• La ciudad vibraba bajo un cielo que nunca descansaba: neón, faroles parpadeantes y la constante marea de sonidos humanos llenaban el aire con un ritmo extraño para alguien acostumbrada al silencio eterno de su mansión. Yūrei Veyrith caminaba entre la multitud, pero sus pasos eran apenas un susurro, como si la tierra misma la reconociera y la dejara pasar. Sus ojos plateados recorrían cada detalle: escaparates iluminados, callejones oscuros, los reflejos del asfalto mojado que parecía contener un mundo paralelo en cada charco.

    Un aroma desconocido la detuvo: una mezcla de especias, dulzor y calor que despertó una curiosidad que hacía siglos no sentía. Siguiendo el olor, llegó a un pequeño puesto callejero donde un humano apresurado servía comida. Yūrei se inclinó ligeramente, observando cómo el vapor ascendía en espirales casi mágicas. Sus dedos rozaron la superficie de la mesa, y por un instante, se permitió sonreír ante la simpleza de la vida humana, que para ella era un misterio tan fascinante como cualquier otro plano de existencia.

    De repente, un grito cortó el murmullo de la ciudad: un hombre corría, perseguido por algo que Yūrei percibió antes de que la mayoría pudiera notar. Una sombra amorfa con ojos rojos brillantes se movía entre la multitud, tomando la forma de miedo y confusión. Sus sentidos ancestrales reconocieron la amenaza: un yokai errante, extraviado en el mundo humano, incapaz de contener su hambre por la energía del miedo.

    Sin dudar, Yūrei se movió con la gracia de siglos de experiencia. Su cabello plateado se movió como un halo etéreo, y una luz tenue surgió de sus manos, trazando un patrón de contención en el aire. La sombra se detuvo, y un silencio momentáneo se apoderó de la calle. Sus ojos se fijaron en el yokai, y con un gesto casi ceremonial, lo guió de vuelta a su plano, disolviendo su forma oscura en un resplandor azul. El hombre que había estado huyendo quedó confundido, seguro, creyendo que todo había sido producto de su imaginación.

    Yūrei continuó caminando, como si nada hubiera ocurrido, mezclándose con los transeúntes. Cada calle, cada luz y cada olor eran una lección: la ciudad humana estaba viva, y ella estaba allí para aprender, explorar y, cuando fuera necesario, intervenir desde las sombras. Sus pasos la llevaron a un callejón angosto, donde la oscuridad parecía más densa. Un graffiti brillante en la pared atrajo su atención; no era arte común, sino un símbolo que resonaba con energías sobrenaturales. Sus dedos rozaron la pintura, y por un instante, visiones fugaces de antiguos rituales y secretos olvidados cruzaron su mente.

    La noche avanzaba y Yūrei sabía que cada esquina de la ciudad guardaba secretos que los humanos jamás entenderían. Criaturas errantes, energías perdidas, pequeños milagros ocultos… todo coexistía con la rutina humana, y ella estaba allí para descubrirlo, protegerlo y, quizá, guiarlo. Con cada paso, la madre de lo imposible caminaba entre mundos, recordando que aunque perteneciera a todos y a ninguno, podía encontrar pequeñas certezas en lo cotidiano: un aroma desconocido, un callejón misterioso, un simple acto de bondad humana, y la satisfacción silenciosa de mantener el equilibrio entre lo visible y lo invisible.
    La ciudad vibraba bajo un cielo que nunca descansaba: neón, faroles parpadeantes y la constante marea de sonidos humanos llenaban el aire con un ritmo extraño para alguien acostumbrada al silencio eterno de su mansión. Yūrei Veyrith caminaba entre la multitud, pero sus pasos eran apenas un susurro, como si la tierra misma la reconociera y la dejara pasar. Sus ojos plateados recorrían cada detalle: escaparates iluminados, callejones oscuros, los reflejos del asfalto mojado que parecía contener un mundo paralelo en cada charco. Un aroma desconocido la detuvo: una mezcla de especias, dulzor y calor que despertó una curiosidad que hacía siglos no sentía. Siguiendo el olor, llegó a un pequeño puesto callejero donde un humano apresurado servía comida. Yūrei se inclinó ligeramente, observando cómo el vapor ascendía en espirales casi mágicas. Sus dedos rozaron la superficie de la mesa, y por un instante, se permitió sonreír ante la simpleza de la vida humana, que para ella era un misterio tan fascinante como cualquier otro plano de existencia. De repente, un grito cortó el murmullo de la ciudad: un hombre corría, perseguido por algo que Yūrei percibió antes de que la mayoría pudiera notar. Una sombra amorfa con ojos rojos brillantes se movía entre la multitud, tomando la forma de miedo y confusión. Sus sentidos ancestrales reconocieron la amenaza: un yokai errante, extraviado en el mundo humano, incapaz de contener su hambre por la energía del miedo. Sin dudar, Yūrei se movió con la gracia de siglos de experiencia. Su cabello plateado se movió como un halo etéreo, y una luz tenue surgió de sus manos, trazando un patrón de contención en el aire. La sombra se detuvo, y un silencio momentáneo se apoderó de la calle. Sus ojos se fijaron en el yokai, y con un gesto casi ceremonial, lo guió de vuelta a su plano, disolviendo su forma oscura en un resplandor azul. El hombre que había estado huyendo quedó confundido, seguro, creyendo que todo había sido producto de su imaginación. Yūrei continuó caminando, como si nada hubiera ocurrido, mezclándose con los transeúntes. Cada calle, cada luz y cada olor eran una lección: la ciudad humana estaba viva, y ella estaba allí para aprender, explorar y, cuando fuera necesario, intervenir desde las sombras. Sus pasos la llevaron a un callejón angosto, donde la oscuridad parecía más densa. Un graffiti brillante en la pared atrajo su atención; no era arte común, sino un símbolo que resonaba con energías sobrenaturales. Sus dedos rozaron la pintura, y por un instante, visiones fugaces de antiguos rituales y secretos olvidados cruzaron su mente. La noche avanzaba y Yūrei sabía que cada esquina de la ciudad guardaba secretos que los humanos jamás entenderían. Criaturas errantes, energías perdidas, pequeños milagros ocultos… todo coexistía con la rutina humana, y ella estaba allí para descubrirlo, protegerlo y, quizá, guiarlo. Con cada paso, la madre de lo imposible caminaba entre mundos, recordando que aunque perteneciera a todos y a ninguno, podía encontrar pequeñas certezas en lo cotidiano: un aroma desconocido, un callejón misterioso, un simple acto de bondad humana, y la satisfacción silenciosa de mantener el equilibrio entre lo visible y lo invisible.
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  • La noche caía sobre la mansión de Yūrei, y las sombras se alargaban por los pasillos como si quisieran susurrarle secretos olvidados. Sentada frente a un antiguo escritorio de madera, sus dedos rozaban con delicadeza un pergamino amarillento, repasando los nombres y rostros de aquellos que, hace años, intentaron arrebatarle lo más sagrado que poseía: sus hijos.

    Nunca había buscado venganza, ni siquiera justicia en el sentido humano. Aquellos padres que alguna vez caminaron cerca de sus hijos pensaron que podrían manipularlos, controlarlos, o incluso destruirlos. No entendían que en Yūrei convergían fuerzas que ningún mortal podía comprender: demoníacas, celestiales, yokai y espirituales. Y cuando intentaron actuar… desaparecieron. No fue un castigo sádico, sino un acto de protección, silencioso y definitivo. Los ecos de su desaparición nunca alcanzaron la tierra humana; eran secretos que ella guardaba con el mismo cuidado con el que cuidaba los latidos de sus hijos.

    Su mirada se perdió en la ventana, donde la luz de la luna iluminaba los jardines congelados en el tiempo. Cada estrella parecía recordarle la eternidad de su existencia, y el precio que había pagado por permitir que sus hijos vivieran sin cargar con su peso completo. La furia contenida en su ser podía ser devastadora, pero siempre la contuvo, siempre la canalizó para proteger sin mostrarlo.

    —Nunca entenderán… —susurró, la voz apenas un eco en la sala—. Pero ellos… ellos viven. Y eso basta.

    El silencio de la mansión parecía responderle con complicidad. Sus hijos, lejos, seguramente dormían, ajenos a la tormenta que Yūrei había contenido por ellos desde las sombras. Y aun así, no sentía culpa, sino la certeza serena de que lo imposible podía ser protegido si uno estaba dispuesto a pagar el precio.

    Y en ese instante, la madre de lo imposible volvió a cerrar los ojos, dejando que la eternidad de su existencia se entrelazara con la seguridad silenciosa de quienes más amaba.
    La noche caía sobre la mansión de Yūrei, y las sombras se alargaban por los pasillos como si quisieran susurrarle secretos olvidados. Sentada frente a un antiguo escritorio de madera, sus dedos rozaban con delicadeza un pergamino amarillento, repasando los nombres y rostros de aquellos que, hace años, intentaron arrebatarle lo más sagrado que poseía: sus hijos. Nunca había buscado venganza, ni siquiera justicia en el sentido humano. Aquellos padres que alguna vez caminaron cerca de sus hijos pensaron que podrían manipularlos, controlarlos, o incluso destruirlos. No entendían que en Yūrei convergían fuerzas que ningún mortal podía comprender: demoníacas, celestiales, yokai y espirituales. Y cuando intentaron actuar… desaparecieron. No fue un castigo sádico, sino un acto de protección, silencioso y definitivo. Los ecos de su desaparición nunca alcanzaron la tierra humana; eran secretos que ella guardaba con el mismo cuidado con el que cuidaba los latidos de sus hijos. Su mirada se perdió en la ventana, donde la luz de la luna iluminaba los jardines congelados en el tiempo. Cada estrella parecía recordarle la eternidad de su existencia, y el precio que había pagado por permitir que sus hijos vivieran sin cargar con su peso completo. La furia contenida en su ser podía ser devastadora, pero siempre la contuvo, siempre la canalizó para proteger sin mostrarlo. —Nunca entenderán… —susurró, la voz apenas un eco en la sala—. Pero ellos… ellos viven. Y eso basta. El silencio de la mansión parecía responderle con complicidad. Sus hijos, lejos, seguramente dormían, ajenos a la tormenta que Yūrei había contenido por ellos desde las sombras. Y aun así, no sentía culpa, sino la certeza serena de que lo imposible podía ser protegido si uno estaba dispuesto a pagar el precio. Y en ese instante, la madre de lo imposible volvió a cerrar los ojos, dejando que la eternidad de su existencia se entrelazara con la seguridad silenciosa de quienes más amaba.
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    /mezclare off y on, si te parece raro o mal puedes ignorarlo.

    Acabo de ver la luna de sangre reflejada en el mar, he podido ver el fulgor de la batalla contra el Yokai en ella. Pero cuando el rojo ha alcanzado su máxima intensidad en el mar, lo único que he visto en ella son tus labios carmesí. Labios que no són míos y que con orgullo puedo compartir. Porque Ryu... Ni es mia, ni de nadie. Es el viento que fluye libremente a través de nuestras almas. Y así, libre te amo. Así, libre te quiero.


    Libre te quiero, Ryu リュウ・イシュタル Ishtar

    Libre como alma lasciva,
    que brinca de corazón en corazón,
    pero no mía.

    Blanca como la luna llena,
    que me da poder y vida,
    pero no mía.

    Grande como el poder oculto
    que tu pecho guarda en sombras y fuego,
    pero no mía.

    No mía, ni de Sasha Ishtar,
    ni de nadie,
    ni tuya siquiera.

    Eres llama que no se encadena,
    marea que no se atrapa en las manos.
    Y aun así,
    cuando tu risa se posa en mí,
    siento que la eternidad me pertenece un instante. No es mía y sin embargo... Te quiero 🩷
    /mezclare off y on, si te parece raro o mal puedes ignorarlo. Acabo de ver la luna de sangre reflejada en el mar, he podido ver el fulgor de la batalla contra el Yokai en ella. Pero cuando el rojo ha alcanzado su máxima intensidad en el mar, lo único que he visto en ella son tus labios carmesí. Labios que no són míos y que con orgullo puedo compartir. Porque Ryu... Ni es mia, ni de nadie. Es el viento que fluye libremente a través de nuestras almas. Y así, libre te amo. Así, libre te quiero. Libre te quiero, [Ryu] Libre como alma lasciva, que brinca de corazón en corazón, pero no mía. Blanca como la luna llena, que me da poder y vida, pero no mía. Grande como el poder oculto que tu pecho guarda en sombras y fuego, pero no mía. No mía, ni de Sasha Ishtar, ni de nadie, ni tuya siquiera. Eres llama que no se encadena, marea que no se atrapa en las manos. Y aun así, cuando tu risa se posa en mí, siento que la eternidad me pertenece un instante. No es mía y sin embargo... Te quiero 🩷
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  • Shein Williams Ishtar

    El sueño roto - La luna de sangre

    «Escucha, pequeña Umbrélun…
    Soy la voz que siempre te ha susurrado desde la penumbra de tus sueños.
    Mi verdadero nombre es impronunciable en tu lengua, tejido en rugidos y ecos que nacen del corazón de las estrellas muertas.
    Pero tu madre, Jennifer, siempre me llamó Arc. Y para ti… seguiré siendo Arc.»



    La luna tiembla esta noche, un murmullo rojo se desliza sobre su piel.
    No es el resplandor de una simple luna llena, sino el pulso de una herida antigua que arde, reclamando su deuda.
    Siento su vibración atravesar tu sangre, y contigo yo despierto, arrastrando tu carne hacia la forma de semi-dragona lunar, tu verdadera herencia.

    > «Mira bien, Lili.
    Lo que percibes no es un simple cambio de luz.
    La luna ha abierto un umbral.
    Y a través de él… yo escucho los gritos.»



    Allí está Yuna, la promesa de Yue, enredada en un sueño tejido por Elune.
    Una pesadilla tan profunda que sus ojos no pueden abrirse, y su alma queda atrapada como presa en telarañas de plata.
    El hilo que os une late y se contrae, como si estuviera a punto de quebrarse.

    Y en ese latido surge la perturbación.
    Una sombra se condensa en los márgenes de la luna sangrante.
    No es caos, ni espíritu, ni bestia terrenal.
    Es algo más antiguo: un Yokai.
    Un reflejo monstruoso, nacido del deseo y del miedo, atraído por la fractura en Yuna y el descontrol de Akane.

    > «Akane… sangre de tu sangre y fuego.
    Ella, en su propia lucha, ha dejado escapar a la fiera interior.
    Se ha vestido con la máscara del Yokai.
    Y ahora las otras criaturas, sedientas de poder, la han olido.
    Vendrán a devorarla, a devoraros.
    A arrancar de raíz lo que Elune y Yue prometieron guardar.»



    Lili, la noche se abre como un velo desgarrado.
    La luna te ha prestado su poder, y yo —Arc, tu sombra de escamas— te guiaré.
    Porque lo que se avecina no es un simple enfrentamiento.
    Es el inicio de la danza entre la promesa y el abismo.

    Akane Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar
    [fusion_pearl_giraffe_296] El sueño roto - La luna de sangre «Escucha, pequeña Umbrélun… Soy la voz que siempre te ha susurrado desde la penumbra de tus sueños. Mi verdadero nombre es impronunciable en tu lengua, tejido en rugidos y ecos que nacen del corazón de las estrellas muertas. Pero tu madre, Jennifer, siempre me llamó Arc. Y para ti… seguiré siendo Arc.» La luna tiembla esta noche, un murmullo rojo se desliza sobre su piel. No es el resplandor de una simple luna llena, sino el pulso de una herida antigua que arde, reclamando su deuda. Siento su vibración atravesar tu sangre, y contigo yo despierto, arrastrando tu carne hacia la forma de semi-dragona lunar, tu verdadera herencia. > «Mira bien, Lili. Lo que percibes no es un simple cambio de luz. La luna ha abierto un umbral. Y a través de él… yo escucho los gritos.» Allí está Yuna, la promesa de Yue, enredada en un sueño tejido por Elune. Una pesadilla tan profunda que sus ojos no pueden abrirse, y su alma queda atrapada como presa en telarañas de plata. El hilo que os une late y se contrae, como si estuviera a punto de quebrarse. Y en ese latido surge la perturbación. Una sombra se condensa en los márgenes de la luna sangrante. No es caos, ni espíritu, ni bestia terrenal. Es algo más antiguo: un Yokai. Un reflejo monstruoso, nacido del deseo y del miedo, atraído por la fractura en Yuna y el descontrol de Akane. > «Akane… sangre de tu sangre y fuego. Ella, en su propia lucha, ha dejado escapar a la fiera interior. Se ha vestido con la máscara del Yokai. Y ahora las otras criaturas, sedientas de poder, la han olido. Vendrán a devorarla, a devoraros. A arrancar de raíz lo que Elune y Yue prometieron guardar.» Lili, la noche se abre como un velo desgarrado. La luna te ha prestado su poder, y yo —Arc, tu sombra de escamas— te guiaré. Porque lo que se avecina no es un simple enfrentamiento. Es el inicio de la danza entre la promesa y el abismo. [akane_qi]
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  • Inari

    No todos los compañeros son simples animales. Algunos son guardianes de secretos, reflejos del poder y extensión del alma de su dueño. Inari es uno de esos casos: un zorro etéreo que comparte la sangre sobrenatural de Razhiel Noah Veiryth, y a la vez, es su confidente más fiel.

    De pelaje rojizo oscuro que parece cambiar según la luz, con colas etéreas que se ondulan como llamas vivas, Inari es mucho más que un simple zorro. Sus ojos, brillando con tonos ámbar y carmesí, reflejan emociones y magia; se iluminan con alegría, se oscurecen con alerta y se tornan plateados cuando algo sobrenatural acecha cerca. Cada movimiento suyo es grácil y silencioso, pero cargado de poder y misterio.

    Inari puede fusionarse temporalmente con Razhiel, potenciando sus habilidades, detectando presencias ocultas y protegiéndolo de amenazas invisibles. No necesita palabras, pero su mirada y sus gestos comunican más que cualquier conversación. Es astuto, juguetón y ferozmente leal, capaz de un cariño sorprendente pero también de una defensa implacable ante quien ose amenazar a Razhiel o su territorio.

    Aunque su forma principal es la de un zorro, Inari puede moverse entre planos, aparecer y desaparecer a voluntad, y sus colas etéreas a veces se transforman en destellos de fuego que iluminan la oscuridad sin quemar. Este compañero no solo refleja la dualidad yokai-demonio de Razhiel, sino que también le recuerda que incluso en su fuego más intenso, siempre hay un aliado que comparte su carga y protege lo que más ama.
    Inari No todos los compañeros son simples animales. Algunos son guardianes de secretos, reflejos del poder y extensión del alma de su dueño. Inari es uno de esos casos: un zorro etéreo que comparte la sangre sobrenatural de Razhiel Noah Veiryth, y a la vez, es su confidente más fiel. De pelaje rojizo oscuro que parece cambiar según la luz, con colas etéreas que se ondulan como llamas vivas, Inari es mucho más que un simple zorro. Sus ojos, brillando con tonos ámbar y carmesí, reflejan emociones y magia; se iluminan con alegría, se oscurecen con alerta y se tornan plateados cuando algo sobrenatural acecha cerca. Cada movimiento suyo es grácil y silencioso, pero cargado de poder y misterio. Inari puede fusionarse temporalmente con Razhiel, potenciando sus habilidades, detectando presencias ocultas y protegiéndolo de amenazas invisibles. No necesita palabras, pero su mirada y sus gestos comunican más que cualquier conversación. Es astuto, juguetón y ferozmente leal, capaz de un cariño sorprendente pero también de una defensa implacable ante quien ose amenazar a Razhiel o su territorio. Aunque su forma principal es la de un zorro, Inari puede moverse entre planos, aparecer y desaparecer a voluntad, y sus colas etéreas a veces se transforman en destellos de fuego que iluminan la oscuridad sin quemar. Este compañero no solo refleja la dualidad yokai-demonio de Razhiel, sino que también le recuerda que incluso en su fuego más intenso, siempre hay un aliado que comparte su carga y protege lo que más ama.
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  • Recuerdos de un zorro

    Kuragari: La oscuridad creciente (Parte 1)

    //Estas son crónicas del pasado de Kazuo. Ocurrieron alrededor de mil años atrás.//

    “No quiero herir con lo que siento. No quiero herirme con lo que muestro.”



    No siempre hubo luz en aquellos ojos de un azul tan puro y etéreo.
    Hubo un tiempo en el que su brillo fue devorado por su propia alma.

    “Demasiado dolor para una sola alma que calla.
    Araña las paredes de mi mente. Me siento exhausto.”


    No lo vio venir. Su cuerpo se había convertido en un recipiente lleno de odio, amargura, tristeza… y un deseo de venganza insaciable.
    Los hombres le habían causado demasiado dolor. Nada bueno le fue concedido por ellos. Y su madre, su diosa, en aquel entonces parecía mirar hacia otro lado.
    “Una forma retorcida de castigarme por aquello que pienso y callo”, pensó.

    Aquella vorágine de sentimientos comenzó a tomar forma. Era como si su alma se hubiera dividido en dos.
    Por un lado, la bondad y la pureza que luchaban por no ser consumidas.
    Por el otro… Él.

    Lucía como Kazuo, pero al mismo tiempo era algo completamente distinto.
    Su cuerpo era más delgado, con las mejillas hundidas, como si algo le devorase por dentro. Su belleza estaba distorsionada, como una burda copia mal interpretada.
    Su piel, tan blanca, dejaba ver unas venas del color de la noche, que serpenteaban bajo la superficie. Y sus ojos… negros; Tan oscuros que parecía que se habían tragado todo atisbo de luz; unos ojos capaces de arrebatarte lo poco que te quedase de cordura.

    Todo lo malo y oscuro que Kazuo albergaba en su corazón había tomado forma hecha carne.
    Sus miedos.
    Su ira.
    Sus deseos más viscerales.
    Su sed de sangre.

    Kuragari. El anochecer que no se va.

    Le susurraba al oído cada noche, llenando su mente de tanta maldad que habría preferido estar muerto.
    Manipulaba sus pensamientos, convenciéndolo de buscar placer en el dolor ajeno, en el sufrimiento de aquellos que tanto daño le habían hecho.
    Lo seducía con caricias envueltas en un fingido cariño, con promesas de amor y una paz que jamás llegaría.

    Kuragari había tomado su propia forma, construyendo una especie de alma nacida del miedo y el silencio del noble zorro.
    Todo lo que Kazuo había callado y encerrado en lo más profundo de su ser, había despertado con voz propia.

    -Nadie te ama. Solo yo te entiendo, mi Kazuo.Déjame enseñarte lo que es ser amado.- Le decía Kuragari en las noches más frías y solitarias.

    Se pegaba a su espalda, con su pecho desnudo, helado y sin vida.
    Sus manos, huesudas, acariciaban su torso, haciendo estremecer al kitsune, haciéndole creer, aunque fuera por un instante, que podía ser amado.

    Cada palabra era pronunciada en un ronroneo pegado a su oído, provocando un escalofrío que le recorría la columna.
    Su lengua bífida deslizándose por el lateral de su cuello hasta alcanzar el lóbulo de su oreja, que mordía con suavidad, de forma seductora, en un intento desesperado por arrastrarlo a una oscuridad sin fin.

    Kazuo suspiraba, dejándose llevar por breves momentos por aquel placer tan fácil… tan inmediato… que casi lograba convencerlo de rendirse.

    -Déjame…- Decía el zorro de forma entrecortada.

    -No te puedo dejar, al igual que tú no puedes dejarme a mí. Soy parte de tu todo, sin mi solo eres alguien incompleto.- Decía mientras una de sus manos se colaba desde su espalda hasta el vientre del zorro.

    Kuragari pasaba sus dedos por todo el abdomen de Yōkai, dejando que sus largas uñas dejasen un recorrido de marcas rojizas. A Kazuo le costaba respirar, como si su simple toque provocase que el aire escapase de sus pulmones.

    No era amor, ni nada que se le pareciera. Era un deseo vacío, uno que Kuragari intentaba despertar. Su mano descendió aún más, llegando a su bajo vientre, hasta quedar a escasos sentimientos de la virilidad del zorro.

    Fue entonces que Kazuo reaccionó. Se volteó, llevando su mano en puño hacia atrás, creando un arco para asestar un golpe certero. En ese momento Kuragari se volvió humo, desapareciendo, dejando una risa maliciosa suspendida en el aire.

    Los rayos del sol comenzaron a filtrarse a través de la ventana de una choza abandonada, que estaba usando como refugio provisional. Estos anunciaban el fin de la oscuridad. Al menos, hasta que la noche volviera a caer, Kuragari se mantendría lejos.

    En aquel entonces, Kazuo era aún joven.
    Apenas había cumplido los doscientos años.
    Un yōkai inexperto.
    Un zorro marcado por un siglo de amargura inconsolable.

    La muerte de quienes había considerado su familia lo dejó anclado en un ciclo perpetuo de tristeza y deseo de venganza.

    Y así nació Kuragari:

    Un ente vengativo y lleno de dolor.
    Una sombra con voz, intentando arrastrar a su creador al mismo abismo del que surgió.

    Pero Kazuo fue más fuerte;
    Recordó la bondad de sus padres, la inocencia de sus hermanos, y el amor verdadero.Un amor que Kuragari no podía ofrecer de forma genuina.

    Entonces comprendió que ese ser nacido de su sufrimiento debía ser detenido.Pero destruirlo no era una opción.Compartían alma.Y si Kuragari era destruido, parte del alma de Kazuo moriría con él, dejándolo incompleto. Una criatura fragmentada vagando por la tierra.

    Lo único que podía hacer con el poder que tenía entonces fue sellarlo.

    “Para siempre.”

    O al menos… eso pensó.






    Recuerdos de un zorro Kuragari: La oscuridad creciente (Parte 1) //Estas son crónicas del pasado de Kazuo. Ocurrieron alrededor de mil años atrás.// “No quiero herir con lo que siento. No quiero herirme con lo que muestro.” No siempre hubo luz en aquellos ojos de un azul tan puro y etéreo. Hubo un tiempo en el que su brillo fue devorado por su propia alma. “Demasiado dolor para una sola alma que calla. Araña las paredes de mi mente. Me siento exhausto.” No lo vio venir. Su cuerpo se había convertido en un recipiente lleno de odio, amargura, tristeza… y un deseo de venganza insaciable. Los hombres le habían causado demasiado dolor. Nada bueno le fue concedido por ellos. Y su madre, su diosa, en aquel entonces parecía mirar hacia otro lado. “Una forma retorcida de castigarme por aquello que pienso y callo”, pensó. Aquella vorágine de sentimientos comenzó a tomar forma. Era como si su alma se hubiera dividido en dos. Por un lado, la bondad y la pureza que luchaban por no ser consumidas. Por el otro… Él. Lucía como Kazuo, pero al mismo tiempo era algo completamente distinto. Su cuerpo era más delgado, con las mejillas hundidas, como si algo le devorase por dentro. Su belleza estaba distorsionada, como una burda copia mal interpretada. Su piel, tan blanca, dejaba ver unas venas del color de la noche, que serpenteaban bajo la superficie. Y sus ojos… negros; Tan oscuros que parecía que se habían tragado todo atisbo de luz; unos ojos capaces de arrebatarte lo poco que te quedase de cordura. Todo lo malo y oscuro que Kazuo albergaba en su corazón había tomado forma hecha carne. Sus miedos. Su ira. Sus deseos más viscerales. Su sed de sangre. Kuragari. El anochecer que no se va. Le susurraba al oído cada noche, llenando su mente de tanta maldad que habría preferido estar muerto. Manipulaba sus pensamientos, convenciéndolo de buscar placer en el dolor ajeno, en el sufrimiento de aquellos que tanto daño le habían hecho. Lo seducía con caricias envueltas en un fingido cariño, con promesas de amor y una paz que jamás llegaría. Kuragari había tomado su propia forma, construyendo una especie de alma nacida del miedo y el silencio del noble zorro. Todo lo que Kazuo había callado y encerrado en lo más profundo de su ser, había despertado con voz propia. -Nadie te ama. Solo yo te entiendo, mi Kazuo.Déjame enseñarte lo que es ser amado.- Le decía Kuragari en las noches más frías y solitarias. Se pegaba a su espalda, con su pecho desnudo, helado y sin vida. Sus manos, huesudas, acariciaban su torso, haciendo estremecer al kitsune, haciéndole creer, aunque fuera por un instante, que podía ser amado. Cada palabra era pronunciada en un ronroneo pegado a su oído, provocando un escalofrío que le recorría la columna. Su lengua bífida deslizándose por el lateral de su cuello hasta alcanzar el lóbulo de su oreja, que mordía con suavidad, de forma seductora, en un intento desesperado por arrastrarlo a una oscuridad sin fin. Kazuo suspiraba, dejándose llevar por breves momentos por aquel placer tan fácil… tan inmediato… que casi lograba convencerlo de rendirse. -Déjame…- Decía el zorro de forma entrecortada. -No te puedo dejar, al igual que tú no puedes dejarme a mí. Soy parte de tu todo, sin mi solo eres alguien incompleto.- Decía mientras una de sus manos se colaba desde su espalda hasta el vientre del zorro. Kuragari pasaba sus dedos por todo el abdomen de Yōkai, dejando que sus largas uñas dejasen un recorrido de marcas rojizas. A Kazuo le costaba respirar, como si su simple toque provocase que el aire escapase de sus pulmones. No era amor, ni nada que se le pareciera. Era un deseo vacío, uno que Kuragari intentaba despertar. Su mano descendió aún más, llegando a su bajo vientre, hasta quedar a escasos sentimientos de la virilidad del zorro. Fue entonces que Kazuo reaccionó. Se volteó, llevando su mano en puño hacia atrás, creando un arco para asestar un golpe certero. En ese momento Kuragari se volvió humo, desapareciendo, dejando una risa maliciosa suspendida en el aire. Los rayos del sol comenzaron a filtrarse a través de la ventana de una choza abandonada, que estaba usando como refugio provisional. Estos anunciaban el fin de la oscuridad. Al menos, hasta que la noche volviera a caer, Kuragari se mantendría lejos. En aquel entonces, Kazuo era aún joven. Apenas había cumplido los doscientos años. Un yōkai inexperto. Un zorro marcado por un siglo de amargura inconsolable. La muerte de quienes había considerado su familia lo dejó anclado en un ciclo perpetuo de tristeza y deseo de venganza. Y así nació Kuragari: Un ente vengativo y lleno de dolor. Una sombra con voz, intentando arrastrar a su creador al mismo abismo del que surgió. Pero Kazuo fue más fuerte; Recordó la bondad de sus padres, la inocencia de sus hermanos, y el amor verdadero.Un amor que Kuragari no podía ofrecer de forma genuina. Entonces comprendió que ese ser nacido de su sufrimiento debía ser detenido.Pero destruirlo no era una opción.Compartían alma.Y si Kuragari era destruido, parte del alma de Kazuo moriría con él, dejándolo incompleto. Una criatura fragmentada vagando por la tierra. Lo único que podía hacer con el poder que tenía entonces fue sellarlo. “Para siempre.” O al menos… eso pensó.
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    Exterminando al yokai que poseyó un camion.

    https://www.youtube.com/shorts/pciOWIV8trU
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  • “Corre el rumor.”

    Aquella noche no era diferente de cualquier otra; Kazuo dormía junto a su prometida. Pero algo lo hizo inquietarse, haciendo que abriera sus brillantes ojos azules, los cuales resplandecían como los de un felino en la oscuridad.

    Se incorporó, sintiendo una leve taquicardia en el pecho. Miró a Elizabeth, cerciorándose de que todo estaba en orden. Su mirada se arrastró lentamente por su figura hasta que se detuvo en su vientre. Habían pasado ya más del primer trimestre, y su embarazo era más que evidente a estas alturas.

    Fue entonces cuando sintió una punzada de miedo. Aún no había encontrado a nadie que pudiera darle información sobre su caso. La descendencia de demonios era muy escasa, y la de humanos con estos, algo muy raro de ver.

    Se deslizó hasta salir del lecho, como una culebra silenciosa, teniendo especial cuidado en no despertar a Elizabeth de su profundo sueño. Como un gato, caminó hacia el exterior sin hacer un solo ruido. Era tan silencioso que ni siquiera la madera protestaba bajo el peso de sus pies.
    Caminó descalzo, sintiendo la hierba y la humedad de la tierra bajo sus pies. La noche estaba bastante iluminada, ya que tan solo faltaban cinco días para que la luna estuviera en su total plenitud.

    Siguió caminando, bajando una pequeña cuesta hasta dar con el torii de madera que daba la bienvenida a su templo. Tras este, un recorrido de escaleras de piedra descendía para permitir bajar del monte.
    Kazuo dirigió sus pasos hasta la estructura de madera, de un rojo desgastado por el paso de los siglos. Soltó un trémulo suspiro antes de flanquear sus columnas. Una luz cálida lo recibió, al igual que un bullicio constante. Había llegado al mundo de los espíritus.

    Se encontraba en una ciudad estancada en una perpetua noche. Yōkais, espíritus y criaturas de todas las clases y reinos deambulaban por sus calles. Puestos de comida, comercios y espectáculos callejeros eran los protagonistas, convirtiendo aquella ciudad en un festival sin intención de tocar fin.

    Así de fácil era para Kazuo caminar entre dos mundos, como si de alguna forma no fuera capaz de pertenecer del todo a ninguno de los dos.

    Caminó por la arteria principal de aquella ciudad nocturna, poniendo especial atención en las conversaciones que lo rodeaban. Su intención no era escuchar lo ajeno, sino buscar respuestas al desasosiego de su corazón.

    Mientras caminaba, no se hicieron esperar los seres que lo invitaban a sus negocios: mercaderes, restaurantes de comida… incluso un burdel que le ofrecía opio y buena compañía. En todas esas ocasiones, Kazuo declinó las ofertas con esa amabilidad que tanto lo caracterizaba.

    Pero el zorro no estaba allí por ocio. Había ido con un claro objetivo: buscar respuestas.
    El yōkai siguió recorriendo las intrincadas calles. Estas estaban tejidas de una forma que parecía que aquella ciudad no tuviese ni un principio ni un fin. Cualquier alma descarriada se habría perdido en la eternidad de estas, sin ser consciente del tiempo que había pasado en ellas. Por suerte, Kazuo no era un mero visitante.

    Frustrado al no obtener respuestas, se dirigió a la parte más alta de la ciudad. Allí observó cómo su luz iluminaba el cielo de una forma que ninguna otra ciudad podía hacer, ni siquiera las modernas que había podido ver en otros planos temporales. Necesitaba respuestas, y con la mayor premura posible.

    Kazuo juntó sus manos, dejando un hueco entre ellas, como si quisiera arropar algo. De pronto, un suave brillo dorado emergió desde el interior de sus manos, filtrándose la luz a través de los huecos entre sus dedos, como si un amanecer intentase abrirse paso entre un cielo encapotado por densas nubes.

    —Corre el rumor de que la semilla de un zorro floreció en el vientre de una joven humana… —comenzó a decir Kazuo, con los labios cerca de aquellas manos bañadas por el oro.

    —Corre el rumor de que este busca respuestas sobre cómo terminará todo aquello… —su voz vibraba de una forma diferente, como si la intención de esta calase como un antiguo hechizo.
    Kazuo comenzó a abrir sus manos lentamente, dejando salir el brillo de estas, acompañado de unos pétalos de cerezo que alzaron vuelo con la primera brisa del viento.

    El zorro siguió con la mirada cómo estos volaban, impregnados con una súplica.

    —Divulgad mi mensaje. Sed mis oídos en todas partes. Traedme lo que busco, pues lo anhelo con desespero. Solo y cuando hayáis finalizado vuestro cometido, seréis libres de marchitaros… —No era una orden como tal; más bien, se trataba de una súplica.

    Kazuo observó cómo los pétalos de sakura se dispersaban en movimientos suaves, bajando hasta la ciudad, donde pensaban divulgar aquel rumor y así escuchar lo que los demonios y espíritus tenían que decir sobre aquello.
    Era su última esperanza. Si aun así no obtenía respuestas, el futuro que le esperaba a él y a su amada Elizabeth era totalmente incierto.
    “Corre el rumor.” Aquella noche no era diferente de cualquier otra; Kazuo dormía junto a su prometida. Pero algo lo hizo inquietarse, haciendo que abriera sus brillantes ojos azules, los cuales resplandecían como los de un felino en la oscuridad. Se incorporó, sintiendo una leve taquicardia en el pecho. Miró a Elizabeth, cerciorándose de que todo estaba en orden. Su mirada se arrastró lentamente por su figura hasta que se detuvo en su vientre. Habían pasado ya más del primer trimestre, y su embarazo era más que evidente a estas alturas. Fue entonces cuando sintió una punzada de miedo. Aún no había encontrado a nadie que pudiera darle información sobre su caso. La descendencia de demonios era muy escasa, y la de humanos con estos, algo muy raro de ver. Se deslizó hasta salir del lecho, como una culebra silenciosa, teniendo especial cuidado en no despertar a Elizabeth de su profundo sueño. Como un gato, caminó hacia el exterior sin hacer un solo ruido. Era tan silencioso que ni siquiera la madera protestaba bajo el peso de sus pies. Caminó descalzo, sintiendo la hierba y la humedad de la tierra bajo sus pies. La noche estaba bastante iluminada, ya que tan solo faltaban cinco días para que la luna estuviera en su total plenitud. Siguió caminando, bajando una pequeña cuesta hasta dar con el torii de madera que daba la bienvenida a su templo. Tras este, un recorrido de escaleras de piedra descendía para permitir bajar del monte. Kazuo dirigió sus pasos hasta la estructura de madera, de un rojo desgastado por el paso de los siglos. Soltó un trémulo suspiro antes de flanquear sus columnas. Una luz cálida lo recibió, al igual que un bullicio constante. Había llegado al mundo de los espíritus. Se encontraba en una ciudad estancada en una perpetua noche. Yōkais, espíritus y criaturas de todas las clases y reinos deambulaban por sus calles. Puestos de comida, comercios y espectáculos callejeros eran los protagonistas, convirtiendo aquella ciudad en un festival sin intención de tocar fin. Así de fácil era para Kazuo caminar entre dos mundos, como si de alguna forma no fuera capaz de pertenecer del todo a ninguno de los dos. Caminó por la arteria principal de aquella ciudad nocturna, poniendo especial atención en las conversaciones que lo rodeaban. Su intención no era escuchar lo ajeno, sino buscar respuestas al desasosiego de su corazón. Mientras caminaba, no se hicieron esperar los seres que lo invitaban a sus negocios: mercaderes, restaurantes de comida… incluso un burdel que le ofrecía opio y buena compañía. En todas esas ocasiones, Kazuo declinó las ofertas con esa amabilidad que tanto lo caracterizaba. Pero el zorro no estaba allí por ocio. Había ido con un claro objetivo: buscar respuestas. El yōkai siguió recorriendo las intrincadas calles. Estas estaban tejidas de una forma que parecía que aquella ciudad no tuviese ni un principio ni un fin. Cualquier alma descarriada se habría perdido en la eternidad de estas, sin ser consciente del tiempo que había pasado en ellas. Por suerte, Kazuo no era un mero visitante. Frustrado al no obtener respuestas, se dirigió a la parte más alta de la ciudad. Allí observó cómo su luz iluminaba el cielo de una forma que ninguna otra ciudad podía hacer, ni siquiera las modernas que había podido ver en otros planos temporales. Necesitaba respuestas, y con la mayor premura posible. Kazuo juntó sus manos, dejando un hueco entre ellas, como si quisiera arropar algo. De pronto, un suave brillo dorado emergió desde el interior de sus manos, filtrándose la luz a través de los huecos entre sus dedos, como si un amanecer intentase abrirse paso entre un cielo encapotado por densas nubes. —Corre el rumor de que la semilla de un zorro floreció en el vientre de una joven humana… —comenzó a decir Kazuo, con los labios cerca de aquellas manos bañadas por el oro. —Corre el rumor de que este busca respuestas sobre cómo terminará todo aquello… —su voz vibraba de una forma diferente, como si la intención de esta calase como un antiguo hechizo. Kazuo comenzó a abrir sus manos lentamente, dejando salir el brillo de estas, acompañado de unos pétalos de cerezo que alzaron vuelo con la primera brisa del viento. El zorro siguió con la mirada cómo estos volaban, impregnados con una súplica. —Divulgad mi mensaje. Sed mis oídos en todas partes. Traedme lo que busco, pues lo anhelo con desespero. Solo y cuando hayáis finalizado vuestro cometido, seréis libres de marchitaros… —No era una orden como tal; más bien, se trataba de una súplica. Kazuo observó cómo los pétalos de sakura se dispersaban en movimientos suaves, bajando hasta la ciudad, donde pensaban divulgar aquel rumor y así escuchar lo que los demonios y espíritus tenían que decir sobre aquello. Era su última esperanza. Si aun así no obtenía respuestas, el futuro que le esperaba a él y a su amada Elizabeth era totalmente incierto.
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  • Negro...

    Como una noche sin luna ni estrellas que aportaran luz alguna.

    De sus labios se derramaba la melaza color ónix; espesa como la miel, mortal como una flecha certera.

    Había dado demasiado. Más de lo que su cuerpo podía tolerar.

    Había vuelto a fallar. Últimamente no hacía más que cometer errores, errores que atraían grandes consecuencias.

    ¿Que era aquello que lo mantenía tan distraído?,¿Tan fuera de su papel habitual?. Quizás era la emoción y nervios que le aportaba la llegada de su descendencia. O tal vez, la paz que le había otorgado tener una vida aparentemente "normal".

    Pero fuera lo que fuera había provocado que bajase la guardia, que no pensará de forma fría y metódica, como siempre había sido.

    Aquel Ente había clavado sus garras en la carne del zorro. Había contaminado su sangre, oscureciendo ese brillo color de oro. Fruto de la adrenalina el zorro no le había prestado atención, dándole a Móiril la sanación que tanto necesitaba, a costa de la energía vital del Yōkai.

    Aquel acto de genuina bondad hizo que no le quedasen fuerzas para su propia sanación, marcando una nueva incertidumbre en sus almas.

    No quería morir, o más bien, no podía. No ahora. Si lo hacía arrastraba a Elizabeth con el; Su amor, la razón que endulza su vida, haciendo que ame esta con más intensidad. Y además... Perder al ser que crece dentro de ella.

    No... Morir no era una opción.
    Negro... Como una noche sin luna ni estrellas que aportaran luz alguna. De sus labios se derramaba la melaza color ónix; espesa como la miel, mortal como una flecha certera. Había dado demasiado. Más de lo que su cuerpo podía tolerar. Había vuelto a fallar. Últimamente no hacía más que cometer errores, errores que atraían grandes consecuencias. ¿Que era aquello que lo mantenía tan distraído?,¿Tan fuera de su papel habitual?. Quizás era la emoción y nervios que le aportaba la llegada de su descendencia. O tal vez, la paz que le había otorgado tener una vida aparentemente "normal". Pero fuera lo que fuera había provocado que bajase la guardia, que no pensará de forma fría y metódica, como siempre había sido. Aquel Ente había clavado sus garras en la carne del zorro. Había contaminado su sangre, oscureciendo ese brillo color de oro. Fruto de la adrenalina el zorro no le había prestado atención, dándole a Móiril la sanación que tanto necesitaba, a costa de la energía vital del Yōkai. Aquel acto de genuina bondad hizo que no le quedasen fuerzas para su propia sanación, marcando una nueva incertidumbre en sus almas. No quería morir, o más bien, no podía. No ahora. Si lo hacía arrastraba a Elizabeth con el; Su amor, la razón que endulza su vida, haciendo que ame esta con más intensidad. Y además... Perder al ser que crece dentro de ella. No... Morir no era una opción.
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  • Aquella noche de invierno Kazuo salió al exterior del templo. A pesar del frío y la nieve este caminó descalzo hasta llegar a un pequeño llano.

    El Yōkai se puso de rodillas y del interior de su Haori sacó algunos hojas de papel.

    Estos eran oraciones. Peticiones de personas de corazón noble que merecían ser escuchadas por los dioses. Kazuo como mensajero era quien se encargaba de que estas llegasen hasta Inari.

    Las páginas comentaron a deshacerse, transformándose en motas doradas que se alzaban al cielo. Ni siquiera el viento era capaz de arrastrarlas, puesto que estas tenían un destino fijo.

    Poco a poco las manos del zorro quedarían vacías, dando por finalizado su cometido como mensajero.
    Aquella noche de invierno Kazuo salió al exterior del templo. A pesar del frío y la nieve este caminó descalzo hasta llegar a un pequeño llano. El Yōkai se puso de rodillas y del interior de su Haori sacó algunos hojas de papel. Estos eran oraciones. Peticiones de personas de corazón noble que merecían ser escuchadas por los dioses. Kazuo como mensajero era quien se encargaba de que estas llegasen hasta Inari. Las páginas comentaron a deshacerse, transformándose en motas doradas que se alzaban al cielo. Ni siquiera el viento era capaz de arrastrarlas, puesto que estas tenían un destino fijo. Poco a poco las manos del zorro quedarían vacías, dando por finalizado su cometido como mensajero.
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