• Los rumores se habían esparcido como la espuma, tras la caída de Tysea y Arneris, ambos reinos al sur de Asernova, la muerte del Rey y los príncipes que al igual que su padre habían perdido la vida en batalla, la caída del enemigo y la posterior desaparición de la Reina, aquella noticia había llenado las calles y callejones de La Ecria, que poco a poco despertaban entre sonidos y murmullos, se llenaban de de música y cadenas de flores.

    La reina volvía, los habitantes del reino veían en aquel retorno la esperanza de salir de aquella tristeza y caos que lo había invadido todo desde aquella batalla. El luto que habían guardado por su rey; Príncipe de los vanyar, había sido largo, pero no solo reflejaba la tristeza de perderlo a él y a sus príncipes guardianes si no la perdida de su propia esperanza, su vida tranquila que cayó esa noche ante el fuego, las espadas y el dolor.

    Las trompetas comenzaron a sonar cuando los cascos de aquel corcel resonaron sobre las baldosas del suelo, las manos de Nazli sostenían con firmeza las riendas de este, mientras miraba al frente dudo brevemente, sentía haberles fallado, uno de sus guardias tocó su mano, con suavidad —Ya está en casa, Majestad— Esas simples palabras sirvieron para calmarla. Nazli Teriat, reina de Asernova, regresaba a su reino.
    Los rumores se habían esparcido como la espuma, tras la caída de Tysea y Arneris, ambos reinos al sur de Asernova, la muerte del Rey y los príncipes que al igual que su padre habían perdido la vida en batalla, la caída del enemigo y la posterior desaparición de la Reina, aquella noticia había llenado las calles y callejones de La Ecria, que poco a poco despertaban entre sonidos y murmullos, se llenaban de de música y cadenas de flores. La reina volvía, los habitantes del reino veían en aquel retorno la esperanza de salir de aquella tristeza y caos que lo había invadido todo desde aquella batalla. El luto que habían guardado por su rey; Príncipe de los vanyar, había sido largo, pero no solo reflejaba la tristeza de perderlo a él y a sus príncipes guardianes si no la perdida de su propia esperanza, su vida tranquila que cayó esa noche ante el fuego, las espadas y el dolor. Las trompetas comenzaron a sonar cuando los cascos de aquel corcel resonaron sobre las baldosas del suelo, las manos de Nazli sostenían con firmeza las riendas de este, mientras miraba al frente dudo brevemente, sentía haberles fallado, uno de sus guardias tocó su mano, con suavidad —Ya está en casa, Majestad— Esas simples palabras sirvieron para calmarla. Nazli Teriat, reina de Asernova, regresaba a su reino.
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  • "Moras al amanecer"
    Fandom Mitología
    Categoría Slice of Life
    El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo.

    Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida.

    Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba.

    —¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro.

    Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía.

    El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida.

    —¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla.

    —En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo.

    Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades.

    Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura.

    Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano.

    Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más.

    Y eso bastaba.

    El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo. Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida. Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba. —¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro. Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía. El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida. —¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla. —En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo. Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades. Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura. Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano. Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más. Y eso bastaba.
    Tipo
    Individual
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    Estado
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  • Es raro saber que me había acostumbrado a la soledad y la tristeza a qué ninguna pareja durará más de un mes es curioso que ahora no puedo vivir sin ti ahora solo quiero estar contigo y con nuestro hijo es curioso que cuando decidí alejarme del amor apareciste es curioso que mientras todos me decían que no duraría nada contigo yo me entristecia ahora tenemos 1 hijo un niño de 7 años y estamos felices solo tu yo y yo Bloom Night
    Es raro saber que me había acostumbrado a la soledad y la tristeza a qué ninguna pareja durará más de un mes es curioso que ahora no puedo vivir sin ti ahora solo quiero estar contigo y con nuestro hijo es curioso que cuando decidí alejarme del amor apareciste es curioso que mientras todos me decían que no duraría nada contigo yo me entristecia ahora tenemos 1 hijo un niño de 7 años y estamos felices solo tu yo y yo [Bloom_Night]
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  • Prólogo: La oración de Kari

    El sol se deslizaba suavemente sobre las montañas que marcaban la frontera entre Skyrim y Cyrodiil, tiñendo de dorado los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre árboles marchitos. En una pequeña aldea de paso, donde la vida se tejía entre comercio y rumores de guerra, una joven se encontraba frente a un altar improvisado en una repisa polvorienta.

    Sus dedos temblaban levemente al tomar el viejo amuleto de Akatosh, desgastado en los bordes. No por el uso, sino por el tiempo. Era todo lo que le quedaba de su padre.

    —Papá decía que siempre estás escuchando... —murmuró con una sonrisa quebrada—. Así que... por favor, Akatosh. Que hoy no sea un día pesado. Que los borrachos hoy se vayan temprano, que los platos sucios no se multipliquen y que no me duelan los pies antes de medianoche.

    Sus palabras flotaron en el aire como un suspiro. La taberna al borde del camino era su mundo ahora. Su escudo. Su cruz. La gente la llamaba Kari la Sonriente porque incluso cuando la tristeza se escondía detrás de sus ojos, nunca dejó de mostrar los dientes al destino.

    Afuera, los vientos traían consigo presagios. Guerras. Saqueos. Voces de dragones que solo los locos aseguraban oír en sueños.

    Pero esa noche... sería diferente.

    Al inicio todo marchó como cualquier otra jornada. Un par de viajeros ebrios, una canción vieja, risas de campesinos que se aferraban al último sorbo de alegría. Hasta que la puerta se abrió.

    Él no traía capa. Ni espada. Ni nombre.

    Solo una presencia que hizo que la taberna entera se sumiera en un silencio expectante. El fuego titubeó en la chimenea. Los perros dejaron de ladrar.

    Kari lo vio y sintió que el mundo se volvía más denso a su alrededor. No fue miedo lo que sintió. Fue un eco. Como si su alma recordara algo que su mente aún no conocía.

    El desconocido la miró. Sus ojos eran antiguos. Como los de las serpientes que lo han visto todo.

    Aquel fue el día en que Kari conoció al Devorador de Mundos.
    Y aunque ella pensaba que Akatosh no había respondido su plegaria…
    …él lo había hecho. Solo que a su manera.
    Prólogo: La oración de Kari El sol se deslizaba suavemente sobre las montañas que marcaban la frontera entre Skyrim y Cyrodiil, tiñendo de dorado los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre árboles marchitos. En una pequeña aldea de paso, donde la vida se tejía entre comercio y rumores de guerra, una joven se encontraba frente a un altar improvisado en una repisa polvorienta. Sus dedos temblaban levemente al tomar el viejo amuleto de Akatosh, desgastado en los bordes. No por el uso, sino por el tiempo. Era todo lo que le quedaba de su padre. —Papá decía que siempre estás escuchando... —murmuró con una sonrisa quebrada—. Así que... por favor, Akatosh. Que hoy no sea un día pesado. Que los borrachos hoy se vayan temprano, que los platos sucios no se multipliquen y que no me duelan los pies antes de medianoche. Sus palabras flotaron en el aire como un suspiro. La taberna al borde del camino era su mundo ahora. Su escudo. Su cruz. La gente la llamaba Kari la Sonriente porque incluso cuando la tristeza se escondía detrás de sus ojos, nunca dejó de mostrar los dientes al destino. Afuera, los vientos traían consigo presagios. Guerras. Saqueos. Voces de dragones que solo los locos aseguraban oír en sueños. Pero esa noche... sería diferente. Al inicio todo marchó como cualquier otra jornada. Un par de viajeros ebrios, una canción vieja, risas de campesinos que se aferraban al último sorbo de alegría. Hasta que la puerta se abrió. Él no traía capa. Ni espada. Ni nombre. Solo una presencia que hizo que la taberna entera se sumiera en un silencio expectante. El fuego titubeó en la chimenea. Los perros dejaron de ladrar. Kari lo vio y sintió que el mundo se volvía más denso a su alrededor. No fue miedo lo que sintió. Fue un eco. Como si su alma recordara algo que su mente aún no conocía. El desconocido la miró. Sus ojos eran antiguos. Como los de las serpientes que lo han visto todo. Aquel fue el día en que Kari conoció al Devorador de Mundos. Y aunque ella pensaba que Akatosh no había respondido su plegaria… …él lo había hecho. Solo que a su manera.
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  • #desafiodivino #misiondiarialunes

    La noche cayó suave sobre el lecho de un anciano que no temía a la muerte, pero sí al olvido. Sus ojos se cerraban con el peso de los años, y su alma, inquieta, temblaba entre lo que fue y lo que ya no volvería.

    Fue entonces cuando la neblina danzó desde los bordes del mundo tangible, cruzando el umbral entre el pensamiento y el descanso. Eunoë, forma sin contorno, sin tiempo, descendió como una exhalación plateada. No habló, pero su presencia murmuró en el alma fatigada:

    "Descansa, alma errante; que en mi bruma hallarás alivio. El dolor no pesa donde sueña la esperanza."

    Y el anciano soñó. Soñó con manos que aún lo recordaban, con voces que lo nombraban sin tristeza, con soles que no dolían. Eunoë no se quedó. Nunca lo hace. Pero en ese suspiro de sueño, dejó su consuelo, tejió su propósito. Y siguió flotando, callada, hacia la próxima alma que temía cerrar los ojos.
    #desafiodivino #misiondiarialunes La noche cayó suave sobre el lecho de un anciano que no temía a la muerte, pero sí al olvido. Sus ojos se cerraban con el peso de los años, y su alma, inquieta, temblaba entre lo que fue y lo que ya no volvería. Fue entonces cuando la neblina danzó desde los bordes del mundo tangible, cruzando el umbral entre el pensamiento y el descanso. Eunoë, forma sin contorno, sin tiempo, descendió como una exhalación plateada. No habló, pero su presencia murmuró en el alma fatigada: "Descansa, alma errante; que en mi bruma hallarás alivio. El dolor no pesa donde sueña la esperanza." Y el anciano soñó. Soñó con manos que aún lo recordaban, con voces que lo nombraban sin tristeza, con soles que no dolían. Eunoë no se quedó. Nunca lo hace. Pero en ese suspiro de sueño, dejó su consuelo, tejió su propósito. Y siguió flotando, callada, hacia la próxima alma que temía cerrar los ojos.
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  • El Silencio de las Granadas

    Persefone caminaba entre los campos dorados del verano, hija de Deméter, libre como el viento que peinaba las espigas. Cada flor que tocaba se abría, y la tierra cantaba con su risa. Pero el destino tejía en secreto otro sendero, oscuro y profundo.

    Hades, desde las sombras del Inframundo, la observaba. No era el deseo lo que lo movía, sino una soledad milenaria. Cuando la tierra se abrió bajo los pies de Persefone, no hubo grito, solo el temblor de una flor marchita.

    En el reino de los muertos, Persefone no lloró. Escuchó el lamento de las almas, el murmullo eterno de los que esperan, y poco a poco su corazón se transformó. Aprendió a gobernar con firmeza serena, con una compasión que helaba más que el Estigia.

    Hades le ofreció una granada. Siete semillas. Siete decisiones inevitables.

    Las comió sabiendo que su destino quedaba atado al inframundo, pero no con resignación. Lo hizo por elección. Así, nacía no solo la Reina del Hades, sino el puente entre la vida y la muerte.

    Cada año, cuando regresaba a la superficie, la primavera brotaba tras sus pasos. Y cuando descendía, el mundo dormía con ella. Su madre lloraba, sí, pero la tierra sabía que Persefone no era prisionera: era la guardiana de dos mundos.

    Desde entonces, su silencio no fue tristeza. Fue poder.

    Fue equilibrio.

    Fue eternidad.
    El Silencio de las Granadas Persefone caminaba entre los campos dorados del verano, hija de Deméter, libre como el viento que peinaba las espigas. Cada flor que tocaba se abría, y la tierra cantaba con su risa. Pero el destino tejía en secreto otro sendero, oscuro y profundo. Hades, desde las sombras del Inframundo, la observaba. No era el deseo lo que lo movía, sino una soledad milenaria. Cuando la tierra se abrió bajo los pies de Persefone, no hubo grito, solo el temblor de una flor marchita. En el reino de los muertos, Persefone no lloró. Escuchó el lamento de las almas, el murmullo eterno de los que esperan, y poco a poco su corazón se transformó. Aprendió a gobernar con firmeza serena, con una compasión que helaba más que el Estigia. Hades le ofreció una granada. Siete semillas. Siete decisiones inevitables. Las comió sabiendo que su destino quedaba atado al inframundo, pero no con resignación. Lo hizo por elección. Así, nacía no solo la Reina del Hades, sino el puente entre la vida y la muerte. Cada año, cuando regresaba a la superficie, la primavera brotaba tras sus pasos. Y cuando descendía, el mundo dormía con ella. Su madre lloraba, sí, pero la tierra sabía que Persefone no era prisionera: era la guardiana de dos mundos. Desde entonces, su silencio no fue tristeza. Fue poder. Fue equilibrio. Fue eternidad.
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  • ¡Aún tenía tiempo! ¡¿Como pude ser tan distraída?! ¡No! ¡No! ¡NO!

    • Su enemigo personal finalmente se habia presentado, aquel astro tan hermoso y brillante que muchos poetas y músicos tomaban como inspiración provocaba en ella el terror mas grande que una persona pudiera sentir, una gran luna llena.

    Poco a poco su cuerpo iba tomando la forma de una criatura temida por la gente, su piel blanca se tornaba grisacea y llena de grietas, su mirada transmitía ira y enojo pero al mismo tiempo una inmensa tristeza.

    Y así, como cada noche de luna llena corría a esconderse para no ser amenazada por la gente del pueblo... esperando y rezando por que en esta ocasión no perdiera la razón. •
    ¡Aún tenía tiempo! ¡¿Como pude ser tan distraída?! ¡No! ¡No! ¡NO! • Su enemigo personal finalmente se habia presentado, aquel astro tan hermoso y brillante que muchos poetas y músicos tomaban como inspiración provocaba en ella el terror mas grande que una persona pudiera sentir, una gran luna llena. Poco a poco su cuerpo iba tomando la forma de una criatura temida por la gente, su piel blanca se tornaba grisacea y llena de grietas, su mirada transmitía ira y enojo pero al mismo tiempo una inmensa tristeza. Y así, como cada noche de luna llena corría a esconderse para no ser amenazada por la gente del pueblo... esperando y rezando por que en esta ocasión no perdiera la razón. •
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  • — Ya no se puede ni confiar en los gatos. Qué tristeza.
    — Ya no se puede ni confiar en los gatos. Qué tristeza.
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  • Un manto de nubes bajas cubría el cementerio como si supiera que alguien importante había regresado. Las lápidas alineadas como soldados sin nombre, se extendían en filas silenciosas. Y entre todas ellas, una resaltaba. La lápida decía Nolan Grayson. No “Omniman” y tampoco “amado padre” o “asesino” ni “héroe”, solo el nombre que utilizaba en la tierra. Como si eso bastara para redimir todo lo demás.

    Mark aterrizó sin ruido, con su pulcro uniforme viltrumita. A diferencia del joven idealista que una vez lloró sobre este mismo suelo, ahora no había rabia, ni lágrimas, solo el peso del deber.

    Caminó entre las tumbas con las manos a los lados con la mirada baja, pero no era por tristeza; solo era distante. Se detuvo frente a la lápida.

    —Padre. —murmuró con la voz ronca, como si no hubiera hablado en días

    —¿Sabes? Nunca me convenció tu fachada de héroe que lucha por la justicia. —torció la boca, sin humor aparente.

    Luego se quedó en silencio. El viento movía apenas los bordes de su falda gris. Su mirada no cambiaba, no había nostalgia, solo calma, como si su mente solo tuviera recuerdos ya desgastados.

    —Pero supongo que no tenías otra opción. —Añadió tras un rato.

    Hizo una breve pausa, bajando la vista hacia la lápida. No tenía intenciones de inclinarse, ni de tocar la lápida como señal de cariño. Solo se limitó a observarla, como quien mira una palabra en un idioma que habla.

    —Mira cómo terminó todo. —Su voz era sarcástica, seca como papel viejo— Fuiste asesinado por mi, nuestro imperio pronto conquistará la tierra y ellos viven como si nada hubiera sucedido.

    El Viltrumita dirigió su mirada al cielo.

    —Cuando mataste a mamá frente a mis ojos, te odié. —Comentó sin emoción, hablando obviamente para si mismo.

    —Pero sabía que tenías razón, el amor es solo un sentimiento que limita nuestra fuerza.

    Mark cerró los ojos unos segundos. Respiró hondo, profundo. No porque necesitara el aire… sino porque necesitaba una pausa.

    —¿Sabes? —dijo con una ligera sonrisa torcida.

    —A veces me sorprende que aún escuche tu voz en mi cabeza. Como si no te hubieras ido del todo. Aunque si supieras cómo te contradigo cada día, probablemente me darías otro de esos discursos de “debilidad emocional” que tanto amabas.

    Hizo una pausa final.

    —Bueno, no me extenderé más. Descuida, aún estoy en la causa de nuestro pueblo y sé que este es el camino que debo seguir. Hasta pronto, maldito anciano.

    Y con un impulso sordo, Mark despegó del suelo. No miró atrás, no volvió a hablar. Se elevó en línea recta, atravesando las nubes, dejando atrás tumbas, recuerdos, y una vida que ya no le pertenecía. Solo quedó el cielo, y el eco de un adiós que nunca fue cálido.
    Un manto de nubes bajas cubría el cementerio como si supiera que alguien importante había regresado. Las lápidas alineadas como soldados sin nombre, se extendían en filas silenciosas. Y entre todas ellas, una resaltaba. La lápida decía Nolan Grayson. No “Omniman” y tampoco “amado padre” o “asesino” ni “héroe”, solo el nombre que utilizaba en la tierra. Como si eso bastara para redimir todo lo demás. Mark aterrizó sin ruido, con su pulcro uniforme viltrumita. A diferencia del joven idealista que una vez lloró sobre este mismo suelo, ahora no había rabia, ni lágrimas, solo el peso del deber. Caminó entre las tumbas con las manos a los lados con la mirada baja, pero no era por tristeza; solo era distante. Se detuvo frente a la lápida. —Padre. —murmuró con la voz ronca, como si no hubiera hablado en días —¿Sabes? Nunca me convenció tu fachada de héroe que lucha por la justicia. —torció la boca, sin humor aparente. Luego se quedó en silencio. El viento movía apenas los bordes de su falda gris. Su mirada no cambiaba, no había nostalgia, solo calma, como si su mente solo tuviera recuerdos ya desgastados. —Pero supongo que no tenías otra opción. —Añadió tras un rato. Hizo una breve pausa, bajando la vista hacia la lápida. No tenía intenciones de inclinarse, ni de tocar la lápida como señal de cariño. Solo se limitó a observarla, como quien mira una palabra en un idioma que habla. —Mira cómo terminó todo. —Su voz era sarcástica, seca como papel viejo— Fuiste asesinado por mi, nuestro imperio pronto conquistará la tierra y ellos viven como si nada hubiera sucedido. El Viltrumita dirigió su mirada al cielo. —Cuando mataste a mamá frente a mis ojos, te odié. —Comentó sin emoción, hablando obviamente para si mismo. —Pero sabía que tenías razón, el amor es solo un sentimiento que limita nuestra fuerza. Mark cerró los ojos unos segundos. Respiró hondo, profundo. No porque necesitara el aire… sino porque necesitaba una pausa. —¿Sabes? —dijo con una ligera sonrisa torcida. —A veces me sorprende que aún escuche tu voz en mi cabeza. Como si no te hubieras ido del todo. Aunque si supieras cómo te contradigo cada día, probablemente me darías otro de esos discursos de “debilidad emocional” que tanto amabas. Hizo una pausa final. —Bueno, no me extenderé más. Descuida, aún estoy en la causa de nuestro pueblo y sé que este es el camino que debo seguir. Hasta pronto, maldito anciano. Y con un impulso sordo, Mark despegó del suelo. No miró atrás, no volvió a hablar. Se elevó en línea recta, atravesando las nubes, dejando atrás tumbas, recuerdos, y una vida que ya no le pertenecía. Solo quedó el cielo, y el eco de un adiós que nunca fue cálido.
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  • -la semihumana caminaba sin rumbo por el bosque a altas horas de la noche, sin embargo esto no era un problema para ella, (la noche tiene su encantó), pensó, nada hubiera sido como antes, desde que era una niña solo podía ver las calles de tierra y apenas el cielo alumbrar por las antorchas del pueblo, pero sin ninguna estrella brillar, ahora la libertad del cielo iluminaba tales ojos llenos de tristeza y recuerdos que alguna vez en un pasado soñó...-
    -la semihumana caminaba sin rumbo por el bosque a altas horas de la noche, sin embargo esto no era un problema para ella, (la noche tiene su encantó), pensó, nada hubiera sido como antes, desde que era una niña solo podía ver las calles de tierra y apenas el cielo alumbrar por las antorchas del pueblo, pero sin ninguna estrella brillar, ahora la libertad del cielo iluminaba tales ojos llenos de tristeza y recuerdos que alguna vez en un pasado soñó...-
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