• La Lágrima del Primer Olvido
    Fandom OC
    Categoría Aventura
    Gin Katsuragi

    El eco del corazón de Umbra aún latía en sus manos. Miyabi se arrodilló en medio de un claro que parecia no existir en ningún mapa, un lugar lleno de árboles cuya corteza temblaba con la respiración del tiempo pero que reflejaba su antigua aldea tal y como la recordaba.

    Acababa de dejar atrás el abismo, el lugar donde había arrancado el primer ingrediente para la Llama del Juicio.

    Pero el mundo que la recibia ahora no era el suyo. La hierba era más alta de lo que recordaba, el cielo más limpio, y el aire tan inocente que le provocaba paz. No había ruinas ni cicatrices ni la aldea destruída que recordaba; tampoco rastros de la guerra que habia empezado el clan del fenix negro.
    Se levantó lentamente, con el ceño fruncido —¿Dónde estoy...? —murmuró hasta sentir una presencia lejana y temblorosa, como un susurro que nacía del mismo suelo. Algo que no era ni alma ni materia: La Lágrima del Primer Olvido estaba cerca. Era un cristal puro, nacido del olvido absoluto de un ser que había renunciado a su nombre, a su forma y a su propósito, y que aún así, seguía caminando y la única forma de obtenerla era cambiando lugares con aquel ser.

    Miyabi se estremeció.. El corazón de Umbra en sus manos palpitó de nuevo, y por un instante, sus memorias parpadearon. Vió el rostro de Gin, su prometido, antes de que el abismo se los tragara. ¿Estaba él aquí también? ¿En este mundo? ¿Había sido arrastrado por la grieta que el corazón había abierto?

    —Gin... —susurró. Y el viento pareció conocer ese nombre. Pero ella ya no estaba segura de recordarlo.

    El tiempo había comenzado a deshilacharse y Miyabi estaba caminando hacia el lugar donde los recuerdos mueren.
    [Katsuragi01] El eco del corazón de Umbra aún latía en sus manos. Miyabi se arrodilló en medio de un claro que parecia no existir en ningún mapa, un lugar lleno de árboles cuya corteza temblaba con la respiración del tiempo pero que reflejaba su antigua aldea tal y como la recordaba. Acababa de dejar atrás el abismo, el lugar donde había arrancado el primer ingrediente para la Llama del Juicio. Pero el mundo que la recibia ahora no era el suyo. La hierba era más alta de lo que recordaba, el cielo más limpio, y el aire tan inocente que le provocaba paz. No había ruinas ni cicatrices ni la aldea destruída que recordaba; tampoco rastros de la guerra que habia empezado el clan del fenix negro. Se levantó lentamente, con el ceño fruncido —¿Dónde estoy...? —murmuró hasta sentir una presencia lejana y temblorosa, como un susurro que nacía del mismo suelo. Algo que no era ni alma ni materia: La Lágrima del Primer Olvido estaba cerca. Era un cristal puro, nacido del olvido absoluto de un ser que había renunciado a su nombre, a su forma y a su propósito, y que aún así, seguía caminando y la única forma de obtenerla era cambiando lugares con aquel ser. Miyabi se estremeció.. El corazón de Umbra en sus manos palpitó de nuevo, y por un instante, sus memorias parpadearon. Vió el rostro de Gin, su prometido, antes de que el abismo se los tragara. ¿Estaba él aquí también? ¿En este mundo? ¿Había sido arrastrado por la grieta que el corazón había abierto? —Gin... —susurró. Y el viento pareció conocer ese nombre. Pero ella ya no estaba segura de recordarlo. El tiempo había comenzado a deshilacharse y Miyabi estaba caminando hacia el lugar donde los recuerdos mueren.
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  • [ 𝑴𝒆 𝒅𝒆𝒎𝒐𝒔𝒕𝒓𝒂𝒔𝒕𝒆 𝒄𝒐𝒎𝒐 𝒆𝒓𝒂 𝒆𝒍 𝒄𝒊𝒆𝒍𝒐, 𝒂𝒉𝒐𝒓𝒂 𝒅é𝒋𝒂𝒎𝒆 𝒍𝒍𝒆𝒗𝒂𝒓𝒕𝒆 𝒂 𝒎𝒊 𝒊𝒏𝒇𝒊𝒆𝒓𝒏𝒐 — 𝐁𝐄𝐋𝐋𝐀 𝐂𝐈𝐀𝐎. | 𝟎𝟎 ]





    Mucho antes de nacer, su vida había dejado de pertenecerle. El destino del hombre que sería estaba escrito, marcado en su piel como un animal antes incluso de respirar, antes de que pudiera si quiera abrir los ojos.

    A los veinte años, su padre terminó de forjarlo. Aquella maldita bestia sin alma.
    La más mínima molestia desaparecía de su camino con la facilidad de un suspiro. No había pena, no existía culpa; la vida ajena no valía nada. Eran sacos de carne desechables, basura humana. Y él había aprendido a tratarlos así.

    Se rodeaba únicamente de perros amaestrados, piezas útiles que podía controlar a voluntad. El resto no merecía ni una mirada. Nadie osaba cuestionarlo, ni siquiera dentro de su propia familia, porque quien lo hacía estaba condenado al mismo infierno que él sabía construir con sus propias manos. Matar dejó de ser un acto aislado: se volvió rutina. Un hábito tedioso, otro labor más de su existencia.

    Ese brillo en los ojos, esa arrogancia cruel, no eran rasgos humanos. La manipulación, el engaño, la máscara de caballerosidad que lo hacía parecer inofensivo, todo estaba incrustado en su carne y en sus huesos. Sostener cabezas aún calientes, con la sangre escurriéndose entre sus dedos, se volvió casi natural. No podía ser de otra forma: había sido moldeado para ello, convertido en un arma desde el primer día. El primogénito de los Di Conti. Ese era su mundo, su condena.

    Nunca soñó con felicidad, ni con ternura, ni con misericordia. Esos conceptos no existían en su diccionario. Solo había un hueco, un vacío incapaz de llenarse. Un muñeco sin alma, un instrumento de obediencia. Incluso al renunciar al apellido, incluso al huir y forjarse un nuevo nombre, la redención nunca llegó. Solo encontró nuevas máscaras, nuevas culpas, nuevas sombras que lo siguieron siempre. Y en esa huida arrastró a todos los que se acercaron demasiado: Rubí, Kiev… nadie escapó limpio de su mancha, mucho menos ahora Vanya.

    Pero algo cambió. Algo que jamás esperaba.
    La muerte llegó para reclamarlo y, aun así, no lo aceptó. Fue condenado de otra manera ¿Qué tan maldito debía estar para que incluso la muerte lo negara?

    Entonces lo sintió. Por primera vez. La conciencia. Ese peso en el pecho que ardía y quemaba como un fuego lento. Lo odiaba. Sentir era debilidad. Pero en las noches la pregunta volvía, implacable, como un cuchillo girando en lo hondo. Durante el último año había probado emociones que lo desgarraban y lo embriagaban a la vez volviéndose casi adicto a sentirlo de varias formas. Había sentido, aunque fuese por segundos, algo parecido a la vida. Algo parecido a ser humano.

    ¿Podía ser feliz? ¿Podía robarle a su condena un instante de paz, aunque efímero?

    No era un santo ni lo sería jamás, lo sabía. Pero esos ojos… esos malditos ojos no veían al monstruo. Lo miraban con ternura, con esperanza, como si aún hubiese algo digno de salvarse. Y eso dolía. Dolía más que cualquier bala, más que cualquier herida. Porque en el fondo temía que lo que más odiaba fuese, justamente, la posibilidad de que todavía quedara un hombre debajo de toda esa sangre.



    [ ... ]


    𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠𝐥𝐢𝐚𝐭𝐨…

    Fue una de esas mañanas en que el sol se empeñó en iluminar incluso lo que uno preferiría mantener en la sombra. La claridad entró sin permiso, molestándole los párpados hasta obligarlo a cubrirse el rostro con la mano. Sus ojos dorados se abrieron con desgano; Ryan solía levantarse sin problemas, pero esa vez no había dormido bien por los últimos informes que había recibido sobre la situación del ruso y la próxima reunión que esperaba que calmará todo. De igual manera, la cita que tenía lo valía todo.

    𝐎𝐡 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐜𝐢𝐚𝐨…

    Guardaba en secreto lo más frágil y lo más peligroso que tenía: ella. Una leona que había logrado colarse en su cabeza, rompiendo poco a poco la dureza que siempre lo había acompañado. No supo en qué momento pasó, solo sabía que entre salidas, miradas cómplices, sonrisas robadas y esa forma en que lo miraba, terminó desarmado frente a ella.

    𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠𝐥𝐢𝐚𝐭𝐨… 𝐞 𝐡𝐨 𝐭𝐫𝐨𝐯𝐚𝐭𝐨 𝐥’𝐢𝐧𝐯𝐚𝐬𝐨𝐫.

    En su teléfono aún guardaba una foto, la prueba de que no lo había soñado. Una imagen capaz de arrancarle una sonrisa incluso en medio de la sangre y los informes de la guerra contra el ruso. Cada domingo, cada instante, cada recuerdo: ahí estaba ella.

    Ese día, al terminar de abotonarse la camisa, sus hombros tensos parecieron ceder un poco. El punto de encuentro era una plaza tranquila, casi inocente. No faltaron las bromas, las miradas que quemaban bajo la piel, ni ese beso robado que un niño interrumpió al pasar cerca.

    𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐠𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐚… 𝐨𝐡 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨…

    El viaje en auto los llevó a un sitio apartado, demasiado silencioso. La calma parecía tan perfecta que resultaba sospechosa. Ella sonreía, pero en sus ojos había un nerviosismo imposible de ocultar. Bastó el crujido de una rama para romper la paz, y el silencio se volvió pesado, casi insoportable, con esa presencia invisible de enemigos que siempre parecían acecharlo.

    𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐠𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐚… ché 𝐦𝐢 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐢 𝐦𝐨𝐫𝐢𝐫.

    La distancia se hizo enorme en un segundo. Un instante la tenía en sus brazos y al siguiente estaba más cerca del enemigo que de él. Buscó su mirada, queriendo encontrar miedo o desconcierto en ella, pero en su lugar apareció la puntería de varias armas. Los hombres armados lo obligaron a retroceder, a mantenerse lejos. Lo que más lo golpeó no fue el arma, sino verla sin sorpresa en el rostro, como si lo hubiera sabido desde antes. Entonces escuchó la voz de su primo, dulce y venenosa, confirmando lo que ya intuía: una traición. Y las palabras de ella terminaron por firmar su condena.

    Intentó reaccionar, pero fue tarde.

    La primera bala le atravesó el pecho con un estallido seco, directo al ventrículo izquierdo. El golpe lo hizo arquearse hacia atrás, el aire se le escapó de golpe en un jadeo áspero y metálico. Sintió el corazón estallar dentro de su caja torácica, cada latido convertido en un espasmo inútil que expulsaba sangre a borbotones. La camisa blanca se manchó de inmediato, tiñéndose en rojo oscuro mientras sus dedos temblorosos intentaban cubrir la herida, inútilmente. El dolor no era solo físico; era como si lo hubieran arrancado de raíz, como si su propia vida se desangrara en cuestión de segundos.

    Apenas logró inhalar, el segundo disparo llegó. La bala le atravesó el cráneo con un estruendo sordo, despojándolo del mundo en un destello blanco. Por un instante lo invadió un zumbido absoluto, como si el universo entero se partiera en dos, y después vino la nada: helada e impecable.

    Y la última figura que alcanzó a ver, justo antes de que todo se apagara, fue la de ella.


    ❝ - 𝑨𝒚𝒍𝒂 ❞


    El cuerpo del italiano se desplomó con un golpe sordo contra la hierba húmeda. El silencio que siguió fue más cruel que el propio disparo, como si el mundo entero contuviera el aliento para contemplar su caída.

    La sangre brotó al principio en un hilo fino, tímido… pero pronto se desbordó, oscura y espesa, extendiéndose sobre el césped como un manto carmesí. El contraste con el verde fresco resultaba casi obsceno, un cuadro grotesco pintado por la muerte misma.


    ❝ - ¿𝑷𝒖𝒆𝒅𝒆𝒔 𝒑𝒓𝒐𝒎𝒆𝒕𝒆𝒓𝒎𝒆 𝒏𝒖𝒏𝒄𝒂 𝒕𝒓𝒂𝒊𝒄𝒊𝒐𝒏𝒂𝒓𝒎𝒆? ❞


    La camisa blanca, elegida aquella mañana, se tiñó lentamente, manchándose de rojo como si la tela hubiera esperado ese destino desde siempre. Cada pliegue, cada costura, absorbía la sangre hasta volverse una segunda piel marcada por la violencia.

    El aire olía a hierro. Y mientras los segundos se alargaban, la quietud del cadáver se volvía más aterradora que el estruendo de la bala que lo había derribado.


    ❝ - 𝑷𝒐𝒓𝒒𝒖𝒆 𝒔𝒊 𝒍𝒐 𝒉𝒂𝒄𝒆𝒔... ❞


    Los ojos quedaron abiertos, vacíos, mirando hacia ninguna parte. El brillo que alguna vez desafiaba al mundo entero se había apagado para siempre. El pecho, inmóvil, sin señal de vida. Una respiración que nunca volvió.


    ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂...❞


    La canasta del picnic rodó hasta volcarse, derramando pan, frutas y vino sobre la tierra como una ofrenda rota a los dioses crueles del destino. El líquido carmesí se mezcló con la sangre en el suelo, confundiendo vida y muerte en una misma mancha.

    A un costado, los lentes de sol yacían olvidados, inútiles, como si aún pretendieran protegerlo de un sol que ya no podía ver.

    —Está muerto —anunció uno de los hombres, la voz áspera, definitiva. Había rodeado a ambos junto con los demás, y al tocar el cuello de Ryan no encontró pulso alguno..


    ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂 𝒕𝒆𝒏𝒆𝒓 𝒒𝒖𝒆 𝒎𝒂𝒕𝒂𝒓𝒕𝒆.❞


    Pero entonces, una mano emergió de la hierba ensangrentada y detuvo el movimiento de aquel hombre antes de que pensaran en irse, un agarre firme, con un peso que desafiaba el mismo silencio que habia reinado el lugar.


    — ¿A dónde vas, hijo de puta? — gruñó una voz familiar, rota por el dolor pero mezclada con rabia. Ryan miro a este hombre antes de jalarlo hacia el, escasos centímetros antes de tomar su cuello y romperlo.
    [ 𝑴𝒆 𝒅𝒆𝒎𝒐𝒔𝒕𝒓𝒂𝒔𝒕𝒆 𝒄𝒐𝒎𝒐 𝒆𝒓𝒂 𝒆𝒍 𝒄𝒊𝒆𝒍𝒐, 𝒂𝒉𝒐𝒓𝒂 𝒅é𝒋𝒂𝒎𝒆 𝒍𝒍𝒆𝒗𝒂𝒓𝒕𝒆 𝒂 𝒎𝒊 𝒊𝒏𝒇𝒊𝒆𝒓𝒏𝒐 — 𝐁𝐄𝐋𝐋𝐀 𝐂𝐈𝐀𝐎. | 𝟎𝟎 ] Mucho antes de nacer, su vida había dejado de pertenecerle. El destino del hombre que sería estaba escrito, marcado en su piel como un animal antes incluso de respirar, antes de que pudiera si quiera abrir los ojos. A los veinte años, su padre terminó de forjarlo. Aquella maldita bestia sin alma. La más mínima molestia desaparecía de su camino con la facilidad de un suspiro. No había pena, no existía culpa; la vida ajena no valía nada. Eran sacos de carne desechables, basura humana. Y él había aprendido a tratarlos así. Se rodeaba únicamente de perros amaestrados, piezas útiles que podía controlar a voluntad. El resto no merecía ni una mirada. Nadie osaba cuestionarlo, ni siquiera dentro de su propia familia, porque quien lo hacía estaba condenado al mismo infierno que él sabía construir con sus propias manos. Matar dejó de ser un acto aislado: se volvió rutina. Un hábito tedioso, otro labor más de su existencia. Ese brillo en los ojos, esa arrogancia cruel, no eran rasgos humanos. La manipulación, el engaño, la máscara de caballerosidad que lo hacía parecer inofensivo, todo estaba incrustado en su carne y en sus huesos. Sostener cabezas aún calientes, con la sangre escurriéndose entre sus dedos, se volvió casi natural. No podía ser de otra forma: había sido moldeado para ello, convertido en un arma desde el primer día. El primogénito de los Di Conti. Ese era su mundo, su condena. Nunca soñó con felicidad, ni con ternura, ni con misericordia. Esos conceptos no existían en su diccionario. Solo había un hueco, un vacío incapaz de llenarse. Un muñeco sin alma, un instrumento de obediencia. Incluso al renunciar al apellido, incluso al huir y forjarse un nuevo nombre, la redención nunca llegó. Solo encontró nuevas máscaras, nuevas culpas, nuevas sombras que lo siguieron siempre. Y en esa huida arrastró a todos los que se acercaron demasiado: Rubí, Kiev… nadie escapó limpio de su mancha, mucho menos ahora Vanya. Pero algo cambió. Algo que jamás esperaba. La muerte llegó para reclamarlo y, aun así, no lo aceptó. Fue condenado de otra manera ¿Qué tan maldito debía estar para que incluso la muerte lo negara? Entonces lo sintió. Por primera vez. La conciencia. Ese peso en el pecho que ardía y quemaba como un fuego lento. Lo odiaba. Sentir era debilidad. Pero en las noches la pregunta volvía, implacable, como un cuchillo girando en lo hondo. Durante el último año había probado emociones que lo desgarraban y lo embriagaban a la vez volviéndose casi adicto a sentirlo de varias formas. Había sentido, aunque fuese por segundos, algo parecido a la vida. Algo parecido a ser humano. ¿Podía ser feliz? ¿Podía robarle a su condena un instante de paz, aunque efímero? No era un santo ni lo sería jamás, lo sabía. Pero esos ojos… esos malditos ojos no veían al monstruo. Lo miraban con ternura, con esperanza, como si aún hubiese algo digno de salvarse. Y eso dolía. Dolía más que cualquier bala, más que cualquier herida. Porque en el fondo temía que lo que más odiaba fuese, justamente, la posibilidad de que todavía quedara un hombre debajo de toda esa sangre. [ ... ] 𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠𝐥𝐢𝐚𝐭𝐨… Fue una de esas mañanas en que el sol se empeñó en iluminar incluso lo que uno preferiría mantener en la sombra. La claridad entró sin permiso, molestándole los párpados hasta obligarlo a cubrirse el rostro con la mano. Sus ojos dorados se abrieron con desgano; Ryan solía levantarse sin problemas, pero esa vez no había dormido bien por los últimos informes que había recibido sobre la situación del ruso y la próxima reunión que esperaba que calmará todo. De igual manera, la cita que tenía lo valía todo. 𝐎𝐡 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐜𝐢𝐚𝐨… Guardaba en secreto lo más frágil y lo más peligroso que tenía: ella. Una leona que había logrado colarse en su cabeza, rompiendo poco a poco la dureza que siempre lo había acompañado. No supo en qué momento pasó, solo sabía que entre salidas, miradas cómplices, sonrisas robadas y esa forma en que lo miraba, terminó desarmado frente a ella. 𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠𝐥𝐢𝐚𝐭𝐨… 𝐞 𝐡𝐨 𝐭𝐫𝐨𝐯𝐚𝐭𝐨 𝐥’𝐢𝐧𝐯𝐚𝐬𝐨𝐫. En su teléfono aún guardaba una foto, la prueba de que no lo había soñado. Una imagen capaz de arrancarle una sonrisa incluso en medio de la sangre y los informes de la guerra contra el ruso. Cada domingo, cada instante, cada recuerdo: ahí estaba ella. Ese día, al terminar de abotonarse la camisa, sus hombros tensos parecieron ceder un poco. El punto de encuentro era una plaza tranquila, casi inocente. No faltaron las bromas, las miradas que quemaban bajo la piel, ni ese beso robado que un niño interrumpió al pasar cerca. 𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐠𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐚… 𝐨𝐡 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨… El viaje en auto los llevó a un sitio apartado, demasiado silencioso. La calma parecía tan perfecta que resultaba sospechosa. Ella sonreía, pero en sus ojos había un nerviosismo imposible de ocultar. Bastó el crujido de una rama para romper la paz, y el silencio se volvió pesado, casi insoportable, con esa presencia invisible de enemigos que siempre parecían acecharlo. 𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐠𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐚… ché 𝐦𝐢 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐢 𝐦𝐨𝐫𝐢𝐫. La distancia se hizo enorme en un segundo. Un instante la tenía en sus brazos y al siguiente estaba más cerca del enemigo que de él. Buscó su mirada, queriendo encontrar miedo o desconcierto en ella, pero en su lugar apareció la puntería de varias armas. Los hombres armados lo obligaron a retroceder, a mantenerse lejos. Lo que más lo golpeó no fue el arma, sino verla sin sorpresa en el rostro, como si lo hubiera sabido desde antes. Entonces escuchó la voz de su primo, dulce y venenosa, confirmando lo que ya intuía: una traición. Y las palabras de ella terminaron por firmar su condena. Intentó reaccionar, pero fue tarde. La primera bala le atravesó el pecho con un estallido seco, directo al ventrículo izquierdo. El golpe lo hizo arquearse hacia atrás, el aire se le escapó de golpe en un jadeo áspero y metálico. Sintió el corazón estallar dentro de su caja torácica, cada latido convertido en un espasmo inútil que expulsaba sangre a borbotones. La camisa blanca se manchó de inmediato, tiñéndose en rojo oscuro mientras sus dedos temblorosos intentaban cubrir la herida, inútilmente. El dolor no era solo físico; era como si lo hubieran arrancado de raíz, como si su propia vida se desangrara en cuestión de segundos. Apenas logró inhalar, el segundo disparo llegó. La bala le atravesó el cráneo con un estruendo sordo, despojándolo del mundo en un destello blanco. Por un instante lo invadió un zumbido absoluto, como si el universo entero se partiera en dos, y después vino la nada: helada e impecable. Y la última figura que alcanzó a ver, justo antes de que todo se apagara, fue la de ella. ❝ - 𝑨𝒚𝒍𝒂 ❞ El cuerpo del italiano se desplomó con un golpe sordo contra la hierba húmeda. El silencio que siguió fue más cruel que el propio disparo, como si el mundo entero contuviera el aliento para contemplar su caída. La sangre brotó al principio en un hilo fino, tímido… pero pronto se desbordó, oscura y espesa, extendiéndose sobre el césped como un manto carmesí. El contraste con el verde fresco resultaba casi obsceno, un cuadro grotesco pintado por la muerte misma. ❝ - ¿𝑷𝒖𝒆𝒅𝒆𝒔 𝒑𝒓𝒐𝒎𝒆𝒕𝒆𝒓𝒎𝒆 𝒏𝒖𝒏𝒄𝒂 𝒕𝒓𝒂𝒊𝒄𝒊𝒐𝒏𝒂𝒓𝒎𝒆? ❞ La camisa blanca, elegida aquella mañana, se tiñó lentamente, manchándose de rojo como si la tela hubiera esperado ese destino desde siempre. Cada pliegue, cada costura, absorbía la sangre hasta volverse una segunda piel marcada por la violencia. El aire olía a hierro. Y mientras los segundos se alargaban, la quietud del cadáver se volvía más aterradora que el estruendo de la bala que lo había derribado. ❝ - 𝑷𝒐𝒓𝒒𝒖𝒆 𝒔𝒊 𝒍𝒐 𝒉𝒂𝒄𝒆𝒔... ❞ Los ojos quedaron abiertos, vacíos, mirando hacia ninguna parte. El brillo que alguna vez desafiaba al mundo entero se había apagado para siempre. El pecho, inmóvil, sin señal de vida. Una respiración que nunca volvió. ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂...❞ La canasta del picnic rodó hasta volcarse, derramando pan, frutas y vino sobre la tierra como una ofrenda rota a los dioses crueles del destino. El líquido carmesí se mezcló con la sangre en el suelo, confundiendo vida y muerte en una misma mancha. A un costado, los lentes de sol yacían olvidados, inútiles, como si aún pretendieran protegerlo de un sol que ya no podía ver. —Está muerto —anunció uno de los hombres, la voz áspera, definitiva. Había rodeado a ambos junto con los demás, y al tocar el cuello de Ryan no encontró pulso alguno.. ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂 𝒕𝒆𝒏𝒆𝒓 𝒒𝒖𝒆 𝒎𝒂𝒕𝒂𝒓𝒕𝒆.❞ Pero entonces, una mano emergió de la hierba ensangrentada y detuvo el movimiento de aquel hombre antes de que pensaran en irse, un agarre firme, con un peso que desafiaba el mismo silencio que habia reinado el lugar. — ¿A dónde vas, hijo de puta? — gruñó una voz familiar, rota por el dolor pero mezclada con rabia. Ryan miro a este hombre antes de jalarlo hacia el, escasos centímetros antes de tomar su cuello y romperlo.
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  • Niklas siempre ha sido un titán frente a cualquier exceso: drogas, alcohol, noches interminables. Nunca perdió la compostura, mucho menos el conocimiento, aunque llevara en el cuerpo dosis capaces de tumbar a un elefante. Pero esta mañana es diferente.

    Apenas logra incorporarse, los músculos apenas le responden y la mente es un pasaje en blanco.

    Parpadea, la luz le hiere. Mira alrededor, lento, desconcertado. No reconoce la cama bajo su piel desnuda, ni las paredes, ni el perfume que flota en el aire. Menos aún a la figura que le acompaña, unos ojos que parecen atravesarle.

    Busca un ancla en sus recuerdos, pero el vacío es absoluto: no sabe qué hacía hace un momento, como comenzó la noche, qué traía puesto... ni siquiera quién demonios es. Hasta su propio nombre se le escapa.

    ⸻ ¿Qué mierda pasó? ⸻bufa, la voz ronca, resaca y desconcierto⸻ ¿Dónde estamos? ⸻se lleva una mano al rostro, intentando recuperar la noción... en vano.
    Niklas siempre ha sido un titán frente a cualquier exceso: drogas, alcohol, noches interminables. Nunca perdió la compostura, mucho menos el conocimiento, aunque llevara en el cuerpo dosis capaces de tumbar a un elefante. Pero esta mañana es diferente. Apenas logra incorporarse, los músculos apenas le responden y la mente es un pasaje en blanco. Parpadea, la luz le hiere. Mira alrededor, lento, desconcertado. No reconoce la cama bajo su piel desnuda, ni las paredes, ni el perfume que flota en el aire. Menos aún a la figura que le acompaña, unos ojos que parecen atravesarle. Busca un ancla en sus recuerdos, pero el vacío es absoluto: no sabe qué hacía hace un momento, como comenzó la noche, qué traía puesto... ni siquiera quién demonios es. Hasta su propio nombre se le escapa. ⸻ ¿Qué mierda pasó? ⸻bufa, la voz ronca, resaca y desconcierto⸻ ¿Dónde estamos? ⸻se lleva una mano al rostro, intentando recuperar la noción... en vano.
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  • 𝐂𝐚𝐩í𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐈𝐈𝐈 – “𝐃𝐢𝐨𝐬𝐚 𝐝𝐞𝐥 𝐂𝐚𝐨𝐬”

    La discoteca más exclusiva de Nueva York estaba hecha para ella. No para la alta sociedad, no para los artistas, no para los millonarios aburridos. No: para Deianira Zhorkeas. Su entrada al lugar fue una escena coreografiada por el destino; flashes, miradas, un vestido plateado que parecía derretirse sobre su piel, y una seguridad arrogante que convertía la pista en su pasarela privada.

    Las copas se alzaron en su honor. La gente susurraba su nombre como si fuese un conjuro. Y Deianira, con la pupila dilatada y la sonrisa de alguien que ya había probado demasiado de todo, absorbía cada segundo como un aplauso eterno.

    —Brindemos por mí —dijo, elevando una copa de vodka cristalino, con ese tono de broma que no era broma en absoluto.

    El DJ cambió la música solo porque ella había llegado, mezclando su voz en un “welcome queen” improvisado que hizo que el lugar estallara. Pero entre la euforia y los destellos, alguien la observaba desde el bar: un hombre trajeado, con mirada calculadora. No era fan. No era uno de esos que la deseaban como un trofeo. Era un competidor, un inversor de la industria cosmética que había querido comprar parte de Detroyer of Men y al que ella había rechazado con crueldad.

    Él levantó su vaso hacia ella con una media sonrisa. Ella, altiva, respondió con un movimiento de cejas, como quien pisa una hormiga invisible. Pero el gesto la perturbó más de lo que admitió.

    La noche siguió en espiral. Risas, drogas en el baño, besos robados a un desconocido que no recordaría en la mañana. Todo un espectáculo de excesos que ella sabía manejar como nadie. Pero en un rincón de su mente, esa mirada fría seguía clavada, como una advertencia: su imperio no era intocable.

    Deianira salió del club cuando amanecía, rodeada de un séquito de almas perdidas que la seguían como devotos de una diosa del caos. Subió a su coche con la carcajada todavía en los labios, pero al mirarse en el espejo retrovisor, se detuvo. El maquillaje estaba intacto, sí… pero había un cansancio extraño en sus ojos celestes.

    La diosa parecía humana por un instante.

    Sacó una bolsita plateada del bolso y la dejó sobre sus rodillas.

    —Aún no, cariño —susurró, como si hablara con ella. Y con un gesto brusco, la guardó de nuevo.

    El coche arrancó. Afuera, Nueva York despertaba. Y Deianira, entre humo y cristal, se convencía de que aún tenía el control.

    Aunque la grieta ya empezaba a abrirse.
    𝐂𝐚𝐩í𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐈𝐈𝐈 – “𝐃𝐢𝐨𝐬𝐚 𝐝𝐞𝐥 𝐂𝐚𝐨𝐬” La discoteca más exclusiva de Nueva York estaba hecha para ella. No para la alta sociedad, no para los artistas, no para los millonarios aburridos. No: para Deianira Zhorkeas. Su entrada al lugar fue una escena coreografiada por el destino; flashes, miradas, un vestido plateado que parecía derretirse sobre su piel, y una seguridad arrogante que convertía la pista en su pasarela privada. Las copas se alzaron en su honor. La gente susurraba su nombre como si fuese un conjuro. Y Deianira, con la pupila dilatada y la sonrisa de alguien que ya había probado demasiado de todo, absorbía cada segundo como un aplauso eterno. —Brindemos por mí —dijo, elevando una copa de vodka cristalino, con ese tono de broma que no era broma en absoluto. El DJ cambió la música solo porque ella había llegado, mezclando su voz en un “welcome queen” improvisado que hizo que el lugar estallara. Pero entre la euforia y los destellos, alguien la observaba desde el bar: un hombre trajeado, con mirada calculadora. No era fan. No era uno de esos que la deseaban como un trofeo. Era un competidor, un inversor de la industria cosmética que había querido comprar parte de Detroyer of Men y al que ella había rechazado con crueldad. Él levantó su vaso hacia ella con una media sonrisa. Ella, altiva, respondió con un movimiento de cejas, como quien pisa una hormiga invisible. Pero el gesto la perturbó más de lo que admitió. La noche siguió en espiral. Risas, drogas en el baño, besos robados a un desconocido que no recordaría en la mañana. Todo un espectáculo de excesos que ella sabía manejar como nadie. Pero en un rincón de su mente, esa mirada fría seguía clavada, como una advertencia: su imperio no era intocable. Deianira salió del club cuando amanecía, rodeada de un séquito de almas perdidas que la seguían como devotos de una diosa del caos. Subió a su coche con la carcajada todavía en los labios, pero al mirarse en el espejo retrovisor, se detuvo. El maquillaje estaba intacto, sí… pero había un cansancio extraño en sus ojos celestes. La diosa parecía humana por un instante. Sacó una bolsita plateada del bolso y la dejó sobre sus rodillas. —Aún no, cariño —susurró, como si hablara con ella. Y con un gesto brusco, la guardó de nuevo. El coche arrancó. Afuera, Nueva York despertaba. Y Deianira, entre humo y cristal, se convencía de que aún tenía el control. Aunque la grieta ya empezaba a abrirse.
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  • La carpa está en penumbra, iluminada solo por algunas linternas colgantes que oscilan suavemente con el viento nocturno. Se escucha un crujido: un par de figuras encapuchadas se cuelan entre las cortinas, cuchicheando y revisando las cajas de utilería. De pronto, una voz clara y suave resuena en la oscuridad.

    Showman (tono casual):
    —Oh... qué sorpresa tan encantadora.

    Los ladrones se tensan y giran. El showman está de pie sobre el escenario, iluminado por un único haz de luz que parece haber surgido de la nada. Sonríe, con su bastón apoyado en el hombro.

    Showman (caminando lentamente hacia ellos):
    —Verán, no es común tener visitantes a estas horas. Pero me gusta pensar que toda interrupción es... —da un giro elegante con el bastón— ...una oportunidad para entretener.

    Los ladrones se miran entre sí, uno de ellos da un paso atrás. El showman sigue avanzando sin perder la sonrisa.

    Showman (tono amable, casi alegre):
    —Qué bueno que vienen. Me faltaba gente para el acto de las bestias.

    De pronto, las linternas parpadean y la carpa se llena de un resplandor rojizo, casi sobrenatural. La luz proyecta sombras monstruosas de los objetos del circo sobre la lona, como si todo cobrara vida. Se escuchan dos respiraciones entrecortadas y, de repente, dos gritos ahogados se rompen en el aire.

    El resplandor desaparece. Silencio absoluto.

    Cuando las luces vuelven a su tono normal, el showman está solo en medio de la carpa. Su bastón golpea suavemente el suelo, y sonríe para sí mismo.

    Showman (voz tranquila, casi como si hablara a alguien invisible):
    —Perfecto. Justo lo que necesitábamos para el ensayo.

    Hace una pequeña reverencia, como si hubiera terminado un acto frente a un público imaginario.
    La carpa está en penumbra, iluminada solo por algunas linternas colgantes que oscilan suavemente con el viento nocturno. Se escucha un crujido: un par de figuras encapuchadas se cuelan entre las cortinas, cuchicheando y revisando las cajas de utilería. De pronto, una voz clara y suave resuena en la oscuridad. Showman (tono casual): —Oh... qué sorpresa tan encantadora. Los ladrones se tensan y giran. El showman está de pie sobre el escenario, iluminado por un único haz de luz que parece haber surgido de la nada. Sonríe, con su bastón apoyado en el hombro. Showman (caminando lentamente hacia ellos): —Verán, no es común tener visitantes a estas horas. Pero me gusta pensar que toda interrupción es... —da un giro elegante con el bastón— ...una oportunidad para entretener. Los ladrones se miran entre sí, uno de ellos da un paso atrás. El showman sigue avanzando sin perder la sonrisa. Showman (tono amable, casi alegre): —Qué bueno que vienen. Me faltaba gente para el acto de las bestias. De pronto, las linternas parpadean y la carpa se llena de un resplandor rojizo, casi sobrenatural. La luz proyecta sombras monstruosas de los objetos del circo sobre la lona, como si todo cobrara vida. Se escuchan dos respiraciones entrecortadas y, de repente, dos gritos ahogados se rompen en el aire. El resplandor desaparece. Silencio absoluto. Cuando las luces vuelven a su tono normal, el showman está solo en medio de la carpa. Su bastón golpea suavemente el suelo, y sonríe para sí mismo. Showman (voz tranquila, casi como si hablara a alguien invisible): —Perfecto. Justo lo que necesitábamos para el ensayo. Hace una pequeña reverencia, como si hubiera terminado un acto frente a un público imaginario.
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  • Las macabras aventuras de Lilith
    Fandom Role Play Privado. Solo para amistades.
    Categoría Terror
    Estados Unidos, lugar donde te puedes encontrar de todo. Desde personas buenas, cariñosas y amables con buenos pensamientos, hasta personas malvadas con el fin de destruir con el fin de complacerse. De entre todas estas personas una de ellas, una mujer intenta hacerse un nombre en el mundo del crimen desde cero empezando por ganar dinero a través de la red oculta de internet. ¿Podrá ella cumplir sus objetivos? Si me preguntan desde que la conocí mi vida no ha sido mas que un infierno absoluto y sin sentido que ojalá nadie pueda vivirlo. Mi nombre es Sammie y tuve la desgracia de ser comprado por Lilith la protagonista de esta historia y la peor de mis pesadillas en todo sentido.
    Estados Unidos, lugar donde te puedes encontrar de todo. Desde personas buenas, cariñosas y amables con buenos pensamientos, hasta personas malvadas con el fin de destruir con el fin de complacerse. De entre todas estas personas una de ellas, una mujer intenta hacerse un nombre en el mundo del crimen desde cero empezando por ganar dinero a través de la red oculta de internet. ¿Podrá ella cumplir sus objetivos? Si me preguntan desde que la conocí mi vida no ha sido mas que un infierno absoluto y sin sentido que ojalá nadie pueda vivirlo. Mi nombre es Sammie y tuve la desgracia de ser comprado por Lilith la protagonista de esta historia y la peor de mis pesadillas en todo sentido.
    Tipo
    Grupal
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  • — Alza las cejas con eso de "la desaparición de todos los miembros"—

    ¿Y yo que estoy? ¿Pintada?

    — Vale que no le interesaba la casa en absoluto, pero un poquito de porfavor....—
    — Alza las cejas con eso de "la desaparición de todos los miembros"— ¿Y yo que estoy? ¿Pintada? — Vale que no le interesaba la casa en absoluto, pero un poquito de porfavor....—
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  • — ¹ —
    Fandom Disney; Tarzán
    Categoría Aventura
    El calor húmedo de la selva era algo a lo que Jane estaba más que acostumbrada, pero no las damas a las que desde hacía unos días estaba acompañando. Su padre, aunque no con mala intención, tenía a veces ideas penosas como, por ejemplo, usarla para que hiciera compañía a las esposas de sus "colegas" americanos que ni siquiera sentían un mínimo de atracción por lo que el buen misionero del señor Porter les contaba. En los ojos de esos hombres sólo se reflejaba el símbolo del dólar, la promesa de riqueza que esas tierras vírgenes ante ellos podrían proporcionarles. Sin embargo, los que hoy les acompañaban en su caminata por la espesa jungla parecían entusiasmados en adentrarse en territorio desconocido, aunque nunca osaban alejarse demasiado de en dónde tenían desplegado su campamento. Jane, que en cuestión de minutos se había escaqueado de su "labor" de niñera, caminaba unos pasos por delante de su padre, esquivando raíces y ramas bajas con la práctica de alguien que ya había tropezado suficientes veces como para aprender a caminar sobre el barro incluso con tacones. Con un cuaderno bajo el brazo y la emoción de quién ve algo nuevo y sorprendente, se detuvo a tomar notas sobre un pájaro de colores brillantes que chillaba como si estuviera insultándola.

    —¡Oye, no hace falta gritar tanto! —exclamó con media sonrisa, esbozando con rapidez los contornos del ave en su cuaderno y tratando de memorizar la amplia gama de colores que adornaban sus plumas. Ya no escuchaba ruido tras ella, así que supuso que los demás habrían tomado otro camino... Pero no temía perderse; confiaba en su buena orientación, o en otras palabras esperaba que sus propias huellas permanecieran intactas para saber cómo volver.

    —¿Qué tipo de pájaro eres tú, amiguito? Si dejaras caer una de tus plumas voluntariamente, me la llevaría como recuer... —antes de siquiera poder terminar la frase, escuchó un crujido extraño entre las ramas de unos enormes arbustos, a pocos metros de ella.

    Giró la cabeza, con cautela, y aunque su cuerpo se tensó ante la posibilidad de que el causante de aquel ruido fuera un animal enorme que pudiera arrollarla de un momento a otro... La curiosidad siempre sería la principal causante por la que Jane se metiera ella misma en la boca del lobo (o en ese caso, más probablemente de una pantera).

    Avanzó un par de pasos, con el cuaderno frente a ella a modo de escudo, como si aquello fuera a servirle de mucho. El ruido cesó por unos minutos, lo cual la envalentonó para extender una mano; la misma mano que apartó un par de espesas ramas y que, para su total sorpresa, acabó por rozar a ciegas algo que en absoluto tenía la textura de una rama, hoja, árbol o pelaje de cualquier animal que pudiera encontrarse en esos lares.

    Obviamente que la apartó de inmediato, aunque se quedó muy quieta en su lugar, incapaz de luchar contra la curiosidad que la caracterizaba desde que tenía memoria. ¿Qué era lo que se escondía ahí detrás...?
    El calor húmedo de la selva era algo a lo que Jane estaba más que acostumbrada, pero no las damas a las que desde hacía unos días estaba acompañando. Su padre, aunque no con mala intención, tenía a veces ideas penosas como, por ejemplo, usarla para que hiciera compañía a las esposas de sus "colegas" americanos que ni siquiera sentían un mínimo de atracción por lo que el buen misionero del señor Porter les contaba. En los ojos de esos hombres sólo se reflejaba el símbolo del dólar, la promesa de riqueza que esas tierras vírgenes ante ellos podrían proporcionarles. Sin embargo, los que hoy les acompañaban en su caminata por la espesa jungla parecían entusiasmados en adentrarse en territorio desconocido, aunque nunca osaban alejarse demasiado de en dónde tenían desplegado su campamento. Jane, que en cuestión de minutos se había escaqueado de su "labor" de niñera, caminaba unos pasos por delante de su padre, esquivando raíces y ramas bajas con la práctica de alguien que ya había tropezado suficientes veces como para aprender a caminar sobre el barro incluso con tacones. Con un cuaderno bajo el brazo y la emoción de quién ve algo nuevo y sorprendente, se detuvo a tomar notas sobre un pájaro de colores brillantes que chillaba como si estuviera insultándola. —¡Oye, no hace falta gritar tanto! —exclamó con media sonrisa, esbozando con rapidez los contornos del ave en su cuaderno y tratando de memorizar la amplia gama de colores que adornaban sus plumas. Ya no escuchaba ruido tras ella, así que supuso que los demás habrían tomado otro camino... Pero no temía perderse; confiaba en su buena orientación, o en otras palabras esperaba que sus propias huellas permanecieran intactas para saber cómo volver. —¿Qué tipo de pájaro eres tú, amiguito? Si dejaras caer una de tus plumas voluntariamente, me la llevaría como recuer... —antes de siquiera poder terminar la frase, escuchó un crujido extraño entre las ramas de unos enormes arbustos, a pocos metros de ella. Giró la cabeza, con cautela, y aunque su cuerpo se tensó ante la posibilidad de que el causante de aquel ruido fuera un animal enorme que pudiera arrollarla de un momento a otro... La curiosidad siempre sería la principal causante por la que Jane se metiera ella misma en la boca del lobo (o en ese caso, más probablemente de una pantera). Avanzó un par de pasos, con el cuaderno frente a ella a modo de escudo, como si aquello fuera a servirle de mucho. El ruido cesó por unos minutos, lo cual la envalentonó para extender una mano; la misma mano que apartó un par de espesas ramas y que, para su total sorpresa, acabó por rozar a ciegas algo que en absoluto tenía la textura de una rama, hoja, árbol o pelaje de cualquier animal que pudiera encontrarse en esos lares. Obviamente que la apartó de inmediato, aunque se quedó muy quieta en su lugar, incapaz de luchar contra la curiosidad que la caracterizaba desde que tenía memoria. ¿Qué era lo que se escondía ahí detrás...?
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  • ⠀⠀⠀Ella conocía el precio de los deseos mejor que nadie. Lo había visto arruinar destinos y sembrar tragedias tan hermosas como letales. Pero el precio más cruel, el más exquisito en su perversidad, era el que cobraba la autoconseción. Concederse un deseo a si misma era como abrir una herida en su propia alma y dejar que el Caos se alimentará de ella directamente. No era el miedo lo que la detenía, era el conocimiento absoluto de que jugar a ser la diosa y la suplicante era la única forma de trueque donde siempre, siempre, se perdía a si misma en el intercambio.
    ⠀⠀⠀Ella conocía el precio de los deseos mejor que nadie. Lo había visto arruinar destinos y sembrar tragedias tan hermosas como letales. Pero el precio más cruel, el más exquisito en su perversidad, era el que cobraba la autoconseción. Concederse un deseo a si misma era como abrir una herida en su propia alma y dejar que el Caos se alimentará de ella directamente. No era el miedo lo que la detenía, era el conocimiento absoluto de que jugar a ser la diosa y la suplicante era la única forma de trueque donde siempre, siempre, se perdía a si misma en el intercambio.
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  • 𝐃𝐄𝐒𝐏𝐄𝐃𝐈𝐃𝐀𝐒 𝐘 𝐏𝐑𝐎𝐌𝐄𝐒𝐀𝐒
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    El sonido de las flautas y los tambores retumbó en el gélido bosque, entrelazándose con los rezos funerarios. Pero ella los escuchaba distantes, como ecos que pertenecían a otro mundo. El amanecer se dejaba ver entre las hojas de los árboles, un cielo violeta adornado por la luz rojiza que iluminaba las nubes, anunciaba la llegada del alba sobre la ciudad de Dardania.

    ────Y ahora derramo estas libaciones para los ancestros y los espíritus guardianes de esta tierra... paz con la naturaleza... paz con los dioses.

    La madre del príncipe, la reina Temiste, se acercó a la pira de madera con una jarra entre sus manos y derramó el vino, la miel dorada y las gotas blancas de leche que oscurecieron la tierra húmeda al caer.

    Los dedos helados de Afro se cerraron con fuerza alrededor de la antorcha. Inspiró hondo el aire impregnado de neblina, tierra mojada e incienso; los ojos le escocían por el humo de las antorchas y parpadeó varias veces, conteniendo las lágrimas.

    Todas las miradas se volvieron hacia ella. Había llegado la hora.

    Avanzó hacia la pira, arrastrando los pies. Le sorprendió ser capaz de moverse, continuar con los procedimientos rituales del funeral, a pesar de que, por dentro, se sentía como una cascara vacía. El fuego de la antorcha se desató en llamas en la madera y las flores que rodeaban el cuerpo dispuesto sobre la pira. Las flamas danzantes envolvieron el cuerpo del príncipe en su cálido abrazo y lo consumieron. Afro se encogió detrás de su velo de luto.

    Observó su rostro por ultima vez. Lo apodaban el León de Dardania por su espesa melena de rizos dorados y las pecas bronceadas que salpicaban su nariz. En batalla peleaba implacable como una tormenta de acero y promesas de muerte. Y al igual que los leones, era imponente, feroz, imposible de ignorar. Afro repasó sus facciones, sus labios. Esos ojos grandes color avellana en los que ella se había visto reflejada tantas veces, ahora se encontraban cerrados para siempre y esa piel radiante y tersa, estaba pálida y grisácea.

    Ella misma se había encargado de prepararlo para la ocasión: le vistió con la túnica que a él tanto le gustaba; la misma que llevó la noche en que escaparon del palacio real y se unieron a la celebración en la Gran Plaza, mezclándose con la multitud cómo dos ciudadanos comunes que festejaban la llegada de la cosecha.

    Ahora las llamas devoraron ese recuerdo, junto a muchos otros: la primera vez que sus miradas se encontraron, su voz llamándola entre risas.

    El humo ascendía, y con él todo lo que vivieron se elevó hacia un lugar que ella no podía alcanzar.

    La urna con cenizas fue colocada frente a la estela con su nombre grabado en piedra. Ella permaneció de rodillas junto a esta, inmóvil, con el corazón destrozado, oprimiéndole en las costillas y escuchando cómo los demás se alejaban rumbo al palacio.

    La madre del príncipe se detuvo a su lado. Con un gesto contenido, posó la mano sobre su hombro, tan cálida, de tacto liso y familiar.

    ────Hija de la espuma y el cielo, su espíritu ha partido con honor. Esta tierra resguardará su nombre. Mientras el fuego de este reino permanezca encendido, él seguirá con nosotros.

    Entonces, inclinándose apenas hacia ella, su tono se suavizó.

    ────Él te amó y yo lo sé. Guárdalo y llévalo contigo. Porque ni las llamas, ni la muerte pueden arrebatártelo.

    El peso de su mano fue firme, a pesar del suave temblor que advirtió en su agarre. Luego se retiró en silencio, dejándole el espacio que ella necesitaba.

    Una sonrisa frágil asomó en los labios de Afro, entre la humedad de sus lágrimas. Tenue, pero sincera. Siempre había admirado eso de ella: incluso en la adversidad, se levantaba con la frente en alto. Con la espalda recta, los hombros firmes y esa mirada desafiando al mundo, con la fuerza de quién ha enfrentado mil batallas y era capaz de sostener el mundo sin vacilar.

    En ese instante, la diosa quiso beber de esa fortaleza.

    Los dedos de Afro rozaron la cerámica de la urna aún tibia. Eso... eso era lo único que quedaba del príncipe Anquises, el León de Dardania en el mundo.

    Apoyó su frente contra la estela y susurró plegarias sagradas que se mezclaron con el humo y la bruma. Con cuidado, colocó una corona de laurel y flores que ella misma había hecho y vertió una última libación de vino, dejando que el líquido humedeciera la piedra como un puente entre los vivos y los que ya no lo eran. Rozó la estela con un beso, un último beso de despedida, sellando su memoria en ese lugar. Deseándole un buen viaje hacia el Hades.

    Cada paso que arrastraba, alejándola del bosque sagrado, se sentía tan irreal, un sueño del que no podía despertar. La procesión se desvanecía tras ella, entre cánticos apagados y el humo del incienso que se perdía en la neblina. El sendero de tierra cubierto de hojas la condujo de regreso a las enormes murallas que protegían a la ciudad de Dardania, sus altas torres y murallas pálidas parecían más pesadas que nunca. Al cruzar sus puertas, el silencio se hizo más hondo que en el bosque.

    En sus calles reinaba un silencio sepulcral, las ventanas de las casas se abrían, los mercaderes comenzaban con sus actividades… nadie sonreía; la ciudad estaba en luto por la pérdida de su príncipe. Ella lo estaba por algo más profundo: había perdido a quién había sido su confidente, su amigo, el hombre que la diosa había escogido. Con quién había compartido secretos, risas y sueños que ahora parecían evaporarse en el aire.

    La sensación no mejoró al llegar al palacio. Cada rincón, cada recuerdo suyo que contenía en sus blancas paredes, dolía como un eco que retumbaba sin parar. No importaba a donde mirara, al comedor, a los largos pasillos o los jardines con sus frondosos árboles frutales, el espacio simplemente resentía la ausencia de Anquises.

    Afro se enjuagó las lágrimas con el puño y pese al dolor que la atravesaba, volvió a encarnar su papel de nodriza, el papel que el deber le exigía y que le ofreció un ancla estable en medio de la tormenta. Necesitaba buscar a alguien y sabía exactamente a donde ir.

    Lo encontró sentado en las solitarias escaleras que daban a los jardines; el pequeño príncipe Eneas jugueteaba distraídamente con una figura de un caballo de madera que tenía entre sus manos, balanceaba las piernas como si estuviera sumergido en el agua; un hábito suyo que, al observarlo continuamente, Afro había aprendido que era su forma particular de manifestar nerviosismo.

    ────Hola, mi príncipe... –dijo ella suavemente, con una sonrisa tenue para diluir el luto– ¿Puedo acompañarte?

    Eneas levantó la vista. Sus ojos grandes y enrojecidos buscaron a su nodriza entre la neblina de las lágrimas. Por un instante vaciló y luego asintió con la cabeza, apoyando la figura de madera sobre el peldaño. Él solía refugiarse en esa zona apartada del palacio cuando se sentía triste, cansado o a veces huía de las lecciones que todo príncipe debía aprender. Los sirvientes y demás miembros que vivían en el palacio no frecuentaban con regularidad esa área de los jardines, así que Eneas lo había reclamado como su espacio. Decía que ese era “su bosque” y él su guardián. A veces la invitaba a jugar allí, diciendo que ella era una invitada especial en la corte del bosque.

    Ese día, la corte estaba en silencio.

    ────Sí... me... me gustaría que te quedaras.

    Ella se sentó a su lado y juntos permanecieron en silencio, dejando que este se transformara en un refugio compartido. Pero Eneas no pudo permanecer mucho tiempo así, el pequeño niño se abrazó a su cintura, rompiendo en llanto y la diosa acarició sus cabellos dorados con suavidad, con ternura maternal.

    Eneas. Su pequeño Eneas.

    Por dentro, la pena la consumía como un fuego imposible de apagar, tentándola a ceder, a desbordarse en un mar de lágrimas. Pero por más que quisiera, no podía hacerlo. Debía mantenerse en su papel de nodriza. Debía mantenerse fuerte. Por Eneas. Por Anquises.

    Levantó la vista al brumoso cielo blanco fluorescente más allá de los árboles. En su pecho algo se mantuvo intacto: el recuerdo de Anquises y.… esperanza. Ahora tenía una promesa que mantener, cuidar de su hijo. Por él, por ella, por ambos. Porque cuidar de su hijo, también era un acto de amor hacia su príncipe que partió.

    Mientras lo abrazaba, comprendió que proteger a Eneas, enseñarle, sostenerlo y estar para él en los momentos de dolor, era honrar la memoria de Anquises.

    La diosa del amor acompañó a su hijo, sin palabras. No las necesitaban.

    Mientras lo sostenía en sus brazos, sintió que la esperanza permanecía firme y luminosa. Un hilo invisible que unía el pasado, el presente y todo lo que aún estaba por venir.

    Afro sonrió.

    Tenía esperanza.
    𝐃𝐄𝐒𝐏𝐄𝐃𝐈𝐃𝐀𝐒 𝐘 𝐏𝐑𝐎𝐌𝐄𝐒𝐀𝐒 🌸 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 El sonido de las flautas y los tambores retumbó en el gélido bosque, entrelazándose con los rezos funerarios. Pero ella los escuchaba distantes, como ecos que pertenecían a otro mundo. El amanecer se dejaba ver entre las hojas de los árboles, un cielo violeta adornado por la luz rojiza que iluminaba las nubes, anunciaba la llegada del alba sobre la ciudad de Dardania. ────Y ahora derramo estas libaciones para los ancestros y los espíritus guardianes de esta tierra... paz con la naturaleza... paz con los dioses. La madre del príncipe, la reina Temiste, se acercó a la pira de madera con una jarra entre sus manos y derramó el vino, la miel dorada y las gotas blancas de leche que oscurecieron la tierra húmeda al caer. Los dedos helados de Afro se cerraron con fuerza alrededor de la antorcha. Inspiró hondo el aire impregnado de neblina, tierra mojada e incienso; los ojos le escocían por el humo de las antorchas y parpadeó varias veces, conteniendo las lágrimas. Todas las miradas se volvieron hacia ella. Había llegado la hora. Avanzó hacia la pira, arrastrando los pies. Le sorprendió ser capaz de moverse, continuar con los procedimientos rituales del funeral, a pesar de que, por dentro, se sentía como una cascara vacía. El fuego de la antorcha se desató en llamas en la madera y las flores que rodeaban el cuerpo dispuesto sobre la pira. Las flamas danzantes envolvieron el cuerpo del príncipe en su cálido abrazo y lo consumieron. Afro se encogió detrás de su velo de luto. Observó su rostro por ultima vez. Lo apodaban el León de Dardania por su espesa melena de rizos dorados y las pecas bronceadas que salpicaban su nariz. En batalla peleaba implacable como una tormenta de acero y promesas de muerte. Y al igual que los leones, era imponente, feroz, imposible de ignorar. Afro repasó sus facciones, sus labios. Esos ojos grandes color avellana en los que ella se había visto reflejada tantas veces, ahora se encontraban cerrados para siempre y esa piel radiante y tersa, estaba pálida y grisácea. Ella misma se había encargado de prepararlo para la ocasión: le vistió con la túnica que a él tanto le gustaba; la misma que llevó la noche en que escaparon del palacio real y se unieron a la celebración en la Gran Plaza, mezclándose con la multitud cómo dos ciudadanos comunes que festejaban la llegada de la cosecha. Ahora las llamas devoraron ese recuerdo, junto a muchos otros: la primera vez que sus miradas se encontraron, su voz llamándola entre risas. El humo ascendía, y con él todo lo que vivieron se elevó hacia un lugar que ella no podía alcanzar. La urna con cenizas fue colocada frente a la estela con su nombre grabado en piedra. Ella permaneció de rodillas junto a esta, inmóvil, con el corazón destrozado, oprimiéndole en las costillas y escuchando cómo los demás se alejaban rumbo al palacio. La madre del príncipe se detuvo a su lado. Con un gesto contenido, posó la mano sobre su hombro, tan cálida, de tacto liso y familiar. ────Hija de la espuma y el cielo, su espíritu ha partido con honor. Esta tierra resguardará su nombre. Mientras el fuego de este reino permanezca encendido, él seguirá con nosotros. Entonces, inclinándose apenas hacia ella, su tono se suavizó. ────Él te amó y yo lo sé. Guárdalo y llévalo contigo. Porque ni las llamas, ni la muerte pueden arrebatártelo. El peso de su mano fue firme, a pesar del suave temblor que advirtió en su agarre. Luego se retiró en silencio, dejándole el espacio que ella necesitaba. Una sonrisa frágil asomó en los labios de Afro, entre la humedad de sus lágrimas. Tenue, pero sincera. Siempre había admirado eso de ella: incluso en la adversidad, se levantaba con la frente en alto. Con la espalda recta, los hombros firmes y esa mirada desafiando al mundo, con la fuerza de quién ha enfrentado mil batallas y era capaz de sostener el mundo sin vacilar. En ese instante, la diosa quiso beber de esa fortaleza. Los dedos de Afro rozaron la cerámica de la urna aún tibia. Eso... eso era lo único que quedaba del príncipe Anquises, el León de Dardania en el mundo. Apoyó su frente contra la estela y susurró plegarias sagradas que se mezclaron con el humo y la bruma. Con cuidado, colocó una corona de laurel y flores que ella misma había hecho y vertió una última libación de vino, dejando que el líquido humedeciera la piedra como un puente entre los vivos y los que ya no lo eran. Rozó la estela con un beso, un último beso de despedida, sellando su memoria en ese lugar. Deseándole un buen viaje hacia el Hades. Cada paso que arrastraba, alejándola del bosque sagrado, se sentía tan irreal, un sueño del que no podía despertar. La procesión se desvanecía tras ella, entre cánticos apagados y el humo del incienso que se perdía en la neblina. El sendero de tierra cubierto de hojas la condujo de regreso a las enormes murallas que protegían a la ciudad de Dardania, sus altas torres y murallas pálidas parecían más pesadas que nunca. Al cruzar sus puertas, el silencio se hizo más hondo que en el bosque. En sus calles reinaba un silencio sepulcral, las ventanas de las casas se abrían, los mercaderes comenzaban con sus actividades… nadie sonreía; la ciudad estaba en luto por la pérdida de su príncipe. Ella lo estaba por algo más profundo: había perdido a quién había sido su confidente, su amigo, el hombre que la diosa había escogido. Con quién había compartido secretos, risas y sueños que ahora parecían evaporarse en el aire. La sensación no mejoró al llegar al palacio. Cada rincón, cada recuerdo suyo que contenía en sus blancas paredes, dolía como un eco que retumbaba sin parar. No importaba a donde mirara, al comedor, a los largos pasillos o los jardines con sus frondosos árboles frutales, el espacio simplemente resentía la ausencia de Anquises. Afro se enjuagó las lágrimas con el puño y pese al dolor que la atravesaba, volvió a encarnar su papel de nodriza, el papel que el deber le exigía y que le ofreció un ancla estable en medio de la tormenta. Necesitaba buscar a alguien y sabía exactamente a donde ir. Lo encontró sentado en las solitarias escaleras que daban a los jardines; el pequeño príncipe Eneas jugueteaba distraídamente con una figura de un caballo de madera que tenía entre sus manos, balanceaba las piernas como si estuviera sumergido en el agua; un hábito suyo que, al observarlo continuamente, Afro había aprendido que era su forma particular de manifestar nerviosismo. ────Hola, mi príncipe... –dijo ella suavemente, con una sonrisa tenue para diluir el luto– ¿Puedo acompañarte? Eneas levantó la vista. Sus ojos grandes y enrojecidos buscaron a su nodriza entre la neblina de las lágrimas. Por un instante vaciló y luego asintió con la cabeza, apoyando la figura de madera sobre el peldaño. Él solía refugiarse en esa zona apartada del palacio cuando se sentía triste, cansado o a veces huía de las lecciones que todo príncipe debía aprender. Los sirvientes y demás miembros que vivían en el palacio no frecuentaban con regularidad esa área de los jardines, así que Eneas lo había reclamado como su espacio. Decía que ese era “su bosque” y él su guardián. A veces la invitaba a jugar allí, diciendo que ella era una invitada especial en la corte del bosque. Ese día, la corte estaba en silencio. ────Sí... me... me gustaría que te quedaras. Ella se sentó a su lado y juntos permanecieron en silencio, dejando que este se transformara en un refugio compartido. Pero Eneas no pudo permanecer mucho tiempo así, el pequeño niño se abrazó a su cintura, rompiendo en llanto y la diosa acarició sus cabellos dorados con suavidad, con ternura maternal. Eneas. Su pequeño Eneas. Por dentro, la pena la consumía como un fuego imposible de apagar, tentándola a ceder, a desbordarse en un mar de lágrimas. Pero por más que quisiera, no podía hacerlo. Debía mantenerse en su papel de nodriza. Debía mantenerse fuerte. Por Eneas. Por Anquises. Levantó la vista al brumoso cielo blanco fluorescente más allá de los árboles. En su pecho algo se mantuvo intacto: el recuerdo de Anquises y.… esperanza. Ahora tenía una promesa que mantener, cuidar de su hijo. Por él, por ella, por ambos. Porque cuidar de su hijo, también era un acto de amor hacia su príncipe que partió. Mientras lo abrazaba, comprendió que proteger a Eneas, enseñarle, sostenerlo y estar para él en los momentos de dolor, era honrar la memoria de Anquises. La diosa del amor acompañó a su hijo, sin palabras. No las necesitaban. Mientras lo sostenía en sus brazos, sintió que la esperanza permanecía firme y luminosa. Un hilo invisible que unía el pasado, el presente y todo lo que aún estaba por venir. Afro sonrió. Tenía esperanza.
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