Diario Semanal De Darküs Volkøv.
Nunca me gustó que otros decidieran por mí, pero en este caso fue el padre de Lía quien selló el destino. Ese viejo cabrón me puso un arma invisible en la sien, me entregó a su hija como moneda de cambio y dejó claro que si no cumplía, había una bala de plata esperándome. Y no era solo la mía, también la de ella. Lo que hacía aún más sucio todo este trato.
Él cree que al ponerla conmigo la protege, que nadie mejor que yo para cuidarla, para darle un futuro en un mundo lleno de traiciones y cuchillos en la oscuridad. Lo que no entiende —o quizá sí y no le importa— es que Lía no quiere saber nada de esto, no quiere una vida marcada por la mafia, ni por secretos, ni por amenazas. Ella solo quiere algo que yo jamás tuve, amor verdadero, libre de cadenas. Y ese no estaba en el contrato.
Por eso la traje conmigo, por eso la retuve en la isla. No porque deseara ser su carcelero, sino porque era la única forma de salvarnos a los dos. Quería hacerlo bien, por las buenas, sin necesidad de imponerme. Y se lo dije, no me interesa romperla, me interesa que elija quedarse. Que se comprometa en aquella isla de los dos. Pero ella me devuelve odio y reproches, me recuerda a cada segundo que me ve como el verdugo que le arrebató la libertad molestándolo en cada palabra.
Sé que no es fácil mirarla y no ceder, porque tiene fuego en la mirada y esa rebeldía me provoca más de lo que debería. Ella me reta, me insulta, me desafía, y en cada palabra me demuestra que no será fácil doblegarla. Y aun así, ahí está el problema: no quiero que se doblegue, quiero que me vea y elija, aunque seamos dos piezas de un ajedrez podrido.
El tiempo se acaba y lo sé. Si no acepta, ambos tenemos una bala escrita con nuestros nombres. Y en mi mundo, no hay espacio para finales felices ni cuentos de hadas. Así que le di la opción, dejar que yo la convenza por las buenas, o arrastrarla por la fuerza. Porque lo que Lia no entiende es que su padre puede haberla usado como pieza, pero conmigo… conmigo no hay salida.
Lia Russell
Nunca me gustó que otros decidieran por mí, pero en este caso fue el padre de Lía quien selló el destino. Ese viejo cabrón me puso un arma invisible en la sien, me entregó a su hija como moneda de cambio y dejó claro que si no cumplía, había una bala de plata esperándome. Y no era solo la mía, también la de ella. Lo que hacía aún más sucio todo este trato.
Él cree que al ponerla conmigo la protege, que nadie mejor que yo para cuidarla, para darle un futuro en un mundo lleno de traiciones y cuchillos en la oscuridad. Lo que no entiende —o quizá sí y no le importa— es que Lía no quiere saber nada de esto, no quiere una vida marcada por la mafia, ni por secretos, ni por amenazas. Ella solo quiere algo que yo jamás tuve, amor verdadero, libre de cadenas. Y ese no estaba en el contrato.
Por eso la traje conmigo, por eso la retuve en la isla. No porque deseara ser su carcelero, sino porque era la única forma de salvarnos a los dos. Quería hacerlo bien, por las buenas, sin necesidad de imponerme. Y se lo dije, no me interesa romperla, me interesa que elija quedarse. Que se comprometa en aquella isla de los dos. Pero ella me devuelve odio y reproches, me recuerda a cada segundo que me ve como el verdugo que le arrebató la libertad molestándolo en cada palabra.
Sé que no es fácil mirarla y no ceder, porque tiene fuego en la mirada y esa rebeldía me provoca más de lo que debería. Ella me reta, me insulta, me desafía, y en cada palabra me demuestra que no será fácil doblegarla. Y aun así, ahí está el problema: no quiero que se doblegue, quiero que me vea y elija, aunque seamos dos piezas de un ajedrez podrido.
El tiempo se acaba y lo sé. Si no acepta, ambos tenemos una bala escrita con nuestros nombres. Y en mi mundo, no hay espacio para finales felices ni cuentos de hadas. Así que le di la opción, dejar que yo la convenza por las buenas, o arrastrarla por la fuerza. Porque lo que Lia no entiende es que su padre puede haberla usado como pieza, pero conmigo… conmigo no hay salida.
Lia Russell
Diario Semanal De Darküs Volkøv.
Nunca me gustó que otros decidieran por mí, pero en este caso fue el padre de Lía quien selló el destino. Ese viejo cabrón me puso un arma invisible en la sien, me entregó a su hija como moneda de cambio y dejó claro que si no cumplía, había una bala de plata esperándome. Y no era solo la mía, también la de ella. Lo que hacía aún más sucio todo este trato.
Él cree que al ponerla conmigo la protege, que nadie mejor que yo para cuidarla, para darle un futuro en un mundo lleno de traiciones y cuchillos en la oscuridad. Lo que no entiende —o quizá sí y no le importa— es que Lía no quiere saber nada de esto, no quiere una vida marcada por la mafia, ni por secretos, ni por amenazas. Ella solo quiere algo que yo jamás tuve, amor verdadero, libre de cadenas. Y ese no estaba en el contrato.
Por eso la traje conmigo, por eso la retuve en la isla. No porque deseara ser su carcelero, sino porque era la única forma de salvarnos a los dos. Quería hacerlo bien, por las buenas, sin necesidad de imponerme. Y se lo dije, no me interesa romperla, me interesa que elija quedarse. Que se comprometa en aquella isla de los dos. Pero ella me devuelve odio y reproches, me recuerda a cada segundo que me ve como el verdugo que le arrebató la libertad molestándolo en cada palabra.
Sé que no es fácil mirarla y no ceder, porque tiene fuego en la mirada y esa rebeldía me provoca más de lo que debería. Ella me reta, me insulta, me desafía, y en cada palabra me demuestra que no será fácil doblegarla. Y aun así, ahí está el problema: no quiero que se doblegue, quiero que me vea y elija, aunque seamos dos piezas de un ajedrez podrido.
El tiempo se acaba y lo sé. Si no acepta, ambos tenemos una bala escrita con nuestros nombres. Y en mi mundo, no hay espacio para finales felices ni cuentos de hadas. Así que le di la opción, dejar que yo la convenza por las buenas, o arrastrarla por la fuerza. Porque lo que Lia no entiende es que su padre puede haberla usado como pieza, pero conmigo… conmigo no hay salida.
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