El cansancio pesaba como plomo sobre los frágiles hombros de Carmina, quien dedicaba cada día a mantener en pie el negocio familiar: aquella vieja tienda de conveniencia fundada por su abuelo muchos años atrás. Ahora, ese pequeño local era el sustento de ella y su abuela, el último hilo que las mantenía a flote tras tantas pérdidas.
Esa noche, tras cenar en silencio y tomar un baño caliente, Carmina se dejó caer sobre la cama sin siquiera cambiar la expresión cansada de su rostro. Solo alcanzó a conectar su celular al cargador antes de hundir la cabeza en la almohada. En cuestión de segundos, el sueño comenzó a arrastrarla, aunque ella juraría que seguía despierta… simplemente acostada, inmóvil, con la vista perdida en el techo.
Todo a su alrededor comenzó a tornarse difuso, como si un filtro opaco cubriera la realidad. Una niebla suave, casi imperceptible, envolvía su habitación. “Es el cansancio,” pensó, convencida de que solo estaba en esa frontera extraña entre el sueño y la vigilia.
Entonces lo sintió.
Unos brazos la rodearon por la espalda, envolviéndola en un abrazo cálido, apacible, profundamente familiar. No se asustó. Al contrario, su cuerpo se relajó como si lo hubiera estado esperando desde siempre. De reojo, distinguió una figura masculina tras ella… y supo, sin dudar, que lo conocía.
Él empezó a murmurarle algo al oído, pero las palabras no lograban tomar forma: eran apenas un zumbido suave, como ruido blanco que acariciaba su mente sin dejarse entender.
Carmina quiso girarse, quería verlo con claridad. Confirmar lo que su corazón ya le gritaba: “¿Eres tú?” Pero le era imposible moverse. Su cuerpo permanecía inmóvil, atrapado en esa bruma cálida e inestable. Hasta que, con un esfuerzo desesperado, finalmente logró voltearse.
Por un instante, lo vio.
Ese rostro… tan amado, tan añorado. Él le sonrió, como si todo estuviera bien.
Y entonces desapareció.
Carmina despertó de golpe, sola en su cama. Las luces seguían encendidas. El celular aún cargaba en la mesita de noche. El cuarto estaba exactamente igual que antes, pero el aire se sentía más frío.
Solo había sido un sueño.
Un sueño más.
Tal vez la única manera en que volvería a verlo.
Y su ausencia, una vez más, volvió a doler como una herida que nunca cerró.
El cansancio pesaba como plomo sobre los frágiles hombros de Carmina, quien dedicaba cada día a mantener en pie el negocio familiar: aquella vieja tienda de conveniencia fundada por su abuelo muchos años atrás. Ahora, ese pequeño local era el sustento de ella y su abuela, el último hilo que las mantenía a flote tras tantas pérdidas.
Esa noche, tras cenar en silencio y tomar un baño caliente, Carmina se dejó caer sobre la cama sin siquiera cambiar la expresión cansada de su rostro. Solo alcanzó a conectar su celular al cargador antes de hundir la cabeza en la almohada. En cuestión de segundos, el sueño comenzó a arrastrarla, aunque ella juraría que seguía despierta… simplemente acostada, inmóvil, con la vista perdida en el techo.
Todo a su alrededor comenzó a tornarse difuso, como si un filtro opaco cubriera la realidad. Una niebla suave, casi imperceptible, envolvía su habitación. “Es el cansancio,” pensó, convencida de que solo estaba en esa frontera extraña entre el sueño y la vigilia.
Entonces lo sintió.
Unos brazos la rodearon por la espalda, envolviéndola en un abrazo cálido, apacible, profundamente familiar. No se asustó. Al contrario, su cuerpo se relajó como si lo hubiera estado esperando desde siempre. De reojo, distinguió una figura masculina tras ella… y supo, sin dudar, que lo conocía.
Él empezó a murmurarle algo al oído, pero las palabras no lograban tomar forma: eran apenas un zumbido suave, como ruido blanco que acariciaba su mente sin dejarse entender.
Carmina quiso girarse, quería verlo con claridad. Confirmar lo que su corazón ya le gritaba: “¿Eres tú?” Pero le era imposible moverse. Su cuerpo permanecía inmóvil, atrapado en esa bruma cálida e inestable. Hasta que, con un esfuerzo desesperado, finalmente logró voltearse.
Por un instante, lo vio.
Ese rostro… tan amado, tan añorado. Él le sonrió, como si todo estuviera bien.
Y entonces desapareció.
Carmina despertó de golpe, sola en su cama. Las luces seguían encendidas. El celular aún cargaba en la mesita de noche. El cuarto estaba exactamente igual que antes, pero el aire se sentía más frío.
Solo había sido un sueño.
Un sueño más.
Tal vez la única manera en que volvería a verlo.
Y su ausencia, una vez más, volvió a doler como una herida que nunca cerró.