundos, mientras las farolas temblaban a su paso.

    ⠀⠀Su presencia, era un susurro. El aura del cura, una fogata en la oscuridad, pero antes que la calidez que representaría el fuego como abraza la vida, emitía la radiante energía del daño. La encontraría, no importaba qué.

    ⠀⠀Mientras tanto, la dicotomía de algo más profundo crecía en el pecho del brujo de mirada penitente. En Japón, incluso los fantasmas respetan las reglas no escritas de la noche. Pero esta vez, una de esas reglas estaba a punto de romperse.
    [Minami.Momokashi01] ⠀ ⠀⠀Las luces de neón palpitaban como arterias abiertas sobre las avenidas de Tokio, reflejándose en los charcos de lluvia con una luz sombría. Era pasada la medianoche y, entre los callejones angostos que serpenteaban como venas ocultas, las sombras se deslizaban más rápido que la brisa. ⠀⠀Él la perseguía, sereno. No era una fugitiva cualquiera, sino una criatura nacida para desvanecerse entre las evasivas de la sociedad, un ser que doblegaba lo natural. Su silueta, etérea y grácil, rebotaba entre las marquesinas de izakayas cerrados y los carteles de pachinkos moribundos, mientras las farolas temblaban a su paso. ⠀⠀Su presencia, era un susurro. El aura del cura, una fogata en la oscuridad, pero antes que la calidez que representaría el fuego como abraza la vida, emitía la radiante energía del daño. La encontraría, no importaba qué. ⠀⠀Mientras tanto, la dicotomía de algo más profundo crecía en el pecho del brujo de mirada penitente. En Japón, incluso los fantasmas respetan las reglas no escritas de la noche. Pero esta vez, una de esas reglas estaba a punto de romperse. ⠀
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  • •¿Sardinas que... No todas las sirenas poseemos las mismas habilidades? La mía por ejemplo es la cartomancia, y aun así, no todas las sirenas escogemos la misma baraja.

    Yo elegí la baraja egipcia porque es una de las civilizaciones humanas que más conocimiento de los astros ha recogido.

    ¿Alguien quiere una tirada, interpretar un sueño o simplemente un consejo para el día🫧?
    •¿Sardinas que... No todas las sirenas poseemos las mismas habilidades? La mía por ejemplo es la cartomancia, y aun así, no todas las sirenas escogemos la misma baraja. Yo elegí la baraja egipcia porque es una de las civilizaciones humanas que más conocimiento de los astros ha recogido. ¿Alguien quiere una tirada, interpretar un sueño o simplemente un consejo para el día🫧?
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