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    | A veces los días lluviosos me llenan de una tristeza que no puedo entender.
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  • ━ ǫᴜᴇ ᴍɪᴇʀᴅᴀ ᴛᴏᴅᴏ...
    -Su actitud era frío, combinando con una tristeza y desanimo que se podía notar en la expresión del rostro de Tomoki.-
    ━ ǫᴜᴇ ᴍɪᴇʀᴅᴀ ᴛᴏᴅᴏ... -Su actitud era frío, combinando con una tristeza y desanimo que se podía notar en la expresión del rostro de Tomoki.-
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  • La madrugada aún cubría el cielo de Bonta con su manto oscuro, salpicado de estrellas titilantes. Todo estaba en silencio, salvo por el leve zumbido del viento entre las hojas altas del árbol donde Naru dormía.

    Pero de pronto, la calma se quebró.

    —¡Ngh… hhh…! —Naru jadeó al incorporarse bruscamente, con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada.

    Estaba sudando frío.

    Su cuerpo temblaba. Su corazón golpeaba con fuerza desmedida contra su pecho, como si acabara de salir de una batalla. Miró a su alrededor: el bosque tranquilo, su capa caída a un lado, las pequeñas alas de Wakfu de su cabeza replegadas. Estaba solo… pero **no se sentía solo**.

    —¿Qué fue eso…? —murmuró, llevándose una mano al rostro.

    El sudor le caía por la sien. Cerró los ojos, buscando calmarse… pero lo que vio seguía allí, grabado en su mente como si él mismo lo hubiera vivido:

    **Un dragón de inmenso poder. Una playa en ruinas. Una figura de ojos resplandecientes, enfrentando al dragón con furia, tristeza… y desesperación.**

    Naru apretó los dientes.

    —Esa pelea… yo no… yo no estuve ahí. ¿Por qué la sentí tan… real?

    Entonces vino otra imagen, como un relámpago cruzando la oscuridad:

    Se llevó ambas manos al pecho. **Sentía nostalgia. Pérdida. Y un peso inmenso, como si lo estuvieran llamando desde un recuerdo que no le pertenecía.**

    Susurró, casi sin voz:

    —¿Quién… Carj...?






    https://youtu.be/qzOV5fLjW3c?si=ZeKFfu-fWPwP4tfi
    🌘 La madrugada aún cubría el cielo de Bonta con su manto oscuro, salpicado de estrellas titilantes. Todo estaba en silencio, salvo por el leve zumbido del viento entre las hojas altas del árbol donde Naru dormía. Pero de pronto, la calma se quebró. —¡Ngh… hhh…! —Naru jadeó al incorporarse bruscamente, con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada. Estaba sudando frío. Su cuerpo temblaba. Su corazón golpeaba con fuerza desmedida contra su pecho, como si acabara de salir de una batalla. Miró a su alrededor: el bosque tranquilo, su capa caída a un lado, las pequeñas alas de Wakfu de su cabeza replegadas. Estaba solo… pero **no se sentía solo**. —¿Qué fue eso…? —murmuró, llevándose una mano al rostro. El sudor le caía por la sien. Cerró los ojos, buscando calmarse… pero lo que vio seguía allí, grabado en su mente como si él mismo lo hubiera vivido: **Un dragón de inmenso poder. Una playa en ruinas. Una figura de ojos resplandecientes, enfrentando al dragón con furia, tristeza… y desesperación.** Naru apretó los dientes. —Esa pelea… yo no… yo no estuve ahí. ¿Por qué la sentí tan… real? Entonces vino otra imagen, como un relámpago cruzando la oscuridad: Se llevó ambas manos al pecho. **Sentía nostalgia. Pérdida. Y un peso inmenso, como si lo estuvieran llamando desde un recuerdo que no le pertenecía.** Susurró, casi sin voz: —¿Quién… Carj...? https://youtu.be/qzOV5fLjW3c?si=ZeKFfu-fWPwP4tfi
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  • Fue agradable volver a conocer a otro ser vivo después de mucho tiempo, por lo menos dejé de pensar en la razón de mi tristeza
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  • La tarde era tranquila, más de lo habitual. Naru Saigo dormía bajo el abrigo de una colina suave, con su capa recogida como almohada y las estrellas parpadeando sobre su rostro. Pero en su mente… no había paz.

    Oscuridad.

    Un pasillo infinito, como si el cielo mismo se hubiera convertido en piedra azul. Todo era silencioso, excepto por un leve zumbido de energía, como si el Wakfu estuviera llorando.

    Naru avanzaba sin entender cómo o por qué. Sus pasos resonaban sobre un suelo que no sentía real, y sin embargo… había algo familiar.

    Una puerta. Alta. Antigua. Cubierta de símbolos que no reconocía, pero que su corazón sí parecía entender.

    Cuando la tocó, una voz —la suya, pero más fría, más rota— susurró desde el otro lado:

    > "Hice lo que debía… para que el mundo viviera… aunque me odiaran por ello."

    La puerta se abrió de golpe. Dentro, un trono vacío. Una sala circular, y al centro, una figura de espaldas. Capa larga, cabello claro, y una tristeza que podía sentirse como un peso físico.

    —¿Quién eres…? —preguntó Naru con voz baja.

    La figura giró apenas el rostro, mostrando unos ojos llenos de siglos, y le respondió con un eco que lo atravesó como una lanza:

    > "Yo… soy tú. Cuando te quiebres."

    Y entonces, como si todo fuera arrastrado por una ola invisible, Naru fue absorbido por luz azul, y despertó de golpe.

    Respiraba agitado. El cielo seguía ahí, las estrellas seguían ahí… su capa aún estaba bajo su cabeza.

    —Qué sueño más... raro… —murmuró, secándose el sudor de la frente.

    Se sentó, mirando hacia el firmamento.

    Se quedó en silencio unos segundos. Luego, como si no pasara nada, tomó una manzana de su bolsa y dio un mordisco.

    —Mejor buscaré una fruta.
    La tarde era tranquila, más de lo habitual. Naru Saigo dormía bajo el abrigo de una colina suave, con su capa recogida como almohada y las estrellas parpadeando sobre su rostro. Pero en su mente… no había paz. Oscuridad. Un pasillo infinito, como si el cielo mismo se hubiera convertido en piedra azul. Todo era silencioso, excepto por un leve zumbido de energía, como si el Wakfu estuviera llorando. Naru avanzaba sin entender cómo o por qué. Sus pasos resonaban sobre un suelo que no sentía real, y sin embargo… había algo familiar. Una puerta. Alta. Antigua. Cubierta de símbolos que no reconocía, pero que su corazón sí parecía entender. Cuando la tocó, una voz —la suya, pero más fría, más rota— susurró desde el otro lado: > "Hice lo que debía… para que el mundo viviera… aunque me odiaran por ello." La puerta se abrió de golpe. Dentro, un trono vacío. Una sala circular, y al centro, una figura de espaldas. Capa larga, cabello claro, y una tristeza que podía sentirse como un peso físico. —¿Quién eres…? —preguntó Naru con voz baja. La figura giró apenas el rostro, mostrando unos ojos llenos de siglos, y le respondió con un eco que lo atravesó como una lanza: > "Yo… soy tú. Cuando te quiebres." Y entonces, como si todo fuera arrastrado por una ola invisible, Naru fue absorbido por luz azul, y despertó de golpe. Respiraba agitado. El cielo seguía ahí, las estrellas seguían ahí… su capa aún estaba bajo su cabeza. —Qué sueño más... raro… —murmuró, secándose el sudor de la frente. Se sentó, mirando hacia el firmamento. Se quedó en silencio unos segundos. Luego, como si no pasara nada, tomó una manzana de su bolsa y dio un mordisco. —Mejor buscaré una fruta.
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    Hay un instante eterno en el que el tiempo parece detenerse mientras el corazón le sigue latiendo. Tuc. Tuc. Tuc. Siente la vibración contra su caja torácica, retumbando en sus tímpanos mientras intenta recuperar el aliento solo para darse cuenta de que no puede hacerlo.

    Tony está a su derecha, pero por primera vez desde que se conocen, él no está prestándole atención. No tiene lugar para más que la imagen amarillenta que se transmite sin sonido en una pantalla maltratada a treinta centímetros de él. A la izquierda, Bucky tiene una expresión desencajada por la angustia de un recuerdo vívido pero antiguo, que literalmente se reproduce frente a él.

    Y justo en el medio de ambos, está Stephanie. Solo ella, junto a un corazón que late con fuerza y unos pulmones que han dejado de servir.

    Hay un torbellino de sensaciones encontradas en su interior, que se revuelven para hacerla sentir mareada. Por un lado, quiere sujetar a Tony y abrazarlo como lo ha hecho desde la primera pesadilla con agujeros de gusano y vacíos oscuros. Por el otro, su corazón se rompe al ver la expresión ausente en el rostro de su mejor amigo, captado por la cámara de video mientras asesina a Howard y María Stark con la automaticidad con la que ha sido maldecido desde el día en que cayó del tren.

    La capitana siente una culpa que no puede controlar, como si la culpa que ha sentido desde el día en que eso pasó, se acrecentara para engullirla entera solo por la forma en la que los dedos de la armadura de Tony se flexionan.

    Su corazón comienza a deshacerse justo ahí. A medio camino de lo único que tiene en la vida después de tanto perder. A medio camino entre los dos hombres que ama. A su izquierda, el hombre con el que había compartido toda su vida. A su derecha, el hombre con el que, hasta ese instante, creyó que estaba destinada a vivir los años que le quedasen.

    Si alguien se lo hubiese preguntado en un cuestionario, definitivamente Stephanie no hubiese podido contestar.

    Más eligió a uno sobre el otro de forma automática, sin siquiera titubear, cuando al terminar el video Tony se giró hacia James y ella le sujetó el antebrazo de la armadura.

    Allí, con ese único gesto, todo lo que había sido especial en su vínculo con Stark, se deshizo como arena entre los dedos. Se hizo añicos mientras él la miraba con el ardor de la traición y la furia en sus ojos castaños.

    —Tony, no—susurró ella, con voz carrasposa. El hombre de acero tira del agarre, como queriendo quitársela de encima, pero la rubia insiste, esta vez con desesperación:—. No ha sido su culpa, por favor.

    A partir de allí todo es caos. Gritos. Disparos.

    Stephanie es consciente de una forma casi dolorosa, de que en reiteradas oportunidades Tony no la enfrenta sino que la aparta. En muchos encontronazos el uno con el otro, simplemente la empuja contra las paredes con la fuerza de la armadura y la aleja de él, porque su objetivo es Bucky. Pero ella vuelve a la carrera, arrojándose hacia él y sujetándolo mientras le grita a su mejor amigo que se vaya. Las manos le duelen y las uñas se le parten por el esfuerzo que hace arrancando los trozos de la armadura para descomponerla, como una manifestación física de todo el dolor que la hace trizas desde adentro.

    En algún punto, la paciencia de Tony se agota y empieza lo verdaderamente duro. Los golpes van y vuelven, el escudo regresa a su mano para protegerla de los disparos y estrellarse contra el metal que ya no puede alcanzar porque es demasiado grueso para ser arrancado. Su prometido la ataca, pero eventualmente continúa diciendole que se aleje cada vez que logra estrellarla contra una pared a diez metros de dónde él está parado. Ella le dice que no puede, que podría hacer eso todo el día, un mantra casi típico de sí que toda la vida ha sido el pilar de su personalidad. Tony dispara contra James y el super soldado vuela por los aires antes de que la capitana embista en su contra y lo arroje contra el suelo, se le trepa encima y le da un puñetazo. Luego otro, y otro más. Arranca un pedazo de la máscara que se agrieta con un golpe del filo del escudo y un golpe del propulsor en la mano ajena se le estrella en el pecho. Arde, el calor atraviesa el traje y hace un agujero al mismo tiempo en que ella utiliza el escudo para romper el reactor en su pecho con un chasquido vidriado, grotesco.

    Ella está llorando. Tiene el rostro cubierto de sangre que brota por los cortes y lágrimas que se le escapan de los ojos. Escucha su propia voz, suplicándole a Tony, diciéndole que lo siente.

    La armadura se apaga, porque ella le arranca el reactor del pecho. Le arranca la fuente de energía de una forma casi tan poética como irónica al pensar que, ese reactor, en algún momento era como el corazón de Tony Stark.

    Ella le está arrancando el corazón.
    En algún punto, el que es su prometido llega a la misma conclusión, porque no lucha más en su contra después de que la capitana arranque el escudo de su pecho. Tiene la mirada fija en los ojos de ella, con el dolor y la tristeza golpeándola como una bofetada.
    Stephanie se pone de pie con la respiración cortada, se acerca a James para ayudarlo a incorporarse y comienza a alejarse despacio, sabiendo que Tony no va a seguirlos.

    Él grita, sin embargo. El tono de su voz está cargado de rencor, frustración e ira.

    —¡Ese escudo no te pertenece! ¡No lo mereces! ¡Mi padre hizo ese escudo!
    Los dedos de Stephanie tiemblan en el agarre de cuero sujeto al vibranio. Se estremece.

    —¡No mereces nada de lo que tenía para ti!

    Inhala con brusquedad, sin siquiera molestarse en detener el llanto que se escapa de sus ojos azules. El escudo se afloja, resbalándose del enganche alrededor de su antebrazo cuando abre los dedos y lo deja ir, empuñando los ojos. Hay un segundo de silencio en el que nadie dice nada, en el que nada suena, pero en el que el aire quema en sus pulmones agitados y el peso de las miradas ajenas le hace doler los hombros. Cuando vuelve a abrirlos, ha tomado la decisión sin retorno, incluso si en ese punto ya no existía. Bucky sigue la mirada de la capitana, que baja a su propia mano izquierda dónde un discreto anillo de oro blanco lanza un guiño burlesco desde su dedo anular. Ella fleziona el pulgar para enganchar el anillo y deslizarlo por las falanges hasta que queda colgando de la punta del anular antes de que lo suelte.

    Otro chasquido. Esta vez, el del oro repicando contra el vibranio.

    Después, silencio.

    Tony no los sigue. Bucky no le habla.

    El frío del exterior le acaricia la cara, congelando sus lágrimas y causando un escozor sobre las heridas abiertas, que ni siquiera tiene una mínima comparación con el dolor de su corazón al desangrarse por dentro.

    Hay un instante eterno en el que el tiempo parece detenerse mientras el corazón le sigue latiendo. Tuc. Tuc. Tuc. Siente la vibración contra su caja torácica, retumbando en sus tímpanos mientras intenta recuperar el aliento solo para darse cuenta de que no puede hacerlo. Tony está a su derecha, pero por primera vez desde que se conocen, él no está prestándole atención. No tiene lugar para más que la imagen amarillenta que se transmite sin sonido en una pantalla maltratada a treinta centímetros de él. A la izquierda, Bucky tiene una expresión desencajada por la angustia de un recuerdo vívido pero antiguo, que literalmente se reproduce frente a él. Y justo en el medio de ambos, está Stephanie. Solo ella, junto a un corazón que late con fuerza y unos pulmones que han dejado de servir. Hay un torbellino de sensaciones encontradas en su interior, que se revuelven para hacerla sentir mareada. Por un lado, quiere sujetar a Tony y abrazarlo como lo ha hecho desde la primera pesadilla con agujeros de gusano y vacíos oscuros. Por el otro, su corazón se rompe al ver la expresión ausente en el rostro de su mejor amigo, captado por la cámara de video mientras asesina a Howard y María Stark con la automaticidad con la que ha sido maldecido desde el día en que cayó del tren. La capitana siente una culpa que no puede controlar, como si la culpa que ha sentido desde el día en que eso pasó, se acrecentara para engullirla entera solo por la forma en la que los dedos de la armadura de Tony se flexionan. Su corazón comienza a deshacerse justo ahí. A medio camino de lo único que tiene en la vida después de tanto perder. A medio camino entre los dos hombres que ama. A su izquierda, el hombre con el que había compartido toda su vida. A su derecha, el hombre con el que, hasta ese instante, creyó que estaba destinada a vivir los años que le quedasen. Si alguien se lo hubiese preguntado en un cuestionario, definitivamente Stephanie no hubiese podido contestar. Más eligió a uno sobre el otro de forma automática, sin siquiera titubear, cuando al terminar el video Tony se giró hacia James y ella le sujetó el antebrazo de la armadura. Allí, con ese único gesto, todo lo que había sido especial en su vínculo con Stark, se deshizo como arena entre los dedos. Se hizo añicos mientras él la miraba con el ardor de la traición y la furia en sus ojos castaños. —Tony, no—susurró ella, con voz carrasposa. El hombre de acero tira del agarre, como queriendo quitársela de encima, pero la rubia insiste, esta vez con desesperación:—. No ha sido su culpa, por favor. A partir de allí todo es caos. Gritos. Disparos. Stephanie es consciente de una forma casi dolorosa, de que en reiteradas oportunidades Tony no la enfrenta sino que la aparta. En muchos encontronazos el uno con el otro, simplemente la empuja contra las paredes con la fuerza de la armadura y la aleja de él, porque su objetivo es Bucky. Pero ella vuelve a la carrera, arrojándose hacia él y sujetándolo mientras le grita a su mejor amigo que se vaya. Las manos le duelen y las uñas se le parten por el esfuerzo que hace arrancando los trozos de la armadura para descomponerla, como una manifestación física de todo el dolor que la hace trizas desde adentro. En algún punto, la paciencia de Tony se agota y empieza lo verdaderamente duro. Los golpes van y vuelven, el escudo regresa a su mano para protegerla de los disparos y estrellarse contra el metal que ya no puede alcanzar porque es demasiado grueso para ser arrancado. Su prometido la ataca, pero eventualmente continúa diciendole que se aleje cada vez que logra estrellarla contra una pared a diez metros de dónde él está parado. Ella le dice que no puede, que podría hacer eso todo el día, un mantra casi típico de sí que toda la vida ha sido el pilar de su personalidad. Tony dispara contra James y el super soldado vuela por los aires antes de que la capitana embista en su contra y lo arroje contra el suelo, se le trepa encima y le da un puñetazo. Luego otro, y otro más. Arranca un pedazo de la máscara que se agrieta con un golpe del filo del escudo y un golpe del propulsor en la mano ajena se le estrella en el pecho. Arde, el calor atraviesa el traje y hace un agujero al mismo tiempo en que ella utiliza el escudo para romper el reactor en su pecho con un chasquido vidriado, grotesco. Ella está llorando. Tiene el rostro cubierto de sangre que brota por los cortes y lágrimas que se le escapan de los ojos. Escucha su propia voz, suplicándole a Tony, diciéndole que lo siente. La armadura se apaga, porque ella le arranca el reactor del pecho. Le arranca la fuente de energía de una forma casi tan poética como irónica al pensar que, ese reactor, en algún momento era como el corazón de Tony Stark. Ella le está arrancando el corazón. En algún punto, el que es su prometido llega a la misma conclusión, porque no lucha más en su contra después de que la capitana arranque el escudo de su pecho. Tiene la mirada fija en los ojos de ella, con el dolor y la tristeza golpeándola como una bofetada. Stephanie se pone de pie con la respiración cortada, se acerca a James para ayudarlo a incorporarse y comienza a alejarse despacio, sabiendo que Tony no va a seguirlos. Él grita, sin embargo. El tono de su voz está cargado de rencor, frustración e ira. —¡Ese escudo no te pertenece! ¡No lo mereces! ¡Mi padre hizo ese escudo! Los dedos de Stephanie tiemblan en el agarre de cuero sujeto al vibranio. Se estremece. —¡No mereces nada de lo que tenía para ti! Inhala con brusquedad, sin siquiera molestarse en detener el llanto que se escapa de sus ojos azules. El escudo se afloja, resbalándose del enganche alrededor de su antebrazo cuando abre los dedos y lo deja ir, empuñando los ojos. Hay un segundo de silencio en el que nadie dice nada, en el que nada suena, pero en el que el aire quema en sus pulmones agitados y el peso de las miradas ajenas le hace doler los hombros. Cuando vuelve a abrirlos, ha tomado la decisión sin retorno, incluso si en ese punto ya no existía. Bucky sigue la mirada de la capitana, que baja a su propia mano izquierda dónde un discreto anillo de oro blanco lanza un guiño burlesco desde su dedo anular. Ella fleziona el pulgar para enganchar el anillo y deslizarlo por las falanges hasta que queda colgando de la punta del anular antes de que lo suelte. Otro chasquido. Esta vez, el del oro repicando contra el vibranio. Después, silencio. Tony no los sigue. Bucky no le habla. El frío del exterior le acaricia la cara, congelando sus lágrimas y causando un escozor sobre las heridas abiertas, que ni siquiera tiene una mínima comparación con el dolor de su corazón al desangrarse por dentro.
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  • — La disciplina de la fortaleza, que por un lado inculca la resistencia sin queja, y por otro enseña la cortesía, exigiéndonos no estropear el placer o la serenidad de otros mediante la expresión de nuestra propia tristeza o dolor... —
    — La disciplina de la fortaleza, que por un lado inculca la resistencia sin queja, y por otro enseña la cortesía, exigiéndonos no estropear el placer o la serenidad de otros mediante la expresión de nuestra propia tristeza o dolor... —
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  • Todos los mortales están afligidos por los siete sentimientos y los seis sentidos. Por lo tanto, se dañan a sí mismos.
    7 Sentimientos: Felicidad, Ira, tristeza, miedo, amor, odio y deseo.
    6 Sentidos: Vista, ído, olfato, gusto, tacto y pensamiento.
    Todos los mortales están afligidos por los siete sentimientos y los seis sentidos. Por lo tanto, se dañan a sí mismos. 7 Sentimientos: Felicidad, Ira, tristeza, miedo, amor, odio y deseo. 6 Sentidos: Vista, ído, olfato, gusto, tacto y pensamiento.
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  • A veces, Carmina se preguntaba si algo en ella estaba roto.

    No era tristeza lo que sentía, no exactamente. Era más bien una especie de calma vacía, como si su pecho supiera desde siempre que el amor —el de verdad, ese que desborda— no estaba hecho para ella. Observaba a los demás con una mezcla de ternura y desconcierto. Le parecía hermoso cómo podían entregarse con tanta naturalidad, con ese fervor ciego que sólo nace del deseo de pertenecer a otro.

    Pero ella no.
    Ella nunca sintió esa urgencia.

    Solo una vez se había enamorado con todas las letras, de Nicolás, el hijo de los panaderos. Lo recordaba con la nitidez cruel de lo irrepetible: su risa torpe, el olor a harina en su ropa, las conversaciones que se quedaban flotando en el aire cuando él se iba. Pero desde que desapareció, sin dejar rastro ni despedida, algo en ella se cerró como una flor ante el frío. Y desde entonces, no volvió a sentir algo similar por nadie.

    Sus días se deslizaban entre los deberes, las pequeñas rutinas y las conversaciones donde fingía entender el fuego que describían los demás. Decía que no había encontrado a la persona adecuada, que tal vez era exigente. Mentiras suaves, inofensivas. Porque la verdad era más silenciosa y más dura: no sabía cómo se sentía amar. No como lo hacían otros. No como le habían dicho que debía sentirse.

    Y sin embargo, cada noche, cuando el mundo bajaba el volumen y el eco de sí misma la alcanzaba, ese deseo —ese maldito deseo— seguía allí, como una astilla bajo la piel.

    Una parte de ella lo anhelaba. Ser mirada de forma distinta. Ser elegida. Ser querida con esa intensidad que jamás había experimentado otra vez.

    Y entonces, en uno de esos momentos en los que el alma se cansa de contenerse, se atrevió a murmurar al vacío:

    "Dios, si mi destino es estar sola, quítame este deseo de ser amada."

    Porque no dolía la soledad, no realmente.
    Lo que dolía era ese anhelo sin sentido, esa sed sin agua, ese hueco sin forma que ni siquiera sabía cómo llenar.

    Y Carmina siguió ahí, quieta, respirando despacio.
    Con los ojos abiertos.
    Con el pecho intacto.
    Y el corazón, aún callado, escuchando el murmullo de una ausencia que no sabía cómo nombrar.
    A veces, Carmina se preguntaba si algo en ella estaba roto. No era tristeza lo que sentía, no exactamente. Era más bien una especie de calma vacía, como si su pecho supiera desde siempre que el amor —el de verdad, ese que desborda— no estaba hecho para ella. Observaba a los demás con una mezcla de ternura y desconcierto. Le parecía hermoso cómo podían entregarse con tanta naturalidad, con ese fervor ciego que sólo nace del deseo de pertenecer a otro. Pero ella no. Ella nunca sintió esa urgencia. Solo una vez se había enamorado con todas las letras, de Nicolás, el hijo de los panaderos. Lo recordaba con la nitidez cruel de lo irrepetible: su risa torpe, el olor a harina en su ropa, las conversaciones que se quedaban flotando en el aire cuando él se iba. Pero desde que desapareció, sin dejar rastro ni despedida, algo en ella se cerró como una flor ante el frío. Y desde entonces, no volvió a sentir algo similar por nadie. Sus días se deslizaban entre los deberes, las pequeñas rutinas y las conversaciones donde fingía entender el fuego que describían los demás. Decía que no había encontrado a la persona adecuada, que tal vez era exigente. Mentiras suaves, inofensivas. Porque la verdad era más silenciosa y más dura: no sabía cómo se sentía amar. No como lo hacían otros. No como le habían dicho que debía sentirse. Y sin embargo, cada noche, cuando el mundo bajaba el volumen y el eco de sí misma la alcanzaba, ese deseo —ese maldito deseo— seguía allí, como una astilla bajo la piel. Una parte de ella lo anhelaba. Ser mirada de forma distinta. Ser elegida. Ser querida con esa intensidad que jamás había experimentado otra vez. Y entonces, en uno de esos momentos en los que el alma se cansa de contenerse, se atrevió a murmurar al vacío: "Dios, si mi destino es estar sola, quítame este deseo de ser amada." Porque no dolía la soledad, no realmente. Lo que dolía era ese anhelo sin sentido, esa sed sin agua, ese hueco sin forma que ni siquiera sabía cómo llenar. Y Carmina siguió ahí, quieta, respirando despacio. Con los ojos abiertos. Con el pecho intacto. Y el corazón, aún callado, escuchando el murmullo de una ausencia que no sabía cómo nombrar.
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  • (voz baja, pausada, como un suspiro):
    “Un nuevo día... aunque, a decir verdad, todos los días aquí se sienten igual. El reloj avanza, pero el tiempo... no cambia.”

    [Toma su cofia con delicadeza, la acomoda sobre su cabello plateado.]

    “Perfecto. Ni una arruga, ni una falla. Las apariencias son lo único que permanece intacto en esta casa... incluso cuando todo lo demás se descompone.”

    [Camina hacia la puerta del pasillo principal, sus dedos rozan la pared.]

    “El polvo ha regresado. Otra vez. Aunque lo limpie cien veces, siempre vuelve. Como los recuerdos…”

    [Se detiene frente a una ventana, mirando hacia el jardín abandonado.]

    “Las flores no han florecido desde hace… ¿cuánto ya? Bah, da igual. Aunque renacieran, ¿quién las admiraría? ¿Quién tendría el valor de cruzar ese umbral maldito?”

    [Suspira con calma, no con tristeza, sino con resignación aprendida.]

    “Poco importa. El té debe estar caliente antes de la primera hora. Las reglas deben cumplirse, incluso si nadie más las recuerda. Incluso si solo yo quedo para obedecerlas.”

    [Su mirada se endurece apenas un instante, antes de sonreír otra vez con suavidad.]

    “Sí… Un nuevo día. El mismo ritual. La misma soledad. Y sin embargo, aquí sigo. Porque mientras yo respire… esta casa no dormirá del todo."
    (voz baja, pausada, como un suspiro): “Un nuevo día... aunque, a decir verdad, todos los días aquí se sienten igual. El reloj avanza, pero el tiempo... no cambia.” [Toma su cofia con delicadeza, la acomoda sobre su cabello plateado.] “Perfecto. Ni una arruga, ni una falla. Las apariencias son lo único que permanece intacto en esta casa... incluso cuando todo lo demás se descompone.” [Camina hacia la puerta del pasillo principal, sus dedos rozan la pared.] “El polvo ha regresado. Otra vez. Aunque lo limpie cien veces, siempre vuelve. Como los recuerdos…” [Se detiene frente a una ventana, mirando hacia el jardín abandonado.] “Las flores no han florecido desde hace… ¿cuánto ya? Bah, da igual. Aunque renacieran, ¿quién las admiraría? ¿Quién tendría el valor de cruzar ese umbral maldito?” [Suspira con calma, no con tristeza, sino con resignación aprendida.] “Poco importa. El té debe estar caliente antes de la primera hora. Las reglas deben cumplirse, incluso si nadie más las recuerda. Incluso si solo yo quedo para obedecerlas.” [Su mirada se endurece apenas un instante, antes de sonreír otra vez con suavidad.] “Sí… Un nuevo día. El mismo ritual. La misma soledad. Y sin embargo, aquí sigo. Porque mientras yo respire… esta casa no dormirá del todo."
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