La sala estaba llena.
Whisky caro, trajes de Armani, cuchillos bajo las mesas.
La típica reunión anual de aliados, viejos favores y silencios compartidos.
Yo estaba de pie junto a la barra. Vestido negro, cabello suelto. Mía estaba al otro lado de la sala, hablando con una de las chicas del sur, ajena, tranquila… guapísima como siempre.
Y sí, ya todos sabían que estaba conmigo.
Pero esta noche, no iba de eso.
Cuando el Don de la familia anfitriona pidió silencio para brindar por el nuevo año de “negocios limpios”, se levantaron las copas.
Yo también lo hice.
Y antes de que se dispersaran otra vez, hablé.
—Solo una cosa más —dije sin subir la voz. No me hizo falta. Bastó con eso para que todos giraran hacia mí.
Esperé un segundo. No por dramatismo. Por control. Medí el silencio.
—Quiero que lo escuchen de mí, de una vez —continué, con la copa en la mano, sin sonreír—. Mía y yo nos casamos. La semana que viene. Aquí, en Italia.
Un parpadeo general. Algún murmullo. Nada de reacciones fuertes.
La mayoría lo veía venir.
Los que no, aprendieron a guardar la lengua.
Alcé la copa hacia donde estaba ella. Mía me miraba. Esa mirada suya que mezcla orgullo y calma.
Le devolví la mirada.
Y añadí solo una frase más, sin adornos.
—Para quien aún lo dude: es la mujer de mi vida. Y quien no la respete… ya sabe lo que eso significa.
Bebí.
Y el resto también.
Sin preguntas.
Sin bromas.
Así se presentan las verdades cuando estás en un mundo donde todo se pone en duda.
Mirándolos a los ojos.
Y dejando claro que ese anillo, ya es sagrado.
Mía Russo
Whisky caro, trajes de Armani, cuchillos bajo las mesas.
La típica reunión anual de aliados, viejos favores y silencios compartidos.
Yo estaba de pie junto a la barra. Vestido negro, cabello suelto. Mía estaba al otro lado de la sala, hablando con una de las chicas del sur, ajena, tranquila… guapísima como siempre.
Y sí, ya todos sabían que estaba conmigo.
Pero esta noche, no iba de eso.
Cuando el Don de la familia anfitriona pidió silencio para brindar por el nuevo año de “negocios limpios”, se levantaron las copas.
Yo también lo hice.
Y antes de que se dispersaran otra vez, hablé.
—Solo una cosa más —dije sin subir la voz. No me hizo falta. Bastó con eso para que todos giraran hacia mí.
Esperé un segundo. No por dramatismo. Por control. Medí el silencio.
—Quiero que lo escuchen de mí, de una vez —continué, con la copa en la mano, sin sonreír—. Mía y yo nos casamos. La semana que viene. Aquí, en Italia.
Un parpadeo general. Algún murmullo. Nada de reacciones fuertes.
La mayoría lo veía venir.
Los que no, aprendieron a guardar la lengua.
Alcé la copa hacia donde estaba ella. Mía me miraba. Esa mirada suya que mezcla orgullo y calma.
Le devolví la mirada.
Y añadí solo una frase más, sin adornos.
—Para quien aún lo dude: es la mujer de mi vida. Y quien no la respete… ya sabe lo que eso significa.
Bebí.
Y el resto también.
Sin preguntas.
Sin bromas.
Así se presentan las verdades cuando estás en un mundo donde todo se pone en duda.
Mirándolos a los ojos.
Y dejando claro que ese anillo, ya es sagrado.
Mía Russo
La sala estaba llena.
Whisky caro, trajes de Armani, cuchillos bajo las mesas.
La típica reunión anual de aliados, viejos favores y silencios compartidos.
Yo estaba de pie junto a la barra. Vestido negro, cabello suelto. Mía estaba al otro lado de la sala, hablando con una de las chicas del sur, ajena, tranquila… guapísima como siempre.
Y sí, ya todos sabían que estaba conmigo.
Pero esta noche, no iba de eso.
Cuando el Don de la familia anfitriona pidió silencio para brindar por el nuevo año de “negocios limpios”, se levantaron las copas.
Yo también lo hice.
Y antes de que se dispersaran otra vez, hablé.
—Solo una cosa más —dije sin subir la voz. No me hizo falta. Bastó con eso para que todos giraran hacia mí.
Esperé un segundo. No por dramatismo. Por control. Medí el silencio.
—Quiero que lo escuchen de mí, de una vez —continué, con la copa en la mano, sin sonreír—. Mía y yo nos casamos. La semana que viene. Aquí, en Italia.
Un parpadeo general. Algún murmullo. Nada de reacciones fuertes.
La mayoría lo veía venir.
Los que no, aprendieron a guardar la lengua.
Alcé la copa hacia donde estaba ella. Mía me miraba. Esa mirada suya que mezcla orgullo y calma.
Le devolví la mirada.
Y añadí solo una frase más, sin adornos.
—Para quien aún lo dude: es la mujer de mi vida. Y quien no la respete… ya sabe lo que eso significa.
Bebí.
Y el resto también.
Sin preguntas.
Sin bromas.
Así se presentan las verdades cuando estás en un mundo donde todo se pone en duda.
Mirándolos a los ojos.
Y dejando claro que ese anillo, ya es sagrado.
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