—¿Cómo se llama? —le pregunté.
La respuesta tardó lo suficiente como para que supiera que no quería decirlo.
Pero lo dijo.
Luca.
Con eso bastaba.
No pedí más detalles. No le pedí que me contara qué le dijo, cómo la miró, o por qué, desde que vino a casa esa noche, no podía dormir tranquila. Lo supe. Lo vi en sus ojos. Lo sentí en su cuerpo cuando se acurrucó junto a mí sin decir palabra.
Y eso era suficiente para que alguien empezara a cavar su propia tumba.
Me senté frente al monitor, en mi oficina. Apagué las luces. Abrí el panel de acceso con una de mis claves viejas, de esas que solo usaba cuando el asunto era personal. Mi lista de contactos no oficiales todavía servía.
No pregunté. Solo tiré el nombre.
“Luca. Policía. Región norte. Relación personal con testigo o informante. Quiero historial completo.”
Cuarenta minutos después, tenía lo necesario.
Su ficha. Sus destinos. El bar donde solía ir a emborracharse con otros tipos como él. La matrícula del coche. Dos incidentes sin reportar en su expediente interno: conducta impropia con personal civil y violencia de género archivada sin pruebas.
Cobarde.
Me puse la chaqueta de cuero. Cabello suelto, delineador firme.
Esa noche no llevé armas visibles. No hacían falta. El lugar era sucio, estrecho.
Él estaba allí, como me dijeron, con una cerveza a medio acabar y una camisa manchada. Hablando con otro oficial sobre lo “buenas que están algunas perras cuando se hacen las difíciles”.
Su risa murió en cuanto me acerqué.
No me reconoció. Aún.
Me senté justo frente a él.
—¿Luca? —pregunté con voz neutra.
Le tomó dos segundos asentir. Otros cinco entender. Y uno más comenzar a temblar.
Yo no mato por placer.
Pero hay cosas que se deben corregir.
Y él iba a aprender lo que significa mirar a una mujer como si fuera algo que se usa y se tira.
Lo empujé contra la pared. Le metí un golpe seco con la rodilla en el estómago. Cayó como una bolsa vacía. Aún estaba consciente. Temblaba. Balbuceaba algo. No me importó.
Le até las muñecas con una brida. Saqué una pequeña jeringa del bolsillo interior. Lidocaína. Pura. Le inyecté una dosis bajo la piel del muslo. Lo justo para que no sintiera lo que venía, pero sí lo viera todo.
—Esto —dije, mientras sacaba el bisturí fino que uso para detalles de piel en tatuajes delicados— es por llamarla “objeto”.
Corté superficialmente sobre la parte superior del muslo, sin dañar vasos grandes.
No sangró mucho. Fue limpio. Preciso.
Luego, un segundo corte, en la muñeca izquierda, donde se borran las pulseras.
COBARDE.
Le puse una venda apretada para evitar que muriera desangrado. No vine a matarlo. Vine a darle una lección.
No llamé a nadie. No dije una palabra al volver a casa.
Mía dormía.
Le acaricié el pelo.
Le besé la espalda desnuda.
Y me quedé despierta.
No por culpa.
Por calma.
Había hecho lo que tenía que hacer.
La respuesta tardó lo suficiente como para que supiera que no quería decirlo.
Pero lo dijo.
Luca.
Con eso bastaba.
No pedí más detalles. No le pedí que me contara qué le dijo, cómo la miró, o por qué, desde que vino a casa esa noche, no podía dormir tranquila. Lo supe. Lo vi en sus ojos. Lo sentí en su cuerpo cuando se acurrucó junto a mí sin decir palabra.
Y eso era suficiente para que alguien empezara a cavar su propia tumba.
Me senté frente al monitor, en mi oficina. Apagué las luces. Abrí el panel de acceso con una de mis claves viejas, de esas que solo usaba cuando el asunto era personal. Mi lista de contactos no oficiales todavía servía.
No pregunté. Solo tiré el nombre.
“Luca. Policía. Región norte. Relación personal con testigo o informante. Quiero historial completo.”
Cuarenta minutos después, tenía lo necesario.
Su ficha. Sus destinos. El bar donde solía ir a emborracharse con otros tipos como él. La matrícula del coche. Dos incidentes sin reportar en su expediente interno: conducta impropia con personal civil y violencia de género archivada sin pruebas.
Cobarde.
Me puse la chaqueta de cuero. Cabello suelto, delineador firme.
Esa noche no llevé armas visibles. No hacían falta. El lugar era sucio, estrecho.
Él estaba allí, como me dijeron, con una cerveza a medio acabar y una camisa manchada. Hablando con otro oficial sobre lo “buenas que están algunas perras cuando se hacen las difíciles”.
Su risa murió en cuanto me acerqué.
No me reconoció. Aún.
Me senté justo frente a él.
—¿Luca? —pregunté con voz neutra.
Le tomó dos segundos asentir. Otros cinco entender. Y uno más comenzar a temblar.
Yo no mato por placer.
Pero hay cosas que se deben corregir.
Y él iba a aprender lo que significa mirar a una mujer como si fuera algo que se usa y se tira.
Lo empujé contra la pared. Le metí un golpe seco con la rodilla en el estómago. Cayó como una bolsa vacía. Aún estaba consciente. Temblaba. Balbuceaba algo. No me importó.
Le até las muñecas con una brida. Saqué una pequeña jeringa del bolsillo interior. Lidocaína. Pura. Le inyecté una dosis bajo la piel del muslo. Lo justo para que no sintiera lo que venía, pero sí lo viera todo.
—Esto —dije, mientras sacaba el bisturí fino que uso para detalles de piel en tatuajes delicados— es por llamarla “objeto”.
Corté superficialmente sobre la parte superior del muslo, sin dañar vasos grandes.
No sangró mucho. Fue limpio. Preciso.
Luego, un segundo corte, en la muñeca izquierda, donde se borran las pulseras.
COBARDE.
Le puse una venda apretada para evitar que muriera desangrado. No vine a matarlo. Vine a darle una lección.
No llamé a nadie. No dije una palabra al volver a casa.
Mía dormía.
Le acaricié el pelo.
Le besé la espalda desnuda.
Y me quedé despierta.
No por culpa.
Por calma.
Había hecho lo que tenía que hacer.
—¿Cómo se llama? —le pregunté.
La respuesta tardó lo suficiente como para que supiera que no quería decirlo.
Pero lo dijo.
Luca.
Con eso bastaba.
No pedí más detalles. No le pedí que me contara qué le dijo, cómo la miró, o por qué, desde que vino a casa esa noche, no podía dormir tranquila. Lo supe. Lo vi en sus ojos. Lo sentí en su cuerpo cuando se acurrucó junto a mí sin decir palabra.
Y eso era suficiente para que alguien empezara a cavar su propia tumba.
Me senté frente al monitor, en mi oficina. Apagué las luces. Abrí el panel de acceso con una de mis claves viejas, de esas que solo usaba cuando el asunto era personal. Mi lista de contactos no oficiales todavía servía.
No pregunté. Solo tiré el nombre.
“Luca. Policía. Región norte. Relación personal con testigo o informante. Quiero historial completo.”
Cuarenta minutos después, tenía lo necesario.
Su ficha. Sus destinos. El bar donde solía ir a emborracharse con otros tipos como él. La matrícula del coche. Dos incidentes sin reportar en su expediente interno: conducta impropia con personal civil y violencia de género archivada sin pruebas.
Cobarde.
Me puse la chaqueta de cuero. Cabello suelto, delineador firme.
Esa noche no llevé armas visibles. No hacían falta. El lugar era sucio, estrecho.
Él estaba allí, como me dijeron, con una cerveza a medio acabar y una camisa manchada. Hablando con otro oficial sobre lo “buenas que están algunas perras cuando se hacen las difíciles”.
Su risa murió en cuanto me acerqué.
No me reconoció. Aún.
Me senté justo frente a él.
—¿Luca? —pregunté con voz neutra.
Le tomó dos segundos asentir. Otros cinco entender. Y uno más comenzar a temblar.
Yo no mato por placer.
Pero hay cosas que se deben corregir.
Y él iba a aprender lo que significa mirar a una mujer como si fuera algo que se usa y se tira.
Lo empujé contra la pared. Le metí un golpe seco con la rodilla en el estómago. Cayó como una bolsa vacía. Aún estaba consciente. Temblaba. Balbuceaba algo. No me importó.
Le até las muñecas con una brida. Saqué una pequeña jeringa del bolsillo interior. Lidocaína. Pura. Le inyecté una dosis bajo la piel del muslo. Lo justo para que no sintiera lo que venía, pero sí lo viera todo.
—Esto —dije, mientras sacaba el bisturí fino que uso para detalles de piel en tatuajes delicados— es por llamarla “objeto”.
Corté superficialmente sobre la parte superior del muslo, sin dañar vasos grandes.
No sangró mucho. Fue limpio. Preciso.
Luego, un segundo corte, en la muñeca izquierda, donde se borran las pulseras.
COBARDE.
Le puse una venda apretada para evitar que muriera desangrado. No vine a matarlo. Vine a darle una lección.
No llamé a nadie. No dije una palabra al volver a casa.
Mía dormía.
Le acaricié el pelo.
Le besé la espalda desnuda.
Y me quedé despierta.
No por culpa.
Por calma.
Había hecho lo que tenía que hacer.
