• Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    || Bueno, le voy a seguir la corriente a la "altota que puede bajarme el cereal".
    #ConoceTuPersonaje

    ¿Dónde vive?
    En una torre situada en el centro del.jardin eterno de Avalon, mas alláde los restos de Albion, cruzando el mar interior. Si llegaste a Neverland, ya te pasaste.

    ¿A qué se dedica?
    Es el guardian del equilibrio en el mundo, aunque generalmente se dedica al oscio y molestar al Conde de Saint Germain.

    ¿Cómo es? (Personalidad)
    Despreocupado y desapegado de las cosas materiales, de las emociones y de las motivaciones del ser humano. A menudo recurre al humor para evadir la seriedad de la situación, al sarcasmo para ocultar la agresividad, y la falsa modestia para recibir elogios.

    ¿Cómo es? (Apariencia)
    Generalmente se presenta como un hombre joven en sus 30, cabello largo y blanco. Alto, tal vez 1.82m; y delgado, su complexiónes atlética, aunque no le falta mucho musculo. Ojos púrpura y aretes de flores.

    Aunque otras veces se presenta como un viejo de larga barba y decrépito, tal y como en las leyendas. Sin embargo, nadie sabe su forma verdadera.

    ¿Cómo se describiría?
    Alto, guapo, fuerte y un chico muy buena onda; aunque te puede abandonar cuando la situación se pone tensa, pero regresa al último minuto.

    ¿Cómo lo describirían los demás?
    Gracioso, un payaso sin remedio, un desobligado haragán. Fou lo detesta, es un idiota hijo de ##$$@.

    ¿Cuáles son sus virtudes?
    Un gran consejero y fiel compañero, pese a sus acertijos sin sentido, siempre trata de hacer pensar a los demás antes de darles la respuesta.

    ¿Y sus defectos?
    Tiende a ser arrogante y muy lengua floja a la hora de decir lo que piensa. Su despreocupacion es algo que le ha dejado donde se encuentra: encerrado en Avalon. Ademas, suele no intervenir en los eventos humanos aun cuando lo necesitan. Es caprichoso.

    ¿Quiénes son sus amigos?
    Fujimaru Ritsuka, Artoria Pendragon, Nicolás Flamel, Conde de Saint Germain, Albus Dumbledore, Chespirito, el viejo Odin, Scáthach y Arquimides.

    ¿Cómo reacciona cuando se enfada?
    Muchas veces sonrie y proyecta su enojo con acciones bruscas, pero sin borrar la sonrisa. Una reaccion muy extrema es la de permanecer en silencio, sin decir chistes ocurrentes.

    ¿Qué ha perdido?
    La libertad al estar encerrado en Avalon y tambiénel reino que estaba ayudando a formar.

    ¿Quién conoce sus secretos?
    Nadie.

    ¿Tiene algún sueño recurrente?
    El de tener un show de cocina, usando un solo delantal (?).

    ¿A quién ama?
    A 🌸Yae Miko🌸 .

    ¿Qué le hace reír?
    Puede usar cualquier cosa para reir, pero mas que nada burlarse de los demás.

    ¿Y llorar?
    Quetzalcóatl cuando practica con él sus llaves.

    ¿Qué historias le gustan?
    Todas las historias, en especial aquellas en las que el ser humano crea milagros y superan las expectativas que los dioses ya han dictado.

    Adicional.
    Le gusta la mantequilla de maní.
    Fou no lo ha perdonado por arrojarlo de la torre de Avalon.
    || Bueno, le voy a seguir la corriente a la "altota que puede bajarme el cereal". #ConoceTuPersonaje ¿Dónde vive? En una torre situada en el centro del.jardin eterno de Avalon, mas alláde los restos de Albion, cruzando el mar interior. Si llegaste a Neverland, ya te pasaste. ¿A qué se dedica? Es el guardian del equilibrio en el mundo, aunque generalmente se dedica al oscio y molestar al Conde de Saint Germain. ¿Cómo es? (Personalidad) Despreocupado y desapegado de las cosas materiales, de las emociones y de las motivaciones del ser humano. A menudo recurre al humor para evadir la seriedad de la situación, al sarcasmo para ocultar la agresividad, y la falsa modestia para recibir elogios. ¿Cómo es? (Apariencia) Generalmente se presenta como un hombre joven en sus 30, cabello largo y blanco. Alto, tal vez 1.82m; y delgado, su complexiónes atlética, aunque no le falta mucho musculo. Ojos púrpura y aretes de flores. Aunque otras veces se presenta como un viejo de larga barba y decrépito, tal y como en las leyendas. Sin embargo, nadie sabe su forma verdadera. ¿Cómo se describiría? Alto, guapo, fuerte y un chico muy buena onda; aunque te puede abandonar cuando la situación se pone tensa, pero regresa al último minuto. ¿Cómo lo describirían los demás? Gracioso, un payaso sin remedio, un desobligado haragán. Fou lo detesta, es un idiota hijo de ##$$@. ¿Cuáles son sus virtudes? Un gran consejero y fiel compañero, pese a sus acertijos sin sentido, siempre trata de hacer pensar a los demás antes de darles la respuesta. ¿Y sus defectos? Tiende a ser arrogante y muy lengua floja a la hora de decir lo que piensa. Su despreocupacion es algo que le ha dejado donde se encuentra: encerrado en Avalon. Ademas, suele no intervenir en los eventos humanos aun cuando lo necesitan. Es caprichoso. ¿Quiénes son sus amigos? Fujimaru Ritsuka, Artoria Pendragon, Nicolás Flamel, Conde de Saint Germain, Albus Dumbledore, Chespirito, el viejo Odin, Scáthach y Arquimides. ¿Cómo reacciona cuando se enfada? Muchas veces sonrie y proyecta su enojo con acciones bruscas, pero sin borrar la sonrisa. Una reaccion muy extrema es la de permanecer en silencio, sin decir chistes ocurrentes. ¿Qué ha perdido? La libertad al estar encerrado en Avalon y tambiénel reino que estaba ayudando a formar. ¿Quién conoce sus secretos? Nadie. ¿Tiene algún sueño recurrente? El de tener un show de cocina, usando un solo delantal (?). ¿A quién ama? A [ripple_lime_bison_158] . ¿Qué le hace reír? Puede usar cualquier cosa para reir, pero mas que nada burlarse de los demás. ¿Y llorar? Quetzalcóatl cuando practica con él sus llaves. ¿Qué historias le gustan? Todas las historias, en especial aquellas en las que el ser humano crea milagros y superan las expectativas que los dioses ya han dictado. Adicional. Le gusta la mantequilla de maní. Fou no lo ha perdonado por arrojarlo de la torre de Avalon.
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  • Bloom caminaba por los jardines nocturnos con paso pesado -cuanto tiempo me quedara?.... tendre que hablar con Jean Phantomhive, se que no lo tomara mal pero... es mejor que desaparececr sin decir nada-
    Bloom caminaba por los jardines nocturnos con paso pesado -cuanto tiempo me quedara?.... tendre que hablar con [littl3gr3y], se que no lo tomara mal pero... es mejor que desaparececr sin decir nada-
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  • El sol de la mañana acariciaba suavemente los jardines de la Villa Di Vincenzo, donde el perfume de las bugambilias se mezclaba con el aroma a café recién hecho y pan horneado. Una mesa dispuesta con impecable gusto esperaba bajo la sombra de una pérgola cubierta de glicinas. Frutas frescas, jugos naturales, embutidos finos, quesos artesanales y una selección de dulces italianos adornaban el mantel blanco con bordados dorados. Todo estaba dispuesto con precisión, sin excesos, pero con el refinamiento propio de una anfitriona como Elisabetta Di Vincenzo.

    Ella ya estaba allí, sentada con elegancia en una silla de hierro forjado tapizada en terciopelo gris perla. Llevaba un conjunto cómodo pero cuidadosamente escogido: un pantalón palazzo color marfil, una blusa de seda verde esmeralda que resaltaba sus ojos violeta, y un chal ligero sobre los hombros. Su cabello rubio, suelto y ligeramente ondulado, caía con gracia por su espalda. Ni una joya de más, ni una arruga fuera de lugar.

    Aparentemente tranquila, sostenía una copa de jugo de naranja con una mano, mientras la otra pasaba lentamente las páginas de un libro antiguo de poesía italiana. Pero su mente no estaba en los versos de Petrarca. Su atención estaba puesta en la entrada de la villa, esperando el sonido de los pasos que anunciarían la llegada de su hermano Giovanni... y de ella. Su novia. La mujer que, según Giovanni, había logrado hacerlo feliz de nuevo.

    Elisabetta había sonreído por cortesía cuando recibió la noticia, pero por dentro, las alertas se encendieron de inmediato. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué quería realmente? Nadie se acercaba a un Di Vincenzo sin un motivo, y menos aún a Giovanni, que en los últimos años se había convertido en su único verdadero aliado, el único que no la había dejado tras la muerte de su padre.

    Naturalmente, Elisabetta no había esperado una presentación formal para comenzar a conocerla. Su equipo ya había investigado todo: nombre, familia, pasado, fotos antiguas, viajes, ex parejas, movimientos bancarios... Todo. Y aunque hasta ahora nada era "alarmante", el instinto de la Farfalla della Morte nunca se equivocaba.

    El canto lejano de un ruiseñor cesó cuando escuchó el ruido de un motor acercándose por el camino de grava. Cerró el libro con elegancia y lo dejó sobre la mesa, mientras una leve sonrisa, tan bella como inquietante, curvaba sus labios.

    —Finalmente, llegó el momento —susurró, tomando una aceituna entre sus dedos perfectamente cuidados.

    Elisabetta se puso de pie con la gracia de quien domina cada centímetro del terreno que pisa. Con el sol acariciando su silueta, parecía una diosa romana lista para recibir a sus invitados. Pero sus ojos... esos ojos color amatista, brillaban con la intensidad de quien va a juzgar, aunque no lo diga con palabras.

    Aquella mujer iba a conocer a Elisabetta Di Vincenzo.

    Y lo haría con desayuno... y con advertencia velada incluida.

    Yuki Prakliaty
    Gɪᴏᴠᴀɴɴɪ Dɪ Vɪɴᴄᴇɴᴢᴏ
    El sol de la mañana acariciaba suavemente los jardines de la Villa Di Vincenzo, donde el perfume de las bugambilias se mezclaba con el aroma a café recién hecho y pan horneado. Una mesa dispuesta con impecable gusto esperaba bajo la sombra de una pérgola cubierta de glicinas. Frutas frescas, jugos naturales, embutidos finos, quesos artesanales y una selección de dulces italianos adornaban el mantel blanco con bordados dorados. Todo estaba dispuesto con precisión, sin excesos, pero con el refinamiento propio de una anfitriona como Elisabetta Di Vincenzo. Ella ya estaba allí, sentada con elegancia en una silla de hierro forjado tapizada en terciopelo gris perla. Llevaba un conjunto cómodo pero cuidadosamente escogido: un pantalón palazzo color marfil, una blusa de seda verde esmeralda que resaltaba sus ojos violeta, y un chal ligero sobre los hombros. Su cabello rubio, suelto y ligeramente ondulado, caía con gracia por su espalda. Ni una joya de más, ni una arruga fuera de lugar. Aparentemente tranquila, sostenía una copa de jugo de naranja con una mano, mientras la otra pasaba lentamente las páginas de un libro antiguo de poesía italiana. Pero su mente no estaba en los versos de Petrarca. Su atención estaba puesta en la entrada de la villa, esperando el sonido de los pasos que anunciarían la llegada de su hermano Giovanni... y de ella. Su novia. La mujer que, según Giovanni, había logrado hacerlo feliz de nuevo. Elisabetta había sonreído por cortesía cuando recibió la noticia, pero por dentro, las alertas se encendieron de inmediato. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué quería realmente? Nadie se acercaba a un Di Vincenzo sin un motivo, y menos aún a Giovanni, que en los últimos años se había convertido en su único verdadero aliado, el único que no la había dejado tras la muerte de su padre. Naturalmente, Elisabetta no había esperado una presentación formal para comenzar a conocerla. Su equipo ya había investigado todo: nombre, familia, pasado, fotos antiguas, viajes, ex parejas, movimientos bancarios... Todo. Y aunque hasta ahora nada era "alarmante", el instinto de la Farfalla della Morte nunca se equivocaba. El canto lejano de un ruiseñor cesó cuando escuchó el ruido de un motor acercándose por el camino de grava. Cerró el libro con elegancia y lo dejó sobre la mesa, mientras una leve sonrisa, tan bella como inquietante, curvaba sus labios. —Finalmente, llegó el momento —susurró, tomando una aceituna entre sus dedos perfectamente cuidados. Elisabetta se puso de pie con la gracia de quien domina cada centímetro del terreno que pisa. Con el sol acariciando su silueta, parecía una diosa romana lista para recibir a sus invitados. Pero sus ojos... esos ojos color amatista, brillaban con la intensidad de quien va a juzgar, aunque no lo diga con palabras. Aquella mujer iba a conocer a Elisabetta Di Vincenzo. Y lo haría con desayuno... y con advertencia velada incluida. [Yuki2104] [Gi0vanni]
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  • *Después de descasar toda la noche, Ming Yue, salió a los jardines solo para ver el estado del clima.*

    Si, en efecto, sera un maravilloso día.

    *Comentó sintiendo la luz del sol contra su piel. *
    *Después de descasar toda la noche, Ming Yue, salió a los jardines solo para ver el estado del clima.* Si, en efecto, sera un maravilloso día. *Comentó sintiendo la luz del sol contra su piel. *
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  • -Ha decidido dar un paseo por los jardines del palacio de Versalles y se ha encontrado con unas maravillosas rosas. No ha dudado en tomar una de las rosas entre sus fauces. Estaba seguro que sería una bonita decoración en el palacio, o tal vez a su querido amigo Lupin le gustaría tenerla en su árbol -
    -Ha decidido dar un paseo por los jardines del palacio de Versalles y se ha encontrado con unas maravillosas rosas. No ha dudado en tomar una de las rosas entre sus fauces. Estaba seguro que sería una bonita decoración en el palacio, o tal vez a su querido amigo Lupin le gustaría tenerla en su árbol -
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  • Venía muerta. Después de todo el día en la tienda, solo quería llegar, ducharse y caer rendida. Cruzó el jardincito, subió al porche y, cuando metió la mano al bolso… las llaves no estaban.

    Revolvió todo. Nada. Entonce, se dió cuenta.. las había dejado adentro, colgadas junto al microondas.

    Miró la puerta. Pensó en llamar a alguien para ayudarla.. Pero el cansancio pudo más y su comportamiento cerrado también. Se sentó en el escalón, apoyó la cabeza en la mochila y cerró los ojos.

    — Sólo un ratito..

    Y se quedó dormida ahí, en la entrada de su propia casa. Porque a veces, el cuerpo ya no pide permiso. Solo se apaga.
    Venía muerta. Después de todo el día en la tienda, solo quería llegar, ducharse y caer rendida. Cruzó el jardincito, subió al porche y, cuando metió la mano al bolso… las llaves no estaban. Revolvió todo. Nada. Entonce, se dió cuenta.. las había dejado adentro, colgadas junto al microondas. Miró la puerta. Pensó en llamar a alguien para ayudarla.. Pero el cansancio pudo más y su comportamiento cerrado también. Se sentó en el escalón, apoyó la cabeza en la mochila y cerró los ojos. — Sólo un ratito.. Y se quedó dormida ahí, en la entrada de su propia casa. Porque a veces, el cuerpo ya no pide permiso. Solo se apaga.
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  • Buenos días diario, aquí es otro día aburrido, pero con mi esponjoso visitante, tal vez vaya a dar otro paseo en los jardines para mínimo distraerme..
    Buenos días diario, aquí es otro día aburrido, pero con mi esponjoso visitante, tal vez vaya a dar otro paseo en los jardines para mínimo distraerme..
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  • Desde pequeña, ella había observado a su padre empuñar los rayos como si fueran meros hilos de luz entre sus dedos. Eran salvajes, magníficos, llenos de autoridad. A ella no le hacían daño —nunca lo hicieron— pero tampoco se sometían a su voluntad. Su pequeña mano se alzaba en el aire, imitando el gesto del rey del Olimpo, y los rayos chispeaban en la distancia, burlándose tal vez. No le obedecían. No respondían a su llamado.

    —Te falta seguridad, pequeña —decía Zeus con una voz que temblaba la tierra y acariciaba su orgullo a la vez—. Certeza. Fe en ti misma. Y, por sobre todo, debes aprender a reclamar lo que por derecho te pertenece como hija mía.

    En ese entonces, esas palabras le sonaban grandes, pesadas, lejanas. ¿Reclamar? ¿Certeza? ¿Fe en sí misma? Ella solo deseaba correr entre los jardines, recolectar flores que jamás se marchitaban, ofrecer agua de ambrosía a quienes lo necesitaban, y ver sonrisas florecer entre los mortales como brotes nuevos en primavera. No quería que la temieran. No quería imponer su poder. Quería que confiaran en ella… que la amaran.

    Con los siglos, aprendió que su don no estaba hecho para el dominio brutal, sino para la siembra. Ella no era una tormenta, era la primera lluvia tibia después del invierno. No era un grito de guerra, sino el susurro que sana. Y fue entonces que comprendió por qué los rayos no la obedecían: no era miedo lo que inspiraba, era esperanza. Ella no necesitaba someter la voluntad de la naturaleza como su padre. Su fuerza residía en todo lo que florecía sin forzar.

    Y aun así, en la profundidad de su ser, una parte más antigua y oscura de su divinidad comenzaba a despertar. Porque incluso la esperanza tenía su precio. Porque el equilibrio que custodiaba no era sólo dulzura; también era justicia.

    Había comprendido, en sus viajes al mundo humano, que no todos los corazones brillaban. Que algunos deseaban lo imposible, no para bien, sino por vanidad, egoísmo o desesperación corrupta. Por eso, en lo más recóndito de su alma inmortal, había ideado una ofrenda, una trampa silenciosa para los impuros:

    "𝗧𝗲 𝗱𝗮𝗿𝗲 𝗹𝗮 𝗲𝘁𝗲𝗿𝗻𝗶𝗱𝗮𝗱, 𝘀𝗶 𝗺𝗲 𝗼𝗳𝗿𝗲𝗰𝗲𝘀 𝗮 𝘁𝘂 𝗽𝗿𝗶𝗺𝗲𝗿 𝗵𝗶𝗷𝗼"

    No era una amenaza. No era malicia. Era el precio que revelaba la verdad más cruda del alma humana. Quienes realmente amaban, jamás entregarían a un hijo. Quienes estaban podridos en lo más íntimo de su ser, caerían por su propia elección. Así equilibraba ella el pecado de querer ser eternamente joven sin haber comprendido jamás el valor del tiempo.

    Porque un hijo, como ella había aprendido incluso en su eterna juventud, es el regalo más puro que el universo puede dar. No importa cómo haya llegado, de qué vientre o cuál historia lo envuelva: una criatura pequeña e inocente es la luz que debe ser protegida, guiada, amada. Ser joven no exime del deber. La belleza no borra las consecuencias.

    Y por eso, aunque su madre, Hera, la abrazara solo a veces —cuando las nubes del orgullo se disipaban lo suficiente para dejar pasar el amor—, había decidido: 𝗰𝘂𝗮𝗻𝗱𝗼 𝗹𝗹𝗲𝗴𝗮𝗿𝗮 𝗲𝗹 𝗱𝗶𝗮 𝗲𝗻 𝗾𝘂𝗲 𝘂𝗻𝗮 𝗰𝗿𝗶𝗮𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗱𝗲𝗽𝗲𝗻𝗱𝗶𝗲𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗲𝗹𝗹𝗮, 𝘀𝗲𝗿𝗶𝗮 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝗽𝗿𝗼𝘁𝗲𝗰𝗰𝗶𝗼𝗻, 𝘁𝗼𝗱𝗼 𝘀𝘂 𝗲𝘀𝗰𝘂𝗱𝗼, 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝘁𝗲𝗿𝗻𝘂𝗿𝗮. Incluso si el mundo ardía, incluso si el Olimpo colapsaba, esa criatura sería su centro.

    El amor... había sido efímero. Una caricia breve, una brisa entre los dedos. Le había rozado el alma, apenas lo suficiente como para desearlo más. No lo lamentaba, aunque doliera. Porque esa chispa bastó para despertarle el anhelo de compartir su eternidad no con cualquiera, sino con alguien que supiera sostenerla, celebrarla, multiplicarla.

    Y así, en la soledad luminosa de su santuario, donde las flores nacían con su aliento y el tiempo se doblaba para danzar con su risa, entendió algo más:

    𝗘𝗹𝗹𝗮 𝗶𝗯𝗮 𝗮 𝗰𝗼𝗻𝘀𝗲𝗴𝘂𝗶𝗿𝗹𝗼.

    No por capricho. No por venganza. Sino porque cada gesto suyo —cada semilla de esperanza que sembraba sin esperar nada, cada gesto de bondad desinteresada, cada elección por la compasión— era un eco que, tarde o temprano, el universo devolvería. Tal vez en forma de amor. Tal vez en forma de una hija. Tal vez en la risa de un niño que corriera sin miedo hacia ella.

    Porque ella era Hebe.

    𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝘂𝘁𝗿𝗲. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗲𝗻𝘂𝗲𝘃𝗮. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗾𝘂𝗶𝗹𝗶𝗯𝗿𝗮.

    Y si se atrevía a sembrar bien… la eternidad le devolvería aquello que más anhelaba: una felicidad real, completa, en cada forma posible que la inmortalidad pudiera ofrecer.
    Desde pequeña, ella había observado a su padre empuñar los rayos como si fueran meros hilos de luz entre sus dedos. Eran salvajes, magníficos, llenos de autoridad. A ella no le hacían daño —nunca lo hicieron— pero tampoco se sometían a su voluntad. Su pequeña mano se alzaba en el aire, imitando el gesto del rey del Olimpo, y los rayos chispeaban en la distancia, burlándose tal vez. No le obedecían. No respondían a su llamado. —Te falta seguridad, pequeña —decía Zeus con una voz que temblaba la tierra y acariciaba su orgullo a la vez—. Certeza. Fe en ti misma. Y, por sobre todo, debes aprender a reclamar lo que por derecho te pertenece como hija mía. En ese entonces, esas palabras le sonaban grandes, pesadas, lejanas. ¿Reclamar? ¿Certeza? ¿Fe en sí misma? Ella solo deseaba correr entre los jardines, recolectar flores que jamás se marchitaban, ofrecer agua de ambrosía a quienes lo necesitaban, y ver sonrisas florecer entre los mortales como brotes nuevos en primavera. No quería que la temieran. No quería imponer su poder. Quería que confiaran en ella… que la amaran. Con los siglos, aprendió que su don no estaba hecho para el dominio brutal, sino para la siembra. Ella no era una tormenta, era la primera lluvia tibia después del invierno. No era un grito de guerra, sino el susurro que sana. Y fue entonces que comprendió por qué los rayos no la obedecían: no era miedo lo que inspiraba, era esperanza. Ella no necesitaba someter la voluntad de la naturaleza como su padre. Su fuerza residía en todo lo que florecía sin forzar. Y aun así, en la profundidad de su ser, una parte más antigua y oscura de su divinidad comenzaba a despertar. Porque incluso la esperanza tenía su precio. Porque el equilibrio que custodiaba no era sólo dulzura; también era justicia. Había comprendido, en sus viajes al mundo humano, que no todos los corazones brillaban. Que algunos deseaban lo imposible, no para bien, sino por vanidad, egoísmo o desesperación corrupta. Por eso, en lo más recóndito de su alma inmortal, había ideado una ofrenda, una trampa silenciosa para los impuros: "𝗧𝗲 𝗱𝗮𝗿𝗲 𝗹𝗮 𝗲𝘁𝗲𝗿𝗻𝗶𝗱𝗮𝗱, 𝘀𝗶 𝗺𝗲 𝗼𝗳𝗿𝗲𝗰𝗲𝘀 𝗮 𝘁𝘂 𝗽𝗿𝗶𝗺𝗲𝗿 𝗵𝗶𝗷𝗼" No era una amenaza. No era malicia. Era el precio que revelaba la verdad más cruda del alma humana. Quienes realmente amaban, jamás entregarían a un hijo. Quienes estaban podridos en lo más íntimo de su ser, caerían por su propia elección. Así equilibraba ella el pecado de querer ser eternamente joven sin haber comprendido jamás el valor del tiempo. Porque un hijo, como ella había aprendido incluso en su eterna juventud, es el regalo más puro que el universo puede dar. No importa cómo haya llegado, de qué vientre o cuál historia lo envuelva: una criatura pequeña e inocente es la luz que debe ser protegida, guiada, amada. Ser joven no exime del deber. La belleza no borra las consecuencias. Y por eso, aunque su madre, Hera, la abrazara solo a veces —cuando las nubes del orgullo se disipaban lo suficiente para dejar pasar el amor—, había decidido: 𝗰𝘂𝗮𝗻𝗱𝗼 𝗹𝗹𝗲𝗴𝗮𝗿𝗮 𝗲𝗹 𝗱𝗶𝗮 𝗲𝗻 𝗾𝘂𝗲 𝘂𝗻𝗮 𝗰𝗿𝗶𝗮𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗱𝗲𝗽𝗲𝗻𝗱𝗶𝗲𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗲𝗹𝗹𝗮, 𝘀𝗲𝗿𝗶𝗮 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝗽𝗿𝗼𝘁𝗲𝗰𝗰𝗶𝗼𝗻, 𝘁𝗼𝗱𝗼 𝘀𝘂 𝗲𝘀𝗰𝘂𝗱𝗼, 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝘁𝗲𝗿𝗻𝘂𝗿𝗮. Incluso si el mundo ardía, incluso si el Olimpo colapsaba, esa criatura sería su centro. El amor... había sido efímero. Una caricia breve, una brisa entre los dedos. Le había rozado el alma, apenas lo suficiente como para desearlo más. No lo lamentaba, aunque doliera. Porque esa chispa bastó para despertarle el anhelo de compartir su eternidad no con cualquiera, sino con alguien que supiera sostenerla, celebrarla, multiplicarla. Y así, en la soledad luminosa de su santuario, donde las flores nacían con su aliento y el tiempo se doblaba para danzar con su risa, entendió algo más: 𝗘𝗹𝗹𝗮 𝗶𝗯𝗮 𝗮 𝗰𝗼𝗻𝘀𝗲𝗴𝘂𝗶𝗿𝗹𝗼. No por capricho. No por venganza. Sino porque cada gesto suyo —cada semilla de esperanza que sembraba sin esperar nada, cada gesto de bondad desinteresada, cada elección por la compasión— era un eco que, tarde o temprano, el universo devolvería. Tal vez en forma de amor. Tal vez en forma de una hija. Tal vez en la risa de un niño que corriera sin miedo hacia ella. Porque ella era Hebe. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝘂𝘁𝗿𝗲. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗲𝗻𝘂𝗲𝘃𝗮. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗾𝘂𝗶𝗹𝗶𝗯𝗿𝗮. Y si se atrevía a sembrar bien… la eternidad le devolvería aquello que más anhelaba: una felicidad real, completa, en cada forma posible que la inmortalidad pudiera ofrecer.
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  • SÓLO EL AMOR PUEDE SALVARNOS
    Fandom Libre
    Categoría Romance
    *Eres demasiado buena para ser real... Pero no puedo apartar mis ojos de ti.
    Estaba solo antes de ti. Sumido en la oscuridad de mi pasado... Pero un día llegaste sin que yo lo esperara, y trajiste luz a mi vida...
    Me sorprende, pero incluso alguien roto como yo también puede enamorarse... Y estoy enamorado de ti. Y descubrí gracias a ti que sólo el amor puede salvarnos...*

    *Sábado, y no tenía planes. Pero apareciste de visita a mi casa. Me reprochaste por dejar que la pereza prevaleciera sobre el hambre, y te ofreciste a cocinar algo. Estaba mirándote en la cocina, y entonces lo supe.
    Y no pude evitarlo, no pude controlarme ni resistirme, sólo me dejé llevar y fui a abrazarte. Me dijiste que era difícil moverse así, pero es que no podía soltarte... Porque no quiero soltarte. Así que decidiste seguir aunque no te soltara... Y cuando me dijiste que la comida estaba lista te sonreí enamorado y sólo pude dejar hablar a mi corazón.*

    —Te amo, y quiero que me cocines así el desayuno todos los días... Y lo siento, pero no puedo soltarte, porque no quiero soltarte... Quiero estar contigo por siempre. Así que cásate conmigo. Formemos una familia... Y déjame amarte y hacerte la más feliz con todo mi amor.

    #ElJardinDeLasFloresYLosCorazones
    *Eres demasiado buena para ser real... Pero no puedo apartar mis ojos de ti. Estaba solo antes de ti. Sumido en la oscuridad de mi pasado... Pero un día llegaste sin que yo lo esperara, y trajiste luz a mi vida... Me sorprende, pero incluso alguien roto como yo también puede enamorarse... Y estoy enamorado de ti. Y descubrí gracias a ti que sólo el amor puede salvarnos...* *Sábado, y no tenía planes. Pero apareciste de visita a mi casa. Me reprochaste por dejar que la pereza prevaleciera sobre el hambre, y te ofreciste a cocinar algo. Estaba mirándote en la cocina, y entonces lo supe. Y no pude evitarlo, no pude controlarme ni resistirme, sólo me dejé llevar y fui a abrazarte. Me dijiste que era difícil moverse así, pero es que no podía soltarte... Porque no quiero soltarte. Así que decidiste seguir aunque no te soltara... Y cuando me dijiste que la comida estaba lista te sonreí enamorado y sólo pude dejar hablar a mi corazón.* —Te amo, y quiero que me cocines así el desayuno todos los días... Y lo siento, pero no puedo soltarte, porque no quiero soltarte... Quiero estar contigo por siempre. Así que cásate conmigo. Formemos una familia... Y déjame amarte y hacerte la más feliz con todo mi amor. #ElJardinDeLasFloresYLosCorazones
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    Individual
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  • "Moras al amanecer"
    Fandom Mitología
    Categoría Slice of Life
    El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo.

    Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida.

    Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba.

    —¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro.

    Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía.

    El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida.

    —¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla.

    —En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo.

    Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades.

    Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura.

    Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano.

    Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más.

    Y eso bastaba.

    El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo. Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida. Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba. —¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro. Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía. El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida. —¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla. —En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo. Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades. Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura. Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano. Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más. Y eso bastaba.
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