“Donde mueren las voces”
Soundtrack:
https://www.youtube.com/watch?v=QHnwDuzR1wg&list=RDQHnwDuzR1wg&start_radio=1
Nysarra tenía nueve años y ojos demasiado cansados para su edad. No porque supiera mucho, sino porque veía más de lo que debía. Los otros niños en el campamento decían que estaba loca, que hablaba sola, que tenía pesadillas a gritos.
Solo su hermano mayor, Elian, le creía.
Elian le había dado un pequeño aparato de metal, como un walkie-talkie sin antena.
—Si te pasa algo... algo de verdad, aprieta este botón. Yo vendré. Siempre — Y él lo hacía. Siempre.
Pero la noche del tercer viernes, los muertos no susurraban... gritaban.
Nysarra temblaba en su litera mientras las sombras se estiraban por las paredes. Aquello no era como los otros fantasmas. No se lamentaba ni pedía ayuda. Este ser quería algo. Sentía su hambre. Cuando vio cómo la forma oscura se materializaba frente a su cama, con ojos como carbones ardientes y dedos que goteaban sombra líquida, no pensó. Corrió. Descalza, con los pies helados, se internó en el bosque, tropezando con raíces y ramas. La criatura venía tras ella, siempre detrás, sin hacer ruido pero llenándolo todo. En medio de su huida, sus dedos se cerraron alrededor del aparato de Elian. Lo apretó.
Y él vino.
Apareció con linterna en mano, gritando su nombre entre la oscuridad.
—¡Nia! ¿Dónde estás?- Ella corrió hacia su voz, pero el suelo era barro resbaloso y la orilla del río estaba cerca.
Un mal paso.
Un grito.
Agua helada.
El mundo giró. Nysarra apenas sabía flotar. Gritó. Tragó agua. Brazos fuertes la tomaron.
Elian.
Entre la corriente, logró empujarla hacia una rama. Ella se sostuvo, temblando, llorando.
—¡Sube! —le gritó entre sollozos.
—La rama no aguanta a los dos —respondió él. Le sonrió. Como siempre. Como si no tuviera miedo. Y se soltó.
—¡¡Elian!!- Gritó Nyssa desesperada.
—Te amo, Nia. Nunca olvides eso- Su cuerpo fue arrastrado por el agua. Nysarra bajó como pudo, rodando por barro, raíces, ramas. Sangraba, tenía raspones en el rostro y piernas, pero no se detuvo. Lo encontró flotando cerca de la orilla, inmóvil, con los ojos cerrados. Lo arrastró fuera del río, con manos temblorosas.
—Vamos, Elian. Ya, despierta... -Le apretó el pecho. Le sopló aire. Lloró sobre él. Pero su hermano ya no estaba. El campamento despertó con su llanto. La encontraron abrazada al cuerpo. Y entonces comenzaron los murmullos.
"Es su culpa."
"Esa niña está maldita."
"¿No decía que hablaba con los muertos?"
Nyssara solo calló. Desde ese día evitaba hablar de Elian. No porque lo hubiera olvidado, sino porque pronunciar su nombre dolía más que el silencio. En sueños, él seguía apareciendo. Nunca hablaba. A veces estaba de pie bajo el agua, con la linterna encendida en la mano, aún goteando río. Otras, aparecía en la rama rota, justo antes de soltarse, con esa sonrisa suya que parecía perdonarlo todo. Y a veces… solo estaba allí, de pie junto a su cama, empapado y temblando, con los ojos llenos de amor y pena.
El aparato que Elian le había dado aún descansaba bajo su almohada. Lo apretaba cada noche, sabiendo que no volvería a responder. Y sin embargo, parte de ella no dejaba de esperar. Dejó de llorar en voz alta. Se guardó el dolor como un secreto sucio, como si haber sobrevivido fuera un castigo que debía pagar en silencio.
Dejó de ser la misma. La poca esperanza que alguna vez había habitado en su pecho se desvaneció. Ya no soñaba con días mejores, ni buscaba consuelo. Solo existía. Su familia también cambió. Su madre apenas la miraba, como si temiera lo que vería en sus ojos. Su padre hablaba con distancia, como si las palabras se volvieran espinas en su garganta. Nadie lo decía, pero todos la juzgaban. Como si su dolor fuera menos válido. Como si su existencia fuera una culpa.
“Donde mueren las voces”
Soundtrack: https://www.youtube.com/watch?v=QHnwDuzR1wg&list=RDQHnwDuzR1wg&start_radio=1
Nysarra tenía nueve años y ojos demasiado cansados para su edad. No porque supiera mucho, sino porque veía más de lo que debía. Los otros niños en el campamento decían que estaba loca, que hablaba sola, que tenía pesadillas a gritos.
Solo su hermano mayor, Elian, le creía.
Elian le había dado un pequeño aparato de metal, como un walkie-talkie sin antena.
—Si te pasa algo... algo de verdad, aprieta este botón. Yo vendré. Siempre — Y él lo hacía. Siempre.
Pero la noche del tercer viernes, los muertos no susurraban... gritaban.
Nysarra temblaba en su litera mientras las sombras se estiraban por las paredes. Aquello no era como los otros fantasmas. No se lamentaba ni pedía ayuda. Este ser quería algo. Sentía su hambre. Cuando vio cómo la forma oscura se materializaba frente a su cama, con ojos como carbones ardientes y dedos que goteaban sombra líquida, no pensó. Corrió. Descalza, con los pies helados, se internó en el bosque, tropezando con raíces y ramas. La criatura venía tras ella, siempre detrás, sin hacer ruido pero llenándolo todo. En medio de su huida, sus dedos se cerraron alrededor del aparato de Elian. Lo apretó.
Y él vino.
Apareció con linterna en mano, gritando su nombre entre la oscuridad.
—¡Nia! ¿Dónde estás?- Ella corrió hacia su voz, pero el suelo era barro resbaloso y la orilla del río estaba cerca.
Un mal paso.
Un grito.
Agua helada.
El mundo giró. Nysarra apenas sabía flotar. Gritó. Tragó agua. Brazos fuertes la tomaron.
Elian.
Entre la corriente, logró empujarla hacia una rama. Ella se sostuvo, temblando, llorando.
—¡Sube! —le gritó entre sollozos.
—La rama no aguanta a los dos —respondió él. Le sonrió. Como siempre. Como si no tuviera miedo. Y se soltó.
—¡¡Elian!!- Gritó Nyssa desesperada.
—Te amo, Nia. Nunca olvides eso- Su cuerpo fue arrastrado por el agua. Nysarra bajó como pudo, rodando por barro, raíces, ramas. Sangraba, tenía raspones en el rostro y piernas, pero no se detuvo. Lo encontró flotando cerca de la orilla, inmóvil, con los ojos cerrados. Lo arrastró fuera del río, con manos temblorosas.
—Vamos, Elian. Ya, despierta... -Le apretó el pecho. Le sopló aire. Lloró sobre él. Pero su hermano ya no estaba. El campamento despertó con su llanto. La encontraron abrazada al cuerpo. Y entonces comenzaron los murmullos.
"Es su culpa."
"Esa niña está maldita."
"¿No decía que hablaba con los muertos?"
Nyssara solo calló. Desde ese día evitaba hablar de Elian. No porque lo hubiera olvidado, sino porque pronunciar su nombre dolía más que el silencio. En sueños, él seguía apareciendo. Nunca hablaba. A veces estaba de pie bajo el agua, con la linterna encendida en la mano, aún goteando río. Otras, aparecía en la rama rota, justo antes de soltarse, con esa sonrisa suya que parecía perdonarlo todo. Y a veces… solo estaba allí, de pie junto a su cama, empapado y temblando, con los ojos llenos de amor y pena.
El aparato que Elian le había dado aún descansaba bajo su almohada. Lo apretaba cada noche, sabiendo que no volvería a responder. Y sin embargo, parte de ella no dejaba de esperar. Dejó de llorar en voz alta. Se guardó el dolor como un secreto sucio, como si haber sobrevivido fuera un castigo que debía pagar en silencio.
Dejó de ser la misma. La poca esperanza que alguna vez había habitado en su pecho se desvaneció. Ya no soñaba con días mejores, ni buscaba consuelo. Solo existía. Su familia también cambió. Su madre apenas la miraba, como si temiera lo que vería en sus ojos. Su padre hablaba con distancia, como si las palabras se volvieran espinas en su garganta. Nadie lo decía, pero todos la juzgaban. Como si su dolor fuera menos válido. Como si su existencia fuera una culpa.