"Lo que no se puede limpiar"
El aire olía a hierro y desesperación.
El hombre temblaba, las manos manchadas de lo que no podía limpiar ni con mil ríos.
Delante de él, Cillian sonreía. No con burla, sino con algo mucho peor: placer contenido.
—¿Te tiemblan las manos? —murmuró, inclinando la cabeza—. Qué curioso… cuando las alzabas sobre los débiles no temblaban, ¿verdad?
El otro quiso hablar, pero la voz se le quebró. Cillian se acercó, despacio, con esa elegancia casi animal que helaba la sangre.
—Te gustaba verlos rogar. Te gustaba creer que eras un dios en su miseria. —Su tono era una caricia que cortaba—. ¿Y ahora? ¿Dónde está tu fe? ¿Dónde están tus rezos?
El silencio pesó, como una confesión que nadie pidió.
Cillian lo observó con sus ojos incandescentes, tan llenos de vacío que reflejaban todos los pecados de la Tierra.
—Yo no castigo —continuó—. Solo muestro lo que en verdad son.
Y tú… —se inclinó hasta quedar a un susurro de su oído— tú eres nada más que carne podrida intentando fingir humanidad.
El hombre rompió en sollozos, un ruido tosco y patético.
Cillian rio, bajo, con un eco que parecía provenir del fondo del abismo.
—¿Quieres redención? —preguntó, casi divertido—. No la mereces.
Tu alma ya está marcada, y lo sabes. Yo solo vengo a cobrar lo que sembraste.
Sus palabras eran fuego helado. No necesitaba tocarlo; bastaba su voz para desarmar cualquier resto de orgullo.
En el rostro del hombre, la desesperación se mezcló con una súplica muda.
Cillian sonrió una última vez, los colmillos brillando como relámpagos en una noche sin luna.
—No temas… —susurró mientras la sombra a su espalda se movía, viva, ansiosa—.
La muerte no te salvará. Te recordará.
Y el silencio volvió a caer, espeso, absoluto.
Solo quedó Cillian, de pie entre los restos del miedo, tan tranquilo como si nada hubiese ocurrido.
Porque para él, no había castigo. Solo equilibrio.
El aire olía a hierro y desesperación.
El hombre temblaba, las manos manchadas de lo que no podía limpiar ni con mil ríos.
Delante de él, Cillian sonreía. No con burla, sino con algo mucho peor: placer contenido.
—¿Te tiemblan las manos? —murmuró, inclinando la cabeza—. Qué curioso… cuando las alzabas sobre los débiles no temblaban, ¿verdad?
El otro quiso hablar, pero la voz se le quebró. Cillian se acercó, despacio, con esa elegancia casi animal que helaba la sangre.
—Te gustaba verlos rogar. Te gustaba creer que eras un dios en su miseria. —Su tono era una caricia que cortaba—. ¿Y ahora? ¿Dónde está tu fe? ¿Dónde están tus rezos?
El silencio pesó, como una confesión que nadie pidió.
Cillian lo observó con sus ojos incandescentes, tan llenos de vacío que reflejaban todos los pecados de la Tierra.
—Yo no castigo —continuó—. Solo muestro lo que en verdad son.
Y tú… —se inclinó hasta quedar a un susurro de su oído— tú eres nada más que carne podrida intentando fingir humanidad.
El hombre rompió en sollozos, un ruido tosco y patético.
Cillian rio, bajo, con un eco que parecía provenir del fondo del abismo.
—¿Quieres redención? —preguntó, casi divertido—. No la mereces.
Tu alma ya está marcada, y lo sabes. Yo solo vengo a cobrar lo que sembraste.
Sus palabras eran fuego helado. No necesitaba tocarlo; bastaba su voz para desarmar cualquier resto de orgullo.
En el rostro del hombre, la desesperación se mezcló con una súplica muda.
Cillian sonrió una última vez, los colmillos brillando como relámpagos en una noche sin luna.
—No temas… —susurró mientras la sombra a su espalda se movía, viva, ansiosa—.
La muerte no te salvará. Te recordará.
Y el silencio volvió a caer, espeso, absoluto.
Solo quedó Cillian, de pie entre los restos del miedo, tan tranquilo como si nada hubiese ocurrido.
Porque para él, no había castigo. Solo equilibrio.
"Lo que no se puede limpiar"
El aire olía a hierro y desesperación.
El hombre temblaba, las manos manchadas de lo que no podía limpiar ni con mil ríos.
Delante de él, Cillian sonreía. No con burla, sino con algo mucho peor: placer contenido.
—¿Te tiemblan las manos? —murmuró, inclinando la cabeza—. Qué curioso… cuando las alzabas sobre los débiles no temblaban, ¿verdad?
El otro quiso hablar, pero la voz se le quebró. Cillian se acercó, despacio, con esa elegancia casi animal que helaba la sangre.
—Te gustaba verlos rogar. Te gustaba creer que eras un dios en su miseria. —Su tono era una caricia que cortaba—. ¿Y ahora? ¿Dónde está tu fe? ¿Dónde están tus rezos?
El silencio pesó, como una confesión que nadie pidió.
Cillian lo observó con sus ojos incandescentes, tan llenos de vacío que reflejaban todos los pecados de la Tierra.
—Yo no castigo —continuó—. Solo muestro lo que en verdad son.
Y tú… —se inclinó hasta quedar a un susurro de su oído— tú eres nada más que carne podrida intentando fingir humanidad.
El hombre rompió en sollozos, un ruido tosco y patético.
Cillian rio, bajo, con un eco que parecía provenir del fondo del abismo.
—¿Quieres redención? —preguntó, casi divertido—. No la mereces.
Tu alma ya está marcada, y lo sabes. Yo solo vengo a cobrar lo que sembraste.
Sus palabras eran fuego helado. No necesitaba tocarlo; bastaba su voz para desarmar cualquier resto de orgullo.
En el rostro del hombre, la desesperación se mezcló con una súplica muda.
Cillian sonrió una última vez, los colmillos brillando como relámpagos en una noche sin luna.
—No temas… —susurró mientras la sombra a su espalda se movía, viva, ansiosa—.
La muerte no te salvará. Te recordará.
Y el silencio volvió a caer, espeso, absoluto.
Solo quedó Cillian, de pie entre los restos del miedo, tan tranquilo como si nada hubiese ocurrido.
Porque para él, no había castigo. Solo equilibrio.


