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Las Enseñanzas de Oz

El Hombre que Susurra**

El susurro se desliza entre los árboles como un viento que no pertenece a este mundo.

A mi lado, junto al poste,
se materializa un hombre.

No es un monstruo.
No es un dios.
No es humano.
Es algo distinto.

Hermoso de una forma antigua,
como una estatua que respira.
Sus ojos…
ocultan un secreto que nadie podría leer,
un enigma eterno.

Oz:
—Así no vas a conseguir nada más que lastimarte…

Me quedo inmóvil.
Congelada.
El miedo se me enreda en los huesos.
Mis madres están lejos,
demasiado lejos para escuchar mi respiración acelerada.

El hombre se agacha un poco
y posa una mano cálida en mi cabecita.
Al instante, mi torso se cubre con una sudadera preciosa,
de estampados imposibles:
formas que no encajan,
símbolos sin sentido,
como si hubieran aparecido ahí por voluntad propia.
Caos puro.

Oz:
—Estás sudando… y ya está oscureciendo.
No querrás resfriarte, ¿verdad?
Ven. Acércate. Mira bien el poste.

Se acerca al metal negro,
levanta un dedo
y lo posa en el centro.

El poste se quiebra en mil pedazos
como si se deshiciera de forma obediente,
silenciosa, perfecta.
No estalla.
No ruge.
No se rompe:
se rinde.

Y de los fragmentos surge una sola pieza intacta:
una flor de mineral,
tallada con una precisión imposible.

Me quedo boquiabierta un segundo.
Pero solo un segundo.

Luego me enfado.

Lili:
—¿Cómo has hecho eso? ¡Tramposo!
Enséñame a hacerlo…

Lo digo con pucheritos,
las manos ensangrentadas escondidas en las mangas nuevas,
la dignidad por los suelos.

El hombre sonríe.
Una sonrisa peligrosa,
pero dulce de una forma que no entiendo.

Oz:
—Pero tú ya sabes hacerlo, Lili.
Tú tienes el poder del Caos latiendo en tu corazón,
en tu sangre…
Eres como este poste:
una linda florecilla indestructible.

Se inclina un poco más,
y con un gesto elegante, casi teatral, añade:

Oz:
—Déjame presentarme.
Soy Oz.
Tu abuelo…
el padre de Jennifer.

El aire se me corta.

Él continúa:

Oz:
—Tu madre estará preocupada.
Deberías volver a casa.
Tranquila…
todo es nuevo para ti.
Descansa.
Yo te enseñaré lo que tu legado significa.

Y antes de que pueda decir nada,
con un simple movimiento de su mano derecha
me envuelve una onda suave,
como un parpadeo del universo.

Cuando abro los ojos
estoy frente a casa.

Ayane está preparando la cena.
Huele delicioso…
pero sólo hay dos platos en la mesa esta vez.

Ella me ve.
No dice nada.
Me abraza, me besa la frente
y con un tono suave, como temiendo romper algo, dice:

Ayane:
—Ve a lavarte las manos antes de cenar, mi amor.

Y obedezco,
ocultando mis nudillos heridos,
la sangre seca…
y el recuerdo del hombre
que me llamó florecilla indestructible.

Ozma
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