• El salón olía a madera recién lustrada, humo suave de chimenea y un toque dulce a pastel de ciruela —cortesía de Gus, que había pasado la mañana horneando algo “experimental”. Alan ya tenía las mangas arremangadas y el delantal atado a la cintura desde hacía rato, moviéndose entre la barra con la misma naturalidad.

    Alan acomodó los taburetes con un gesto rápido, recogió un vaso que alguien había dejado olvidado la noche anterior y le dio una última pasada al borde de la barra, que brillaba bajo la luz ámbar de las lámparas colgantes.

    La radio sonaba bajito en un rincón, mientras los primeros rayos de sol cruzaban el ventanal y dibujaban figuras doradas sobre el suelo. El salón aún estaba tranquilo… pero Alan sabía que no duraría mucho.
    El salón olía a madera recién lustrada, humo suave de chimenea y un toque dulce a pastel de ciruela —cortesía de Gus, que había pasado la mañana horneando algo “experimental”. Alan ya tenía las mangas arremangadas y el delantal atado a la cintura desde hacía rato, moviéndose entre la barra con la misma naturalidad. Alan acomodó los taburetes con un gesto rápido, recogió un vaso que alguien había dejado olvidado la noche anterior y le dio una última pasada al borde de la barra, que brillaba bajo la luz ámbar de las lámparas colgantes. La radio sonaba bajito en un rincón, mientras los primeros rayos de sol cruzaban el ventanal y dibujaban figuras doradas sobre el suelo. El salón aún estaba tranquilo… pero Alan sabía que no duraría mucho.
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  • —¿Eh...? ¿Tu abrigo...?— murmuró, algo atónita, sintiendo cómo la tela cálida y grande caía sobre sus hombros.

    Antes de que pudiera negarse, él ya se había adelantado, como si no quisiera darle opción a rechazarlo.

    Las mangas le cubrían por completo las manos, y el olor a su colonia aún flotaba en el aire. Lo ajustó un poco, sintiéndose... extrañamente protegida.

    No sé si fue el viento, el frío... o simplemente él.

    Pero en ese momento, no pudo evitar quedarse ahí, en silencio, con el corazón un poco más tibio que antes.

    “¿Desde cuándo algo tan simple como un abrigo podía hacerme sentir así?"
    —¿Eh...? ¿Tu abrigo...?— murmuró, algo atónita, sintiendo cómo la tela cálida y grande caía sobre sus hombros. Antes de que pudiera negarse, él ya se había adelantado, como si no quisiera darle opción a rechazarlo. Las mangas le cubrían por completo las manos, y el olor a su colonia aún flotaba en el aire. Lo ajustó un poco, sintiéndose... extrañamente protegida. No sé si fue el viento, el frío... o simplemente él. Pero en ese momento, no pudo evitar quedarse ahí, en silencio, con el corazón un poco más tibio que antes. “¿Desde cuándo algo tan simple como un abrigo podía hacerme sentir así?"
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  • La habitación del hotel no tenía nada especial.
    Paredes blancas, un espejo grande frente a la cama, luces cálidas que no alcanzaban a ocultar el cansancio reflejado.
    Naoki se paró frente al espejo en silencio, con las manos en los bolsillos de la camisa gris que caía abierta sobre su blusa blanca.
    El cabello lo llevaba atado en un moño apurado, con algunos mechones escapando como si también quisieran descansar.

    No había música.
    Ni agenda.
    Solo ella, el reflejo, y la duda persistente de si ya era hora de moverse… o si podía regalarse cinco minutos más.

    — No estoy cansada. Solo estoy… llena —Susurró, con la voz tan baja que se confundió con el zumbido del aire acondicionado.

    Se acercó un poco más al espejo.
    Observó sus propios ojos como quien analiza el estado del alma.
    Los tatuajes asomaban con elegancia desde las mangas arremangadas.

    Tomó aire, cerró los ojos y, por un momento, deseó que alguien entrara por esa puerta.
    Alguien que entendiera que incluso los silencios más largos dicen algo.

    La ciudad seguía viva afuera.
    Pero por ahora, Naoki solo escuchaba el sonido de su propia pausa.
    La habitación del hotel no tenía nada especial. Paredes blancas, un espejo grande frente a la cama, luces cálidas que no alcanzaban a ocultar el cansancio reflejado. Naoki se paró frente al espejo en silencio, con las manos en los bolsillos de la camisa gris que caía abierta sobre su blusa blanca. El cabello lo llevaba atado en un moño apurado, con algunos mechones escapando como si también quisieran descansar. No había música. Ni agenda. Solo ella, el reflejo, y la duda persistente de si ya era hora de moverse… o si podía regalarse cinco minutos más. — No estoy cansada. Solo estoy… llena —Susurró, con la voz tan baja que se confundió con el zumbido del aire acondicionado. Se acercó un poco más al espejo. Observó sus propios ojos como quien analiza el estado del alma. Los tatuajes asomaban con elegancia desde las mangas arremangadas. Tomó aire, cerró los ojos y, por un momento, deseó que alguien entrara por esa puerta. Alguien que entendiera que incluso los silencios más largos dicen algo. La ciudad seguía viva afuera. Pero por ahora, Naoki solo escuchaba el sonido de su propia pausa.
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  • Escena: Un refugio tranquilo, lejos del ruido. Un atardecer entra por la ventana.

    Luna se sentó en el suelo, entre sus piernas. Sus cabellos caían desordenados, aún húmedos por la ducha. Andrés, con las mangas remangadas y las manos cuidadosas, comenzó a trenzar su cabello en silencio.

    —No sabía que sabías hacer esto —dijo Luna, dejando caer su peso con confianza contra sus piernas.

    —Mi hermana me enseñó cuando éramos niños —respondió Andrés, con una leve sonrisa que ella no alcanzó a ver—. Me entrenó con una muñeca, pero tu pelo es más rebelde.

    Luna rió, esa risa suya que a veces parecía sanar las grietas del mundo.
    —Como yo.

    —Exacto —dijo él, y con un leve tirón, terminó la trenza y la aseguró con una banda de tela negra.

    Ambos quedaron en silencio. Sus dedos no se alejaron de su cabello, se quedaron ahí, como si fueran anclas.

    —Gracias —susurró ella, girando un poco el rostro hacia él.

    —No tienes que agradecerme por querer cuidarte, Lun.

    Y entonces lo supo. Que aunque el caos regresara, aunque se gritaran y se rompieran, había momentos como este, donde solo existían ellos, entrelazados como esa trenza: firmes, aunque imperfectos.

    Escena: Un refugio tranquilo, lejos del ruido. Un atardecer entra por la ventana. Luna se sentó en el suelo, entre sus piernas. Sus cabellos caían desordenados, aún húmedos por la ducha. Andrés, con las mangas remangadas y las manos cuidadosas, comenzó a trenzar su cabello en silencio. —No sabía que sabías hacer esto —dijo Luna, dejando caer su peso con confianza contra sus piernas. —Mi hermana me enseñó cuando éramos niños —respondió Andrés, con una leve sonrisa que ella no alcanzó a ver—. Me entrenó con una muñeca, pero tu pelo es más rebelde. Luna rió, esa risa suya que a veces parecía sanar las grietas del mundo. —Como yo. —Exacto —dijo él, y con un leve tirón, terminó la trenza y la aseguró con una banda de tela negra. Ambos quedaron en silencio. Sus dedos no se alejaron de su cabello, se quedaron ahí, como si fueran anclas. —Gracias —susurró ella, girando un poco el rostro hacia él. —No tienes que agradecerme por querer cuidarte, Lun. Y entonces lo supo. Que aunque el caos regresara, aunque se gritaran y se rompieran, había momentos como este, donde solo existían ellos, entrelazados como esa trenza: firmes, aunque imperfectos.
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  • 𝑨𝒍 𝒂𝒎𝒑𝒂𝒓𝒐 𝒅𝒆 𝒍𝒂𝒔 𝒕𝒓𝒆𝒔 𝒎𝒐𝒏𝒕𝒂𝒏̃𝒂𝒔
    Fandom ACOTAR, Fantasyverse
    Categoría Otros
    Subir aquella puta montaña fue lo que convirtió a Nesta, a las Valkyrias en lo que eran, unas guerreras tan poderosas como cualquier Ilyrio sobredimensionado.

    Aquella noche Nesta tomó la cajita de música que Cassian le había regalado, aquella melodía le encantaba, le transportaba a un momento en el que el mundo se desvanecía y solo estaba ella y la música, solo ella y la música del silencio.

    Nesta Archeron había sido tan cabezota de subir y bajar las interminables escaleras que llevaban a la Casa del Viento, había subido la puta montaña, había decapitado a un rey y había dominado uno de los Tesoros del Terror, había evitado que la muerte se llevase a su hermana, su sobrino y su cuñado, sin duda no había nada que Nesta Archeron no pudiera conseguir, y aquella noche se le había metido algo en la cabeza.

    Salió de la Casa del Viento en dirección a un lago, un lago que resultaba que desde la perspectiva de aquellos que lo visitaban, se podían ver los tres picos de las tres montañas a la perfección, un lago de aguas tan hermosas que reflejaban cual espejo el cielo de Velaris.

    Había conseguido ropa de baile, un maillot de mangas largas y translucidas, y una falda que llegaba a las rodillas, aquella falda también era translucida. había elegido el negro para el maillot, y el lavanda para la falda, a conjunto los zapatos de baile, los cuales disponían de un leve tacón, también eran de color negro y tenían un adorno, una flor de color lavanda en el broche de estos. Sin duda, Nesta Archeron, tenía estilo hasta para comprar ropa de entrenamiento.

    Cuando llegó al lago, tras largos minutos caminando, dejó la cajita en el suelo, le dio cuerda y abrió la tapa de aquella cajita musical.

    Cuando las primeras notas musicales se deslizaron por el aire y envolvieron a Nesta, esta hizo un elegante movimiento con la mano que indicaba que la danza comenzaría.

    Así, a la luz del reflejo de las estrellas y al amparo de las tres montañas, Nesta no era más que un elegante cisne negro mostrando su hermoso y brillante plumaje.
    Subir aquella puta montaña fue lo que convirtió a Nesta, a las Valkyrias en lo que eran, unas guerreras tan poderosas como cualquier Ilyrio sobredimensionado. Aquella noche Nesta tomó la cajita de música que Cassian le había regalado, aquella melodía le encantaba, le transportaba a un momento en el que el mundo se desvanecía y solo estaba ella y la música, solo ella y la música del silencio. Nesta Archeron había sido tan cabezota de subir y bajar las interminables escaleras que llevaban a la Casa del Viento, había subido la puta montaña, había decapitado a un rey y había dominado uno de los Tesoros del Terror, había evitado que la muerte se llevase a su hermana, su sobrino y su cuñado, sin duda no había nada que Nesta Archeron no pudiera conseguir, y aquella noche se le había metido algo en la cabeza. Salió de la Casa del Viento en dirección a un lago, un lago que resultaba que desde la perspectiva de aquellos que lo visitaban, se podían ver los tres picos de las tres montañas a la perfección, un lago de aguas tan hermosas que reflejaban cual espejo el cielo de Velaris. Había conseguido ropa de baile, un maillot de mangas largas y translucidas, y una falda que llegaba a las rodillas, aquella falda también era translucida. había elegido el negro para el maillot, y el lavanda para la falda, a conjunto los zapatos de baile, los cuales disponían de un leve tacón, también eran de color negro y tenían un adorno, una flor de color lavanda en el broche de estos. Sin duda, Nesta Archeron, tenía estilo hasta para comprar ropa de entrenamiento. Cuando llegó al lago, tras largos minutos caminando, dejó la cajita en el suelo, le dio cuerda y abrió la tapa de aquella cajita musical. Cuando las primeras notas musicales se deslizaron por el aire y envolvieron a Nesta, esta hizo un elegante movimiento con la mano que indicaba que la danza comenzaría. Así, a la luz del reflejo de las estrellas y al amparo de las tres montañas, Nesta no era más que un elegante cisne negro mostrando su hermoso y brillante plumaje.
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  • 𝑰𝒏𝒎𝒐𝒓𝒕𝒂𝒍𝒆𝒔 𝒆𝒏𝒕𝒓𝒆 𝒍𝒐𝒔 𝒎𝒐𝒓𝒕𝒂𝒍𝒆𝒔
    Fandom fantasyverse
    Categoría Otros
    𝐒𝐓𝐀𝐑𝐓𝐄𝐑 𝐏𝐀𝐑𝐀 𝒞𝑜𝓊𝓃𝓉 𝑜𝒻 𝒮𝒶𝒾𝓃𝓉 𝒢𝑒𝓇𝓂𝒶𝒾𝓃 ⚜️

    No era raro para Anraste cruzar planos, y mucho menos era raro adaptarse a ellos a medida que los iba conociendo, lo raro era que un plano terminase por fascinarle tanto como ocurría cada vez que visitaba aquel lugar.

    Bajo 𝘕𝘰𝘵𝘳𝘦 𝘋𝘢𝘮𝘦 un portal se abrió, dejando pasar a una dama de cabellos color otoño, un aura como el fuego mismo y sin duda unos ojos que habían visto miles de guerras a lo largo de las eras.

    Era una dama que rozaba su treintena, tal vez unos veintilargos años, era esa clase de dama que hacía que las miradas se posasen en ella con su presencia, su energía era contraria a los mitos de aquellas damas llamadas 𝘥𝘢𝘮𝘦 𝘣𝘭𝘢𝘯𝘤𝘩𝘦 que se dedicaban a sanar y ayudar a los demás, la energía que irradiaba aquella mujer era caótica y mística, como la guerra misma.

    Sus ropajes cambiaron, ya no eran los mismos que empleaba en su plano, un vestido largo, negro, de satén, con las mangas transparentes y un escote mostrando una ilustración hecha de hilo, le daban aquel aspecto parisino que demasiadas pocas veces había tenido, sus manos cubiertas por guantes de cuero y sus pies adornados con unos zapatos de tacón harto incómodos completaron el look. Su cabello había acabado recogido, a la moda de la época, y sus picudas orejas se disimulaban con parte del recogido que portaba. No había más joyas que en sus orejas, unos pendientes en forma de lágrima que brillaban como los ojos de algún dios olvidado.

    Su paso fue lento para salir por uno de los pasadizos subterráneos que daba al 𝘏𝘰̂𝘵𝘦𝘭 𝘋𝘪𝘦𝘶, era como si conociera perfectamente aquel lugar, como si ya hubiera recorrido aquellas intrincadas callejuelas subterráneas.

    Una vez fuera, se quitó el polvo de las faldas atusándolas, y haciendo volar aquellas partículas por el aire. Suspiró pesadamente, tenía una misión, encontrar el artefacto, estuviera en el plano que estuviera, así... que una vez más tendría que mezclarse con la alta sociedad mortal para encontrar alguna pista.

    ¿Qué mejor lugar que el 𝘗𝘢𝘭𝘢𝘪𝘴 𝘥𝘦 𝘑𝘶𝘴𝘵𝘪𝘤𝘦 para ver cuánto habían avanzado aquellos mortales?
    𝐒𝐓𝐀𝐑𝐓𝐄𝐑 𝐏𝐀𝐑𝐀 [SaintG02] No era raro para Anraste cruzar planos, y mucho menos era raro adaptarse a ellos a medida que los iba conociendo, lo raro era que un plano terminase por fascinarle tanto como ocurría cada vez que visitaba aquel lugar. Bajo 𝘕𝘰𝘵𝘳𝘦 𝘋𝘢𝘮𝘦 un portal se abrió, dejando pasar a una dama de cabellos color otoño, un aura como el fuego mismo y sin duda unos ojos que habían visto miles de guerras a lo largo de las eras. Era una dama que rozaba su treintena, tal vez unos veintilargos años, era esa clase de dama que hacía que las miradas se posasen en ella con su presencia, su energía era contraria a los mitos de aquellas damas llamadas 𝘥𝘢𝘮𝘦 𝘣𝘭𝘢𝘯𝘤𝘩𝘦 que se dedicaban a sanar y ayudar a los demás, la energía que irradiaba aquella mujer era caótica y mística, como la guerra misma. Sus ropajes cambiaron, ya no eran los mismos que empleaba en su plano, un vestido largo, negro, de satén, con las mangas transparentes y un escote mostrando una ilustración hecha de hilo, le daban aquel aspecto parisino que demasiadas pocas veces había tenido, sus manos cubiertas por guantes de cuero y sus pies adornados con unos zapatos de tacón harto incómodos completaron el look. Su cabello había acabado recogido, a la moda de la época, y sus picudas orejas se disimulaban con parte del recogido que portaba. No había más joyas que en sus orejas, unos pendientes en forma de lágrima que brillaban como los ojos de algún dios olvidado. Su paso fue lento para salir por uno de los pasadizos subterráneos que daba al 𝘏𝘰̂𝘵𝘦𝘭 𝘋𝘪𝘦𝘶, era como si conociera perfectamente aquel lugar, como si ya hubiera recorrido aquellas intrincadas callejuelas subterráneas. Una vez fuera, se quitó el polvo de las faldas atusándolas, y haciendo volar aquellas partículas por el aire. Suspiró pesadamente, tenía una misión, encontrar el artefacto, estuviera en el plano que estuviera, así... que una vez más tendría que mezclarse con la alta sociedad mortal para encontrar alguna pista. ¿Qué mejor lugar que el 𝘗𝘢𝘭𝘢𝘪𝘴 𝘥𝘦 𝘑𝘶𝘴𝘵𝘪𝘤𝘦 para ver cuánto habían avanzado aquellos mortales?
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  • El sol de la tarde se filtraba entre las ramas de un árbol alto y nudoso, iluminando con calidez el parque tranquilo. Los niños jugaban, las hojas caían lentas, y el viento acariciaba el césped. De pronto, un llanto suave rompió la armonía.

    —¡Mi gloooobo! —sollozaba una pequeña, mirando con los ojos llorosos hacia las alturas.

    Un globo rojo vibraba suavemente entre las ramas más altas del árbol. Su hilo se había enredado en una rama delgada, muy por encima del alcance de cualquiera.

    Entonces apareció él.

    Caminando con paso sereno, las manos en los bolsillos de su chaqueta marrón de lana, **Kyu** se acercó observando la escena con calma. Su cabello largo y avellana se movía con el viento, y sus ojos ámbar brillaban con dulzura mientras miraba hacia arriba.

    —¿Quieres que te lo baje? —preguntó con una sonrisa pequeña, agachándose frente a la niña.

    Ella asintió con timidez, limpiándose las mejillas con las mangas.

    Kyu se incorporó. Luego entrelazó sus manos suavemente frente a su boca… e inhaló.

    Con un susurro casi inaudible, **exhaló una fina corriente de niebla plateada**, densa pero suave, que comenzó a elevarse con movimientos elegantes hacia las ramas del árbol. Como si tuviera vida propia, la niebla se extendió, serpenteando con precisión entre las hojas hasta envolver el hilo del globo con una ternura casi mágica.

    La niña observaba con los ojos muy abiertos, maravillada.

    —No te preocupes… mi niebla no muerde —dijo Kyu, sin dejar de mirar hacia arriba.

    Con delicadeza, la niebla desenredó el globo y lo fue bajando poco a poco hasta que estuvo al alcance de la pequeña, quien lo recibió como si fuera un tesoro rescatado del cielo.

    —¡Gracias, señor humo! —gritó feliz, sin saber su nombre.

    Kyu soltó una risa breve, se inclinó y acarició su cabeza con cariño.

    —De nada, pequeña saltamontes—susurró—. No dejes que se te escape otra vez, ¿sí?
    El sol de la tarde se filtraba entre las ramas de un árbol alto y nudoso, iluminando con calidez el parque tranquilo. Los niños jugaban, las hojas caían lentas, y el viento acariciaba el césped. De pronto, un llanto suave rompió la armonía. —¡Mi gloooobo! —sollozaba una pequeña, mirando con los ojos llorosos hacia las alturas. Un globo rojo vibraba suavemente entre las ramas más altas del árbol. Su hilo se había enredado en una rama delgada, muy por encima del alcance de cualquiera. Entonces apareció él. Caminando con paso sereno, las manos en los bolsillos de su chaqueta marrón de lana, **Kyu** se acercó observando la escena con calma. Su cabello largo y avellana se movía con el viento, y sus ojos ámbar brillaban con dulzura mientras miraba hacia arriba. —¿Quieres que te lo baje? —preguntó con una sonrisa pequeña, agachándose frente a la niña. Ella asintió con timidez, limpiándose las mejillas con las mangas. Kyu se incorporó. Luego entrelazó sus manos suavemente frente a su boca… e inhaló. Con un susurro casi inaudible, **exhaló una fina corriente de niebla plateada**, densa pero suave, que comenzó a elevarse con movimientos elegantes hacia las ramas del árbol. Como si tuviera vida propia, la niebla se extendió, serpenteando con precisión entre las hojas hasta envolver el hilo del globo con una ternura casi mágica. La niña observaba con los ojos muy abiertos, maravillada. —No te preocupes… mi niebla no muerde —dijo Kyu, sin dejar de mirar hacia arriba. Con delicadeza, la niebla desenredó el globo y lo fue bajando poco a poco hasta que estuvo al alcance de la pequeña, quien lo recibió como si fuera un tesoro rescatado del cielo. —¡Gracias, señor humo! —gritó feliz, sin saber su nombre. Kyu soltó una risa breve, se inclinó y acarició su cabeza con cariño. —De nada, pequeña saltamontes—susurró—. No dejes que se te escape otra vez, ¿sí?
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  • A Emi no le gustaban las prisas.
    Aunque el sol apenas comenzaba a asomarse entre los edificios, su despertador ya había sonado una vez —y no porque lo necesitara. Su cuerpo se había acostumbrado al ritmo: temprano, constante, disciplinado.

    Su rutina no era simplemente para “verse bien”. Era un ritual. Un acto de presencia.
    Despertar, abrir las cortinas, poner música suave —a veces jazz, a veces city pop— y encender la luz cálida del espejo del tocador.

    Empezaba por la piel. Hidratación. Protector solar.
    Un maquillaje meticuloso, nunca exagerado, pero siempre perfecto. Delineador preciso, labios que combinaban con su estado de ánimo, y rubor suficiente para parecer despierta y serena, incluso si había dormido mal.

    El vestuario ya lo tenía elegido desde la noche anterior.
    Esa mañana había optado por un conjunto en azul claro: una blusa de mangas largas, ligeramente suelta, con un tejido liviano que flotaba con gracia al moverse, pero que insinuaba sutilmente la forma de su figura; y una falda del mismo tono, larga hasta los tobillos, igualmente suelta, de caída elegante y suave.
    Un equilibrio entre lo sobrio y lo llamativo.
    Los tacones, color beige, eran simples pero refinados; hacían poco ruido, pero dejaban huella.

    Y luego, su parte favorita: los aretes.
    Los de hoy eran dorados, redondos, con un diseño entre moderno y orgánico, como si hubieran sido moldeados por el viento.
    No había prenda más importante para Emi.
    Eran su firma, su armadura, su recordatorio de que incluso en un mundo de tonos grises, ella era un acento que no podía ignorarse.

    Antes de salir, un último paso.
    El perfume.

    No uno fuerte. Uno que dejara una estela suave al pasar.
    Notas de bergamota, vainilla ligera y un fondo floral apenas perceptible.
    No quería oler como un jardín; quería que su perfume fuera un secreto que solo se descubriera de cerca.

    Frente al espejo, se observó con detenimiento.
    Revisó el peinado, alisó el cuello de su blusa y acomodó el pendiente que se había torcido ligeramente.

    Estaba lista.

    Sabía que en cuanto llegara a la oficina, alguien comentaría lo bien que lucía.
    — “¡Qué impecable te ves siempre, Emi!”,— dirían con admiración genuina.
    Y ella, como de costumbre, se encogería ligeramente de hombros, sonreiría apenas y respondería con ese tono ligero que tan bien había ensayado:
    —¿Ah, sí? Me puse lo primero que encontré.

    Pero en secreto —en silencio—, disfrutaba cada palabra.
    Porque aunque fingiera sorpresa o indiferencia, los halagos eran su pequeño premio.
    No por vanidad, sino porque detrás de esa imagen perfectamente cuidada, había horas de dedicación… y ella sabía exactamente cuánto valía cada detalle.
    A Emi no le gustaban las prisas. Aunque el sol apenas comenzaba a asomarse entre los edificios, su despertador ya había sonado una vez —y no porque lo necesitara. Su cuerpo se había acostumbrado al ritmo: temprano, constante, disciplinado. Su rutina no era simplemente para “verse bien”. Era un ritual. Un acto de presencia. Despertar, abrir las cortinas, poner música suave —a veces jazz, a veces city pop— y encender la luz cálida del espejo del tocador. Empezaba por la piel. Hidratación. Protector solar. Un maquillaje meticuloso, nunca exagerado, pero siempre perfecto. Delineador preciso, labios que combinaban con su estado de ánimo, y rubor suficiente para parecer despierta y serena, incluso si había dormido mal. El vestuario ya lo tenía elegido desde la noche anterior. Esa mañana había optado por un conjunto en azul claro: una blusa de mangas largas, ligeramente suelta, con un tejido liviano que flotaba con gracia al moverse, pero que insinuaba sutilmente la forma de su figura; y una falda del mismo tono, larga hasta los tobillos, igualmente suelta, de caída elegante y suave. Un equilibrio entre lo sobrio y lo llamativo. Los tacones, color beige, eran simples pero refinados; hacían poco ruido, pero dejaban huella. Y luego, su parte favorita: los aretes. Los de hoy eran dorados, redondos, con un diseño entre moderno y orgánico, como si hubieran sido moldeados por el viento. No había prenda más importante para Emi. Eran su firma, su armadura, su recordatorio de que incluso en un mundo de tonos grises, ella era un acento que no podía ignorarse. Antes de salir, un último paso. El perfume. No uno fuerte. Uno que dejara una estela suave al pasar. Notas de bergamota, vainilla ligera y un fondo floral apenas perceptible. No quería oler como un jardín; quería que su perfume fuera un secreto que solo se descubriera de cerca. Frente al espejo, se observó con detenimiento. Revisó el peinado, alisó el cuello de su blusa y acomodó el pendiente que se había torcido ligeramente. Estaba lista. Sabía que en cuanto llegara a la oficina, alguien comentaría lo bien que lucía. — “¡Qué impecable te ves siempre, Emi!”,— dirían con admiración genuina. Y ella, como de costumbre, se encogería ligeramente de hombros, sonreiría apenas y respondería con ese tono ligero que tan bien había ensayado: —¿Ah, sí? Me puse lo primero que encontré. Pero en secreto —en silencio—, disfrutaba cada palabra. Porque aunque fingiera sorpresa o indiferencia, los halagos eran su pequeño premio. No por vanidad, sino porque detrás de esa imagen perfectamente cuidada, había horas de dedicación… y ella sabía exactamente cuánto valía cada detalle.
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  • En una de las avenidas principales se encuentra una puercoespín adulta y bípeda de pelaje rojo de un 1,40 m, de estatura. La parte posterior de su cuerpo presenta unas largas y puntiagudas púas color carmín que cubren desde la coronilla hasta la nuca de su cabeza para seguir continuando en su espada llegando hasta la parte baja de la misma. Sus púas yacen llenas de caspa gruesa, al igual que las púas más pequeñas y delgadas que componen el flequillo alborotado que adorna su frente. Los orbes de la hembra son negros sin pestañas notorias debido al color de su pelaje, su boca muestra dos incisivos delanteros un poco grandes revelando que se trata de un animal roedor.

    La criatura roja esta vestida con una polera blanca de mangas largas, una falda negra con tablas y zapatos ballerina negros. Está parada de pie enfrente de unas tiendas de zapatos femeninas. No se atreve a entrar debido a su condición animal ya que los humanos suelen rechazar a las criaturas no humanas.-
    En una de las avenidas principales se encuentra una puercoespín adulta y bípeda de pelaje rojo de un 1,40 m, de estatura. La parte posterior de su cuerpo presenta unas largas y puntiagudas púas color carmín que cubren desde la coronilla hasta la nuca de su cabeza para seguir continuando en su espada llegando hasta la parte baja de la misma. Sus púas yacen llenas de caspa gruesa, al igual que las púas más pequeñas y delgadas que componen el flequillo alborotado que adorna su frente. Los orbes de la hembra son negros sin pestañas notorias debido al color de su pelaje, su boca muestra dos incisivos delanteros un poco grandes revelando que se trata de un animal roedor. La criatura roja esta vestida con una polera blanca de mangas largas, una falda negra con tablas y zapatos ballerina negros. Está parada de pie enfrente de unas tiendas de zapatos femeninas. No se atreve a entrar debido a su condición animal ya que los humanos suelen rechazar a las criaturas no humanas.-
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  • 今日は笑ってもいい日だった。




    —La nieve caía en silencio, cubriendo la calle con un velo blanco, llevaba un vestido de mangas largas, sus hombros desnudos rozados por el frío. Cerró los ojos y sonrió con dulzura, una flor en su oreja desentonando con el invierno con un suave pensamiento en su mente mantenía su gran sonrisa.—


    “No sé si mañana volveré a sentir esto… pero hoy, al menos, lo dejé florecer.”

    今日は笑ってもいい日だった。 —La nieve caía en silencio, cubriendo la calle con un velo blanco, llevaba un vestido de mangas largas, sus hombros desnudos rozados por el frío. Cerró los ojos y sonrió con dulzura, una flor en su oreja desentonando con el invierno con un suave pensamiento en su mente mantenía su gran sonrisa.— “No sé si mañana volveré a sentir esto… pero hoy, al menos, lo dejé florecer.”
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