• Una duda sin resolver.
    Palabras en tu garganta.
    Da el paso, salta.

    ¿Será el vacío o el cielo?
    No puedes saberlo,
    es un destino incierto.

    Rosa espinada que es el amor.
    Acosadora despiadada que es la mente.
    Enreda tu corazón para protegerlo.

    Te encierras y anhelas compañía.
    Te ahogas pero continúas hundiéndote.
    Te lamentas pero no cambias.

    Solo hay una cosa que nunca entenderé.
    Lo único que te impide echarte a volar.
    Es el miedo que tienes a caer.
    Una duda sin resolver. Palabras en tu garganta. Da el paso, salta. ¿Será el vacío o el cielo? No puedes saberlo, es un destino incierto. Rosa espinada que es el amor. Acosadora despiadada que es la mente. Enreda tu corazón para protegerlo. Te encierras y anhelas compañía. Te ahogas pero continúas hundiéndote. Te lamentas pero no cambias. Solo hay una cosa que nunca entenderé. Lo único que te impide echarte a volar. Es el miedo que tienes a caer.
    Me gusta
    3
    0 turnos 0 maullidos
  • Oh Grecia, cuna de mis suspiros,
    tierra donde la espuma me dio nombre y forma,
    escucha ahora el canto que mi alma derrama,
    pues he viajado con Ares, mi tormenta y mi refugio.

    Descendimos del Olimpo envueltos en auroras,
    él, fuego de hierro; yo, llama de deseo.
    Sus pasos resonaban en los valles de Esparta,
    donde la guerra es plegaria y el valor, destino.
    Yo seguía su sombra, ligera como el rocío,
    y en sus ojos hallé el resplandor que enciende las almas.

    Por las costas de Atenas danzamos bajo el sol,
    mientras el mar nos regalaba su eterno reflejo.
    Sus manos, curtidas por la batalla,
    rozaban mi piel como si temieran quebrar la aurora.
    Y entre ruinas y templos, comprendí el misterio:
    hasta el dios más fiero se inclina ante el amor.

    En las noches del Peloponeso, el viento narraba nuestra historia.
    Ares hablaba de glorias y heridas,
    yo respondía con besos y silencio.
    Entre ambos, el mundo dormía,
    y los dioses miraban, celosos de nuestra unión.

    Mas toda pasión lleva en sí la promesa de su fin.
    Pronto el amanecer nos llamó al deber,
    y el trueno separó nuestros caminos.
    Él volvió a su campo de acero,
    yo regresé al mar que me vio nacer.

    Sin embargo, en cada ola lo escucho,
    en cada flor que se abre siento su aliento.
    Porque cuando el amor es divino,
    ni el tiempo ni los dioses pueden borrarlo.

    Así escribo, con pétalos y lágrimas,
    para que los hombres recuerden:
    que incluso la guerra puede amar,
    y que el amor, cuando es verdadero,
    puede hacer temblar al Olimpo.

    Con perfume de rosas y sangre de deseo.
    — Frodi.
    #rol
    Oh Grecia, cuna de mis suspiros, tierra donde la espuma me dio nombre y forma, escucha ahora el canto que mi alma derrama, pues he viajado con Ares, mi tormenta y mi refugio. Descendimos del Olimpo envueltos en auroras, él, fuego de hierro; yo, llama de deseo. Sus pasos resonaban en los valles de Esparta, donde la guerra es plegaria y el valor, destino. Yo seguía su sombra, ligera como el rocío, y en sus ojos hallé el resplandor que enciende las almas. Por las costas de Atenas danzamos bajo el sol, mientras el mar nos regalaba su eterno reflejo. Sus manos, curtidas por la batalla, rozaban mi piel como si temieran quebrar la aurora. Y entre ruinas y templos, comprendí el misterio: hasta el dios más fiero se inclina ante el amor. En las noches del Peloponeso, el viento narraba nuestra historia. Ares hablaba de glorias y heridas, yo respondía con besos y silencio. Entre ambos, el mundo dormía, y los dioses miraban, celosos de nuestra unión. Mas toda pasión lleva en sí la promesa de su fin. Pronto el amanecer nos llamó al deber, y el trueno separó nuestros caminos. Él volvió a su campo de acero, yo regresé al mar que me vio nacer. Sin embargo, en cada ola lo escucho, en cada flor que se abre siento su aliento. Porque cuando el amor es divino, ni el tiempo ni los dioses pueden borrarlo. Así escribo, con pétalos y lágrimas, para que los hombres recuerden: que incluso la guerra puede amar, y que el amor, cuando es verdadero, puede hacer temblar al Olimpo. Con perfume de rosas y sangre de deseo. — Frodi. #rol
    Me gusta
    Me encocora
    4
    0 turnos 0 maullidos
  • Amaya se detuvo unos metros más adelante, cuando el viento cambió de dirección y trajo consigo un susurro apenas audible, como una voz que el bosque intentaba ocultar. Sus dedos se tensaron, y un leve brillo etéreo recorrió la palma de su mano: el éter respondía a su inquietud. Había aprendido a no ignorar esos signos. Desde aquella noche en que su magia desató la tormenta, el mundo parecía hablarle de maneras que pocos podían comprender.

    El camino descendía hacia un valle cubierto por la neblina, donde se alzaban las ruinas de un antiguo santuario arcano. Era allí donde los ecos de su linaje la habían guiado, noche tras noche, en sueños imposibles de olvidar. Dio un paso al frente, y las runas de su capa cambiaron de color —del azul sereno al violeta profundo—, mientras murmuraba para sí:
    —Si el destino quiere respuestas… que las encuentre yo antes que La Orden, solo espero no arrepentirme al entrar aqui...- se decía Amaya para ella misma en voz baja.

    Amaya se detuvo unos metros más adelante, cuando el viento cambió de dirección y trajo consigo un susurro apenas audible, como una voz que el bosque intentaba ocultar. Sus dedos se tensaron, y un leve brillo etéreo recorrió la palma de su mano: el éter respondía a su inquietud. Había aprendido a no ignorar esos signos. Desde aquella noche en que su magia desató la tormenta, el mundo parecía hablarle de maneras que pocos podían comprender. El camino descendía hacia un valle cubierto por la neblina, donde se alzaban las ruinas de un antiguo santuario arcano. Era allí donde los ecos de su linaje la habían guiado, noche tras noche, en sueños imposibles de olvidar. Dio un paso al frente, y las runas de su capa cambiaron de color —del azul sereno al violeta profundo—, mientras murmuraba para sí: —Si el destino quiere respuestas… que las encuentre yo antes que La Orden, solo espero no arrepentirme al entrar aqui...- se decía Amaya para ella misma en voz baja.
    0 turnos 0 maullidos
  • La Misiva
    Categoría Otros
    A tus manos, fatigadas por los días y endurecidas por la espera, llegó una misiva. No traía sello, ni blasón, ni signo alguno de noble procedencia, mas ningún ojo osó mirarla con desprecio ni mano alguna se atrevió a quebrar su silencio hasta que halló en ti su destino. O acaso... —¿quién podría decirlo con certeza?— ninguna mano mortal fue digna de alcanzarla en su extravío por los senderos del mundo. ¿Cómo llegó, preguntas? No lo sabes, y esa ignorancia misma parece envolverla con un misterio que palpita, como un suspiro entre los velos de la noche.

    Tan humilde era su aspecto, que brillaba entre las cosas simples como una luciérnaga entre las estrellas moribundas. Sus bordes estaban manchados, tatuados por deslices de tinta de una mano inexperta, o tal vez temblorosa por el peso del alma que la guiaba. Y sin embargo... había algo en ella, algo que te detenía el pulso: su aroma. ¡Ah, su aroma! Era como si hubiese robado al acero su frialdad, al filo de la espada su aliento. Pero también algo más... algo que no pertenece a esta tierra ni al cielo. ¿Lo sientes? Es un perfume ajeno a todo lo que camina o reposa bajo el sol. No es el olor de la Dama Blanca, aquella que danza entre los campos rotos donde los soldados dejaron su nombre entre los huesos del polvo. No, este olor viene de un lugar sin lugar, donde las pesadillas se arrodillan ante la inmensidad de su propio eco. Es un aroma que no pertenece ni al barro donde el hombre muere, ni al aire donde su alma asciende, ni al abismo donde las sombras aprenden a soñar.

    Entonces la abres. Y lo que ves dentro te hiere y te hechiza por igual. La letra es un poema errante, una danza trágica escrita por manos que no conocieron reposo. Cada trazo arde como si el alma del escriba hubiese llorado tinta y no lágrimas. A ratos la escritura parece de un niño que tropieza con las palabras; a ratos, es la caligrafía de un ser celestial que escribe con los destellos de una estrella moribunda. Es bella, pero condenada.

    𝔏𝔞𝔪𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔩𝔞 𝔱𝔞𝔯𝔡𝔞𝔫𝔷𝔞 𝔡𝔢 𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔪𝔦𝔰𝔦𝔳𝔞. 𝔓𝔬𝔠𝔬 𝔲𝔰𝔲𝔞𝔩 𝔡𝔦𝔠𝔥𝔞 𝔱𝔞𝔯𝔡𝔞𝔫𝔷𝔞, 𝔭𝔬𝔠𝔬 𝔲𝔰𝔲𝔞𝔩𝔢𝔰 𝔩𝔞𝔰 𝔱𝔞𝔯𝔢𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔪𝔢 𝔣𝔲𝔢𝔯𝔬𝔫 𝔢𝔫𝔠𝔬𝔪𝔢𝔫𝔡𝔞𝔡𝔞𝔰. ¿𝔗𝔲 𝔠𝔲𝔯𝔦𝔬𝔰𝔦𝔡𝔞𝔡? 𝔄𝔥, 𝔫𝔬 𝔳𝔬𝔶 𝔞 𝔬𝔣𝔯𝔢𝔠𝔢𝔯𝔱𝔢 𝔡𝔦𝔰𝔠𝔲𝔩𝔭𝔞𝔰 𝔫𝔦 𝔢𝔵𝔠𝔲𝔰𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔞 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞𝔯. 𝔖𝔦 𝔱𝔲 𝔰𝔢𝔫𝔰𝔞𝔱𝔢𝔷 𝔢𝔰 𝔪á𝔰 𝔫𝔬𝔟𝔩𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔱𝔲 𝔠𝔲𝔯𝔦𝔬𝔰𝔦𝔡𝔞𝔡 𝔦𝔫𝔰𝔬𝔩𝔢𝔫𝔱𝔢, 𝔮𝔲𝔢𝔪𝔞 𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔠𝔞𝔯𝔱𝔞, 𝔭𝔲𝔢𝔰 𝔢𝔩 𝔣𝔲𝔢𝔤𝔬 𝔢𝔰 𝔢𝔩 ú𝔫𝔦𝔠𝔬 𝔞𝔩𝔱𝔞𝔯 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔬𝔯𝔞𝔫 𝔶 𝔩𝔬𝔰 á𝔫𝔤𝔢𝔩𝔢𝔰 𝔩𝔩𝔬𝔯𝔞𝔫 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔞𝔰 𝔟𝔩𝔞𝔰𝔣𝔢𝔪𝔦𝔞𝔰 𝔰𝔢 𝔳𝔦𝔰𝔱𝔢𝔫 𝔡𝔢 𝔣𝔬𝔯𝔪𝔞 𝔥𝔲𝔪𝔞𝔫𝔞. 𝔜 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔩𝔩𝔞𝔫𝔱𝔬... 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔞𝔫 𝔰𝔲 𝔭𝔯𝔬𝔭𝔦𝔞 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫𝔞

    La voz en la carta prosigue, grave como una campana que repica en un templo olvidado:

    𝔇𝔦𝔪𝔢, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞... 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔫𝔦ñ𝔬𝔰 𝔩𝔩𝔬𝔯𝔞𝔫 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔫𝔬𝔠𝔥𝔢 𝔭𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔞𝔯𝔪𝔞𝔯𝔦𝔬 𝔰𝔲𝔰𝔲𝔯𝔯𝔞 𝔭𝔩𝔢𝔤𝔞𝔯𝔦𝔞𝔰 𝔞𝔩 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔪𝔲𝔢𝔯𝔱𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫ó 𝔞 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔦𝔯, ¿𝔮𝔲é 𝔡𝔦𝔰𝔱𝔦𝔫𝔤𝔲𝔢 𝔞𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔡𝔢 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩 𝔮𝔲𝔢 𝔦𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱𝔞 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔬𝔩𝔞𝔯? ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔲𝔫𝔞 𝔪𝔞𝔡𝔯𝔢 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔞 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔲𝔷 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔬𝔯𝔬𝔰𝔞, 𝔞𝔫𝔱𝔬𝔯𝔠𝔥𝔞 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔱𝔢𝔪𝔭𝔢𝔰𝔱𝔞𝔡 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔢𝔡𝔬, 𝔶 𝔢𝔰𝔭𝔞𝔫𝔱𝔞 𝔞𝔩 𝔢𝔫𝔱𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔲𝔫𝔠𝔞 𝔣𝔲𝔢, ¿𝔞𝔠𝔞𝔰𝔬 𝔫𝔬 𝔢𝔰 𝔢𝔩𝔩𝔞 𝔱𝔞𝔪𝔟𝔦é𝔫 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞 𝔢𝔫 𝔩𝔬𝔰 𝔬𝔧𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔫𝔦ñ𝔬? 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔡𝔦𝔪𝔢 𝔱𝔞𝔪𝔟𝔦é𝔫, 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔫𝔦ñ𝔬 𝔡𝔢𝔠𝔦𝔡𝔢 𝔢𝔰𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔯𝔰𝔢 𝔧𝔲𝔫𝔱𝔬 𝔞𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔥𝔲𝔦𝔯 𝔡𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔞, 𝔫𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔞𝔪𝔬𝔯 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔬𝔡𝔦𝔬 𝔢𝔫 𝔰𝔲𝔰 𝔪𝔞𝔫𝔬𝔰, 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔳𝔦𝔢𝔯𝔱𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔢𝔫 𝔞𝔷𝔬𝔱𝔢𝔰 𝔰𝔬𝔟𝔯𝔢 𝔩𝔞 𝔭𝔦𝔢𝔩 𝔡𝔢 𝔮𝔲𝔦𝔢𝔫 𝔶𝔞 𝔫𝔬 𝔯𝔢𝔠𝔲𝔢𝔯𝔡𝔞 𝔢𝔩 𝔰𝔦𝔤𝔫𝔦𝔣𝔦𝔠𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢 '𝔱𝔢𝔯𝔫𝔲𝔯𝔞'... ¿𝔮𝔲𝔦é𝔫 𝔢𝔰 𝔞𝔥𝔬𝔯𝔞 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬?

    Entonces el texto se retuerce, su tono se hace más profundo, como si la tinta misma comenzara a sangrar:

    𝔄𝔰í 𝔩𝔬 𝔳𝔢𝔯á𝔰: 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔶 𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔠𝔞𝔪𝔟𝔦𝔞𝔫 𝔡𝔢 𝔯𝔬𝔰𝔱𝔯𝔬, 𝔡𝔢 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔶 𝔡𝔢 𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔬. 𝔄𝔪𝔟𝔬𝔰 𝔟𝔢𝔟𝔢𝔫 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔭𝔬𝔷𝔬, 𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔲𝔫𝔬 𝔩𝔬 𝔥𝔞𝔠𝔢 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔠𝔞𝔩𝔪𝔞𝔯 𝔰𝔲 𝔰𝔢𝔡, 𝔢𝔩 𝔬𝔱𝔯𝔬 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔞𝔥𝔬𝔤𝔞𝔯𝔰𝔢 𝔢𝔫 𝔢𝔩𝔩𝔞. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔞 𝔟𝔢𝔰𝔱𝔦𝔞 𝔫𝔬 𝔰𝔦𝔢𝔪𝔭𝔯𝔢 𝔯𝔲𝔤𝔢, 𝔶 𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔫𝔬 𝔰𝔦𝔢𝔪𝔭𝔯𝔢 𝔞𝔪𝔞. ℌ𝔞𝔶 𝔫𝔬𝔠𝔥𝔢𝔰 𝔢𝔫 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔬𝔣𝔯𝔢𝔠𝔢 𝔯𝔢𝔣𝔲𝔤𝔦𝔬, 𝔶 𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢, 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔪𝔦𝔰𝔢𝔯𝔦𝔞, 𝔰𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔳𝔦𝔢𝔯𝔱𝔢 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔳𝔢𝔯𝔡𝔞𝔡𝔢𝔯𝔞 𝔟𝔢𝔰𝔱𝔦𝔞.

    ¿𝔖𝔢𝔫𝔠𝔦𝔩𝔩𝔬, 𝔡𝔦𝔠𝔢𝔰? 𝔖í... 𝔱𝔞𝔫 𝔰𝔢𝔫𝔠𝔦𝔩𝔩𝔬 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔢𝔩 𝔤𝔢𝔰𝔱𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔰𝔬𝔩 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔣𝔦𝔫𝔤𝔢 𝔪𝔬𝔯𝔦𝔯 𝔠𝔞𝔡𝔞 𝔬𝔠𝔞𝔰𝔬, 𝔦𝔤𝔫𝔬𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔯𝔢𝔰𝔲𝔯𝔯𝔢𝔠𝔠𝔦ó𝔫 𝔢𝔰 𝔰𝔬𝔩𝔬 𝔬𝔱𝔯𝔬 𝔡𝔦𝔰𝔣𝔯𝔞𝔷 𝔡𝔢𝔩 𝔠𝔞𝔫𝔰𝔞𝔫𝔠𝔦𝔬 𝔢𝔱𝔢𝔯𝔫𝔬. 𝔗𝔲 𝔠𝔲𝔯𝔦𝔬𝔰𝔦𝔡𝔞𝔡, 𝔢𝔰𝔞 𝔠𝔯𝔦𝔞𝔱𝔲𝔯𝔞 𝔳𝔢𝔰𝔱𝔦𝔡𝔞 𝔡𝔢 𝔬𝔯𝔬 𝔶 𝔰𝔬𝔟𝔢𝔯𝔟𝔦𝔞, 𝔱𝔢 𝔥𝔞 𝔱𝔯𝔞í𝔡𝔬 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔢𝔰𝔱𝔢 𝔢𝔯𝔯𝔬𝔯 𝔱𝔞𝔫 𝔥𝔲𝔪𝔞𝔫𝔬, 𝔱𝔞𝔫 𝔪𝔦𝔰𝔢𝔯𝔞𝔟𝔩𝔢 𝔶 𝔰𝔲𝔟𝔩𝔦𝔪𝔢: 𝔮𝔲𝔢𝔯𝔢𝔯 𝔰𝔞𝔠𝔦𝔞𝔯 𝔩𝔞 𝔰𝔢𝔡 𝔡𝔢 𝔰𝔞𝔟𝔢𝔯 𝔟𝔢𝔟𝔦𝔢𝔫𝔡𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔠á𝔩𝔦𝔷 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔬𝔩𝔬 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔦𝔢𝔫𝔢 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞. ℌ𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢𝔯𝔦𝔡𝔬 𝔢𝔰𝔠𝔲𝔠𝔥𝔞𝔯 𝔩𝔞𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔫𝔠𝔢𝔯𝔯ó 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔩𝔬𝔰 𝔟𝔞𝔯𝔯𝔬𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔢𝔡𝔬, 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔠𝔲𝔶𝔬 𝔞𝔩𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔥𝔦𝔷𝔬 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔞𝔯 𝔞𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔢𝔩 𝔭𝔲𝔫𝔱𝔬 𝔡𝔢 𝔥𝔲𝔦𝔯, 𝔞𝔯𝔯𝔞𝔰𝔱𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔦𝔤𝔬 𝔢𝔩 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔢𝔰𝔱𝔯𝔢𝔩𝔩𝔞 𝔪á𝔰 𝔤𝔯𝔞𝔫𝔡𝔢, 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫á𝔫𝔡𝔬𝔩𝔞 𝔞𝔩 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔬.

    𝔇𝔦𝔪𝔢, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞… ¿𝔭𝔬𝔯 𝔮𝔲é 𝔫𝔬 𝔩𝔢 𝔭𝔯𝔢𝔤𝔲𝔫𝔱𝔞𝔰 𝔞𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔮𝔲é 𝔰𝔢 𝔢𝔰𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔞𝔯𝔪𝔞𝔯𝔦𝔬? ¿𝔗𝔢𝔪𝔢𝔰 𝔞𝔠𝔞𝔰𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔲𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔱𝔢𝔫𝔤𝔞 𝔩𝔞 𝔡𝔲𝔩𝔷𝔲𝔯𝔞 𝔡𝔢 𝔱𝔲 𝔳𝔬𝔷 𝔬 𝔩𝔞 𝔦𝔫𝔬𝔠𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞 𝔡𝔢 𝔱𝔲 𝔯𝔢𝔣𝔩𝔢𝔧𝔬? 𝔗𝔞𝔩 𝔳𝔢𝔷, 𝔰𝔦 𝔩𝔬 𝔥𝔦𝔠𝔦𝔢𝔯𝔞𝔰, 𝔡𝔢𝔰𝔠𝔲𝔟𝔯𝔦𝔯í𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔞𝔠𝔢𝔠𝔥𝔞 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢 𝔩𝔞 𝔪𝔞𝔡𝔢𝔯𝔞 𝔶 𝔩𝔞 𝔭𝔢𝔫𝔲𝔪𝔟𝔯𝔞 𝔫𝔬 𝔰𝔦𝔢𝔪𝔭𝔯𝔢 𝔢𝔰 𝔩𝔞 𝔟𝔢𝔰𝔱𝔦𝔞. 𝔄 𝔳𝔢𝔠𝔢𝔰, 𝔢𝔰 𝔢𝔩 𝔢𝔠𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔭𝔩𝔢𝔤𝔞𝔯𝔦𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔠𝔦𝔢𝔩𝔬 𝔫𝔬 𝔮𝔲𝔦𝔰𝔬 𝔬í𝔯, 𝔢𝔩 𝔯𝔢𝔰𝔦𝔡𝔲𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫 𝔞𝔪𝔬𝔯 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔲𝔫𝔠𝔞 𝔣𝔲𝔢 𝔠𝔬𝔯𝔯𝔢𝔰𝔭𝔬𝔫𝔡𝔦𝔡𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔦𝔬𝔰𝔢𝔰.

    𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔰𝔞𝔰 𝔟𝔩𝔞𝔰𝔣𝔢𝔪𝔦𝔞𝔰 𝔥𝔢𝔠𝔥𝔞𝔰 𝔠𝔞𝔯𝔫𝔢, 𝔢𝔰𝔬𝔰 𝔥𝔦𝔧𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔣𝔬𝔯𝔪𝔢𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔭𝔢𝔫𝔰𝔞𝔪𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔭𝔬𝔡𝔯𝔦𝔡𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔪𝔬𝔯𝔦𝔟𝔲𝔫𝔡𝔬, 𝔫𝔬 𝔫𝔞𝔠𝔦𝔢𝔯𝔬𝔫 𝔡𝔢𝔩 𝔦𝔫𝔣𝔦𝔢𝔯𝔫𝔬 𝔫𝔦 𝔡𝔢𝔩 𝔠𝔦𝔢𝔩𝔬, 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔢𝔰𝔱𝔢𝔯𝔱𝔬𝔯 𝔣𝔦𝔫𝔞𝔩 𝔡𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔡𝔦𝔳𝔦𝔫𝔦𝔡𝔞𝔡 𝔮𝔲𝔢, 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔞𝔤𝔬𝔫í𝔞, 𝔢𝔵𝔥𝔞𝔩ó 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬𝔰 𝔰𝔦𝔫 𝔞𝔩𝔪𝔞. 𝔐𝔦𝔯𝔞 𝔠ó𝔪𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔡𝔞𝔫𝔷𝔞𝔫, 𝔢𝔟𝔯𝔦𝔬𝔰 𝔡𝔢 𝔧ú𝔟𝔦𝔩𝔬, 𝔢𝔫 𝔱𝔬𝔯𝔫𝔬 𝔞 𝔩𝔞𝔫𝔷𝔞𝔰 𝔠𝔩𝔞𝔳𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔢𝔫 𝔠𝔲𝔢𝔯𝔭𝔬𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔞𝔩𝔤𝔲𝔫𝔞 𝔳𝔢𝔷 𝔣𝔲𝔢𝔯𝔬𝔫 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰; 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞𝔯𝔬𝔫 𝔰𝔲𝔰 𝔰𝔦𝔢𝔫𝔢𝔰 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔰𝔭𝔦𝔫𝔞𝔰 𝔠𝔯𝔢𝔶𝔢𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔫 𝔢𝔭𝔬𝔭𝔢𝔶𝔞𝔰 𝔣𝔞𝔩𝔰𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔤𝔩𝔬𝔯𝔦𝔞 𝔶 𝔯𝔢𝔡𝔢𝔫𝔠𝔦ó𝔫. 𝔜 𝔪𝔦𝔢𝔫𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔱𝔞𝔫𝔱𝔬, 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔢𝔩𝔢𝔰𝔱𝔦𝔞𝔩𝔢𝔰 𝔤𝔦𝔯𝔞𝔫 𝔰𝔬𝔟𝔯𝔢 𝔫𝔲𝔟𝔢𝔰 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔩𝔞𝔫𝔡𝔢𝔠𝔦𝔢𝔫𝔱𝔢𝔰, 𝔭𝔯𝔬𝔫𝔲𝔫𝔠𝔦𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞𝔟𝔦𝔬𝔰 𝔡𝔢 𝔬𝔯𝔬 𝔩𝔞𝔰 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔞𝔰 𝔪𝔢𝔫𝔱𝔦𝔯𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔩𝔞𝔪𝔞𝔫 𝔞𝔪𝔬𝔯, 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢𝔤𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔞 𝔠𝔯𝔦𝔞𝔱𝔲𝔯𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔰𝔞𝔟𝔢𝔫 𝔡𝔦𝔰𝔱𝔦𝔫𝔤𝔲𝔦𝔯 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢 𝔩𝔞 𝔩𝔲𝔷 𝔶 𝔢𝔩 𝔦𝔫𝔠𝔢𝔫𝔡𝔦𝔬.”

    𝔖í, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞... 𝔢𝔰𝔱𝔬𝔰 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔢𝔫. 𝔜 𝔰𝔲 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞 𝔥𝔦𝔢𝔯𝔢 𝔪á𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔪𝔦𝔩 𝔠𝔲𝔠𝔥𝔦𝔩𝔩𝔬𝔰, 𝔭𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫 𝔫𝔦 𝔞𝔩 𝔣𝔲𝔢𝔤𝔬 𝔫𝔦 𝔞 𝔩𝔞 𝔭𝔩𝔢𝔤𝔞𝔯𝔦𝔞.

    𝔏𝔞 𝔡𝔦𝔣𝔢𝔯𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞 𝔶𝔞𝔠𝔢 𝔢𝔫 𝔞𝔩𝔤𝔬 𝔪á𝔰 𝔭𝔯𝔬𝔣𝔲𝔫𝔡𝔬, 𝔪á𝔰 𝔠𝔯𝔲𝔢𝔩. ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔲𝔫 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔞 𝔞 𝔲𝔫𝔬 𝔡𝔢 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰, 𝔰𝔲 𝔭𝔯𝔬𝔭𝔦𝔞 𝔞𝔩𝔪𝔞 𝔰𝔢 𝔢𝔯𝔦𝔷𝔞 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔲𝔫𝔞 𝔠𝔯𝔦𝔞𝔱𝔲𝔯𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔦𝔢𝔯𝔱𝔞 𝔢𝔫 𝔲𝔫 𝔲𝔫𝔦𝔳𝔢𝔯𝔰𝔬 𝔰𝔦𝔫 𝔩𝔲𝔷. 𝔏𝔞𝔰 𝔣𝔞𝔲𝔠𝔢𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞𝔯𝔬𝔫 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬𝔰 𝔱𝔦𝔢𝔪𝔟𝔩𝔞𝔫, 𝔶 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔰𝔢 𝔪𝔲𝔢𝔯𝔡𝔢 𝔞 𝔰í 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬, 𝔡𝔢𝔰𝔤𝔞𝔯𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔰𝔲 𝔠𝔞𝔯𝔫𝔢 𝔢𝔫 𝔟𝔲𝔰𝔠𝔞 𝔡𝔢 𝔲𝔫 𝔡𝔬𝔩𝔬𝔯 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔡𝔢𝔳𝔲𝔢𝔩𝔳𝔞 𝔞 𝔩𝔞 𝔯𝔢𝔞𝔩𝔦𝔡𝔞𝔡. 𝔜, 𝔰𝔦𝔫 𝔢𝔪𝔟𝔞𝔯𝔤𝔬, 𝔫𝔬 𝔥𝔞𝔶 𝔡𝔬𝔩𝔬𝔯 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔰𝔞𝔩𝔳𝔢.

    ℑ𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱𝔞𝔫 𝔰𝔢𝔫𝔱𝔦𝔯, 𝔰í… 𝔭𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔢𝔫𝔱𝔦𝔯 𝔡𝔬𝔩𝔬𝔯 𝔢𝔰 𝔭𝔯𝔢𝔣𝔢𝔯𝔦𝔟𝔩𝔢 𝔞 𝔰𝔢𝔫𝔱𝔦𝔯 𝔢𝔩 𝔳𝔞𝔠í𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔰𝔞𝔰 𝔭𝔯𝔢𝔰𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞𝔰 𝔱𝔯𝔞𝔢𝔫 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔦𝔤𝔬. 𝔖𝔲 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔞𝔠𝔱𝔬 𝔢𝔰 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔢𝔩 𝔪𝔞𝔯, 𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔲𝔫 𝔪𝔞𝔯 𝔰𝔦𝔫 𝔬𝔯𝔦𝔩𝔩𝔞𝔰, 𝔰𝔦𝔫 𝔡𝔲𝔩𝔷𝔲𝔯𝔞, 𝔰𝔦𝔫 𝔯𝔢𝔣𝔩𝔢𝔧𝔬𝔰; 𝔰𝔲𝔰 𝔞𝔤𝔲𝔞𝔰 𝔫𝔬 𝔭𝔦𝔫𝔱𝔞𝔫 𝔭𝔞𝔦𝔰𝔞𝔧𝔢𝔰, 𝔫𝔬 𝔠𝔞𝔩𝔪𝔞𝔫, 𝔫𝔬 𝔭𝔲𝔯𝔦𝔣𝔦𝔠𝔞𝔫. 𝔖𝔬𝔫 𝔲𝔫 𝔬𝔩𝔢𝔞𝔧𝔢 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔫𝔷𝔞 𝔰𝔢 𝔞𝔥𝔬𝔤𝔞, 𝔲𝔫 𝔞𝔟𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔩í𝔮𝔲𝔦𝔡𝔬 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔰𝔢 𝔡𝔦𝔰𝔲𝔢𝔩𝔳𝔢𝔫 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔰𝔢𝔯 𝔭𝔬𝔩𝔳𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔬.

    𝔜 𝔞𝔰í, 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 —𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔱𝔢𝔪í𝔞𝔰 𝔟𝔞𝔧𝔬 𝔱𝔲 𝔠𝔞𝔪𝔞 𝔬 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔩𝔞 𝔭𝔲𝔢𝔯𝔱𝔞 𝔡𝔢𝔩 𝔞𝔯𝔪𝔞𝔯𝔦𝔬— 𝔰𝔢 𝔬𝔠𝔲𝔩𝔱𝔞 𝔞𝔥𝔬𝔯𝔞 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔳𝔞𝔰𝔱𝔬 𝔠𝔲𝔢𝔯𝔭𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬, 𝔯𝔢𝔷𝔞𝔫𝔡𝔬. 𝔖í, 𝔯𝔢𝔷𝔞𝔫𝔡𝔬, 𝔞𝔲𝔫𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔭𝔩𝔢𝔤𝔞𝔯𝔦𝔞 𝔫𝔬 𝔰𝔢𝔞 𝔪á𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔲𝔫 𝔰𝔲𝔰𝔭𝔦𝔯𝔬 𝔡𝔢𝔰𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔡𝔬 𝔥𝔞𝔠𝔦𝔞 𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔰𝔢𝔯 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔪𝔞𝔩𝔡𝔦𝔧𝔬. 𝔖𝔲𝔭𝔩𝔦𝔠𝔞 𝔫𝔬 𝔯𝔢𝔡𝔢𝔫𝔠𝔦ó𝔫, 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔞𝔫𝔬𝔫𝔦𝔪𝔞𝔱𝔬; 𝔫𝔬 𝔭𝔢𝔯𝔡ó𝔫, 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔢𝔩 𝔭𝔯𝔦𝔳𝔦𝔩𝔢𝔤𝔦𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔬. 𝔓𝔦𝔡𝔢, 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢 𝔩á𝔤𝔯𝔦𝔪𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔰𝔞𝔟𝔢 𝔡𝔢𝔯𝔯𝔞𝔪𝔞𝔯, 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔰𝔢𝔞 𝔟𝔬𝔯𝔯𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔱𝔢𝔧𝔦𝔡𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔥𝔦𝔰𝔱𝔬𝔯𝔦𝔞... 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔦 𝔩𝔬𝔰 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰, 𝔫𝔦 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔦𝔬𝔰𝔢𝔰, 𝔯𝔢𝔠𝔲𝔢𝔯𝔡𝔢𝔫 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔦ó.
    ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔳𝔞𝔠í𝔬 𝔰𝔢 𝔞𝔰𝔬𝔪𝔞, 𝔢𝔩 𝔦𝔫𝔣𝔦𝔢𝔯𝔫𝔬 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔮𝔲𝔢𝔡𝔞 𝔡𝔢𝔰𝔥𝔞𝔟𝔦𝔱𝔞𝔡𝔬, 𝔯𝔢𝔡𝔲𝔠𝔦𝔡𝔬 𝔞 𝔲𝔫𝔞 𝔰𝔦𝔫𝔣𝔬𝔫í𝔞 𝔪𝔲𝔡𝔞 𝔡𝔢 𝔯𝔲𝔦𝔫𝔞𝔰 𝔞𝔯𝔡𝔦𝔡𝔞𝔰. ¿𝔓𝔬𝔯 𝔮𝔲é? 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 —𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔞𝔫𝔷𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔩𝔞𝔫𝔷𝔞𝔰 𝔶 𝔩𝔬𝔰 𝔰𝔲𝔭𝔩𝔦𝔠𝔦𝔬𝔰— 𝔥𝔲𝔶𝔢𝔫 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔞𝔳𝔬𝔯𝔦𝔡𝔬𝔰, 𝔞𝔯𝔯𝔞𝔰𝔱𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔞 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫𝔞𝔡𝔬𝔰, 𝔠𝔯𝔢𝔶𝔢𝔫𝔡𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔥𝔲𝔦𝔡𝔞 𝔥𝔞𝔩𝔩𝔞𝔯á𝔫 𝔯𝔢𝔣𝔲𝔤𝔦𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔦 𝔰𝔦𝔮𝔲𝔦𝔢𝔯𝔞 𝔢𝔩 𝔣𝔲𝔢𝔤𝔬 𝔰𝔢 𝔞𝔱𝔯𝔢𝔳𝔢 𝔞 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞𝔯. 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔦𝔤𝔫𝔬𝔯𝔞𝔫, 𝔭𝔬𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔞𝔯𝔮𝔲𝔦𝔱𝔢𝔠𝔱𝔬𝔰 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔡𝔢𝔰𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔠𝔦ó𝔫, 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔞𝔡𝔞 𝔭𝔞𝔰𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔞𝔫 𝔩𝔢𝔧𝔬𝔰 𝔡𝔢 𝔰𝔲 𝔦𝔫𝔣𝔦𝔢𝔯𝔫𝔬 𝔞𝔩𝔦𝔪𝔢𝔫𝔱𝔞 𝔠𝔬𝔫 𝔰𝔲 𝔪𝔦𝔢𝔡𝔬 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔭𝔢𝔯𝔰𝔦𝔤𝔲𝔢. 𝔏𝔬 𝔞𝔩𝔦𝔪𝔢𝔫𝔱𝔞, 𝔰í... 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔰𝔦 𝔰𝔲 𝔱𝔢𝔯𝔯𝔬𝔯 𝔣𝔲𝔢𝔰𝔢 𝔢𝔩 𝔫é𝔠𝔱𝔞𝔯 𝔰𝔞𝔤𝔯𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔞𝔡𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔦𝔢𝔯𝔱𝔞 𝔣𝔞𝔪é𝔩𝔦𝔠𝔬, 𝔟𝔲𝔰𝔠𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔩𝔬𝔰 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔳𝔢𝔷 𝔩𝔢 𝔫𝔢𝔤𝔞𝔯𝔬𝔫 𝔠𝔲𝔩𝔱𝔬.”

    ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔞𝔭𝔞𝔯𝔢𝔠𝔢 —𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔢𝔪𝔢𝔯𝔤𝔢𝔫— 𝔫𝔬 𝔥𝔞𝔶 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔩𝔬 𝔟𝔞𝔰𝔱𝔞𝔫𝔱𝔢 𝔠𝔬𝔩𝔬𝔰𝔞𝔩 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔱𝔦𝔢𝔪𝔟𝔩𝔢, 𝔫𝔦 𝔱𝔦𝔱á𝔫 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔰𝔢 𝔢𝔰𝔠𝔬𝔫𝔡𝔞 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞 𝔪á𝔰 𝔡𝔬𝔯𝔞𝔡𝔞. 𝔜 𝔢𝔰𝔞 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞, 𝔣𝔬𝔯𝔧𝔞𝔡𝔞 𝔢𝔫 𝔰𝔬𝔟𝔢𝔯𝔟𝔦𝔞 𝔶 𝔢𝔫𝔤𝔞ñ𝔬, 𝔭𝔞𝔩𝔦𝔡𝔢𝔠𝔢 𝔞𝔩 𝔭𝔯𝔦𝔪𝔢𝔯 𝔯𝔬𝔠𝔢 𝔡𝔢𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔞 𝔞𝔡𝔳𝔦𝔢𝔯𝔱𝔢: “𝔄𝔭á𝔤𝔞𝔱𝔢.” 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔢𝔩 𝔪𝔢𝔫𝔰𝔞𝔧𝔢 𝔩𝔩𝔢𝔤𝔞 𝔱𝔞𝔯𝔡𝔢. 𝔈𝔩 𝔣𝔯í𝔬 𝔶𝔞 𝔰𝔢 𝔥𝔞 𝔡𝔢𝔰𝔩𝔦𝔷𝔞𝔡𝔬, 𝔰𝔦𝔫𝔲𝔬𝔰𝔬, 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔯𝔞í𝔠𝔢𝔰 𝔫𝔢𝔤𝔯𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔯𝔢𝔭𝔱𝔞𝔫 𝔭𝔬𝔯 𝔩𝔞 𝔠𝔬𝔩𝔲𝔪𝔫𝔞 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔞𝔟𝔯𝔞𝔷𝔞𝔯 𝔢𝔩 𝔠𝔬𝔯𝔞𝔷ó𝔫. ℌ𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢, 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬 𝔬 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬... 𝔱𝔬𝔡𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔪𝔭𝔯𝔢𝔫𝔡𝔢𝔫, 𝔡𝔢𝔪𝔞𝔰𝔦𝔞𝔡𝔬 𝔱𝔞𝔯𝔡𝔢, 𝔩𝔞 𝔳𝔢𝔯𝔡𝔞𝔡 𝔡𝔢 𝔰𝔲 𝔣𝔯𝔞𝔤𝔦𝔩𝔦𝔡𝔞𝔡.

    𝔇𝔦𝔪𝔢, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞... ¿ℭ𝔬𝔪𝔭𝔯𝔢𝔫𝔡𝔢𝔰 𝔩𝔞 𝔡𝔦𝔣𝔢𝔯𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞?

    𝔈𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢, 𝔩𝔬𝔰 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬𝔰 𝔶 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰. 𝔗𝔬𝔡𝔬𝔰 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔩𝔞𝔱𝔢𝔫 𝔟𝔞𝔧𝔬 𝔩𝔞 𝔭𝔦𝔢𝔩 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬. ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔪𝔦𝔯𝔞𝔰, 𝔩𝔬𝔰 𝔰𝔦𝔢𝔫𝔱𝔢𝔰; 𝔥𝔞𝔶 𝔮𝔲𝔦𝔢𝔫𝔢𝔰 𝔰𝔢 𝔢𝔰𝔱𝔯𝔢𝔪𝔢𝔠𝔢𝔫, 𝔬𝔱𝔯𝔬𝔰 𝔞𝔯𝔡𝔢𝔫, 𝔶 𝔲𝔫𝔬𝔰 𝔭𝔬𝔠𝔬𝔰 —𝔮𝔲𝔦𝔷á𝔰 𝔱ú— 𝔰𝔢 𝔯𝔢𝔤𝔬𝔠𝔦𝔧𝔞𝔫 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔬𝔯 𝔡𝔢 𝔰𝔲𝔰 𝔭𝔯𝔢𝔰𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞𝔰, 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔭𝔢𝔰𝔬 𝔦𝔫𝔳𝔦𝔰𝔦𝔟𝔩𝔢 𝔡𝔢 𝔰𝔲 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞. 𝔄𝔥... 𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔣𝔲𝔢𝔤𝔬 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔰𝔢 𝔞𝔥𝔬𝔤𝔞 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔬𝔰𝔠𝔲𝔯𝔦𝔡𝔞𝔡, 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔩𝔞𝔫𝔡𝔬𝔯 𝔢𝔰 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞𝔡𝔬 𝔶 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔞𝔫 𝔰𝔲𝔰 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔢𝔫 𝔲𝔫 𝔰𝔦𝔩𝔢𝔫𝔠𝔦𝔬 𝔪á𝔰 𝔠𝔯𝔲𝔢𝔩 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔩𝔩𝔞𝔫𝔱𝔬, 𝔢𝔫𝔱𝔬𝔫𝔠𝔢𝔰 𝔩𝔬𝔰 𝔳𝔢𝔰. 𝔈𝔩𝔩𝔬𝔰. 𝔄𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔲𝔶𝔞 𝔢𝔰𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞 𝔫𝔬 𝔠𝔞𝔟𝔢 𝔢𝔫 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞 𝔞𝔩𝔤𝔲𝔫𝔞, 𝔫𝔦 “𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬”, 𝔫𝔦 “𝔞𝔟𝔬𝔪𝔦𝔫𝔞𝔠𝔦ó𝔫”, 𝔫𝔦 “𝔦𝔫𝔣𝔦𝔢𝔯𝔫𝔬”. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔱𝔬𝔡𝔞𝔰 𝔣𝔲𝔢𝔯𝔬𝔫 𝔣𝔬𝔯𝔧𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔭𝔬𝔯 𝔲𝔫 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔪𝔬𝔯𝔦𝔟𝔲𝔫𝔡𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔦𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱ó, 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔡𝔢𝔰𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔠𝔦ó𝔫, 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔫𝔢𝔯 𝔩𝔬 𝔦𝔫𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔫𝔦𝔟𝔩𝔢, 𝔡𝔞𝔯 𝔣𝔬𝔯𝔪𝔞 𝔞𝔩 𝔞𝔟𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞𝔰 𝔪𝔞𝔫𝔬𝔰 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔬𝔯𝔬𝔰𝔞𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔢𝔡𝔬.

    𝔇𝔦𝔪𝔢, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞... ¿ℭ𝔬𝔪𝔭𝔯𝔢𝔫𝔡𝔢𝔰 𝔩𝔞 𝔡𝔦𝔣𝔢𝔯𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞?

    ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔞 𝔬𝔰𝔠𝔲𝔯𝔦𝔡𝔞𝔡 𝔰𝔢 𝔞𝔩𝔷𝔞 𝔶 𝔩𝔞 𝔩𝔲𝔫𝔞, 𝔞𝔳𝔢𝔯𝔤𝔬𝔫𝔷𝔞𝔡𝔞, 𝔰𝔢 𝔢𝔰𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔢𝔩 𝔪𝔞𝔫𝔱𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔢𝔰𝔱𝔯𝔢𝔩𝔩𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔩𝔬𝔯𝔞𝔫 𝔱𝔬𝔯𝔱𝔲𝔯𝔞𝔰 𝔞𝔫𝔱𝔦𝔤𝔲𝔞𝔰, 𝔢𝔰 𝔭𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔥𝔞𝔫 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔱𝔞𝔡𝔬. 𝔗ú 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔢𝔰 𝔪𝔦𝔯𝔞𝔯 𝔞 𝔲𝔫 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔶 𝔯𝔢í𝔯, 𝔡𝔬𝔪𝔞𝔯𝔩𝔬, 𝔥𝔞𝔠𝔢𝔯𝔩𝔬 𝔱𝔲 𝔧𝔲𝔤𝔲𝔢𝔱𝔢 𝔬 𝔱𝔲 𝔢𝔰𝔠𝔩𝔞𝔳𝔬. 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔞𝔰 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔡𝔢𝔟𝔦ó 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔦𝔯, 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔱𝔲𝔰 𝔬𝔧𝔬𝔰 𝔰𝔢 𝔠𝔯𝔲𝔷𝔞𝔫 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞 𝔳𝔦𝔡𝔞 𝔭𝔯𝔬𝔣𝔞𝔫𝔞... 𝔩𝔞 𝔯𝔦𝔰𝔞 𝔪𝔲𝔢𝔯𝔢 𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢 𝔫𝔞𝔠𝔢𝔯. 𝔈𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔥𝔲𝔶𝔢, 𝔩𝔩𝔢𝔳á𝔫𝔡𝔬𝔰𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔶 𝔩𝔞 𝔠𝔬𝔯𝔡𝔲𝔯𝔞; 𝔩𝔞 𝔳𝔬𝔷 𝔰𝔢 𝔡𝔦𝔰𝔲𝔢𝔩𝔳𝔢 𝔢𝔫 𝔲𝔫 𝔯í𝔬 𝔡𝔢 𝔳𝔢𝔫𝔢𝔫𝔬, 𝔡𝔢𝔰𝔱𝔦𝔩𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔞𝔩𝔪𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔦𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱𝔞 𝔫𝔢𝔤𝔞𝔯𝔰𝔢 𝔞 𝔰í 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔞. 𝔜 𝔢𝔫 𝔢𝔰𝔢 𝔦𝔫𝔰𝔱𝔞𝔫𝔱𝔢 𝔢𝔫 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔯𝔢𝔢𝔰 𝔪𝔦𝔯𝔞𝔯, 𝔡𝔢𝔰𝔠𝔲𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔰 𝔢𝔰𝔬 𝔮𝔲𝔦𝔢𝔫 𝔱𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔞.

    𝔈𝔫𝔱𝔬𝔫𝔠𝔢𝔰, 𝔩𝔞 𝔫𝔞𝔡𝔞 𝔱𝔢 𝔯𝔢𝔠𝔩𝔞𝔪𝔞. 𝔜 𝔰𝔦, 𝔭𝔬𝔯 𝔞𝔷𝔞𝔯 𝔬 𝔪𝔞𝔩𝔡𝔦𝔠𝔦ó𝔫, 𝔩𝔬𝔤𝔯𝔞𝔰 𝔰𝔢𝔤𝔲𝔦𝔯 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔦𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬... 𝔢𝔫𝔱𝔬𝔫𝔠𝔢𝔰, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞 𝔪í𝔞, 𝔥𝔞𝔰 𝔯𝔢𝔠𝔦𝔟𝔦𝔡𝔬 𝔩𝔞 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔦 𝔢𝔩 𝔪á𝔰 𝔱𝔢𝔪𝔢𝔯𝔞𝔯𝔦𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔥𝔞 𝔬𝔰𝔞𝔡𝔬 𝔦𝔪𝔞𝔤𝔦𝔫𝔞𝔯 𝔰𝔦𝔫 𝔞𝔯𝔯𝔬𝔡𝔦𝔩𝔩𝔞𝔯𝔰𝔢 𝔞𝔫𝔱𝔢 𝔢𝔩 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔱𝔢𝔰𝔱𝔞, 𝔰𝔲𝔭𝔩𝔦𝔠𝔞𝔫𝔡𝔬 —𝔢𝔫 𝔳𝔞𝔫𝔬— 𝔭𝔬𝔯 𝔲𝔫 á𝔭𝔦𝔠𝔢 𝔡𝔢 𝔭𝔦𝔢𝔡𝔞𝔡.

    ¿𝔔𝔲é 𝔠𝔲á𝔩 𝔢𝔰?

    𝔄𝔥... 𝔏𝔞𝔪𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔡𝔢𝔠í𝔯𝔱𝔢𝔩𝔬, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞, 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔩 𝔭𝔢𝔰𝔞𝔯 𝔡𝔢 𝔮𝔲𝔦𝔢𝔫 𝔰𝔞𝔟𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔰𝔬𝔫 𝔩𝔞𝔰 ú𝔩𝔱𝔦𝔪𝔞𝔰 𝔠𝔥𝔦𝔰𝔭𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔞𝔫𝔱𝔬𝔯𝔠𝔥𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔭𝔯𝔬𝔫𝔱𝔬 𝔰𝔢𝔯á 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞𝔡𝔞 𝔭𝔬𝔯 𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔥á𝔩𝔦𝔱𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔢 𝔡𝔦𝔬 𝔳𝔦𝔡𝔞. 𝔑𝔬 𝔩𝔞 𝔢𝔵𝔭𝔢𝔯𝔦𝔪𝔢𝔫𝔱𝔞𝔯á𝔰. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔞𝔩𝔩í, 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔯𝔢𝔦𝔫𝔬 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔩𝔲𝔷 𝔰𝔢 𝔢𝔵𝔱𝔦𝔫𝔤𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔠𝔞𝔫𝔰𝔞𝔫𝔠𝔦𝔬 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔱𝔢𝔪𝔬𝔯, 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔞ú𝔩𝔩𝔞𝔫 𝔯𝔞𝔰𝔤𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔳𝔢𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔭𝔩𝔞𝔫𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔰𝔲𝔰 𝔤𝔞𝔯𝔯𝔞𝔰 𝔡𝔢𝔰𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔦𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔞𝔟𝔯𝔦𝔯 𝔲𝔫 𝔭𝔞𝔰𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔭𝔯𝔬𝔭𝔦𝔬 𝔲𝔫𝔦𝔳𝔢𝔯𝔰𝔬 𝔩𝔢𝔰 𝔫𝔦𝔢𝔤𝔞, 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞𝔰 𝔰𝔢 𝔪𝔞𝔯𝔠𝔥𝔦𝔱𝔞𝔫 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔱𝔬𝔯𝔫𝔞𝔯𝔰𝔢 𝔭𝔬𝔩𝔳𝔬 𝔡𝔢 𝔬𝔯𝔤𝔲𝔩𝔩𝔬 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔞𝔡𝔬... 𝔄𝔩𝔩í, 𝔢𝔫 𝔢𝔰𝔢 𝔭𝔯𝔢𝔠𝔦𝔰𝔬 𝔞𝔟𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔢𝔩 𝔢𝔠𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔡𝔢 𝔇𝔦𝔬𝔰 𝔰𝔢 𝔡𝔢𝔰𝔥𝔞𝔠𝔢 𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢 𝔫𝔞𝔠𝔢𝔯, 𝔢𝔰 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔶𝔬 𝔡𝔢𝔠𝔦𝔡𝔬 𝔰𝔦 𝔢𝔰𝔬 —𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔡𝔢𝔟𝔦ó 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔦𝔯𝔞𝔯— 𝔭𝔢𝔯𝔪𝔞𝔫𝔢𝔠𝔢 𝔬 𝔞𝔳𝔞𝔫𝔷𝔞. 𝔜 𝔱𝔢 𝔩𝔬 𝔧𝔲𝔯𝔬, 𝔭𝔬𝔯 𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔞ú𝔫 𝔞𝔯𝔡𝔢 𝔢𝔫 𝔪𝔦 𝔭𝔢𝔠𝔥𝔬, 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔩𝔬 𝔥𝔞𝔯á.

    𝔗ú, 𝔢𝔫 𝔠𝔞𝔪𝔟𝔦𝔬, 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔩𝔦𝔡𝔦𝔞𝔯á𝔰 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔩𝔩𝔬. 𝔗𝔲 𝔠𝔲𝔯𝔦𝔬𝔰𝔦𝔡𝔞𝔡, 𝔱𝔞𝔫 𝔟𝔢𝔩𝔩𝔞 𝔶 𝔱𝔞𝔫 𝔫𝔢𝔠𝔦𝔞, 𝔫𝔬 𝔢𝔫𝔠𝔬𝔫𝔱𝔯𝔞𝔯á 𝔬𝔱𝔯𝔞 𝔠𝔬𝔰𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔭𝔯𝔬𝔭𝔦𝔬 𝔯𝔢𝔣𝔩𝔢𝔧𝔬 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔳𝔞𝔠í𝔬. 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔱𝔢 𝔞𝔡𝔳𝔦𝔢𝔯𝔱𝔬, 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞 𝔳𝔬𝔷 𝔮𝔲𝔢 𝔶𝔞 𝔫𝔬 𝔪𝔢 𝔭𝔢𝔯𝔱𝔢𝔫𝔢𝔠𝔢: 𝔫𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔟𝔲𝔰𝔮𝔲𝔢𝔰. 𝔑𝔬 𝔭𝔯𝔬𝔫𝔲𝔫𝔠𝔦𝔢𝔰 𝔰𝔲 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞, 𝔫𝔬 𝔰𝔲𝔰𝔲𝔯𝔯𝔢𝔰 𝔰𝔲𝔰 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔢𝔫 𝔰𝔲𝔢ñ𝔬𝔰, 𝔫𝔬 𝔰𝔦𝔤𝔞𝔰 𝔢𝔩 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔬𝔯 𝔡𝔢 𝔱𝔲 𝔞𝔩𝔪𝔞 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔱𝔢 𝔥𝔞𝔟𝔩𝔢 𝔠𝔬𝔫 𝔳𝔬𝔷 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔢𝔰 𝔰𝔲𝔶𝔞. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔦 𝔩𝔬𝔰 𝔟𝔲𝔰𝔠𝔞𝔰, 𝔩𝔬𝔰 𝔥𝔞𝔩𝔩𝔞𝔯á𝔰... 𝔶 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔬 𝔥𝔞𝔤𝔞𝔰, 𝔩𝔞 𝔭𝔦𝔢𝔡𝔞𝔡 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔩𝔞𝔪𝔞𝔯á𝔰 —𝔢𝔰𝔞 𝔭𝔦𝔢𝔡𝔞𝔡 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔞𝔠𝔢𝔯á 𝔡𝔢 𝔱𝔲𝔰 𝔩á𝔤𝔯𝔦𝔪𝔞𝔰, 𝔡𝔢 𝔱𝔲 𝔤𝔞𝔯𝔤𝔞𝔫𝔱𝔞 𝔯𝔬𝔱𝔞, 𝔡𝔢 𝔱𝔲𝔰 𝔪𝔞𝔫𝔬𝔰 𝔦𝔪𝔭𝔩𝔬𝔯𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰— 𝔰𝔢𝔯á 𝔢𝔰𝔠𝔲𝔠𝔥𝔞𝔡𝔞, 𝔰í, 𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔫𝔬 𝔭𝔬𝔯 á𝔫𝔤𝔢𝔩𝔢𝔰. 𝔑𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰. 𝔑𝔦 𝔰𝔦𝔮𝔲𝔦𝔢𝔯𝔞 𝔭𝔬𝔯 𝔩𝔬𝔰 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰.

    𝔖𝔢𝔯á 𝔢𝔰𝔠𝔲𝔠𝔥𝔞𝔡𝔞 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔣𝔦𝔩𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔢𝔰𝔭𝔞𝔡𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔭𝔢𝔯𝔱𝔢𝔫𝔢𝔠𝔢 𝔞 𝔢𝔰𝔱𝔢 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬, 𝔣𝔬𝔯𝔧𝔞𝔡𝔞 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔠𝔬𝔯𝔞𝔷ó𝔫 𝔣𝔯í𝔬 𝔡𝔢 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞 𝔩𝔞𝔰 𝔢𝔰𝔱𝔯𝔢𝔩𝔩𝔞𝔰 𝔶 𝔟𝔢𝔟𝔢 𝔰𝔲 𝔩𝔲𝔷 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔫é𝔠𝔱𝔞𝔯 𝔡𝔢 𝔩𝔬 𝔭𝔯𝔬𝔥𝔦𝔟𝔦𝔡𝔬. 𝔘𝔫𝔞 𝔢𝔰𝔭𝔞𝔡𝔞 𝔰𝔦𝔫 𝔡𝔲𝔢ñ𝔬, 𝔰𝔦𝔫 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢, 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔬𝔯𝔱𝔞 𝔩𝔬𝔰 𝔩𝔞𝔷𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔞𝔩𝔪𝔞 𝔶 𝔡𝔢𝔧𝔞 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔰í 𝔲𝔫 𝔰𝔦𝔩𝔢𝔫𝔠𝔦𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔦 𝔢𝔩 𝔱𝔦𝔢𝔪𝔭𝔬 𝔬𝔰𝔞 𝔭𝔯𝔬𝔣𝔞𝔫𝔞𝔯.

    𝔈𝔰𝔭𝔢𝔯𝔬... 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔞𝔰 𝔡𝔬𝔯𝔪𝔦𝔯 𝔟𝔦𝔢𝔫 𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔫𝔬𝔠𝔥𝔢. 𝔈𝔰𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔫𝔬 𝔱𝔢 𝔪𝔲𝔯𝔪𝔲𝔯𝔢𝔫 𝔪𝔦 𝔳𝔬𝔷, 𝔫𝔦 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔞𝔫𝔡𝔢𝔩𝔞𝔟𝔯𝔬𝔰 𝔭𝔞𝔯𝔭𝔞𝔡𝔢𝔢𝔫 𝔞𝔩 𝔯𝔢𝔠𝔬𝔯𝔡𝔞𝔯 𝔪𝔦 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞. 𝔜 𝔰𝔬𝔟𝔯𝔢 𝔱𝔬𝔡𝔬... 𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔥𝔞𝔶𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢𝔪𝔞𝔡𝔬 𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔠𝔞𝔯𝔱𝔞, 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔞 𝔠𝔢𝔫𝔦𝔷𝔞 𝔰𝔢 𝔥𝔞𝔶𝔞 𝔪𝔢𝔷𝔠𝔩𝔞𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔩 𝔭𝔬𝔩𝔳𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔰𝔲𝔢𝔩𝔬 𝔶 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔩𝔞 𝔥𝔞𝔶𝔞 𝔡𝔦𝔰𝔭𝔢𝔯𝔰𝔞𝔡𝔬 𝔪á𝔰 𝔞𝔩𝔩á 𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔫𝔣𝔦𝔫𝔢𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔯𝔢𝔠𝔲𝔢𝔯𝔡𝔬.

    𝔜𝔞 𝔫𝔬 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔬 𝔢𝔰𝔠𝔯𝔦𝔟𝔦𝔯 𝔪á𝔰. 𝔏𝔞𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔭𝔢𝔰𝔞𝔫, 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔠𝔞𝔡𝔢𝔫𝔞𝔰 𝔢𝔫 𝔪𝔦𝔰 𝔥𝔲𝔢𝔰𝔬𝔰. 𝔈𝔰𝔠𝔯𝔦𝔟𝔦𝔯... 𝔪𝔢 𝔞𝔤𝔬𝔱𝔞, 𝔪𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔲𝔪𝔢...
    PD:
    𝒮𝒾 𝒶𝓁𝑔𝓊𝓃𝒶 𝓋𝑒𝓏 𝒽𝒶𝓈 𝒹𝑒 𝒸𝓇𝓊𝓏𝒶𝓇𝓉𝑒 𝒸𝑜𝓃 𝓊𝓃𝑜 𝒹𝑒 𝑒𝓁𝓁𝑜𝓈, 𝑜 𝓈𝒾 𝓉𝒶𝓃 𝓈𝑜𝓁𝑜 𝓅𝑒𝓇𝒸𝒾𝒷𝑒𝓈 𝓈𝓊 𝒽á𝓁𝒾𝓉𝑜 𝑒𝓃 𝑒𝓁 𝓇𝒾𝓃𝒸ó𝓃 𝒹𝑜𝓃𝒹𝑒 𝑒𝓁 𝒶𝒾𝓇𝑒 𝓈𝑒 𝓆𝓊𝒾𝑒𝒷𝓇𝒶… 𝓇𝑒𝒸𝓊𝑒𝓇𝒹𝒶 𝑒𝓈𝓉𝑜: 𝑒𝓈𝓉𝒶 𝒸𝒶𝓇𝓉𝒶 𝓃𝑜 𝑒𝓈 𝓈𝑜𝓁𝑜 𝓉𝒾𝓃𝓉𝒶 𝓃𝒾 𝓅𝒶𝓅𝑒𝓁. 𝒢𝓊𝒶𝓇𝒹𝒶 𝑒𝓃 𝓈𝓊 𝓉𝓇𝒶𝓏𝑜 𝓊𝓃 𝓋𝑒𝓈𝓉𝒾𝑔𝒾𝑜 𝓂í𝑜, 𝓊𝓃𝒶 𝑔𝓇𝒾𝑒𝓉𝒶 𝒾𝓃𝓋𝒾𝓈𝒾𝒷𝓁𝑒 𝓆𝓊𝑒 𝓇𝑒𝓈𝓅𝒾𝓇𝒶 𝑒𝓃𝓉𝓇𝑒 𝓁𝑜𝓈 𝓅𝓁𝒾𝑒𝑔𝓊𝑒𝓈 𝒹𝑒𝓁 𝓉𝒾𝑒𝓂𝓅𝑜.
    𝒮𝒾 𝓁𝑜𝑔𝓇𝒶𝓈 𝒹𝑒𝓈𝒸𝒾𝒻𝓇𝒶𝓇 𝓈𝓊 𝓅𝓊𝓁𝓈𝑜, 𝓈𝒾 𝒸𝑜𝓃𝓈𝒾𝑔𝓊𝑒𝓈 𝑜í𝓇 𝓁𝒶 𝓋𝑜𝓏 𝓆𝓊𝑒 𝓂𝓊𝓇𝓂𝓊𝓇𝒶 𝑒𝓃𝓉𝓇𝑒 𝓈𝓊𝓈 𝒻𝒾𝒷𝓇𝒶𝓈, 𝓈𝒶𝒷𝓇á𝓈 𝒸ó𝓂𝑜 𝓁𝓁𝒶𝓂𝒶𝓇𝓂𝑒.
    𝒴 𝒸𝓊𝒶𝓃𝒹𝑜 𝓁𝑜 𝒽𝒶𝑔𝒶𝓈 —𝒸𝓊𝒶𝓃𝒹𝑜 𝓉𝓊 𝓋𝑜𝓏 𝓉𝒾𝑒𝓂𝒷𝓁𝑒 𝑒𝓃 𝑒𝓁 𝒷𝑜𝓇𝒹𝑒 𝒹𝑒𝓁 𝓂𝒾𝑒𝒹𝑜—, 𝓁𝒶 𝓈𝑒ñ𝒶𝓁 𝓁𝓁𝑒𝑔𝒶𝓇á 𝒽𝒶𝓈𝓉𝒶 𝓂í.
    𝐸𝓃𝓉𝑜𝓃𝒸𝑒𝓈, 𝓆𝓊𝒾𝓏á𝓈… 𝓅𝓊𝑒𝒹𝒶 𝒸𝑜𝓃𝒸𝑒𝒹𝑒𝓇𝓉𝑒 𝓁𝒶 𝓅𝒾𝑒𝒹𝒶𝒹 𝓆𝓊𝑒 𝒾𝓂𝓅𝓁𝑜𝓇𝒶𝓇á𝓈 𝒸𝓊𝒶𝓃𝒹𝑜 𝓁𝒶 𝓃𝑜𝒸𝒽𝑒 𝒹𝑒𝒿𝑒 𝒹𝑒 𝓉𝑒𝓃𝑒𝓇 𝓃𝑜𝓂𝒷𝓇𝑒.
    A tus manos, fatigadas por los días y endurecidas por la espera, llegó una misiva. No traía sello, ni blasón, ni signo alguno de noble procedencia, mas ningún ojo osó mirarla con desprecio ni mano alguna se atrevió a quebrar su silencio hasta que halló en ti su destino. O acaso... —¿quién podría decirlo con certeza?— ninguna mano mortal fue digna de alcanzarla en su extravío por los senderos del mundo. ¿Cómo llegó, preguntas? No lo sabes, y esa ignorancia misma parece envolverla con un misterio que palpita, como un suspiro entre los velos de la noche. Tan humilde era su aspecto, que brillaba entre las cosas simples como una luciérnaga entre las estrellas moribundas. Sus bordes estaban manchados, tatuados por deslices de tinta de una mano inexperta, o tal vez temblorosa por el peso del alma que la guiaba. Y sin embargo... había algo en ella, algo que te detenía el pulso: su aroma. ¡Ah, su aroma! Era como si hubiese robado al acero su frialdad, al filo de la espada su aliento. Pero también algo más... algo que no pertenece a esta tierra ni al cielo. ¿Lo sientes? Es un perfume ajeno a todo lo que camina o reposa bajo el sol. No es el olor de la Dama Blanca, aquella que danza entre los campos rotos donde los soldados dejaron su nombre entre los huesos del polvo. No, este olor viene de un lugar sin lugar, donde las pesadillas se arrodillan ante la inmensidad de su propio eco. Es un aroma que no pertenece ni al barro donde el hombre muere, ni al aire donde su alma asciende, ni al abismo donde las sombras aprenden a soñar. Entonces la abres. Y lo que ves dentro te hiere y te hechiza por igual. La letra es un poema errante, una danza trágica escrita por manos que no conocieron reposo. Cada trazo arde como si el alma del escriba hubiese llorado tinta y no lágrimas. A ratos la escritura parece de un niño que tropieza con las palabras; a ratos, es la caligrafía de un ser celestial que escribe con los destellos de una estrella moribunda. Es bella, pero condenada. 𝔏𝔞𝔪𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔩𝔞 𝔱𝔞𝔯𝔡𝔞𝔫𝔷𝔞 𝔡𝔢 𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔪𝔦𝔰𝔦𝔳𝔞. 𝔓𝔬𝔠𝔬 𝔲𝔰𝔲𝔞𝔩 𝔡𝔦𝔠𝔥𝔞 𝔱𝔞𝔯𝔡𝔞𝔫𝔷𝔞, 𝔭𝔬𝔠𝔬 𝔲𝔰𝔲𝔞𝔩𝔢𝔰 𝔩𝔞𝔰 𝔱𝔞𝔯𝔢𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔪𝔢 𝔣𝔲𝔢𝔯𝔬𝔫 𝔢𝔫𝔠𝔬𝔪𝔢𝔫𝔡𝔞𝔡𝔞𝔰. ¿𝔗𝔲 𝔠𝔲𝔯𝔦𝔬𝔰𝔦𝔡𝔞𝔡? 𝔄𝔥, 𝔫𝔬 𝔳𝔬𝔶 𝔞 𝔬𝔣𝔯𝔢𝔠𝔢𝔯𝔱𝔢 𝔡𝔦𝔰𝔠𝔲𝔩𝔭𝔞𝔰 𝔫𝔦 𝔢𝔵𝔠𝔲𝔰𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔞 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞𝔯. 𝔖𝔦 𝔱𝔲 𝔰𝔢𝔫𝔰𝔞𝔱𝔢𝔷 𝔢𝔰 𝔪á𝔰 𝔫𝔬𝔟𝔩𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔱𝔲 𝔠𝔲𝔯𝔦𝔬𝔰𝔦𝔡𝔞𝔡 𝔦𝔫𝔰𝔬𝔩𝔢𝔫𝔱𝔢, 𝔮𝔲𝔢𝔪𝔞 𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔠𝔞𝔯𝔱𝔞, 𝔭𝔲𝔢𝔰 𝔢𝔩 𝔣𝔲𝔢𝔤𝔬 𝔢𝔰 𝔢𝔩 ú𝔫𝔦𝔠𝔬 𝔞𝔩𝔱𝔞𝔯 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔬𝔯𝔞𝔫 𝔶 𝔩𝔬𝔰 á𝔫𝔤𝔢𝔩𝔢𝔰 𝔩𝔩𝔬𝔯𝔞𝔫 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔞𝔰 𝔟𝔩𝔞𝔰𝔣𝔢𝔪𝔦𝔞𝔰 𝔰𝔢 𝔳𝔦𝔰𝔱𝔢𝔫 𝔡𝔢 𝔣𝔬𝔯𝔪𝔞 𝔥𝔲𝔪𝔞𝔫𝔞. 𝔜 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔩𝔩𝔞𝔫𝔱𝔬... 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔞𝔫 𝔰𝔲 𝔭𝔯𝔬𝔭𝔦𝔞 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫𝔞 La voz en la carta prosigue, grave como una campana que repica en un templo olvidado: 𝔇𝔦𝔪𝔢, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞... 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔫𝔦ñ𝔬𝔰 𝔩𝔩𝔬𝔯𝔞𝔫 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔫𝔬𝔠𝔥𝔢 𝔭𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔞𝔯𝔪𝔞𝔯𝔦𝔬 𝔰𝔲𝔰𝔲𝔯𝔯𝔞 𝔭𝔩𝔢𝔤𝔞𝔯𝔦𝔞𝔰 𝔞𝔩 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔪𝔲𝔢𝔯𝔱𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫ó 𝔞 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔦𝔯, ¿𝔮𝔲é 𝔡𝔦𝔰𝔱𝔦𝔫𝔤𝔲𝔢 𝔞𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔡𝔢 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩 𝔮𝔲𝔢 𝔦𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱𝔞 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔬𝔩𝔞𝔯? ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔲𝔫𝔞 𝔪𝔞𝔡𝔯𝔢 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔞 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔲𝔷 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔬𝔯𝔬𝔰𝔞, 𝔞𝔫𝔱𝔬𝔯𝔠𝔥𝔞 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔱𝔢𝔪𝔭𝔢𝔰𝔱𝔞𝔡 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔢𝔡𝔬, 𝔶 𝔢𝔰𝔭𝔞𝔫𝔱𝔞 𝔞𝔩 𝔢𝔫𝔱𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔲𝔫𝔠𝔞 𝔣𝔲𝔢, ¿𝔞𝔠𝔞𝔰𝔬 𝔫𝔬 𝔢𝔰 𝔢𝔩𝔩𝔞 𝔱𝔞𝔪𝔟𝔦é𝔫 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞 𝔢𝔫 𝔩𝔬𝔰 𝔬𝔧𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔫𝔦ñ𝔬? 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔡𝔦𝔪𝔢 𝔱𝔞𝔪𝔟𝔦é𝔫, 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔫𝔦ñ𝔬 𝔡𝔢𝔠𝔦𝔡𝔢 𝔢𝔰𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔯𝔰𝔢 𝔧𝔲𝔫𝔱𝔬 𝔞𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔥𝔲𝔦𝔯 𝔡𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔞, 𝔫𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔞𝔪𝔬𝔯 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔬𝔡𝔦𝔬 𝔢𝔫 𝔰𝔲𝔰 𝔪𝔞𝔫𝔬𝔰, 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔳𝔦𝔢𝔯𝔱𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔢𝔫 𝔞𝔷𝔬𝔱𝔢𝔰 𝔰𝔬𝔟𝔯𝔢 𝔩𝔞 𝔭𝔦𝔢𝔩 𝔡𝔢 𝔮𝔲𝔦𝔢𝔫 𝔶𝔞 𝔫𝔬 𝔯𝔢𝔠𝔲𝔢𝔯𝔡𝔞 𝔢𝔩 𝔰𝔦𝔤𝔫𝔦𝔣𝔦𝔠𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢 '𝔱𝔢𝔯𝔫𝔲𝔯𝔞'... ¿𝔮𝔲𝔦é𝔫 𝔢𝔰 𝔞𝔥𝔬𝔯𝔞 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬? Entonces el texto se retuerce, su tono se hace más profundo, como si la tinta misma comenzara a sangrar: 𝔄𝔰í 𝔩𝔬 𝔳𝔢𝔯á𝔰: 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔶 𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔠𝔞𝔪𝔟𝔦𝔞𝔫 𝔡𝔢 𝔯𝔬𝔰𝔱𝔯𝔬, 𝔡𝔢 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔶 𝔡𝔢 𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔬. 𝔄𝔪𝔟𝔬𝔰 𝔟𝔢𝔟𝔢𝔫 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔭𝔬𝔷𝔬, 𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔲𝔫𝔬 𝔩𝔬 𝔥𝔞𝔠𝔢 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔠𝔞𝔩𝔪𝔞𝔯 𝔰𝔲 𝔰𝔢𝔡, 𝔢𝔩 𝔬𝔱𝔯𝔬 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔞𝔥𝔬𝔤𝔞𝔯𝔰𝔢 𝔢𝔫 𝔢𝔩𝔩𝔞. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔞 𝔟𝔢𝔰𝔱𝔦𝔞 𝔫𝔬 𝔰𝔦𝔢𝔪𝔭𝔯𝔢 𝔯𝔲𝔤𝔢, 𝔶 𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔫𝔬 𝔰𝔦𝔢𝔪𝔭𝔯𝔢 𝔞𝔪𝔞. ℌ𝔞𝔶 𝔫𝔬𝔠𝔥𝔢𝔰 𝔢𝔫 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔬𝔣𝔯𝔢𝔠𝔢 𝔯𝔢𝔣𝔲𝔤𝔦𝔬, 𝔶 𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢, 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔪𝔦𝔰𝔢𝔯𝔦𝔞, 𝔰𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔳𝔦𝔢𝔯𝔱𝔢 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔳𝔢𝔯𝔡𝔞𝔡𝔢𝔯𝔞 𝔟𝔢𝔰𝔱𝔦𝔞. ¿𝔖𝔢𝔫𝔠𝔦𝔩𝔩𝔬, 𝔡𝔦𝔠𝔢𝔰? 𝔖í... 𝔱𝔞𝔫 𝔰𝔢𝔫𝔠𝔦𝔩𝔩𝔬 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔢𝔩 𝔤𝔢𝔰𝔱𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔰𝔬𝔩 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔣𝔦𝔫𝔤𝔢 𝔪𝔬𝔯𝔦𝔯 𝔠𝔞𝔡𝔞 𝔬𝔠𝔞𝔰𝔬, 𝔦𝔤𝔫𝔬𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔯𝔢𝔰𝔲𝔯𝔯𝔢𝔠𝔠𝔦ó𝔫 𝔢𝔰 𝔰𝔬𝔩𝔬 𝔬𝔱𝔯𝔬 𝔡𝔦𝔰𝔣𝔯𝔞𝔷 𝔡𝔢𝔩 𝔠𝔞𝔫𝔰𝔞𝔫𝔠𝔦𝔬 𝔢𝔱𝔢𝔯𝔫𝔬. 𝔗𝔲 𝔠𝔲𝔯𝔦𝔬𝔰𝔦𝔡𝔞𝔡, 𝔢𝔰𝔞 𝔠𝔯𝔦𝔞𝔱𝔲𝔯𝔞 𝔳𝔢𝔰𝔱𝔦𝔡𝔞 𝔡𝔢 𝔬𝔯𝔬 𝔶 𝔰𝔬𝔟𝔢𝔯𝔟𝔦𝔞, 𝔱𝔢 𝔥𝔞 𝔱𝔯𝔞í𝔡𝔬 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔢𝔰𝔱𝔢 𝔢𝔯𝔯𝔬𝔯 𝔱𝔞𝔫 𝔥𝔲𝔪𝔞𝔫𝔬, 𝔱𝔞𝔫 𝔪𝔦𝔰𝔢𝔯𝔞𝔟𝔩𝔢 𝔶 𝔰𝔲𝔟𝔩𝔦𝔪𝔢: 𝔮𝔲𝔢𝔯𝔢𝔯 𝔰𝔞𝔠𝔦𝔞𝔯 𝔩𝔞 𝔰𝔢𝔡 𝔡𝔢 𝔰𝔞𝔟𝔢𝔯 𝔟𝔢𝔟𝔦𝔢𝔫𝔡𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔠á𝔩𝔦𝔷 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔬𝔩𝔬 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔦𝔢𝔫𝔢 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞. ℌ𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢𝔯𝔦𝔡𝔬 𝔢𝔰𝔠𝔲𝔠𝔥𝔞𝔯 𝔩𝔞𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔫𝔠𝔢𝔯𝔯ó 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔩𝔬𝔰 𝔟𝔞𝔯𝔯𝔬𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔢𝔡𝔬, 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔠𝔲𝔶𝔬 𝔞𝔩𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔥𝔦𝔷𝔬 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔞𝔯 𝔞𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔢𝔩 𝔭𝔲𝔫𝔱𝔬 𝔡𝔢 𝔥𝔲𝔦𝔯, 𝔞𝔯𝔯𝔞𝔰𝔱𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔦𝔤𝔬 𝔢𝔩 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔢𝔰𝔱𝔯𝔢𝔩𝔩𝔞 𝔪á𝔰 𝔤𝔯𝔞𝔫𝔡𝔢, 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫á𝔫𝔡𝔬𝔩𝔞 𝔞𝔩 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔬. 𝔇𝔦𝔪𝔢, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞… ¿𝔭𝔬𝔯 𝔮𝔲é 𝔫𝔬 𝔩𝔢 𝔭𝔯𝔢𝔤𝔲𝔫𝔱𝔞𝔰 𝔞𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔮𝔲é 𝔰𝔢 𝔢𝔰𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔞𝔯𝔪𝔞𝔯𝔦𝔬? ¿𝔗𝔢𝔪𝔢𝔰 𝔞𝔠𝔞𝔰𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔲𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔱𝔢𝔫𝔤𝔞 𝔩𝔞 𝔡𝔲𝔩𝔷𝔲𝔯𝔞 𝔡𝔢 𝔱𝔲 𝔳𝔬𝔷 𝔬 𝔩𝔞 𝔦𝔫𝔬𝔠𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞 𝔡𝔢 𝔱𝔲 𝔯𝔢𝔣𝔩𝔢𝔧𝔬? 𝔗𝔞𝔩 𝔳𝔢𝔷, 𝔰𝔦 𝔩𝔬 𝔥𝔦𝔠𝔦𝔢𝔯𝔞𝔰, 𝔡𝔢𝔰𝔠𝔲𝔟𝔯𝔦𝔯í𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔞𝔠𝔢𝔠𝔥𝔞 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢 𝔩𝔞 𝔪𝔞𝔡𝔢𝔯𝔞 𝔶 𝔩𝔞 𝔭𝔢𝔫𝔲𝔪𝔟𝔯𝔞 𝔫𝔬 𝔰𝔦𝔢𝔪𝔭𝔯𝔢 𝔢𝔰 𝔩𝔞 𝔟𝔢𝔰𝔱𝔦𝔞. 𝔄 𝔳𝔢𝔠𝔢𝔰, 𝔢𝔰 𝔢𝔩 𝔢𝔠𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔭𝔩𝔢𝔤𝔞𝔯𝔦𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔠𝔦𝔢𝔩𝔬 𝔫𝔬 𝔮𝔲𝔦𝔰𝔬 𝔬í𝔯, 𝔢𝔩 𝔯𝔢𝔰𝔦𝔡𝔲𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫 𝔞𝔪𝔬𝔯 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔲𝔫𝔠𝔞 𝔣𝔲𝔢 𝔠𝔬𝔯𝔯𝔢𝔰𝔭𝔬𝔫𝔡𝔦𝔡𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔦𝔬𝔰𝔢𝔰. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔰𝔞𝔰 𝔟𝔩𝔞𝔰𝔣𝔢𝔪𝔦𝔞𝔰 𝔥𝔢𝔠𝔥𝔞𝔰 𝔠𝔞𝔯𝔫𝔢, 𝔢𝔰𝔬𝔰 𝔥𝔦𝔧𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔣𝔬𝔯𝔪𝔢𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔭𝔢𝔫𝔰𝔞𝔪𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔭𝔬𝔡𝔯𝔦𝔡𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔪𝔬𝔯𝔦𝔟𝔲𝔫𝔡𝔬, 𝔫𝔬 𝔫𝔞𝔠𝔦𝔢𝔯𝔬𝔫 𝔡𝔢𝔩 𝔦𝔫𝔣𝔦𝔢𝔯𝔫𝔬 𝔫𝔦 𝔡𝔢𝔩 𝔠𝔦𝔢𝔩𝔬, 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔢𝔰𝔱𝔢𝔯𝔱𝔬𝔯 𝔣𝔦𝔫𝔞𝔩 𝔡𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔡𝔦𝔳𝔦𝔫𝔦𝔡𝔞𝔡 𝔮𝔲𝔢, 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔞𝔤𝔬𝔫í𝔞, 𝔢𝔵𝔥𝔞𝔩ó 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬𝔰 𝔰𝔦𝔫 𝔞𝔩𝔪𝔞. 𝔐𝔦𝔯𝔞 𝔠ó𝔪𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔡𝔞𝔫𝔷𝔞𝔫, 𝔢𝔟𝔯𝔦𝔬𝔰 𝔡𝔢 𝔧ú𝔟𝔦𝔩𝔬, 𝔢𝔫 𝔱𝔬𝔯𝔫𝔬 𝔞 𝔩𝔞𝔫𝔷𝔞𝔰 𝔠𝔩𝔞𝔳𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔢𝔫 𝔠𝔲𝔢𝔯𝔭𝔬𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔞𝔩𝔤𝔲𝔫𝔞 𝔳𝔢𝔷 𝔣𝔲𝔢𝔯𝔬𝔫 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰; 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞𝔯𝔬𝔫 𝔰𝔲𝔰 𝔰𝔦𝔢𝔫𝔢𝔰 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔰𝔭𝔦𝔫𝔞𝔰 𝔠𝔯𝔢𝔶𝔢𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔫 𝔢𝔭𝔬𝔭𝔢𝔶𝔞𝔰 𝔣𝔞𝔩𝔰𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔤𝔩𝔬𝔯𝔦𝔞 𝔶 𝔯𝔢𝔡𝔢𝔫𝔠𝔦ó𝔫. 𝔜 𝔪𝔦𝔢𝔫𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔱𝔞𝔫𝔱𝔬, 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔢𝔩𝔢𝔰𝔱𝔦𝔞𝔩𝔢𝔰 𝔤𝔦𝔯𝔞𝔫 𝔰𝔬𝔟𝔯𝔢 𝔫𝔲𝔟𝔢𝔰 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔩𝔞𝔫𝔡𝔢𝔠𝔦𝔢𝔫𝔱𝔢𝔰, 𝔭𝔯𝔬𝔫𝔲𝔫𝔠𝔦𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞𝔟𝔦𝔬𝔰 𝔡𝔢 𝔬𝔯𝔬 𝔩𝔞𝔰 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔞𝔰 𝔪𝔢𝔫𝔱𝔦𝔯𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔩𝔞𝔪𝔞𝔫 𝔞𝔪𝔬𝔯, 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢𝔤𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔞 𝔠𝔯𝔦𝔞𝔱𝔲𝔯𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔰𝔞𝔟𝔢𝔫 𝔡𝔦𝔰𝔱𝔦𝔫𝔤𝔲𝔦𝔯 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢 𝔩𝔞 𝔩𝔲𝔷 𝔶 𝔢𝔩 𝔦𝔫𝔠𝔢𝔫𝔡𝔦𝔬.” 𝔖í, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞... 𝔢𝔰𝔱𝔬𝔰 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔢𝔫. 𝔜 𝔰𝔲 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞 𝔥𝔦𝔢𝔯𝔢 𝔪á𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔪𝔦𝔩 𝔠𝔲𝔠𝔥𝔦𝔩𝔩𝔬𝔰, 𝔭𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫 𝔫𝔦 𝔞𝔩 𝔣𝔲𝔢𝔤𝔬 𝔫𝔦 𝔞 𝔩𝔞 𝔭𝔩𝔢𝔤𝔞𝔯𝔦𝔞. 𝔏𝔞 𝔡𝔦𝔣𝔢𝔯𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞 𝔶𝔞𝔠𝔢 𝔢𝔫 𝔞𝔩𝔤𝔬 𝔪á𝔰 𝔭𝔯𝔬𝔣𝔲𝔫𝔡𝔬, 𝔪á𝔰 𝔠𝔯𝔲𝔢𝔩. ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔲𝔫 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔞 𝔞 𝔲𝔫𝔬 𝔡𝔢 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰, 𝔰𝔲 𝔭𝔯𝔬𝔭𝔦𝔞 𝔞𝔩𝔪𝔞 𝔰𝔢 𝔢𝔯𝔦𝔷𝔞 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔲𝔫𝔞 𝔠𝔯𝔦𝔞𝔱𝔲𝔯𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔦𝔢𝔯𝔱𝔞 𝔢𝔫 𝔲𝔫 𝔲𝔫𝔦𝔳𝔢𝔯𝔰𝔬 𝔰𝔦𝔫 𝔩𝔲𝔷. 𝔏𝔞𝔰 𝔣𝔞𝔲𝔠𝔢𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞𝔯𝔬𝔫 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬𝔰 𝔱𝔦𝔢𝔪𝔟𝔩𝔞𝔫, 𝔶 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔰𝔢 𝔪𝔲𝔢𝔯𝔡𝔢 𝔞 𝔰í 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬, 𝔡𝔢𝔰𝔤𝔞𝔯𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔰𝔲 𝔠𝔞𝔯𝔫𝔢 𝔢𝔫 𝔟𝔲𝔰𝔠𝔞 𝔡𝔢 𝔲𝔫 𝔡𝔬𝔩𝔬𝔯 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔡𝔢𝔳𝔲𝔢𝔩𝔳𝔞 𝔞 𝔩𝔞 𝔯𝔢𝔞𝔩𝔦𝔡𝔞𝔡. 𝔜, 𝔰𝔦𝔫 𝔢𝔪𝔟𝔞𝔯𝔤𝔬, 𝔫𝔬 𝔥𝔞𝔶 𝔡𝔬𝔩𝔬𝔯 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔰𝔞𝔩𝔳𝔢. ℑ𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱𝔞𝔫 𝔰𝔢𝔫𝔱𝔦𝔯, 𝔰í… 𝔭𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔢𝔫𝔱𝔦𝔯 𝔡𝔬𝔩𝔬𝔯 𝔢𝔰 𝔭𝔯𝔢𝔣𝔢𝔯𝔦𝔟𝔩𝔢 𝔞 𝔰𝔢𝔫𝔱𝔦𝔯 𝔢𝔩 𝔳𝔞𝔠í𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔰𝔞𝔰 𝔭𝔯𝔢𝔰𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞𝔰 𝔱𝔯𝔞𝔢𝔫 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔦𝔤𝔬. 𝔖𝔲 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔞𝔠𝔱𝔬 𝔢𝔰 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔢𝔩 𝔪𝔞𝔯, 𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔲𝔫 𝔪𝔞𝔯 𝔰𝔦𝔫 𝔬𝔯𝔦𝔩𝔩𝔞𝔰, 𝔰𝔦𝔫 𝔡𝔲𝔩𝔷𝔲𝔯𝔞, 𝔰𝔦𝔫 𝔯𝔢𝔣𝔩𝔢𝔧𝔬𝔰; 𝔰𝔲𝔰 𝔞𝔤𝔲𝔞𝔰 𝔫𝔬 𝔭𝔦𝔫𝔱𝔞𝔫 𝔭𝔞𝔦𝔰𝔞𝔧𝔢𝔰, 𝔫𝔬 𝔠𝔞𝔩𝔪𝔞𝔫, 𝔫𝔬 𝔭𝔲𝔯𝔦𝔣𝔦𝔠𝔞𝔫. 𝔖𝔬𝔫 𝔲𝔫 𝔬𝔩𝔢𝔞𝔧𝔢 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔫𝔷𝔞 𝔰𝔢 𝔞𝔥𝔬𝔤𝔞, 𝔲𝔫 𝔞𝔟𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔩í𝔮𝔲𝔦𝔡𝔬 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔰𝔢 𝔡𝔦𝔰𝔲𝔢𝔩𝔳𝔢𝔫 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔰𝔢𝔯 𝔭𝔬𝔩𝔳𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔬. 𝔜 𝔞𝔰í, 𝔢𝔩 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 —𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔱𝔢𝔪í𝔞𝔰 𝔟𝔞𝔧𝔬 𝔱𝔲 𝔠𝔞𝔪𝔞 𝔬 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔩𝔞 𝔭𝔲𝔢𝔯𝔱𝔞 𝔡𝔢𝔩 𝔞𝔯𝔪𝔞𝔯𝔦𝔬— 𝔰𝔢 𝔬𝔠𝔲𝔩𝔱𝔞 𝔞𝔥𝔬𝔯𝔞 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔳𝔞𝔰𝔱𝔬 𝔠𝔲𝔢𝔯𝔭𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬, 𝔯𝔢𝔷𝔞𝔫𝔡𝔬. 𝔖í, 𝔯𝔢𝔷𝔞𝔫𝔡𝔬, 𝔞𝔲𝔫𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔭𝔩𝔢𝔤𝔞𝔯𝔦𝔞 𝔫𝔬 𝔰𝔢𝔞 𝔪á𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔲𝔫 𝔰𝔲𝔰𝔭𝔦𝔯𝔬 𝔡𝔢𝔰𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔡𝔬 𝔥𝔞𝔠𝔦𝔞 𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔰𝔢𝔯 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔪𝔞𝔩𝔡𝔦𝔧𝔬. 𝔖𝔲𝔭𝔩𝔦𝔠𝔞 𝔫𝔬 𝔯𝔢𝔡𝔢𝔫𝔠𝔦ó𝔫, 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔞𝔫𝔬𝔫𝔦𝔪𝔞𝔱𝔬; 𝔫𝔬 𝔭𝔢𝔯𝔡ó𝔫, 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔢𝔩 𝔭𝔯𝔦𝔳𝔦𝔩𝔢𝔤𝔦𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔬. 𝔓𝔦𝔡𝔢, 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢 𝔩á𝔤𝔯𝔦𝔪𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔰𝔞𝔟𝔢 𝔡𝔢𝔯𝔯𝔞𝔪𝔞𝔯, 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔰𝔢𝔞 𝔟𝔬𝔯𝔯𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔱𝔢𝔧𝔦𝔡𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔥𝔦𝔰𝔱𝔬𝔯𝔦𝔞... 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔦 𝔩𝔬𝔰 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰, 𝔫𝔦 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔦𝔬𝔰𝔢𝔰, 𝔯𝔢𝔠𝔲𝔢𝔯𝔡𝔢𝔫 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔦ó. ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔳𝔞𝔠í𝔬 𝔰𝔢 𝔞𝔰𝔬𝔪𝔞, 𝔢𝔩 𝔦𝔫𝔣𝔦𝔢𝔯𝔫𝔬 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔮𝔲𝔢𝔡𝔞 𝔡𝔢𝔰𝔥𝔞𝔟𝔦𝔱𝔞𝔡𝔬, 𝔯𝔢𝔡𝔲𝔠𝔦𝔡𝔬 𝔞 𝔲𝔫𝔞 𝔰𝔦𝔫𝔣𝔬𝔫í𝔞 𝔪𝔲𝔡𝔞 𝔡𝔢 𝔯𝔲𝔦𝔫𝔞𝔰 𝔞𝔯𝔡𝔦𝔡𝔞𝔰. ¿𝔓𝔬𝔯 𝔮𝔲é? 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 —𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔞𝔫𝔷𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔩𝔞𝔫𝔷𝔞𝔰 𝔶 𝔩𝔬𝔰 𝔰𝔲𝔭𝔩𝔦𝔠𝔦𝔬𝔰— 𝔥𝔲𝔶𝔢𝔫 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔞𝔳𝔬𝔯𝔦𝔡𝔬𝔰, 𝔞𝔯𝔯𝔞𝔰𝔱𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔞 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫𝔞𝔡𝔬𝔰, 𝔠𝔯𝔢𝔶𝔢𝔫𝔡𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔥𝔲𝔦𝔡𝔞 𝔥𝔞𝔩𝔩𝔞𝔯á𝔫 𝔯𝔢𝔣𝔲𝔤𝔦𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔦 𝔰𝔦𝔮𝔲𝔦𝔢𝔯𝔞 𝔢𝔩 𝔣𝔲𝔢𝔤𝔬 𝔰𝔢 𝔞𝔱𝔯𝔢𝔳𝔢 𝔞 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞𝔯. 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔦𝔤𝔫𝔬𝔯𝔞𝔫, 𝔭𝔬𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔞𝔯𝔮𝔲𝔦𝔱𝔢𝔠𝔱𝔬𝔰 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔡𝔢𝔰𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔠𝔦ó𝔫, 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔞𝔡𝔞 𝔭𝔞𝔰𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔞𝔫 𝔩𝔢𝔧𝔬𝔰 𝔡𝔢 𝔰𝔲 𝔦𝔫𝔣𝔦𝔢𝔯𝔫𝔬 𝔞𝔩𝔦𝔪𝔢𝔫𝔱𝔞 𝔠𝔬𝔫 𝔰𝔲 𝔪𝔦𝔢𝔡𝔬 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔭𝔢𝔯𝔰𝔦𝔤𝔲𝔢. 𝔏𝔬 𝔞𝔩𝔦𝔪𝔢𝔫𝔱𝔞, 𝔰í... 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔰𝔦 𝔰𝔲 𝔱𝔢𝔯𝔯𝔬𝔯 𝔣𝔲𝔢𝔰𝔢 𝔢𝔩 𝔫é𝔠𝔱𝔞𝔯 𝔰𝔞𝔤𝔯𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔞𝔡𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔦𝔢𝔯𝔱𝔞 𝔣𝔞𝔪é𝔩𝔦𝔠𝔬, 𝔟𝔲𝔰𝔠𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔩𝔬𝔰 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔳𝔢𝔷 𝔩𝔢 𝔫𝔢𝔤𝔞𝔯𝔬𝔫 𝔠𝔲𝔩𝔱𝔬.” ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔞𝔭𝔞𝔯𝔢𝔠𝔢 —𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔢𝔪𝔢𝔯𝔤𝔢𝔫— 𝔫𝔬 𝔥𝔞𝔶 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔩𝔬 𝔟𝔞𝔰𝔱𝔞𝔫𝔱𝔢 𝔠𝔬𝔩𝔬𝔰𝔞𝔩 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔱𝔦𝔢𝔪𝔟𝔩𝔢, 𝔫𝔦 𝔱𝔦𝔱á𝔫 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔰𝔢 𝔢𝔰𝔠𝔬𝔫𝔡𝔞 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔢𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞 𝔪á𝔰 𝔡𝔬𝔯𝔞𝔡𝔞. 𝔜 𝔢𝔰𝔞 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞, 𝔣𝔬𝔯𝔧𝔞𝔡𝔞 𝔢𝔫 𝔰𝔬𝔟𝔢𝔯𝔟𝔦𝔞 𝔶 𝔢𝔫𝔤𝔞ñ𝔬, 𝔭𝔞𝔩𝔦𝔡𝔢𝔠𝔢 𝔞𝔩 𝔭𝔯𝔦𝔪𝔢𝔯 𝔯𝔬𝔠𝔢 𝔡𝔢𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔞 𝔞𝔡𝔳𝔦𝔢𝔯𝔱𝔢: “𝔄𝔭á𝔤𝔞𝔱𝔢.” 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔢𝔩 𝔪𝔢𝔫𝔰𝔞𝔧𝔢 𝔩𝔩𝔢𝔤𝔞 𝔱𝔞𝔯𝔡𝔢. 𝔈𝔩 𝔣𝔯í𝔬 𝔶𝔞 𝔰𝔢 𝔥𝔞 𝔡𝔢𝔰𝔩𝔦𝔷𝔞𝔡𝔬, 𝔰𝔦𝔫𝔲𝔬𝔰𝔬, 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔯𝔞í𝔠𝔢𝔰 𝔫𝔢𝔤𝔯𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔯𝔢𝔭𝔱𝔞𝔫 𝔭𝔬𝔯 𝔩𝔞 𝔠𝔬𝔩𝔲𝔪𝔫𝔞 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔞𝔟𝔯𝔞𝔷𝔞𝔯 𝔢𝔩 𝔠𝔬𝔯𝔞𝔷ó𝔫. ℌ𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢, 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬 𝔬 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬... 𝔱𝔬𝔡𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔪𝔭𝔯𝔢𝔫𝔡𝔢𝔫, 𝔡𝔢𝔪𝔞𝔰𝔦𝔞𝔡𝔬 𝔱𝔞𝔯𝔡𝔢, 𝔩𝔞 𝔳𝔢𝔯𝔡𝔞𝔡 𝔡𝔢 𝔰𝔲 𝔣𝔯𝔞𝔤𝔦𝔩𝔦𝔡𝔞𝔡. 𝔇𝔦𝔪𝔢, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞... ¿ℭ𝔬𝔪𝔭𝔯𝔢𝔫𝔡𝔢𝔰 𝔩𝔞 𝔡𝔦𝔣𝔢𝔯𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞? 𝔈𝔩 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢, 𝔩𝔬𝔰 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬𝔰 𝔶 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰. 𝔗𝔬𝔡𝔬𝔰 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔩𝔞𝔱𝔢𝔫 𝔟𝔞𝔧𝔬 𝔩𝔞 𝔭𝔦𝔢𝔩 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬. ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔪𝔦𝔯𝔞𝔰, 𝔩𝔬𝔰 𝔰𝔦𝔢𝔫𝔱𝔢𝔰; 𝔥𝔞𝔶 𝔮𝔲𝔦𝔢𝔫𝔢𝔰 𝔰𝔢 𝔢𝔰𝔱𝔯𝔢𝔪𝔢𝔠𝔢𝔫, 𝔬𝔱𝔯𝔬𝔰 𝔞𝔯𝔡𝔢𝔫, 𝔶 𝔲𝔫𝔬𝔰 𝔭𝔬𝔠𝔬𝔰 —𝔮𝔲𝔦𝔷á𝔰 𝔱ú— 𝔰𝔢 𝔯𝔢𝔤𝔬𝔠𝔦𝔧𝔞𝔫 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔬𝔯 𝔡𝔢 𝔰𝔲𝔰 𝔭𝔯𝔢𝔰𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞𝔰, 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔭𝔢𝔰𝔬 𝔦𝔫𝔳𝔦𝔰𝔦𝔟𝔩𝔢 𝔡𝔢 𝔰𝔲 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞. 𝔄𝔥... 𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔣𝔲𝔢𝔤𝔬 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔰𝔢 𝔞𝔥𝔬𝔤𝔞 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔬𝔰𝔠𝔲𝔯𝔦𝔡𝔞𝔡, 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔩𝔞𝔫𝔡𝔬𝔯 𝔢𝔰 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞𝔡𝔬 𝔶 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔞𝔫 𝔰𝔲𝔰 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔢𝔫 𝔲𝔫 𝔰𝔦𝔩𝔢𝔫𝔠𝔦𝔬 𝔪á𝔰 𝔠𝔯𝔲𝔢𝔩 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔩𝔩𝔞𝔫𝔱𝔬, 𝔢𝔫𝔱𝔬𝔫𝔠𝔢𝔰 𝔩𝔬𝔰 𝔳𝔢𝔰. 𝔈𝔩𝔩𝔬𝔰. 𝔄𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔲𝔶𝔞 𝔢𝔰𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞 𝔫𝔬 𝔠𝔞𝔟𝔢 𝔢𝔫 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞 𝔞𝔩𝔤𝔲𝔫𝔞, 𝔫𝔦 “𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬”, 𝔫𝔦 “𝔞𝔟𝔬𝔪𝔦𝔫𝔞𝔠𝔦ó𝔫”, 𝔫𝔦 “𝔦𝔫𝔣𝔦𝔢𝔯𝔫𝔬”. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔱𝔬𝔡𝔞𝔰 𝔣𝔲𝔢𝔯𝔬𝔫 𝔣𝔬𝔯𝔧𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔭𝔬𝔯 𝔲𝔫 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔪𝔬𝔯𝔦𝔟𝔲𝔫𝔡𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔦𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱ó, 𝔢𝔫 𝔰𝔲 𝔡𝔢𝔰𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔠𝔦ó𝔫, 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔫𝔢𝔯 𝔩𝔬 𝔦𝔫𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔫𝔦𝔟𝔩𝔢, 𝔡𝔞𝔯 𝔣𝔬𝔯𝔪𝔞 𝔞𝔩 𝔞𝔟𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞𝔰 𝔪𝔞𝔫𝔬𝔰 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔬𝔯𝔬𝔰𝔞𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔢𝔡𝔬. 𝔇𝔦𝔪𝔢, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞... ¿ℭ𝔬𝔪𝔭𝔯𝔢𝔫𝔡𝔢𝔰 𝔩𝔞 𝔡𝔦𝔣𝔢𝔯𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞? ℭ𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔞 𝔬𝔰𝔠𝔲𝔯𝔦𝔡𝔞𝔡 𝔰𝔢 𝔞𝔩𝔷𝔞 𝔶 𝔩𝔞 𝔩𝔲𝔫𝔞, 𝔞𝔳𝔢𝔯𝔤𝔬𝔫𝔷𝔞𝔡𝔞, 𝔰𝔢 𝔢𝔰𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔢𝔩 𝔪𝔞𝔫𝔱𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔢𝔰𝔱𝔯𝔢𝔩𝔩𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔩𝔬𝔯𝔞𝔫 𝔱𝔬𝔯𝔱𝔲𝔯𝔞𝔰 𝔞𝔫𝔱𝔦𝔤𝔲𝔞𝔰, 𝔢𝔰 𝔭𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩𝔩𝔬𝔰 𝔥𝔞𝔫 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔱𝔞𝔡𝔬. 𝔗ú 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔢𝔰 𝔪𝔦𝔯𝔞𝔯 𝔞 𝔲𝔫 𝔪𝔬𝔫𝔰𝔱𝔯𝔲𝔬 𝔶 𝔯𝔢í𝔯, 𝔡𝔬𝔪𝔞𝔯𝔩𝔬, 𝔥𝔞𝔠𝔢𝔯𝔩𝔬 𝔱𝔲 𝔧𝔲𝔤𝔲𝔢𝔱𝔢 𝔬 𝔱𝔲 𝔢𝔰𝔠𝔩𝔞𝔳𝔬. 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔞𝔰 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔡𝔢𝔟𝔦ó 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔦𝔯, 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔱𝔲𝔰 𝔬𝔧𝔬𝔰 𝔰𝔢 𝔠𝔯𝔲𝔷𝔞𝔫 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞 𝔳𝔦𝔡𝔞 𝔭𝔯𝔬𝔣𝔞𝔫𝔞... 𝔩𝔞 𝔯𝔦𝔰𝔞 𝔪𝔲𝔢𝔯𝔢 𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢 𝔫𝔞𝔠𝔢𝔯. 𝔈𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔥𝔲𝔶𝔢, 𝔩𝔩𝔢𝔳á𝔫𝔡𝔬𝔰𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔶 𝔩𝔞 𝔠𝔬𝔯𝔡𝔲𝔯𝔞; 𝔩𝔞 𝔳𝔬𝔷 𝔰𝔢 𝔡𝔦𝔰𝔲𝔢𝔩𝔳𝔢 𝔢𝔫 𝔲𝔫 𝔯í𝔬 𝔡𝔢 𝔳𝔢𝔫𝔢𝔫𝔬, 𝔡𝔢𝔰𝔱𝔦𝔩𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔞𝔩𝔪𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔦𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱𝔞 𝔫𝔢𝔤𝔞𝔯𝔰𝔢 𝔞 𝔰í 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔞. 𝔜 𝔢𝔫 𝔢𝔰𝔢 𝔦𝔫𝔰𝔱𝔞𝔫𝔱𝔢 𝔢𝔫 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔯𝔢𝔢𝔰 𝔪𝔦𝔯𝔞𝔯, 𝔡𝔢𝔰𝔠𝔲𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔰 𝔢𝔰𝔬 𝔮𝔲𝔦𝔢𝔫 𝔱𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔪𝔭𝔩𝔞. 𝔈𝔫𝔱𝔬𝔫𝔠𝔢𝔰, 𝔩𝔞 𝔫𝔞𝔡𝔞 𝔱𝔢 𝔯𝔢𝔠𝔩𝔞𝔪𝔞. 𝔜 𝔰𝔦, 𝔭𝔬𝔯 𝔞𝔷𝔞𝔯 𝔬 𝔪𝔞𝔩𝔡𝔦𝔠𝔦ó𝔫, 𝔩𝔬𝔤𝔯𝔞𝔰 𝔰𝔢𝔤𝔲𝔦𝔯 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔦𝔯𝔞𝔫𝔡𝔬... 𝔢𝔫𝔱𝔬𝔫𝔠𝔢𝔰, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞 𝔪í𝔞, 𝔥𝔞𝔰 𝔯𝔢𝔠𝔦𝔟𝔦𝔡𝔬 𝔩𝔞 𝔠𝔬𝔫𝔡𝔢𝔫𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔦 𝔢𝔩 𝔪á𝔰 𝔱𝔢𝔪𝔢𝔯𝔞𝔯𝔦𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔥𝔞 𝔬𝔰𝔞𝔡𝔬 𝔦𝔪𝔞𝔤𝔦𝔫𝔞𝔯 𝔰𝔦𝔫 𝔞𝔯𝔯𝔬𝔡𝔦𝔩𝔩𝔞𝔯𝔰𝔢 𝔞𝔫𝔱𝔢 𝔢𝔩 𝔡𝔦𝔬𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔱𝔢𝔰𝔱𝔞, 𝔰𝔲𝔭𝔩𝔦𝔠𝔞𝔫𝔡𝔬 —𝔢𝔫 𝔳𝔞𝔫𝔬— 𝔭𝔬𝔯 𝔲𝔫 á𝔭𝔦𝔠𝔢 𝔡𝔢 𝔭𝔦𝔢𝔡𝔞𝔡. ¿𝔔𝔲é 𝔠𝔲á𝔩 𝔢𝔰? 𝔄𝔥... 𝔏𝔞𝔪𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔡𝔢𝔠í𝔯𝔱𝔢𝔩𝔬, 𝔭𝔢𝔮𝔲𝔢ñ𝔞, 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔩 𝔭𝔢𝔰𝔞𝔯 𝔡𝔢 𝔮𝔲𝔦𝔢𝔫 𝔰𝔞𝔟𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔰𝔬𝔫 𝔩𝔞𝔰 ú𝔩𝔱𝔦𝔪𝔞𝔰 𝔠𝔥𝔦𝔰𝔭𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔞𝔫𝔱𝔬𝔯𝔠𝔥𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔭𝔯𝔬𝔫𝔱𝔬 𝔰𝔢𝔯á 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞𝔡𝔞 𝔭𝔬𝔯 𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔥á𝔩𝔦𝔱𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔢 𝔡𝔦𝔬 𝔳𝔦𝔡𝔞. 𝔑𝔬 𝔩𝔞 𝔢𝔵𝔭𝔢𝔯𝔦𝔪𝔢𝔫𝔱𝔞𝔯á𝔰. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔞𝔩𝔩í, 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔯𝔢𝔦𝔫𝔬 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔩𝔲𝔷 𝔰𝔢 𝔢𝔵𝔱𝔦𝔫𝔤𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔠𝔞𝔫𝔰𝔞𝔫𝔠𝔦𝔬 𝔰𝔦𝔫𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔱𝔢𝔪𝔬𝔯, 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰 𝔞ú𝔩𝔩𝔞𝔫 𝔯𝔞𝔰𝔤𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔳𝔢𝔩𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔭𝔩𝔞𝔫𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔰𝔲𝔰 𝔤𝔞𝔯𝔯𝔞𝔰 𝔡𝔢𝔰𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔦𝔫𝔱𝔢𝔫𝔱𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔞𝔟𝔯𝔦𝔯 𝔲𝔫 𝔭𝔞𝔰𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔭𝔯𝔬𝔭𝔦𝔬 𝔲𝔫𝔦𝔳𝔢𝔯𝔰𝔬 𝔩𝔢𝔰 𝔫𝔦𝔢𝔤𝔞, 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞𝔰 𝔰𝔢 𝔪𝔞𝔯𝔠𝔥𝔦𝔱𝔞𝔫 𝔥𝔞𝔰𝔱𝔞 𝔱𝔬𝔯𝔫𝔞𝔯𝔰𝔢 𝔭𝔬𝔩𝔳𝔬 𝔡𝔢 𝔬𝔯𝔤𝔲𝔩𝔩𝔬 𝔬𝔩𝔳𝔦𝔡𝔞𝔡𝔬... 𝔄𝔩𝔩í, 𝔢𝔫 𝔢𝔰𝔢 𝔭𝔯𝔢𝔠𝔦𝔰𝔬 𝔞𝔟𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔢𝔩 𝔢𝔠𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢 𝔡𝔢 𝔇𝔦𝔬𝔰 𝔰𝔢 𝔡𝔢𝔰𝔥𝔞𝔠𝔢 𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢 𝔫𝔞𝔠𝔢𝔯, 𝔢𝔰 𝔡𝔬𝔫𝔡𝔢 𝔶𝔬 𝔡𝔢𝔠𝔦𝔡𝔬 𝔰𝔦 𝔢𝔰𝔬 —𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔡𝔢𝔟𝔦ó 𝔯𝔢𝔰𝔭𝔦𝔯𝔞𝔯— 𝔭𝔢𝔯𝔪𝔞𝔫𝔢𝔠𝔢 𝔬 𝔞𝔳𝔞𝔫𝔷𝔞. 𝔜 𝔱𝔢 𝔩𝔬 𝔧𝔲𝔯𝔬, 𝔭𝔬𝔯 𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔞ú𝔫 𝔞𝔯𝔡𝔢 𝔢𝔫 𝔪𝔦 𝔭𝔢𝔠𝔥𝔬, 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔩𝔬 𝔥𝔞𝔯á. 𝔗ú, 𝔢𝔫 𝔠𝔞𝔪𝔟𝔦𝔬, 𝔧𝔞𝔪á𝔰 𝔩𝔦𝔡𝔦𝔞𝔯á𝔰 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔩𝔩𝔬. 𝔗𝔲 𝔠𝔲𝔯𝔦𝔬𝔰𝔦𝔡𝔞𝔡, 𝔱𝔞𝔫 𝔟𝔢𝔩𝔩𝔞 𝔶 𝔱𝔞𝔫 𝔫𝔢𝔠𝔦𝔞, 𝔫𝔬 𝔢𝔫𝔠𝔬𝔫𝔱𝔯𝔞𝔯á 𝔬𝔱𝔯𝔞 𝔠𝔬𝔰𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔲 𝔭𝔯𝔬𝔭𝔦𝔬 𝔯𝔢𝔣𝔩𝔢𝔧𝔬 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔳𝔞𝔠í𝔬. 𝔓𝔢𝔯𝔬 𝔱𝔢 𝔞𝔡𝔳𝔦𝔢𝔯𝔱𝔬, 𝔠𝔬𝔫 𝔩𝔞 𝔳𝔬𝔷 𝔮𝔲𝔢 𝔶𝔞 𝔫𝔬 𝔪𝔢 𝔭𝔢𝔯𝔱𝔢𝔫𝔢𝔠𝔢: 𝔫𝔬 𝔩𝔬𝔰 𝔟𝔲𝔰𝔮𝔲𝔢𝔰. 𝔑𝔬 𝔭𝔯𝔬𝔫𝔲𝔫𝔠𝔦𝔢𝔰 𝔰𝔲 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞, 𝔫𝔬 𝔰𝔲𝔰𝔲𝔯𝔯𝔢𝔰 𝔰𝔲𝔰 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰 𝔢𝔫 𝔰𝔲𝔢ñ𝔬𝔰, 𝔫𝔬 𝔰𝔦𝔤𝔞𝔰 𝔢𝔩 𝔱𝔢𝔪𝔟𝔩𝔬𝔯 𝔡𝔢 𝔱𝔲 𝔞𝔩𝔪𝔞 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔱𝔢 𝔥𝔞𝔟𝔩𝔢 𝔠𝔬𝔫 𝔳𝔬𝔷 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔢𝔰 𝔰𝔲𝔶𝔞. 𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔰𝔦 𝔩𝔬𝔰 𝔟𝔲𝔰𝔠𝔞𝔰, 𝔩𝔬𝔰 𝔥𝔞𝔩𝔩𝔞𝔯á𝔰... 𝔶 𝔠𝔲𝔞𝔫𝔡𝔬 𝔩𝔬 𝔥𝔞𝔤𝔞𝔰, 𝔩𝔞 𝔭𝔦𝔢𝔡𝔞𝔡 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔩𝔞𝔪𝔞𝔯á𝔰 —𝔢𝔰𝔞 𝔭𝔦𝔢𝔡𝔞𝔡 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔞𝔠𝔢𝔯á 𝔡𝔢 𝔱𝔲𝔰 𝔩á𝔤𝔯𝔦𝔪𝔞𝔰, 𝔡𝔢 𝔱𝔲 𝔤𝔞𝔯𝔤𝔞𝔫𝔱𝔞 𝔯𝔬𝔱𝔞, 𝔡𝔢 𝔱𝔲𝔰 𝔪𝔞𝔫𝔬𝔰 𝔦𝔪𝔭𝔩𝔬𝔯𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰— 𝔰𝔢𝔯á 𝔢𝔰𝔠𝔲𝔠𝔥𝔞𝔡𝔞, 𝔰í, 𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔫𝔬 𝔭𝔬𝔯 á𝔫𝔤𝔢𝔩𝔢𝔰. 𝔑𝔬 𝔭𝔬𝔯 𝔡𝔢𝔪𝔬𝔫𝔦𝔬𝔰. 𝔑𝔦 𝔰𝔦𝔮𝔲𝔦𝔢𝔯𝔞 𝔭𝔬𝔯 𝔩𝔬𝔰 𝔥𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢𝔰. 𝔖𝔢𝔯á 𝔢𝔰𝔠𝔲𝔠𝔥𝔞𝔡𝔞 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔣𝔦𝔩𝔬 𝔡𝔢 𝔲𝔫𝔞 𝔢𝔰𝔭𝔞𝔡𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔭𝔢𝔯𝔱𝔢𝔫𝔢𝔠𝔢 𝔞 𝔢𝔰𝔱𝔢 𝔪𝔲𝔫𝔡𝔬, 𝔣𝔬𝔯𝔧𝔞𝔡𝔞 𝔢𝔫 𝔢𝔩 𝔠𝔬𝔯𝔞𝔷ó𝔫 𝔣𝔯í𝔬 𝔡𝔢 𝔞𝔮𝔲𝔢𝔩𝔩𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔡𝔢𝔳𝔬𝔯𝔞 𝔩𝔞𝔰 𝔢𝔰𝔱𝔯𝔢𝔩𝔩𝔞𝔰 𝔶 𝔟𝔢𝔟𝔢 𝔰𝔲 𝔩𝔲𝔷 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔫é𝔠𝔱𝔞𝔯 𝔡𝔢 𝔩𝔬 𝔭𝔯𝔬𝔥𝔦𝔟𝔦𝔡𝔬. 𝔘𝔫𝔞 𝔢𝔰𝔭𝔞𝔡𝔞 𝔰𝔦𝔫 𝔡𝔲𝔢ñ𝔬, 𝔰𝔦𝔫 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢, 𝔮𝔲𝔢 𝔠𝔬𝔯𝔱𝔞 𝔩𝔬𝔰 𝔩𝔞𝔷𝔬𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔞𝔩𝔪𝔞 𝔶 𝔡𝔢𝔧𝔞 𝔱𝔯𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔰í 𝔲𝔫 𝔰𝔦𝔩𝔢𝔫𝔠𝔦𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔦 𝔢𝔩 𝔱𝔦𝔢𝔪𝔭𝔬 𝔬𝔰𝔞 𝔭𝔯𝔬𝔣𝔞𝔫𝔞𝔯. 𝔈𝔰𝔭𝔢𝔯𝔬... 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔞𝔰 𝔡𝔬𝔯𝔪𝔦𝔯 𝔟𝔦𝔢𝔫 𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔫𝔬𝔠𝔥𝔢. 𝔈𝔰𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔞𝔰 𝔰𝔬𝔪𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔫𝔬 𝔱𝔢 𝔪𝔲𝔯𝔪𝔲𝔯𝔢𝔫 𝔪𝔦 𝔳𝔬𝔷, 𝔫𝔦 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔞𝔫𝔡𝔢𝔩𝔞𝔟𝔯𝔬𝔰 𝔭𝔞𝔯𝔭𝔞𝔡𝔢𝔢𝔫 𝔞𝔩 𝔯𝔢𝔠𝔬𝔯𝔡𝔞𝔯 𝔪𝔦 𝔢𝔵𝔦𝔰𝔱𝔢𝔫𝔠𝔦𝔞. 𝔜 𝔰𝔬𝔟𝔯𝔢 𝔱𝔬𝔡𝔬... 𝔢𝔰𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔥𝔞𝔶𝔞𝔰 𝔮𝔲𝔢𝔪𝔞𝔡𝔬 𝔢𝔰𝔱𝔞 𝔠𝔞𝔯𝔱𝔞, 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔞 𝔠𝔢𝔫𝔦𝔷𝔞 𝔰𝔢 𝔥𝔞𝔶𝔞 𝔪𝔢𝔷𝔠𝔩𝔞𝔡𝔬 𝔠𝔬𝔫 𝔢𝔩 𝔭𝔬𝔩𝔳𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔰𝔲𝔢𝔩𝔬 𝔶 𝔮𝔲𝔢 𝔢𝔩 𝔳𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬 𝔩𝔞 𝔥𝔞𝔶𝔞 𝔡𝔦𝔰𝔭𝔢𝔯𝔰𝔞𝔡𝔬 𝔪á𝔰 𝔞𝔩𝔩á 𝔡𝔢 𝔩𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔫𝔣𝔦𝔫𝔢𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔯𝔢𝔠𝔲𝔢𝔯𝔡𝔬. 𝔜𝔞 𝔫𝔬 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔬 𝔢𝔰𝔠𝔯𝔦𝔟𝔦𝔯 𝔪á𝔰. 𝔏𝔞𝔰 𝔭𝔞𝔩𝔞𝔟𝔯𝔞𝔰 𝔭𝔢𝔰𝔞𝔫, 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔠𝔞𝔡𝔢𝔫𝔞𝔰 𝔢𝔫 𝔪𝔦𝔰 𝔥𝔲𝔢𝔰𝔬𝔰. 𝔈𝔰𝔠𝔯𝔦𝔟𝔦𝔯... 𝔪𝔢 𝔞𝔤𝔬𝔱𝔞, 𝔪𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔲𝔪𝔢... PD: 𝒮𝒾 𝒶𝓁𝑔𝓊𝓃𝒶 𝓋𝑒𝓏 𝒽𝒶𝓈 𝒹𝑒 𝒸𝓇𝓊𝓏𝒶𝓇𝓉𝑒 𝒸𝑜𝓃 𝓊𝓃𝑜 𝒹𝑒 𝑒𝓁𝓁𝑜𝓈, 𝑜 𝓈𝒾 𝓉𝒶𝓃 𝓈𝑜𝓁𝑜 𝓅𝑒𝓇𝒸𝒾𝒷𝑒𝓈 𝓈𝓊 𝒽á𝓁𝒾𝓉𝑜 𝑒𝓃 𝑒𝓁 𝓇𝒾𝓃𝒸ó𝓃 𝒹𝑜𝓃𝒹𝑒 𝑒𝓁 𝒶𝒾𝓇𝑒 𝓈𝑒 𝓆𝓊𝒾𝑒𝒷𝓇𝒶… 𝓇𝑒𝒸𝓊𝑒𝓇𝒹𝒶 𝑒𝓈𝓉𝑜: 𝑒𝓈𝓉𝒶 𝒸𝒶𝓇𝓉𝒶 𝓃𝑜 𝑒𝓈 𝓈𝑜𝓁𝑜 𝓉𝒾𝓃𝓉𝒶 𝓃𝒾 𝓅𝒶𝓅𝑒𝓁. 𝒢𝓊𝒶𝓇𝒹𝒶 𝑒𝓃 𝓈𝓊 𝓉𝓇𝒶𝓏𝑜 𝓊𝓃 𝓋𝑒𝓈𝓉𝒾𝑔𝒾𝑜 𝓂í𝑜, 𝓊𝓃𝒶 𝑔𝓇𝒾𝑒𝓉𝒶 𝒾𝓃𝓋𝒾𝓈𝒾𝒷𝓁𝑒 𝓆𝓊𝑒 𝓇𝑒𝓈𝓅𝒾𝓇𝒶 𝑒𝓃𝓉𝓇𝑒 𝓁𝑜𝓈 𝓅𝓁𝒾𝑒𝑔𝓊𝑒𝓈 𝒹𝑒𝓁 𝓉𝒾𝑒𝓂𝓅𝑜. 𝒮𝒾 𝓁𝑜𝑔𝓇𝒶𝓈 𝒹𝑒𝓈𝒸𝒾𝒻𝓇𝒶𝓇 𝓈𝓊 𝓅𝓊𝓁𝓈𝑜, 𝓈𝒾 𝒸𝑜𝓃𝓈𝒾𝑔𝓊𝑒𝓈 𝑜í𝓇 𝓁𝒶 𝓋𝑜𝓏 𝓆𝓊𝑒 𝓂𝓊𝓇𝓂𝓊𝓇𝒶 𝑒𝓃𝓉𝓇𝑒 𝓈𝓊𝓈 𝒻𝒾𝒷𝓇𝒶𝓈, 𝓈𝒶𝒷𝓇á𝓈 𝒸ó𝓂𝑜 𝓁𝓁𝒶𝓂𝒶𝓇𝓂𝑒. 𝒴 𝒸𝓊𝒶𝓃𝒹𝑜 𝓁𝑜 𝒽𝒶𝑔𝒶𝓈 —𝒸𝓊𝒶𝓃𝒹𝑜 𝓉𝓊 𝓋𝑜𝓏 𝓉𝒾𝑒𝓂𝒷𝓁𝑒 𝑒𝓃 𝑒𝓁 𝒷𝑜𝓇𝒹𝑒 𝒹𝑒𝓁 𝓂𝒾𝑒𝒹𝑜—, 𝓁𝒶 𝓈𝑒ñ𝒶𝓁 𝓁𝓁𝑒𝑔𝒶𝓇á 𝒽𝒶𝓈𝓉𝒶 𝓂í. 𝐸𝓃𝓉𝑜𝓃𝒸𝑒𝓈, 𝓆𝓊𝒾𝓏á𝓈… 𝓅𝓊𝑒𝒹𝒶 𝒸𝑜𝓃𝒸𝑒𝒹𝑒𝓇𝓉𝑒 𝓁𝒶 𝓅𝒾𝑒𝒹𝒶𝒹 𝓆𝓊𝑒 𝒾𝓂𝓅𝓁𝑜𝓇𝒶𝓇á𝓈 𝒸𝓊𝒶𝓃𝒹𝑜 𝓁𝒶 𝓃𝑜𝒸𝒽𝑒 𝒹𝑒𝒿𝑒 𝒹𝑒 𝓉𝑒𝓃𝑒𝓇 𝓃𝑜𝓂𝒷𝓇𝑒.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    1
    Estado
    Disponible
    Me gusta
    1
    1 turno 0 maullidos
  • Aún dolía,
    El bar tuvo que cerrar definitivamente cuando se descubrió que el suelo debajo era muy delicado para volver a sostener edificios.
    ¿Su destino? un parque público con locales ambulantes.
    ¿Y ella? ¿y la música? ¿y el bar?
    Nada, forzados a cerrar.
    Había tomado trabajos de todo tipo. Ahora era una reportera que ahora seguía las historias ella sola, yendo de norte a sur en Japón.
    Aún dolía, El bar tuvo que cerrar definitivamente cuando se descubrió que el suelo debajo era muy delicado para volver a sostener edificios. ¿Su destino? un parque público con locales ambulantes. ¿Y ella? ¿y la música? ¿y el bar? Nada, forzados a cerrar. Había tomado trabajos de todo tipo. Ahora era una reportera que ahora seguía las historias ella sola, yendo de norte a sur en Japón.
    Me entristece
    Me encocora
    4
    0 turnos 0 maullidos
  • Ecos del Olvido

    Han pasado dos años desde que Yukine enfrentó al Señor de las Sombras.

    Dos años desde que el mundo tembló, desde que la oscuridad fue contenida… pero no destruida.
    La victoria no trajo paz, sino silencio.

    Yukine, marcado por la batalla, ya no era el mismo.
    Su mirada, antes impulsiva, ahora cargaba con el peso de decisiones que nadie más recordaba.

    El vínculo con su dios se había desvanecido lentamente, como una llama que ya no necesitaba arder.

    Y en ese vacío, comenzó a sentirlo:
    un llamado sin voz,
    una grieta en la realidad,
    un portal que no prometía destino… solo tránsito.

    Apareció una noche sin luna, en medio de un campo que había sido testigo de antiguos juramentos.
    Yukine lo observó sin miedo, pero con una extraña familiaridad.

    Como si el universo le dijera:

    "No has terminado. Solo cambió el escenario."

    Sin saber qué lo esperaba, sin saber si era castigo o redención,
    dio el paso.

    Al atravesarlo, su cuerpo no se desintegró.
    Pero su vínculo con todo lo conocido sí.
    Ya no era Regalia.
    Ya no era sombra de un dios.
    Era algo más, algo que ni él comprendía.

    El nuevo mundo lo recibió sin ceremonia.
    Sin guardianes, sin enemigos, sin respuestas.
    Solo un cielo que cambiaba de color según sus pensamientos.
    Y una tierra que parecía recordar cosas que él aún no había vivido.

    Yukine caminó.
    No por fe, ni por deber.
    Sino porque quedarse quieto era rendirse a la nada.
    Cada paso lo acercaba a fragmentos de sí mismo que no recordaba haber perdido.

    Cada encuentro con los habitantes de ese mundo le revelaba que algo estaba desequilibrado…
    Pero nadie sabía qué.
    Ni cómo.
    Ni por qué él había llegado.

    Ecos del Olvido Han pasado dos años desde que Yukine enfrentó al Señor de las Sombras. Dos años desde que el mundo tembló, desde que la oscuridad fue contenida… pero no destruida. La victoria no trajo paz, sino silencio. Yukine, marcado por la batalla, ya no era el mismo. Su mirada, antes impulsiva, ahora cargaba con el peso de decisiones que nadie más recordaba. El vínculo con su dios se había desvanecido lentamente, como una llama que ya no necesitaba arder. Y en ese vacío, comenzó a sentirlo: un llamado sin voz, una grieta en la realidad, un portal que no prometía destino… solo tránsito. Apareció una noche sin luna, en medio de un campo que había sido testigo de antiguos juramentos. Yukine lo observó sin miedo, pero con una extraña familiaridad. Como si el universo le dijera: "No has terminado. Solo cambió el escenario." Sin saber qué lo esperaba, sin saber si era castigo o redención, dio el paso. Al atravesarlo, su cuerpo no se desintegró. Pero su vínculo con todo lo conocido sí. Ya no era Regalia. Ya no era sombra de un dios. Era algo más, algo que ni él comprendía. El nuevo mundo lo recibió sin ceremonia. Sin guardianes, sin enemigos, sin respuestas. Solo un cielo que cambiaba de color según sus pensamientos. Y una tierra que parecía recordar cosas que él aún no había vivido. Yukine caminó. No por fe, ni por deber. Sino porque quedarse quieto era rendirse a la nada. Cada paso lo acercaba a fragmentos de sí mismo que no recordaba haber perdido. Cada encuentro con los habitantes de ese mundo le revelaba que algo estaba desequilibrado… Pero nadie sabía qué. Ni cómo. Ni por qué él había llegado.
    Me gusta
    Me shockea
    3
    2 turnos 0 maullidos
  • Cada paso es seguro, cuyo destino fijo es el éxito. No hay lugar para el fracaso o medios tiempos. O ganamos, o ganamos.
    Cada paso es seguro, cuyo destino fijo es el éxito. No hay lugar para el fracaso o medios tiempos. O ganamos, o ganamos.
    Me gusta
    Me endiabla
    Me shockea
    3
    0 turnos 0 maullidos
  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
    Esto se ha publicado como Out Of Character.
    Tenlo en cuenta al responder.
    Tsukumo Sana Espacio Aikaterine Ouro

    (Resumen muy resumen. Hay mucho polítiqueo lunar por en medio. MUCHO. Facciones, rebeldes, fanáticos debotos, todos buenos y todos malos.)

    Paradoja del Caos y la Luna

    1. La Unión Prohibida

    Oz, el Rey del Caos, y Selin, Custodio lunar, se encuentran en un instante que trasciende los planos del tiempo. De su unión nace Jennifer, la primogénita del caos y la luna, encarnación viviente de la paradoja: luz y oscuridad, orden y destrucción.

    Los Elunai corruptos, supervivientes de la guerra civil que atrajo a Oz, temen la unión y el linaje que Selin lleva en su vientre, pues podría romper los equilibrios que creen controlar.


    ---

    2. La Caída de Selin y el Fragmento del Alma

    Selin es atacada mientras está embarazada de su segunda hija:

    Antes de morir, lanza un conjuro para proteger a su hija y preservar su propia esencia.

    Su alma se ancla a la Luna, fusionándose con ella y convirtiéndose en guardiana eterna.

    El fragmento del alma del bebé no nato que llevaba dentro queda expuesto.


    Es entonces cuando Shobu, espíritu del Sol, y Xinia, espíritu de la Luna, antiguos amantes que crearon los eclipses para unirse, aparecen:

    Ambos sacrifican sus existencias para sostener el fragmento del alma de Veythra hasta que pueda nacer y puedan unirse por finlis amantes prohibidos.

    Mantienen ese fragmento flotando entre luz y sombra, entre Sol y Luna, hasta que el destino de Jennifer y su descendencia se cumpla.



    ---

    3. El Legado y la Creación de Veythra

    Decenas de miles de años después:

    Jennifer tiene a su hija Lili durante la Luna llena de Esturión, la más brillante del año, coincidiendo con la lluvia de Perseidas.

    En ese instante, los espíritus de Shobu y Xinia finalmente se funden con el fragmento del alma del bebé no nato de Selin.

    Esa unión da forma a Veythra, quien nace dentro del alma de Lili como espada viviente y guardiana de la herencia lunar y caótica.


    De esta manera, Veythra es simultáneamente fragmento de Selin, sostenida por Shobu y Xinia, y espejo del poder que Lili heredará de su madre Jennifer (hermana de Veythra por consanguinidad).


    ---

    4. Consecuencias en el Tiempo

    Jennifer crece rápida y poderosa, portando el caos de Oz y la luz de Selin, hasta que sella a Oz en el Jardín Prohibido a causa de la locura que lo invade tras la muerte de Selin, aniquilando toda vida y arrasando a todos los Elunai con el ejército del Caos.

    Veythra, aunque ligada a Lili, contiene la memoria de Selin y la protección de los antiguos espíritus, lista para despertar cuando su portadora lo necesite.

    La paradoja completa: Selin muere, Shobu y Xinia sostienen la esencia, Jennifer asegura la supervivencia del linaje, y Lili finalmente recibe la herencia de toda la cadena lunar y caótica, con Veythra como vínculo vivo.

    Siguiente rol:
    https://ficrol.com/posts/310537
    [blaze_titanium_scorpion_916] [Mercenary1x] (Resumen muy resumen. Hay mucho polítiqueo lunar por en medio. MUCHO. Facciones, rebeldes, fanáticos debotos, todos buenos y todos malos.) Paradoja del Caos y la Luna 1. La Unión Prohibida Oz, el Rey del Caos, y Selin, Custodio lunar, se encuentran en un instante que trasciende los planos del tiempo. De su unión nace Jennifer, la primogénita del caos y la luna, encarnación viviente de la paradoja: luz y oscuridad, orden y destrucción. Los Elunai corruptos, supervivientes de la guerra civil que atrajo a Oz, temen la unión y el linaje que Selin lleva en su vientre, pues podría romper los equilibrios que creen controlar. --- 2. La Caída de Selin y el Fragmento del Alma Selin es atacada mientras está embarazada de su segunda hija: Antes de morir, lanza un conjuro para proteger a su hija y preservar su propia esencia. Su alma se ancla a la Luna, fusionándose con ella y convirtiéndose en guardiana eterna. El fragmento del alma del bebé no nato que llevaba dentro queda expuesto. Es entonces cuando Shobu, espíritu del Sol, y Xinia, espíritu de la Luna, antiguos amantes que crearon los eclipses para unirse, aparecen: Ambos sacrifican sus existencias para sostener el fragmento del alma de Veythra hasta que pueda nacer y puedan unirse por finlis amantes prohibidos. Mantienen ese fragmento flotando entre luz y sombra, entre Sol y Luna, hasta que el destino de Jennifer y su descendencia se cumpla. --- 3. El Legado y la Creación de Veythra Decenas de miles de años después: Jennifer tiene a su hija Lili durante la Luna llena de Esturión, la más brillante del año, coincidiendo con la lluvia de Perseidas. En ese instante, los espíritus de Shobu y Xinia finalmente se funden con el fragmento del alma del bebé no nato de Selin. Esa unión da forma a Veythra, quien nace dentro del alma de Lili como espada viviente y guardiana de la herencia lunar y caótica. De esta manera, Veythra es simultáneamente fragmento de Selin, sostenida por Shobu y Xinia, y espejo del poder que Lili heredará de su madre Jennifer (hermana de Veythra por consanguinidad). --- 4. Consecuencias en el Tiempo Jennifer crece rápida y poderosa, portando el caos de Oz y la luz de Selin, hasta que sella a Oz en el Jardín Prohibido a causa de la locura que lo invade tras la muerte de Selin, aniquilando toda vida y arrasando a todos los Elunai con el ejército del Caos. Veythra, aunque ligada a Lili, contiene la memoria de Selin y la protección de los antiguos espíritus, lista para despertar cuando su portadora lo necesite. La paradoja completa: Selin muere, Shobu y Xinia sostienen la esencia, Jennifer asegura la supervivencia del linaje, y Lili finalmente recibe la herencia de toda la cadena lunar y caótica, con Veythra como vínculo vivo. Siguiente rol: https://ficrol.com/posts/310537
    Me gusta
    5
    0 comentarios 0 compartidos
  • El agua apenas se mueve.
    La penumbra se curva a su alrededor, obediente, como si el aire mismo temiera perturbarlo.

    Apoya un brazo en el borde del estanque. La piel, pálida bajo la luz azul, deja ver las líneas que alguna vez fueron alas; ahora parecen cicatrices dibujadas por un dios que se arrepintió a medio trazo.

    Exhala el humo del cigarrillo que sostiene entre los dedos. No hay prisa en su gesto. Ni siquiera hay intención. El humo asciende despacio, se disuelve, y en ese instante, el mundo parece recordar lo que significa desaparecer.

    No necesita moverse.
    No necesita hablar.
    Las cosas simplemente se acomodan a su alrededor, como si cada átomo supiera que ha encontrado su lugar final.

    Su mirada, gris y profunda, se dirige hacia la puerta abierta. Una brisa entra, trayendo consigo un sonido leve: pasos.
    Vivos.

    No sonríe.
    Pero algo, muy en el fondo, parece despertar.
    Una sombra de curiosidad.
    Un susurro que apenas podría llamarse emoción.

    —Entrá —dice con voz fuerte pero serena.
    No hay amenaza. No hay promesa. Solo una verdad que cae con el peso del destino.

    Y el silencio vuelve a extenderse, expectante, esperando que alguien tenga el valor de cruzar el umbral.
    El agua apenas se mueve. La penumbra se curva a su alrededor, obediente, como si el aire mismo temiera perturbarlo. Apoya un brazo en el borde del estanque. La piel, pálida bajo la luz azul, deja ver las líneas que alguna vez fueron alas; ahora parecen cicatrices dibujadas por un dios que se arrepintió a medio trazo. Exhala el humo del cigarrillo que sostiene entre los dedos. No hay prisa en su gesto. Ni siquiera hay intención. El humo asciende despacio, se disuelve, y en ese instante, el mundo parece recordar lo que significa desaparecer. No necesita moverse. No necesita hablar. Las cosas simplemente se acomodan a su alrededor, como si cada átomo supiera que ha encontrado su lugar final. Su mirada, gris y profunda, se dirige hacia la puerta abierta. Una brisa entra, trayendo consigo un sonido leve: pasos. Vivos. No sonríe. Pero algo, muy en el fondo, parece despertar. Una sombra de curiosidad. Un susurro que apenas podría llamarse emoción. —Entrá —dice con voz fuerte pero serena. No hay amenaza. No hay promesa. Solo una verdad que cae con el peso del destino. Y el silencio vuelve a extenderse, expectante, esperando que alguien tenga el valor de cruzar el umbral.
    Me encocora
    Me gusta
    Me shockea
    6
    1 turno 0 maullidos
  • Sí, esta es mi cara al escuchar cómo los humanos intentan explicarme lo que soñaron. Acuden a mí para contarme cómo un pato gigante les ofrecía un empleo o cómo perdían un examen que ya aprobaron hace muchos años.

    Yo, debo asentir con solemnidad mientras me narran: “Y luego estaba mi abuela, pero con el cuerpo de Shakira”.

    A veces me pregunto si la humanidad entiende que los sueños no siempre son mensajes divinos… a veces son solo el resultado de cenar demasiado tarde o de ver tres temporadas seguidas de una serie absurda.

    Pero bueno, no importa. Nada me divierte más que escuchar cómo intentan interpretar mis obras maestras… como si soñar con sus ex's arrepentidos por ofrecerles migajas fuera una señal del destino.

    Sí, esta es mi cara al escuchar cómo los humanos intentan explicarme lo que soñaron. Acuden a mí para contarme cómo un pato gigante les ofrecía un empleo o cómo perdían un examen que ya aprobaron hace muchos años. Yo, debo asentir con solemnidad mientras me narran: “Y luego estaba mi abuela, pero con el cuerpo de Shakira”. A veces me pregunto si la humanidad entiende que los sueños no siempre son mensajes divinos… a veces son solo el resultado de cenar demasiado tarde o de ver tres temporadas seguidas de una serie absurda. Pero bueno, no importa. Nada me divierte más que escuchar cómo intentan interpretar mis obras maestras… como si soñar con sus ex's arrepentidos por ofrecerles migajas fuera una señal del destino.
    Me gusta
    Me shockea
    3
    0 turnos 0 maullidos
Ver más resultados
Patrocinados