• Hace mucho tiempo... había una pareja muy enamorada. Pero... nunca imaginaron que ocurriría una tragedia.

    #SeductiveSunday
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  • — El mayor de mis errores fue soltar tu mano cuando tú más me necesitabas. No puedo culpar a tus compañeros por la tragedia, me culpo a mi por mi ineficacia cuando debí acompañarlos en su misión.—
    — El mayor de mis errores fue soltar tu mano cuando tú más me necesitabas. No puedo culpar a tus compañeros por la tragedia, me culpo a mi por mi ineficacia cuando debí acompañarlos en su misión.—
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  • No hay amor.
    No hay dolor.
    No hay conciencia.

    La humanidad es un mito que solía creer cuando era débil.

    Ahora solo hay hambre. Y poder. Y esa quietud deliciosa que viene con la ausencia de sentir. Todo lo demás… ruido. Recuerdos rotos de una versión mía que ya no existe. Que jamás debió existir.

    ¿Remordimientos?
    No los siento. Ni siquiera cuando la sangre aún está tibia en mis manos.
    ¿Culpa?
    Esa palabra perdió su forma cuando apagué esa parte inútil de mí.
    ¿Compasión?
    Ni siquiera sabría cómo imitarla.

    La gente cree que volverse un monstruo es una tragedia. Se equivocan.
    Es libertad.
    Una paz brutal, inquebrantable.

    No tengo que fingir. No tengo que amar.
    No tengo que recordar por qué alguna vez me importó alguien más que yo.

    La voz dentro de mi cabeza enmudeció.
    La Sloane que lloraba.
    La Sloane que temblaba.
    La Sloane que amaba.

    Muerta.

    No necesito redención.
    No necesito salvación.
    Y si alguna parte de mí intenta resurgir…
    la aplastaré antes de que pueda respirar.
    No hay amor. No hay dolor. No hay conciencia. La humanidad es un mito que solía creer cuando era débil. Ahora solo hay hambre. Y poder. Y esa quietud deliciosa que viene con la ausencia de sentir. Todo lo demás… ruido. Recuerdos rotos de una versión mía que ya no existe. Que jamás debió existir. ¿Remordimientos? No los siento. Ni siquiera cuando la sangre aún está tibia en mis manos. ¿Culpa? Esa palabra perdió su forma cuando apagué esa parte inútil de mí. ¿Compasión? Ni siquiera sabría cómo imitarla. La gente cree que volverse un monstruo es una tragedia. Se equivocan. Es libertad. Una paz brutal, inquebrantable. No tengo que fingir. No tengo que amar. No tengo que recordar por qué alguna vez me importó alguien más que yo. La voz dentro de mi cabeza enmudeció. La Sloane que lloraba. La Sloane que temblaba. La Sloane que amaba. Muerta. No necesito redención. No necesito salvación. Y si alguna parte de mí intenta resurgir… la aplastaré antes de que pueda respirar.
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  • Los ha visto temblar.
    No por el frío ni por el filo de la muerte, sino por la ausencia de un mensaje.
    Por la espera de una mirada que no llega.
    Por el silencio que alguien —allá, en otra vida, en otro mundo— ha dejado caer como una sentencia.

    Es curioso, piensa.
    Los humanos construyen su identidad con barro, fuego y palabras. Pero basta con que alguien les niegue una sonrisa para que se deshagan. Se inclinan, se marchitan, se ofrendan enteros a quien apenas los nota. Y lo llaman amor.

    Ella, que ha cortado hilos con la precisión de quien conoce el peso de una vida, no entiende esa fidelidad al vacío.
    Esa necesidad de ser vistos por ojos que miran a través.
    De ser escuchados por oídos que solo oyen su propio eco.
    De ser tocados por manos que nunca se extienden.

    Ellos insisten.
    Le escriben a la ausencia. Le rezan a lo que podría ser. Recogen cada gesto escaso como si fuera una ofrenda divina: un “hola” indiferente se convierte en salvación, una carcajada lejana en esperanza.
    La balanza no importa; se conforman con migajas si vienen de la persona correcta. O de la equivocada, pero idealizada.

    ¿Y qué es esa persona, realmente?
    Un reflejo. Una proyección. Un espejismo vestido de deseo.
    No se aman a sí mismos, se aman a través de alguien más.
    Como si la validación externa pudiera curar el abismo que llevan dentro.

    A Atropos no le conmueve la espera. La conoce bien.
    Ha visto cuántos hilos se han vuelto delgados como suspiros por esa obsesión de pertenecer al mundo de otro.
    Por ese deseo infantil de ser elegidos, aunque sea por accidente.
    Y cuando ya no quedan fuerzas, cuando la otra persona desaparece del todo o se queda sin rostro en la memoria, no lloran por ella. Lloran por lo que creían ser cuando eran vistos por esos ojos.

    Es una tragedia callada, repetida infinitamente.
    No amar y no ser amado, sino depender.
    Como una marioneta que sigue bailando incluso después de que se ha soltado la cuerda.

    Atropos, al final, corta igual.
    Pero se pregunta, mientras lo hace, si alguna vez aprenderán a sostenerse a sí mismos.
    Los ha visto temblar. No por el frío ni por el filo de la muerte, sino por la ausencia de un mensaje. Por la espera de una mirada que no llega. Por el silencio que alguien —allá, en otra vida, en otro mundo— ha dejado caer como una sentencia. Es curioso, piensa. Los humanos construyen su identidad con barro, fuego y palabras. Pero basta con que alguien les niegue una sonrisa para que se deshagan. Se inclinan, se marchitan, se ofrendan enteros a quien apenas los nota. Y lo llaman amor. Ella, que ha cortado hilos con la precisión de quien conoce el peso de una vida, no entiende esa fidelidad al vacío. Esa necesidad de ser vistos por ojos que miran a través. De ser escuchados por oídos que solo oyen su propio eco. De ser tocados por manos que nunca se extienden. Ellos insisten. Le escriben a la ausencia. Le rezan a lo que podría ser. Recogen cada gesto escaso como si fuera una ofrenda divina: un “hola” indiferente se convierte en salvación, una carcajada lejana en esperanza. La balanza no importa; se conforman con migajas si vienen de la persona correcta. O de la equivocada, pero idealizada. ¿Y qué es esa persona, realmente? Un reflejo. Una proyección. Un espejismo vestido de deseo. No se aman a sí mismos, se aman a través de alguien más. Como si la validación externa pudiera curar el abismo que llevan dentro. A Atropos no le conmueve la espera. La conoce bien. Ha visto cuántos hilos se han vuelto delgados como suspiros por esa obsesión de pertenecer al mundo de otro. Por ese deseo infantil de ser elegidos, aunque sea por accidente. Y cuando ya no quedan fuerzas, cuando la otra persona desaparece del todo o se queda sin rostro en la memoria, no lloran por ella. Lloran por lo que creían ser cuando eran vistos por esos ojos. Es una tragedia callada, repetida infinitamente. No amar y no ser amado, sino depender. Como una marioneta que sigue bailando incluso después de que se ha soltado la cuerda. Atropos, al final, corta igual. Pero se pregunta, mientras lo hace, si alguna vez aprenderán a sostenerse a sí mismos.
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  • Los cambios suceden, las tragedias suceden y las personas toman decisiones y esas decisiones afectan a los demás.
    Los cambios suceden, las tragedias suceden y las personas toman decisiones y esas decisiones afectan a los demás.
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  • "Has sangrado cerca de mí, ¿lo sabías?"

    Callejón trasero cerca del club Seven, Manhattan.
    Viernes 02:47 AM Llovizna

    | — ˢᵒᵇʳᵉⁿᵃᵗᵘʳᵃˡ
    | — ᴺᵒⁱʳ ᵁʳᵇᵃⁿᵒ
    | — ˢᵘˢᵖᵉⁿˢᵒ
    | — ᵀᵉⁿˢⁱóⁿ/ˢˡᵒʷ ᴮᵘʳⁿ
    | — ᴴᵘʳᵗ/ꟲᵒᵐᶠᵒʳᵗ

    El olor del tabaco llega antes, mezclado con especias, opio. Humo espeso y dulzón. La brasa encendida flota en la penumbra antes de que la silueta se revele.

    Raffaele se detiene junto a un charco donde una gota de tu sangre tiñe el agua como tinta en papel. Da una calada y exhala despacio.

    — No es mucho —dice, mirando el suelo como si el rojo le hablara—. Pero suficiente.

    Se lleva el cigarro de nuevo a los labios, sin prisa, y alza la vista hacia ti con una expresión que flota entre la simpatía y el hambre.

    — No te preocupes. No te voy a morder… aún.

    El humo se enrosca en el aire frío, entre las finas gotitas de lluvia, entre ambos, mientras él te observa cual 𝘤𝘰𝘯𝘯𝘰𝘪𝘴𝘴𝘦𝘶𝘳 frente a una obra del gran Picasso.

    — Pero alguien más podría. Esta ciudad huele tu herida, amore. ¿Fue un accidente… o llamas a la tragedia?
    🪶 "Has sangrado cerca de mí, ¿lo sabías?" 🪶 — 📍 Callejón trasero cerca del club Seven, Manhattan. — 📆 Viernes 🕰️ 02:47 AM 🌧️Llovizna | 🩸 — ˢᵒᵇʳᵉⁿᵃᵗᵘʳᵃˡ | 🕶️ — ᴺᵒⁱʳ ᵁʳᵇᵃⁿᵒ | 💀 — ˢᵘˢᵖᵉⁿˢᵒ | 🔥 — ᵀᵉⁿˢⁱóⁿ/ˢˡᵒʷ ᴮᵘʳⁿ | 🩹 — ᴴᵘʳᵗ/ꟲᵒᵐᶠᵒʳᵗ El olor del tabaco llega antes, mezclado con especias, opio. Humo espeso y dulzón. La brasa encendida flota en la penumbra antes de que la silueta se revele. Raffaele se detiene junto a un charco donde una gota de tu sangre tiñe el agua como tinta en papel. Da una calada y exhala despacio. — No es mucho —dice, mirando el suelo como si el rojo le hablara—. Pero suficiente. Se lleva el cigarro de nuevo a los labios, sin prisa, y alza la vista hacia ti con una expresión que flota entre la simpatía y el hambre. — No te preocupes. No te voy a morder… aún. El humo se enrosca en el aire frío, entre las finas gotitas de lluvia, entre ambos, mientras él te observa cual 𝘤𝘰𝘯𝘯𝘰𝘪𝘴𝘴𝘦𝘶𝘳 frente a una obra del gran Picasso. — Pero alguien más podría. Esta ciudad huele tu herida, amore. ¿Fue un accidente… o llamas a la tragedia?
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  • ────No todas las historias de amor las teje el destino y tienen comienzos felices. Algunas nacen de tragedias. Pero son igualmente hermosas que aquellas que comenzaron con un beso bajo la lluvia o una mirada en un café. Algunas historias de amor comienzan en el caos, entre lagrimas y escombros del alma, y aún así florecen, sorprendiendo a quienes creían haberlo perdido todo. Porque a veces, lo más bello nace de lo que jamás esperábamos encontrar.
    ────No todas las historias de amor las teje el destino y tienen comienzos felices. Algunas nacen de tragedias. Pero son igualmente hermosas que aquellas que comenzaron con un beso bajo la lluvia o una mirada en un café. Algunas historias de amor comienzan en el caos, entre lagrimas y escombros del alma, y aún así florecen, sorprendiendo a quienes creían haberlo perdido todo. Porque a veces, lo más bello nace de lo que jamás esperábamos encontrar.
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  • Antes de que su nombre se inscribiera en la historia por su fuerza descomunal o sus doce legendarios trabajos, Heracles también fue un joven que, tras su entrenamiento, buscaba algo más que gloria: buscaba un lugar en el mundo.

    Había regresado de una de sus primeras campañas militares, aún cubierto del polvo de la batalla, cuando Tebas celebraba su liberación. El rey Creonte, agradecido por la valentía de Heracles al derrotar a los enemigos que asediaban su ciudad, le ofreció un banquete en palacio. Y fue allí, entre columnas de mármol y músicos desafinados, donde la vio por primera vez.

    Mégara. Hija del rey, pero no altiva. Su risa no era como la de las cortesanas; era una chispa que rompía el protocolo. Tenía el porte de una reina, pero los ojos de alguien que ya había visto demasiado para su corta edad. Cuando sus miradas se cruzaron, Heracles no pensó en la guerra, ni en la gloria, ni en los dioses. Pensó en quedarse.

    Lo que comenzó como una cortesía se volvió un encuentro frecuente. Mégara no era una princesa cualquiera. No le impresionaban los cuentos de monstruos ni las demostraciones de fuerza. Ella le preguntaba sobre el miedo, sobre el peso de una espada, sobre si dormía bien después de una batalla. Heracles, por primera vez, sintió que no era solo músculos y hazañas; frente a ella, era humano.

    El rey Creonte, viendo la conexión, ofreció a Mégara en matrimonio como gesto de gratitud. Pero Heracles no la tomó como un premio. Le pidió su consentimiento. Quería que lo eligiera, no que lo aceptara. Y Mégara lo hizo, no por su fama, sino por su alma cansada y su voluntad de proteger.

    Su matrimonio fue breve, como muchas cosas hermosas condenadas por el destino. Pero durante ese tiempo, Heracles encontró paz. La risa de Mégara era su escudo; los abrazos de sus hijos, su hogar.

    Hasta que la tragedia lo reclamó.

    Pero esa es otra historia.

    Porque este relato no trata sobre el dolor que vendría, sino sobre ese instante suspendido en el tiempo, cuando un héroe encontró algo más fuerte que la guerra: el amor que creyó no merecer, pero que una mujer le ofreció sin condiciones.
    Antes de que su nombre se inscribiera en la historia por su fuerza descomunal o sus doce legendarios trabajos, Heracles también fue un joven que, tras su entrenamiento, buscaba algo más que gloria: buscaba un lugar en el mundo. Había regresado de una de sus primeras campañas militares, aún cubierto del polvo de la batalla, cuando Tebas celebraba su liberación. El rey Creonte, agradecido por la valentía de Heracles al derrotar a los enemigos que asediaban su ciudad, le ofreció un banquete en palacio. Y fue allí, entre columnas de mármol y músicos desafinados, donde la vio por primera vez. Mégara. Hija del rey, pero no altiva. Su risa no era como la de las cortesanas; era una chispa que rompía el protocolo. Tenía el porte de una reina, pero los ojos de alguien que ya había visto demasiado para su corta edad. Cuando sus miradas se cruzaron, Heracles no pensó en la guerra, ni en la gloria, ni en los dioses. Pensó en quedarse. Lo que comenzó como una cortesía se volvió un encuentro frecuente. Mégara no era una princesa cualquiera. No le impresionaban los cuentos de monstruos ni las demostraciones de fuerza. Ella le preguntaba sobre el miedo, sobre el peso de una espada, sobre si dormía bien después de una batalla. Heracles, por primera vez, sintió que no era solo músculos y hazañas; frente a ella, era humano. El rey Creonte, viendo la conexión, ofreció a Mégara en matrimonio como gesto de gratitud. Pero Heracles no la tomó como un premio. Le pidió su consentimiento. Quería que lo eligiera, no que lo aceptara. Y Mégara lo hizo, no por su fama, sino por su alma cansada y su voluntad de proteger. Su matrimonio fue breve, como muchas cosas hermosas condenadas por el destino. Pero durante ese tiempo, Heracles encontró paz. La risa de Mégara era su escudo; los abrazos de sus hijos, su hogar. Hasta que la tragedia lo reclamó. Pero esa es otra historia. Porque este relato no trata sobre el dolor que vendría, sino sobre ese instante suspendido en el tiempo, cuando un héroe encontró algo más fuerte que la guerra: el amor que creyó no merecer, pero que una mujer le ofreció sin condiciones.
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  • #desafiodivino #misiondiarialunes

    La tragedia no cayó como un trueno, cayó como un susurro.

    Fue rápido. Fue brutal. Y lo peor de todo, fue con sus propias manos.
    Cuando Heracles despertó de la niebla, con los ojos todavía húmedos de una locura que no recordaba invocar, lo único que encontró fue silencio. Un silencio antinatural, como si incluso los dioses contuvieran el aliento.

    El hogar que había construido con Megara, los muros que alguna vez estuvieron adornados con flores y risas infantiles, ahora estaban teñidos de rojo. Los cuerpos de sus hijos —sus pequeños, con quienes alguna vez había bailado bajo la lluvia y contado historias junto al fuego— yacían inmóviles. Megara, su compañera, la mujer que había visto más allá del guerrero, estaba fría, aún con expresión de desconcierto, como si no hubiera creído hasta el último segundo que él podría hacerle algo así.

    Heracles no gritó al verlos. No tenía voz. Era como si su alma hubiese abandonado su cuerpo antes de que pudiera comprender lo que había hecho.
    No fue ira lo que lo atravesó. Fue un vacío tan absoluto que dolía respirar. Dolía estar de pie. Dolía simplemente… ser.

    Durante días se arrastró por la casa sin sentido, sus ojos clavados en el suelo, sus manos temblorosas, incapaz de tocar nada por temor a romper aún más lo que quedaba. No comía. No dormía. Solo existía. A veces hablaba solo, en murmullos inconexos, preguntándose si era una pesadilla, si los dioses lo devolverían todo si sufría lo suficiente.

    Pero no lo hicieron.

    Y la ciudad —esa misma que lo había admirado como un semidiós, que había celebrado su matrimonio, que había aclamado su fuerza como la de un titán— ahora lo miraba con horror velado.
    Nadie se atrevía a condenarlo abiertamente. Era Heracles, el hijo de Zeus. Pero todos lo evitaban. Las madres apartaban a sus hijos. Los niños que antes jugaban imitando sus hazañas ahora huían al verlo. No hubo juicio, porque todos sabían que el castigo que él se imponía era más cruel que cualquier sentencia humana.

    Heracles dejó Tebas poco después. No se llevó nada, ni armas ni riquezas, ni siquiera los recuerdos. Caminó hasta que las piernas le sangraron, buscando no un destino, sino una distancia. Quería alejarse de sí mismo, aunque sabía que era imposible. Porque aunque los pasos lo llevaran a nuevas tierras, su mente seguía atrapada en esa casa, en esa noche, en el instante en que todo se quebró.

    Lo que más lo atormentaba no era el acto, sino que aún en medio del dolor… **seguía viviendo**. Cada amanecer era una bofetada. Cada vez que el sol acariciaba su piel, sentía que el mundo lo obligaba a seguir adelante cuando su alma pedía descanso. Los hombres lo llamaban héroe. Los dioses, instrumento. Él solo se veía como una ruina caminante, una sombra con la forma de un hombre.

    A veces encontraba un río y se quedaba mirando el reflejo. No el de su rostro, sino el de sus ojos. Ya no había luz en ellos. Solo cenizas.
    Se preguntaba si alguna vez volvería a sonreír, a amar, a tener un propósito que no naciera del dolor. No quería redención. No la creía posible. Solo deseaba, en lo más profundo, que algún día… su familia pudiera perdonarlo, desde donde estuviesen.

    **Heracles no le temía a la muerte. Le temía a olvidar sus nombres.**
    Porque si alguna vez dejaba de oírlos en su cabeza, si alguna vez sus rostros se desdibujaban entre sueños, entonces todo habría sido en vano.

    Y entonces sí, el verdadero Heracles, moriría para siempre.
    #desafiodivino #misiondiarialunes La tragedia no cayó como un trueno, cayó como un susurro. Fue rápido. Fue brutal. Y lo peor de todo, fue con sus propias manos. Cuando Heracles despertó de la niebla, con los ojos todavía húmedos de una locura que no recordaba invocar, lo único que encontró fue silencio. Un silencio antinatural, como si incluso los dioses contuvieran el aliento. El hogar que había construido con Megara, los muros que alguna vez estuvieron adornados con flores y risas infantiles, ahora estaban teñidos de rojo. Los cuerpos de sus hijos —sus pequeños, con quienes alguna vez había bailado bajo la lluvia y contado historias junto al fuego— yacían inmóviles. Megara, su compañera, la mujer que había visto más allá del guerrero, estaba fría, aún con expresión de desconcierto, como si no hubiera creído hasta el último segundo que él podría hacerle algo así. Heracles no gritó al verlos. No tenía voz. Era como si su alma hubiese abandonado su cuerpo antes de que pudiera comprender lo que había hecho. No fue ira lo que lo atravesó. Fue un vacío tan absoluto que dolía respirar. Dolía estar de pie. Dolía simplemente… ser. Durante días se arrastró por la casa sin sentido, sus ojos clavados en el suelo, sus manos temblorosas, incapaz de tocar nada por temor a romper aún más lo que quedaba. No comía. No dormía. Solo existía. A veces hablaba solo, en murmullos inconexos, preguntándose si era una pesadilla, si los dioses lo devolverían todo si sufría lo suficiente. Pero no lo hicieron. Y la ciudad —esa misma que lo había admirado como un semidiós, que había celebrado su matrimonio, que había aclamado su fuerza como la de un titán— ahora lo miraba con horror velado. Nadie se atrevía a condenarlo abiertamente. Era Heracles, el hijo de Zeus. Pero todos lo evitaban. Las madres apartaban a sus hijos. Los niños que antes jugaban imitando sus hazañas ahora huían al verlo. No hubo juicio, porque todos sabían que el castigo que él se imponía era más cruel que cualquier sentencia humana. Heracles dejó Tebas poco después. No se llevó nada, ni armas ni riquezas, ni siquiera los recuerdos. Caminó hasta que las piernas le sangraron, buscando no un destino, sino una distancia. Quería alejarse de sí mismo, aunque sabía que era imposible. Porque aunque los pasos lo llevaran a nuevas tierras, su mente seguía atrapada en esa casa, en esa noche, en el instante en que todo se quebró. Lo que más lo atormentaba no era el acto, sino que aún en medio del dolor… **seguía viviendo**. Cada amanecer era una bofetada. Cada vez que el sol acariciaba su piel, sentía que el mundo lo obligaba a seguir adelante cuando su alma pedía descanso. Los hombres lo llamaban héroe. Los dioses, instrumento. Él solo se veía como una ruina caminante, una sombra con la forma de un hombre. A veces encontraba un río y se quedaba mirando el reflejo. No el de su rostro, sino el de sus ojos. Ya no había luz en ellos. Solo cenizas. Se preguntaba si alguna vez volvería a sonreír, a amar, a tener un propósito que no naciera del dolor. No quería redención. No la creía posible. Solo deseaba, en lo más profundo, que algún día… su familia pudiera perdonarlo, desde donde estuviesen. **Heracles no le temía a la muerte. Le temía a olvidar sus nombres.** Porque si alguna vez dejaba de oírlos en su cabeza, si alguna vez sus rostros se desdibujaban entre sueños, entonces todo habría sido en vano. Y entonces sí, el verdadero Heracles, moriría para siempre.
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  • Atropos observaba desde lo alto, con esa quietud que sólo tienen los que ya no esperan nada.
    Debajo, el mundo vibraba con emociones fugaces: lágrimas que no llegaban al alma, risas que ocultaban el vacío, palabras que se desgastaban al ser dichas demasiadas veces… a demasiadas personas.

    Para ella, los sentimientos humanos eran una máscara más.
    Amaban con la facilidad de quien cambia de abrigo. Prometían para llenar el silencio, no porque entendieran el peso de lo eterno.
    Hoy decían “para siempre”, y mañana ya sus labios murmuraban otro nombre.
    El amor, el dolor, la lealtad… eran trajes desechables en un carnaval sin rostro.

    Había cortado miles de hilos, y aprendido en el proceso que muy pocos lloraban con verdad.
    Muchos olvidaban incluso antes de que el cuerpo se enfriara.
    ¿Y esa era su gran tragedia? ¿Ese era el valor de sus emociones?

    Atropos no odiaba a los humanos.
    Simplemente los conocía.
    Y en ese conocimiento, no había espacio para la ternura.
    Atropos observaba desde lo alto, con esa quietud que sólo tienen los que ya no esperan nada. Debajo, el mundo vibraba con emociones fugaces: lágrimas que no llegaban al alma, risas que ocultaban el vacío, palabras que se desgastaban al ser dichas demasiadas veces… a demasiadas personas. Para ella, los sentimientos humanos eran una máscara más. Amaban con la facilidad de quien cambia de abrigo. Prometían para llenar el silencio, no porque entendieran el peso de lo eterno. Hoy decían “para siempre”, y mañana ya sus labios murmuraban otro nombre. El amor, el dolor, la lealtad… eran trajes desechables en un carnaval sin rostro. Había cortado miles de hilos, y aprendido en el proceso que muy pocos lloraban con verdad. Muchos olvidaban incluso antes de que el cuerpo se enfriara. ¿Y esa era su gran tragedia? ¿Ese era el valor de sus emociones? Atropos no odiaba a los humanos. Simplemente los conocía. Y en ese conocimiento, no había espacio para la ternura.
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