Gimnasio público de South Town,
10:43 PM.**
•••••••••••••••••••
El cielo estaba teñido de un azul profundo, apenas interrumpido por las luces parpadeantes de los rascacielos y el zumbido lejano del tráfico. La ciudad nunca dormía, pero ese rincón, en la cima del viejo gimnasio, parecía un refugio entre las sombras. Allí estaban, como tantas otras noches: **Terry Bogard**, sentado con la espalda contra el muro, y **Rock Howard**, de pie, transpirando tras una sesión intensa de entrenamiento.
Terry bebió de una botella de agua y se la lanzó a Rock sin mirar. El joven la atrapó al vuelo.
—Sigues bajando la guardia en los cruces de pierna —dijo Terry, sin levantar la voz—. Si eso hubiera sido un combate real, habrías terminado con la espalda contra el concreto.
Rock bebió en silencio. Sus ojos celestes evitaban los de su mentor.
—Ya lo sé… —gruñó—. Solo me desconcentré un segundo.
Terry se puso de pie lentamente, estirando los brazos hacia el cielo. Sonrió. Su sombra, más ancha y firme que antes, proyectaba la silueta de un guerrero que ya había peleado demasiadas veces por cosas que no se pueden ver.
—Un segundo es todo lo que necesita alguien como tu padre. —Lo dijo sin veneno, como una verdad inevitable—. Pero tú no eres él. Y eso es lo que intento enseñarte.
Rock apretó la botella entre los dedos. Algo en su interior hervía cada vez que Geese era mencionado… pero cuando lo decía Terry, era distinto. No había juicio, ni resentimiento. Solo experiencia.
—¿Y tú? —preguntó Rock, girando hacia él—. ¿Nunca pensaste en rendirte? En dejar South Town y este gimnasio lleno de humedad... ¿y todo lo demás?
Terry lo miró en silencio. Sus ojos, aunque amables, tenían esa chispa indomable que nunca lo había abandonado.
—Muchas veces —admitió—. Especialmente cuando creía que nada iba a cambiar. Pero luego apareciste tú, con ese cabello de tu viejo y esa mirada de "quiero ser mejor que todos". Y entendí que no podía irme.
Terry se acercó, deteniéndose a solo unos pasos de Rock. Le puso una mano en el hombro.
—No estás solo, Rock. Aunque a veces parezca que sí. No importa lo que digan, ni de dónde vienes. Eres tú quien decide en qué te conviertes.
Rock bajó la cabeza, con el orgullo hecho un nudo en la garganta.
—Lo sé. Y por eso… por eso quiero ser fuerte. Pero no para vencer a mi padre. Quiero ser fuerte para proteger lo que tú me diste.
Terry sonrió, esa sonrisa franca, que tenía algo de hermano mayor, algo de padre, y mucho de guerrero.
—Entonces estamos en el camino correcto.
Se giró, caminando hacia las escaleras.
—Mañana a las seis. Si no estás arriba antes que el sol, te haré correr descalzo por la costanera.
—¡Eso es tortura, no entrenamiento! —gritó Rock, alzando una ceja.
—¡Entonces levántate temprano! —respondió Terry, con una risa que se perdió en el eco del concreto.
Y por un instante, el viejo lobo y su cachorro compartieron algo más fuerte que sangre: un lazo forjado en sudor, respeto y voluntad.
South Town, con toda su podredumbre, aún tenía algo puro. Algo que valía la pena proteger.
Gimnasio público de South Town,
10:43 PM.**
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El cielo estaba teñido de un azul profundo, apenas interrumpido por las luces parpadeantes de los rascacielos y el zumbido lejano del tráfico. La ciudad nunca dormía, pero ese rincón, en la cima del viejo gimnasio, parecía un refugio entre las sombras. Allí estaban, como tantas otras noches: **Terry Bogard**, sentado con la espalda contra el muro, y **Rock Howard**, de pie, transpirando tras una sesión intensa de entrenamiento.
Terry bebió de una botella de agua y se la lanzó a Rock sin mirar. El joven la atrapó al vuelo.
—Sigues bajando la guardia en los cruces de pierna —dijo Terry, sin levantar la voz—. Si eso hubiera sido un combate real, habrías terminado con la espalda contra el concreto.
Rock bebió en silencio. Sus ojos celestes evitaban los de su mentor.
—Ya lo sé… —gruñó—. Solo me desconcentré un segundo.
Terry se puso de pie lentamente, estirando los brazos hacia el cielo. Sonrió. Su sombra, más ancha y firme que antes, proyectaba la silueta de un guerrero que ya había peleado demasiadas veces por cosas que no se pueden ver.
—Un segundo es todo lo que necesita alguien como tu padre. —Lo dijo sin veneno, como una verdad inevitable—. Pero tú no eres él. Y eso es lo que intento enseñarte.
Rock apretó la botella entre los dedos. Algo en su interior hervía cada vez que Geese era mencionado… pero cuando lo decía Terry, era distinto. No había juicio, ni resentimiento. Solo experiencia.
—¿Y tú? —preguntó Rock, girando hacia él—. ¿Nunca pensaste en rendirte? En dejar South Town y este gimnasio lleno de humedad... ¿y todo lo demás?
Terry lo miró en silencio. Sus ojos, aunque amables, tenían esa chispa indomable que nunca lo había abandonado.
—Muchas veces —admitió—. Especialmente cuando creía que nada iba a cambiar. Pero luego apareciste tú, con ese cabello de tu viejo y esa mirada de "quiero ser mejor que todos". Y entendí que no podía irme.
Terry se acercó, deteniéndose a solo unos pasos de Rock. Le puso una mano en el hombro.
—No estás solo, Rock. Aunque a veces parezca que sí. No importa lo que digan, ni de dónde vienes. Eres tú quien decide en qué te conviertes.
Rock bajó la cabeza, con el orgullo hecho un nudo en la garganta.
—Lo sé. Y por eso… por eso quiero ser fuerte. Pero no para vencer a mi padre. Quiero ser fuerte para proteger lo que tú me diste.
Terry sonrió, esa sonrisa franca, que tenía algo de hermano mayor, algo de padre, y mucho de guerrero.
—Entonces estamos en el camino correcto.
Se giró, caminando hacia las escaleras.
—Mañana a las seis. Si no estás arriba antes que el sol, te haré correr descalzo por la costanera.
—¡Eso es tortura, no entrenamiento! —gritó Rock, alzando una ceja.
—¡Entonces levántate temprano! —respondió Terry, con una risa que se perdió en el eco del concreto.
Y por un instante, el viejo lobo y su cachorro compartieron algo más fuerte que sangre: un lazo forjado en sudor, respeto y voluntad.
South Town, con toda su podredumbre, aún tenía algo puro. Algo que valía la pena proteger.