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    Tsukumo Sana Espacio Aikaterine Ouro

    (Resumen muy resumen. Hay mucho polítiqueo lunar por en medio. MUCHO. Facciones, rebeldes, fanáticos debotos, todos buenos y todos malos.)

    Paradoja del Caos y la Luna

    1. La Unión Prohibida

    Oz, el Rey del Caos, y Selin, Custodio lunar, se encuentran en un instante que trasciende los planos del tiempo. De su unión nace Jennifer, la primogénita del caos y la luna, encarnación viviente de la paradoja: luz y oscuridad, orden y destrucción.

    Los Elunai corruptos, supervivientes de la guerra civil que atrajo a Oz, temen la unión y el linaje que Selin lleva en su vientre, pues podría romper los equilibrios que creen controlar.


    ---

    2. La Caída de Selin y el Fragmento del Alma

    Selin es atacada mientras está embarazada de su segunda hija:

    Antes de morir, lanza un conjuro para proteger a su hija y preservar su propia esencia.

    Su alma se ancla a la Luna, fusionándose con ella y convirtiéndose en guardiana eterna.

    El fragmento del alma del bebé no nato que llevaba dentro queda expuesto.


    Es entonces cuando Shobu, espíritu del Sol, y Xinia, espíritu de la Luna, antiguos amantes que crearon los eclipses para unirse, aparecen:

    Ambos sacrifican sus existencias para sostener el fragmento del alma de Veythra hasta que pueda nacer y puedan unirse por finlis amantes prohibidos.

    Mantienen ese fragmento flotando entre luz y sombra, entre Sol y Luna, hasta que el destino de Jennifer y su descendencia se cumpla.



    ---

    3. El Legado y la Creación de Veythra

    Decenas de miles de años después:

    Jennifer tiene a su hija Lili durante la Luna llena de Esturión, la más brillante del año, coincidiendo con la lluvia de Perseidas.

    En ese instante, los espíritus de Shobu y Xinia finalmente se funden con el fragmento del alma del bebé no nato de Selin.

    Esa unión da forma a Veythra, quien nace dentro del alma de Lili como espada viviente y guardiana de la herencia lunar y caótica.


    De esta manera, Veythra es simultáneamente fragmento de Selin, sostenida por Shobu y Xinia, y espejo del poder que Lili heredará de su madre Jennifer (hermana de Veythra por consanguinidad).


    ---

    4. Consecuencias en el Tiempo

    Jennifer crece rápida y poderosa, portando el caos de Oz y la luz de Selin, hasta que sella a Oz en el Jardín Prohibido a causa de la locura que lo invade tras la muerte de Selin, aniquilando toda vida y arrasando a todos los Elunai con el ejército del Caos.

    Veythra, aunque ligada a Lili, contiene la memoria de Selin y la protección de los antiguos espíritus, lista para despertar cuando su portadora lo necesite.

    La paradoja completa: Selin muere, Shobu y Xinia sostienen la esencia, Jennifer asegura la supervivencia del linaje, y Lili finalmente recibe la herencia de toda la cadena lunar y caótica, con Veythra como vínculo vivo.

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    [blaze_titanium_scorpion_916] [Mercenary1x] (Resumen muy resumen. Hay mucho polítiqueo lunar por en medio. MUCHO. Facciones, rebeldes, fanáticos debotos, todos buenos y todos malos.) Paradoja del Caos y la Luna 1. La Unión Prohibida Oz, el Rey del Caos, y Selin, Custodio lunar, se encuentran en un instante que trasciende los planos del tiempo. De su unión nace Jennifer, la primogénita del caos y la luna, encarnación viviente de la paradoja: luz y oscuridad, orden y destrucción. Los Elunai corruptos, supervivientes de la guerra civil que atrajo a Oz, temen la unión y el linaje que Selin lleva en su vientre, pues podría romper los equilibrios que creen controlar. --- 2. La Caída de Selin y el Fragmento del Alma Selin es atacada mientras está embarazada de su segunda hija: Antes de morir, lanza un conjuro para proteger a su hija y preservar su propia esencia. Su alma se ancla a la Luna, fusionándose con ella y convirtiéndose en guardiana eterna. El fragmento del alma del bebé no nato que llevaba dentro queda expuesto. Es entonces cuando Shobu, espíritu del Sol, y Xinia, espíritu de la Luna, antiguos amantes que crearon los eclipses para unirse, aparecen: Ambos sacrifican sus existencias para sostener el fragmento del alma de Veythra hasta que pueda nacer y puedan unirse por finlis amantes prohibidos. Mantienen ese fragmento flotando entre luz y sombra, entre Sol y Luna, hasta que el destino de Jennifer y su descendencia se cumpla. --- 3. El Legado y la Creación de Veythra Decenas de miles de años después: Jennifer tiene a su hija Lili durante la Luna llena de Esturión, la más brillante del año, coincidiendo con la lluvia de Perseidas. En ese instante, los espíritus de Shobu y Xinia finalmente se funden con el fragmento del alma del bebé no nato de Selin. Esa unión da forma a Veythra, quien nace dentro del alma de Lili como espada viviente y guardiana de la herencia lunar y caótica. De esta manera, Veythra es simultáneamente fragmento de Selin, sostenida por Shobu y Xinia, y espejo del poder que Lili heredará de su madre Jennifer (hermana de Veythra por consanguinidad). --- 4. Consecuencias en el Tiempo Jennifer crece rápida y poderosa, portando el caos de Oz y la luz de Selin, hasta que sella a Oz en el Jardín Prohibido a causa de la locura que lo invade tras la muerte de Selin, aniquilando toda vida y arrasando a todos los Elunai con el ejército del Caos. Veythra, aunque ligada a Lili, contiene la memoria de Selin y la protección de los antiguos espíritus, lista para despertar cuando su portadora lo necesite. La paradoja completa: Selin muere, Shobu y Xinia sostienen la esencia, Jennifer asegura la supervivencia del linaje, y Lili finalmente recibe la herencia de toda la cadena lunar y caótica, con Veythra como vínculo vivo. Siguiente rol: https://ficrol.com/posts/310537
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  • Crónicas del Olvido — Capítulo III: El Templo del Agua y el Primer Emisario

    Tras la purificación del Templo de Ceniza, el grupo se dirige hacia las ruinas sumergidas de Nymar, donde se encuentra el Templo del Agua, ahora hundido bajo un lago corrompido por la magia oscura. Elen siente una conexión profunda con este lugar: su linaje druídico proviene de las guardianas del agua, y su magia comienza a reaccionar incluso antes de llegar.

    Pero el lago no está vacío. Criaturas líquidas, deformadas por la corrupción, acechan bajo la superficie. El grupo debe descender con cuidado, usando una combinación de magia de aire y raíces para crear una burbuja de protección.

    Dentro del templo, Elen comienza a recordar fragmentos de su infancia: cantos antiguos, rituales de purificación, y una voz que le hablaba desde el agua. Al tocar el altar central, una corriente de energía la envuelve. No es agresiva. Es ancestral.

    Elen entra en trance. Ve a Lidica, no como guerrera, sino como protectora. La visión le revela que el agua no solo limpia… también guarda. Y que el fragmento del Amuleto aquí presente está sellado por una memoria que solo puede ser liberada por alguien que no busca poder, sino equilibrio.
    Elen despierta. Y el fragmento se libera.

    Pero el templo tiembla. Desde las profundidades del lago emerge una figura encapuchada: el Emisario del Vacío, un sirviente directo del Señor de las Sombras. Su cuerpo está formado por agua oscura, y su magia no tiene forma: distorsiona el entorno, altera la percepción, y convierte los recuerdos en armas.
    • Kael comienza a ver visiones de Yukine muriendo una y otra vez.
    • Sira se paraliza al ver a Lidica traicionándola.
    • Tharos pierde el control, incendiando parte del templo.
    • Elen, con el fragmento recién despertado, canaliza una onda de purificación que estabiliza el grupo.

    La batalla es caótica. El Emisario se mueve como líquido, atacando desde todas direcciones. Pero Kael, guiado por el fragmento, logra conjurar un hechizo de “Anclaje de Realidad”, que fija la percepción del grupo y permite que Sira lo atraviese con una ráfaga de viento cortante.

    El Emisario se disuelve. Pero no sin dejar una advertencia:

    “El Señor ya se ha levantado. Y ustedes… llegarán tarde.”

    Crónicas del Olvido — Capítulo III: El Templo del Agua y el Primer Emisario Tras la purificación del Templo de Ceniza, el grupo se dirige hacia las ruinas sumergidas de Nymar, donde se encuentra el Templo del Agua, ahora hundido bajo un lago corrompido por la magia oscura. Elen siente una conexión profunda con este lugar: su linaje druídico proviene de las guardianas del agua, y su magia comienza a reaccionar incluso antes de llegar. Pero el lago no está vacío. Criaturas líquidas, deformadas por la corrupción, acechan bajo la superficie. El grupo debe descender con cuidado, usando una combinación de magia de aire y raíces para crear una burbuja de protección. Dentro del templo, Elen comienza a recordar fragmentos de su infancia: cantos antiguos, rituales de purificación, y una voz que le hablaba desde el agua. Al tocar el altar central, una corriente de energía la envuelve. No es agresiva. Es ancestral. Elen entra en trance. Ve a Lidica, no como guerrera, sino como protectora. La visión le revela que el agua no solo limpia… también guarda. Y que el fragmento del Amuleto aquí presente está sellado por una memoria que solo puede ser liberada por alguien que no busca poder, sino equilibrio. Elen despierta. Y el fragmento se libera. Pero el templo tiembla. Desde las profundidades del lago emerge una figura encapuchada: el Emisario del Vacío, un sirviente directo del Señor de las Sombras. Su cuerpo está formado por agua oscura, y su magia no tiene forma: distorsiona el entorno, altera la percepción, y convierte los recuerdos en armas. • Kael comienza a ver visiones de Yukine muriendo una y otra vez. • Sira se paraliza al ver a Lidica traicionándola. • Tharos pierde el control, incendiando parte del templo. • Elen, con el fragmento recién despertado, canaliza una onda de purificación que estabiliza el grupo. La batalla es caótica. El Emisario se mueve como líquido, atacando desde todas direcciones. Pero Kael, guiado por el fragmento, logra conjurar un hechizo de “Anclaje de Realidad”, que fija la percepción del grupo y permite que Sira lo atraviese con una ráfaga de viento cortante. El Emisario se disuelve. Pero no sin dejar una advertencia: “El Señor ya se ha levantado. Y ustedes… llegarán tarde.”
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  • ✯ 𝙻𝚊 𝚎𝚜𝚝𝚛𝚎𝚕𝚕𝚊 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚝𝚊𝚛𝚍𝚎 ✯

    Entre el oro del ocaso y el azul del silencio, habita aquel que contempla el mundo con los ojos del que ha leído demasiado. Sus palabras suenan como ecos antiguos, y sus gestos miden el tiempo con precisión de reloj roto. Custodia los secretos del día que muere, y los encierra entre las páginas de libros que ya nadie recuerda. Su mente es un laberinto donde el tiempo se disuelve y la razón se confunde con el sueño. No teme a la oscuridad; la estudia, la entiende, la guarda como si fuera un poema incompleto. Es la estrella guardiana del crepúsculo, donde la luz titubea y las sombras toman fuerza.
    ✯ 𝙻𝚊 𝚎𝚜𝚝𝚛𝚎𝚕𝚕𝚊 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚝𝚊𝚛𝚍𝚎 ✯ Entre el oro del ocaso y el azul del silencio, habita aquel que contempla el mundo con los ojos del que ha leído demasiado. Sus palabras suenan como ecos antiguos, y sus gestos miden el tiempo con precisión de reloj roto. Custodia los secretos del día que muere, y los encierra entre las páginas de libros que ya nadie recuerda. Su mente es un laberinto donde el tiempo se disuelve y la razón se confunde con el sueño. No teme a la oscuridad; la estudia, la entiende, la guarda como si fuera un poema incompleto. Es la estrella guardiana del crepúsculo, donde la luz titubea y las sombras toman fuerza.
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  • El Despertar de Ceres Fauna

    El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. La brisa se detuvo entre las hojas y el murmullo del agua cesó. Entonces, la tierra comenzó a brillar suavemente, como si recordara un antiguo canto olvidado. De entre las raíces de un roble milenario, la luz tomó forma… una figura esbelta, envuelta en tonos verdes y dorados, emergió con la gracia de quien ha dormido siglos pero nunca ha dejado de soñar.

    Ceres Fauna abrió los ojos. Su mirada era el reflejo del primer amanecer sobre la Tierra, un brillo antiguo y tierno que hacía florecer la hierba a su paso. En su respiración, el aire volvió a danzar, trayendo consigo el aroma de flores que ya no existían. Las criaturas del bosque se acercaron con reverencia: aves, ciervos y espíritus del follaje inclinaban sus cabezas ante la Guardiana de la Naturaleza.

    Su compañero, un majestuoso ciervo cubierto de musgo y pétalos, se acercó lentamente. Con una caricia en su cuello, Fauna susurró:
    —El ciclo vuelve a comenzar...

    En su mano sostenía una pequeña manzana dorada, el corazón latente del mundo. Era el símbolo de la vida que había de renacer, la promesa de que incluso tras la destrucción, la naturaleza siempre encuentra el camino de regreso.

    El cielo se abrió paso entre las copas de los árboles, y los rayos del sol bañaron su figura. Ceres sonrió con serenidad, dejando que su voz, como una melodía suave, recorriera los valles y montañas:
    —Despierta, Madre Tierra… tu hija ha vuelto.

    Y con ese llamado, el mundo volvió a respirar.



    🌿 El Despertar de Ceres Fauna 🌿 El bosque estaba en silencio, como si contuviera la respiración. La brisa se detuvo entre las hojas y el murmullo del agua cesó. Entonces, la tierra comenzó a brillar suavemente, como si recordara un antiguo canto olvidado. De entre las raíces de un roble milenario, la luz tomó forma… una figura esbelta, envuelta en tonos verdes y dorados, emergió con la gracia de quien ha dormido siglos pero nunca ha dejado de soñar. Ceres Fauna abrió los ojos. Su mirada era el reflejo del primer amanecer sobre la Tierra, un brillo antiguo y tierno que hacía florecer la hierba a su paso. En su respiración, el aire volvió a danzar, trayendo consigo el aroma de flores que ya no existían. Las criaturas del bosque se acercaron con reverencia: aves, ciervos y espíritus del follaje inclinaban sus cabezas ante la Guardiana de la Naturaleza. Su compañero, un majestuoso ciervo cubierto de musgo y pétalos, se acercó lentamente. Con una caricia en su cuello, Fauna susurró: —El ciclo vuelve a comenzar... En su mano sostenía una pequeña manzana dorada, el corazón latente del mundo. Era el símbolo de la vida que había de renacer, la promesa de que incluso tras la destrucción, la naturaleza siempre encuentra el camino de regreso. El cielo se abrió paso entre las copas de los árboles, y los rayos del sol bañaron su figura. Ceres sonrió con serenidad, dejando que su voz, como una melodía suave, recorriera los valles y montañas: —Despierta, Madre Tierra… tu hija ha vuelto. Y con ese llamado, el mundo volvió a respirar. 🌱✨
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  • 𝐈𝐬𝐡𝐭𝐚𝐫’𝐬 𝐃𝐞𝐦𝐨𝐧𝐢𝐜 𝐃𝐞̀𝐞𝐬𝐬𝐞 𝐈𝐧𝐟𝐞𝐫𝐧𝐚𝐥 𝐆𝐥𝐚𝐦𝐨𝐮𝐫
    La Agencia del Glamour Infernal y la Divinidad Oscura

    En los confines donde el arte se funde con la divinidad y la oscuridad se viste de elegancia, nació Ishtar’s Demonic Dèesse Infernal Glamour, la agencia de modelaje más enigmática y poderosa del multiverso.
    Forjada bajo el emblema del Fuego Carmesí y la Rosa de los Abismos, esta casa representa la belleza demoníaca, la realeza celestial y el poder absoluto del glamour infernal.

    Cada modelo que porta el apellido Ishtar o Yokin no es solo un rostro: es una deidad viviente, un arquetipo de perfección y fuerza.
    Bajo la dirección del linaje Jaegerjaquez-Yokin-Ishtar, la agencia es símbolo de supremacía estética, dominio psíquico y magnetismo sobrenatural.

    DIVISIONES PRINCIPALES DEL LEGADO ISHTAR
    Reinas y Diosas Principales
    ❁ Akane Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar — La Emperatriz del Fuego Carmesí, símbolo de poder absoluto y sensualidad bélica.

    ❁ Albedo Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar — La Dèesse de la Pureza Oscura, guardiana de la perfección divina.

    ❁ Lili Queen Ishtar — Encarnación de la dulzura letal, la sonrisa que precede al caos.

    ❁ Jenny Queen Orc — Fuerza salvaje y belleza brutal, dominio del instinto y la pasión.

    Linaje Yokin – Herederas del Alma Lunar
    ✺ Kairi Ishtar Yokin — Musa de los sueños infinitos, con mirada que domina la mente y el deseo.

    ✺ Azuka Ishtar Yokin — La General del Glamour Infernal, belleza bélica inspirada en la imponente Hindenburg.

    ✺ Seieki Yokin — Energía pura del deseo psíquico, dualidad entre la calma y el frenesí.

    ✺ Ryuリュウ・イシュタル・ヨキン (Ishtar Yokin) — El dragón dorado del linaje, portador del poder absoluto y equilibrio entre fuego y razón.

    ✺ Jin Ishtar Yokin — El estratega de las sombras, elegancia silenciosa y magnetismo frío.

    Linaje Infernal y Divino
    ❄ Aerith Ishtar — Diosa de la gracia luminosa, símbolo de pureza celestial en la oscuridad infernal.

    ❄ Sakura Ishtar — Belleza letal y poética, el resplandor carmesí de la primavera eterna.

    ❄ Sasha Ishtar — El resplandor del amanecer eterno, pureza en movimiento.

    ❄ Lilith Ishtar — Madre de la tentación y del caos, el primer pecado hecho glamour.

    ❄ Ignia Ishtar — La llama que nunca muere, guardiana del fuego eterno.

    ❄ Hazuki Ishtar — La voz de la noche, misterio envuelto en seda negra.

    ❄ Lisesharte Freya Ishtar — Musa celestial del hielo divino, equilibrio entre elegancia y devastación.

    ❄ Katrin Ishtar — La Reina del Velo Carmesí, belleza trágica y poder silencioso.

    ❄ Selene Ishtar — Deidad lunar, representación absoluta del glamour nocturno.

    Linaje Jaegerjaquez-Ishtar
    ☀ Metphies Jaegerjaquez Yokin Ishtar — El Arconte del Glamour, mente estratégica y líder de la expansión infernal.

    ☀ Rex Hiroshi Jaegerjaquez Ishtar — El titán del dominio visual, imagen de fuerza, honor y perfección masculina.

    Entidades Divinas y Eternas
    ✟ ΔŞŦΔŘØŦĦ⛤ — El Emperador del Caos Estético, guardián del pacto entre belleza y destrucción.

    ✟ Raikou Nijou — La tormenta carnal y divina, símbolo de supremacía eléctrica.

    VISIÓN DE LA AGENCIA
    “El glamour no es vanidad, es poder. La belleza es el arma más silenciosa del infierno.
    En cada sesión, desfile o retrato, una energía divina fluye, marcando el destino de quienes contemplan a una Ishtar.”

    Ishtar’s Demonic Dèesse Infernal Glamour no recluta modelos, forja divinidades.
    Cada integrante es un fragmento de un linaje que trasciende la humanidad, portando en su mirada el brillo del deseo, la elegancia de una diosa y el fuego eterno del infierno.
    🔱 𝐈𝐬𝐡𝐭𝐚𝐫’𝐬 𝐃𝐞𝐦𝐨𝐧𝐢𝐜 𝐃𝐞̀𝐞𝐬𝐬𝐞 𝐈𝐧𝐟𝐞𝐫𝐧𝐚𝐥 𝐆𝐥𝐚𝐦𝐨𝐮𝐫 🔱 La Agencia del Glamour Infernal y la Divinidad Oscura En los confines donde el arte se funde con la divinidad y la oscuridad se viste de elegancia, nació Ishtar’s Demonic Dèesse Infernal Glamour, la agencia de modelaje más enigmática y poderosa del multiverso. Forjada bajo el emblema del Fuego Carmesí y la Rosa de los Abismos, esta casa representa la belleza demoníaca, la realeza celestial y el poder absoluto del glamour infernal. Cada modelo que porta el apellido Ishtar o Yokin no es solo un rostro: es una deidad viviente, un arquetipo de perfección y fuerza. Bajo la dirección del linaje Jaegerjaquez-Yokin-Ishtar, la agencia es símbolo de supremacía estética, dominio psíquico y magnetismo sobrenatural. 💎 DIVISIONES PRINCIPALES DEL LEGADO ISHTAR 👑 Reinas y Diosas Principales ❁ Akane Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar — La Emperatriz del Fuego Carmesí, símbolo de poder absoluto y sensualidad bélica. ❁ Albedo Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar — La Dèesse de la Pureza Oscura, guardiana de la perfección divina. ❁ Lili Queen Ishtar — Encarnación de la dulzura letal, la sonrisa que precede al caos. ❁ Jenny Queen Orc — Fuerza salvaje y belleza brutal, dominio del instinto y la pasión. 🌙 Linaje Yokin – Herederas del Alma Lunar ✺ Kairi Ishtar Yokin — Musa de los sueños infinitos, con mirada que domina la mente y el deseo. ✺ Azuka Ishtar Yokin — La General del Glamour Infernal, belleza bélica inspirada en la imponente Hindenburg. ✺ Seieki Yokin — Energía pura del deseo psíquico, dualidad entre la calma y el frenesí. ✺ Ryuリュウ・イシュタル・ヨキン (Ishtar Yokin) — El dragón dorado del linaje, portador del poder absoluto y equilibrio entre fuego y razón. ✺ Jin Ishtar Yokin — El estratega de las sombras, elegancia silenciosa y magnetismo frío. 🔥 Linaje Infernal y Divino ❄ Aerith Ishtar — Diosa de la gracia luminosa, símbolo de pureza celestial en la oscuridad infernal. ❄ Sakura Ishtar — Belleza letal y poética, el resplandor carmesí de la primavera eterna. ❄ Sasha Ishtar — El resplandor del amanecer eterno, pureza en movimiento. ❄ Lilith Ishtar — Madre de la tentación y del caos, el primer pecado hecho glamour. ❄ Ignia Ishtar — La llama que nunca muere, guardiana del fuego eterno. ❄ Hazuki Ishtar — La voz de la noche, misterio envuelto en seda negra. ❄ Lisesharte Freya Ishtar — Musa celestial del hielo divino, equilibrio entre elegancia y devastación. ❄ Katrin Ishtar — La Reina del Velo Carmesí, belleza trágica y poder silencioso. ❄ Selene Ishtar — Deidad lunar, representación absoluta del glamour nocturno. ⚔️ Linaje Jaegerjaquez-Ishtar ☀ Metphies Jaegerjaquez Yokin Ishtar — El Arconte del Glamour, mente estratégica y líder de la expansión infernal. ☀ Rex Hiroshi Jaegerjaquez Ishtar — El titán del dominio visual, imagen de fuerza, honor y perfección masculina. 🕯️ Entidades Divinas y Eternas ✟ ΔŞŦΔŘØŦĦ⛤ — El Emperador del Caos Estético, guardián del pacto entre belleza y destrucción. ✟ Raikou Nijou — La tormenta carnal y divina, símbolo de supremacía eléctrica. 🕸️ VISIÓN DE LA AGENCIA “El glamour no es vanidad, es poder. La belleza es el arma más silenciosa del infierno. En cada sesión, desfile o retrato, una energía divina fluye, marcando el destino de quienes contemplan a una Ishtar.” Ishtar’s Demonic Dèesse Infernal Glamour no recluta modelos, forja divinidades. Cada integrante es un fragmento de un linaje que trasciende la humanidad, portando en su mirada el brillo del deseo, la elegancia de una diosa y el fuego eterno del infierno.
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
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  • 🐾 El Día de las Bestias Eternas
    Fandom Mitologica
    Categoría Original
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo.
    Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar.
    Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos.
    Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje.
    Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad.

    En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul.
    Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento.
    Todas aguardan en silencio.
    El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva.
    Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras.

    El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra.
    A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza.

    Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue.
    En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas:
    una roja por la furia,
    una negra por la noche,
    y una blanca por la lealtad.

    A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo.
    Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol.
    Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas.

    Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia:

    “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas.
    Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas.
    Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono.
    Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas.
    Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.”

    Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón.
    El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo.
    Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente.

    Albina da un paso adelante.
    De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo.
    La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre.
    El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio.

    Entonces, las puertas del salón se abren.
    Una marea de luz y sombras invade el aire.
    Comienza el Desfile de los Fieles.

    Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos.
    Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua.
    Sus pasos resuenan como tambores lejanos.
    Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante.
    Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse.
    Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera.

    Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso.
    Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención.
    No impone dominio, sino presencia.
    A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad.
    Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa.
    Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal.

    El desfile se extiende durante horas eternas.
    Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes.
    Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje.

    Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene.
    Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino.
    Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono.
    No hay condena. No hay dolor.
    Solo respeto.
    Solo comunión.

    El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz.
    El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida.
    En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente.
    Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen.

    Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro.
    El Inframundo ha cambiado.
    Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión.

    Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad:
    que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana.
    Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo. Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar. Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos. Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje. Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad. En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul. Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento. Todas aguardan en silencio. El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva. Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras. El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra. A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza. Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue. En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas: una roja por la furia, una negra por la noche, y una blanca por la lealtad. A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo. Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol. Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas. Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia: “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas. Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas. Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono. Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas. Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.” Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón. El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo. Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente. Albina da un paso adelante. De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo. La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre. El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio. Entonces, las puertas del salón se abren. Una marea de luz y sombras invade el aire. Comienza el Desfile de los Fieles. Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos. Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua. Sus pasos resuenan como tambores lejanos. Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante. Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse. Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera. Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso. Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención. No impone dominio, sino presencia. A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad. Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa. Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal. El desfile se extiende durante horas eternas. Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes. Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje. Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene. Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino. Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono. No hay condena. No hay dolor. Solo respeto. Solo comunión. El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz. El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida. En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente. Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen. Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro. El Inframundo ha cambiado. Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión. Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad: que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana. Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
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  • El jardín estaba bañado por la tenue luz del atardecer. Los árboles se mecían suavemente con el viento, y el perfume de las flores nocturnas comenzaba a despertar, mezclándose con el murmullo distante de una fuente.
    Lysander estaba sentado en un banco de piedra, con el cabello cayendo en ondas oscuras sobre sus hombros, mientras Yuki, su pequeño conejo blanco, saltaba juguetón alrededor de sus botas.

    Un cosquilleo recorrió su brazo izquierdo: la señal inequívoca de que Nerezza estaba moviéndose bajo su piel, serpenteando desde su pecho hacia su hombro. Su siseo suave vibró en su mente, tan familiar como un susurro.

    —¿Otra vez inquieta, Nerezza? —murmuró, sin apartar la vista del cielo teñido de naranja y violeta. Yuki, curioso, se acercó a su mano y Lysander lo acarició suavemente detrás de las orejas.

    El siseo se transformó en un eco de palabras que solo él podía entender.
    —«El aire trae presencias extrañas… no confío en este silencio.»

    Lysander sonrió de lado, con esa mezcla de calma y melancolía que lo caracterizaba.
    —Siempre desconfías de todo. Quizá deberías aprender de Yuki… él solo salta y vive, sin pensar si el viento es aliado o enemigo.

    La serpiente blanca emergió entonces por completo desde su clavícula, etérea y brillante, enroscándose con elegancia alrededor de su brazo. Sus ojos plateados reflejaban la última luz del sol, como si vigilaran cada rincón del jardín.

    —«Ese conejo no cargaría con el peso que tú llevas. Yo sí.» —el siseo resonó, firme, protector.

    Lysander bajó la mirada hacia ella, con Yuki ahora entre sus brazos, tranquilo.
    —Lo sé… eres mi guardiana, mi otra mitad. Pero a veces me pregunto, Nerezza… ¿me proteges del mundo, o me proteges de mí mismo?

    La serpiente no respondió con palabras, sino apretando suavemente su brazo como si se tratara de un abrazo silencioso. Yuki, ajeno a todo, estiró su naricita y rozó las escamas perladas de Nerezza sin miedo alguno.
    Lysander dejó escapar una risa baja, casi inaudible.

    —Mira eso… parece que hasta mi pequeño Yuki te acepta. Tal vez, después de todo, sí pueda confiar en que el mundo no es tan hostil como lo imaginas.

    El viento sopló, llevando consigo el murmullo de la noche naciente. Entre el conejo juguetón y la serpiente guardiana, Lysander se sintió por un instante en paz, aunque sabía que esa calma siempre sería frágil.
    El jardín estaba bañado por la tenue luz del atardecer. Los árboles se mecían suavemente con el viento, y el perfume de las flores nocturnas comenzaba a despertar, mezclándose con el murmullo distante de una fuente. Lysander estaba sentado en un banco de piedra, con el cabello cayendo en ondas oscuras sobre sus hombros, mientras Yuki, su pequeño conejo blanco, saltaba juguetón alrededor de sus botas. Un cosquilleo recorrió su brazo izquierdo: la señal inequívoca de que Nerezza estaba moviéndose bajo su piel, serpenteando desde su pecho hacia su hombro. Su siseo suave vibró en su mente, tan familiar como un susurro. —¿Otra vez inquieta, Nerezza? —murmuró, sin apartar la vista del cielo teñido de naranja y violeta. Yuki, curioso, se acercó a su mano y Lysander lo acarició suavemente detrás de las orejas. El siseo se transformó en un eco de palabras que solo él podía entender. —«El aire trae presencias extrañas… no confío en este silencio.» Lysander sonrió de lado, con esa mezcla de calma y melancolía que lo caracterizaba. —Siempre desconfías de todo. Quizá deberías aprender de Yuki… él solo salta y vive, sin pensar si el viento es aliado o enemigo. La serpiente blanca emergió entonces por completo desde su clavícula, etérea y brillante, enroscándose con elegancia alrededor de su brazo. Sus ojos plateados reflejaban la última luz del sol, como si vigilaran cada rincón del jardín. —«Ese conejo no cargaría con el peso que tú llevas. Yo sí.» —el siseo resonó, firme, protector. Lysander bajó la mirada hacia ella, con Yuki ahora entre sus brazos, tranquilo. —Lo sé… eres mi guardiana, mi otra mitad. Pero a veces me pregunto, Nerezza… ¿me proteges del mundo, o me proteges de mí mismo? La serpiente no respondió con palabras, sino apretando suavemente su brazo como si se tratara de un abrazo silencioso. Yuki, ajeno a todo, estiró su naricita y rozó las escamas perladas de Nerezza sin miedo alguno. Lysander dejó escapar una risa baja, casi inaudible. —Mira eso… parece que hasta mi pequeño Yuki te acepta. Tal vez, después de todo, sí pueda confiar en que el mundo no es tan hostil como lo imaginas. El viento sopló, llevando consigo el murmullo de la noche naciente. Entre el conejo juguetón y la serpiente guardiana, Lysander se sintió por un instante en paz, aunque sabía que esa calma siempre sería frágil.
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  • Historia de Nerezza

    Nerezza nació junto con Lysander, no como un animal común, sino como la manifestación de su dualidad celestial y tengu. Su forma es la de una serpiente blanca, símbolo ancestral de protección, pureza y conexión espiritual.

    Su cuerpo es largo y grácil, con escamas que parecen hechas de marfil bruñido; a la luz, se iluminan con un brillo perlado que recuerda a las plumas de un ave celestial. Sus ojos son plateados, profundos, y en ellos late una sabiduría que trasciende la vida terrenal.

    Nerezza vive dentro de Lysander, enroscada en su pecho como si fuera su segundo corazón. Puede moverse a lo largo de su cuerpo, deslizándose bajo la piel como una corriente de energía pura. Lysander siente su andar como un cosquilleo helado o cálido que recorre su nuca, sus brazos o incluso sus alas cuando se manifiestan.

    Cuando el peligro acecha, Nerezza puede salir de él, emergiendo desde sus brazos, hombros o incluso de sus ojos como un resplandor blanco que toma la forma de una serpiente espectral. En este estado, se mueve con fluidez, suspendida en el aire como si nadara en un océano invisible, siempre rodeada de un halo suave de luz.

    Su naturaleza es la de una guardiana protectora: Nerezza detecta espíritus hostiles, maldiciones o intenciones ocultas mucho antes de que Lysander lo note. Sus siseos interiores —que él escucha en la mente como un eco lejano— son advertencias o guías. No necesita palabras; su sola presencia es consuelo y escudo.

    Muchos creen que las serpientes blancas son heraldos de los dioses o guardianes de los templos. En el caso de Lysander, Nerezza es el símbolo de que, aunque viva dividido entre el cielo y la tierra, nunca está solo: ella es su compañera eterna, un espíritu nacido de su propio ser pero con voluntad independiente, destinada a protegerlo hasta el fin.
    Historia de Nerezza Nerezza nació junto con Lysander, no como un animal común, sino como la manifestación de su dualidad celestial y tengu. Su forma es la de una serpiente blanca, símbolo ancestral de protección, pureza y conexión espiritual. Su cuerpo es largo y grácil, con escamas que parecen hechas de marfil bruñido; a la luz, se iluminan con un brillo perlado que recuerda a las plumas de un ave celestial. Sus ojos son plateados, profundos, y en ellos late una sabiduría que trasciende la vida terrenal. Nerezza vive dentro de Lysander, enroscada en su pecho como si fuera su segundo corazón. Puede moverse a lo largo de su cuerpo, deslizándose bajo la piel como una corriente de energía pura. Lysander siente su andar como un cosquilleo helado o cálido que recorre su nuca, sus brazos o incluso sus alas cuando se manifiestan. Cuando el peligro acecha, Nerezza puede salir de él, emergiendo desde sus brazos, hombros o incluso de sus ojos como un resplandor blanco que toma la forma de una serpiente espectral. En este estado, se mueve con fluidez, suspendida en el aire como si nadara en un océano invisible, siempre rodeada de un halo suave de luz. Su naturaleza es la de una guardiana protectora: Nerezza detecta espíritus hostiles, maldiciones o intenciones ocultas mucho antes de que Lysander lo note. Sus siseos interiores —que él escucha en la mente como un eco lejano— son advertencias o guías. No necesita palabras; su sola presencia es consuelo y escudo. Muchos creen que las serpientes blancas son heraldos de los dioses o guardianes de los templos. En el caso de Lysander, Nerezza es el símbolo de que, aunque viva dividido entre el cielo y la tierra, nunca está solo: ella es su compañera eterna, un espíritu nacido de su propio ser pero con voluntad independiente, destinada a protegerlo hasta el fin.
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