Hubo un tiempo en el que la sola idea de ir a un mini golf le provocaba una reacción alérgica a Kahili.
Siendo que ella era una golfista de élite, era como si a un jugador de bolos le ofreciesen una cita jugando a la petanca. ¿En serio? ¿Petanca?
No obstante, hacía ya años de eso. Llevar a sus citas a un campo de golf solo les dejaba sintiéndose incómodas, después de todo el golf era un deporte complejo de dominar y un novato se sentiría en bragas.
A la tercera cita en el campo de golf, se rindió. Estaba estresando y ahuyentando a la gente.
Fue entonces cuando, una tarde próxima a la noche en la que se aburría demasiado, decidió ir por su lado a un mini golf. Sola, y con la frustración de saber que iba a odiarlo.
Inesperadamente, un chico guapo le preguntó si podían jugar juntos y su respeta fue "Lo que sea, me da igual". Una frialdad inicial que se derritió a lo largo de siete circuitos, cada uno atrayéndola más hacia esta versión diluida del deporte que respetaba.
Cuando despertó, desnuda y habiendo compartido cama con el chico, se dio cuenta de que debía admitirlo. El mini golf no estuvo nada mal. Es por eso que desde entonces había empezado a llevar allí a sus citas.
Incluso, en ocasiones, iría ella sola cuando quería desestresarse. Una bola que pasaba entre las aspas de un molino y caía en el hoyo.
Ese mini golf la había visto besarse con chicas, chicos y personas no-binarias. El restaurante del sitio ponía unas hamburguesas de 7 con un bacon de 8 y un queso de 9. El pan, al menos, era un 10. Con semillas de sésame que danzaban en la boca.
Esa noche, mientras recordaba que su última cita había sido un desastre y había pasado hacía cuatro días, esperaba en la parada del bus a que llegase su cita para comerse una maldita hamburguesa bien rica y jugar al mini golf.
Su ceño, como siempre, estaba fruncido y sus brazos cruzados. Una expresión que no duraría mucho, pues intentaba salirse de su seriedad y mostrar su amor a sus citas. Un amor que iba desde la tolerancia y no querer estrangularles, hasta el cariño y la casi adoración.
Así que, esperó a su cita. El autobús rugiendo como el ronroneo de un gato y apareciendo por la esquina.
Siendo que ella era una golfista de élite, era como si a un jugador de bolos le ofreciesen una cita jugando a la petanca. ¿En serio? ¿Petanca?
No obstante, hacía ya años de eso. Llevar a sus citas a un campo de golf solo les dejaba sintiéndose incómodas, después de todo el golf era un deporte complejo de dominar y un novato se sentiría en bragas.
A la tercera cita en el campo de golf, se rindió. Estaba estresando y ahuyentando a la gente.
Fue entonces cuando, una tarde próxima a la noche en la que se aburría demasiado, decidió ir por su lado a un mini golf. Sola, y con la frustración de saber que iba a odiarlo.
Inesperadamente, un chico guapo le preguntó si podían jugar juntos y su respeta fue "Lo que sea, me da igual". Una frialdad inicial que se derritió a lo largo de siete circuitos, cada uno atrayéndola más hacia esta versión diluida del deporte que respetaba.
Cuando despertó, desnuda y habiendo compartido cama con el chico, se dio cuenta de que debía admitirlo. El mini golf no estuvo nada mal. Es por eso que desde entonces había empezado a llevar allí a sus citas.
Incluso, en ocasiones, iría ella sola cuando quería desestresarse. Una bola que pasaba entre las aspas de un molino y caía en el hoyo.
Ese mini golf la había visto besarse con chicas, chicos y personas no-binarias. El restaurante del sitio ponía unas hamburguesas de 7 con un bacon de 8 y un queso de 9. El pan, al menos, era un 10. Con semillas de sésame que danzaban en la boca.
Esa noche, mientras recordaba que su última cita había sido un desastre y había pasado hacía cuatro días, esperaba en la parada del bus a que llegase su cita para comerse una maldita hamburguesa bien rica y jugar al mini golf.
Su ceño, como siempre, estaba fruncido y sus brazos cruzados. Una expresión que no duraría mucho, pues intentaba salirse de su seriedad y mostrar su amor a sus citas. Un amor que iba desde la tolerancia y no querer estrangularles, hasta el cariño y la casi adoración.
Así que, esperó a su cita. El autobús rugiendo como el ronroneo de un gato y apareciendo por la esquina.
Hubo un tiempo en el que la sola idea de ir a un mini golf le provocaba una reacción alérgica a Kahili.
Siendo que ella era una golfista de élite, era como si a un jugador de bolos le ofreciesen una cita jugando a la petanca. ¿En serio? ¿Petanca?
No obstante, hacía ya años de eso. Llevar a sus citas a un campo de golf solo les dejaba sintiéndose incómodas, después de todo el golf era un deporte complejo de dominar y un novato se sentiría en bragas.
A la tercera cita en el campo de golf, se rindió. Estaba estresando y ahuyentando a la gente.
Fue entonces cuando, una tarde próxima a la noche en la que se aburría demasiado, decidió ir por su lado a un mini golf. Sola, y con la frustración de saber que iba a odiarlo.
Inesperadamente, un chico guapo le preguntó si podían jugar juntos y su respeta fue "Lo que sea, me da igual". Una frialdad inicial que se derritió a lo largo de siete circuitos, cada uno atrayéndola más hacia esta versión diluida del deporte que respetaba.
Cuando despertó, desnuda y habiendo compartido cama con el chico, se dio cuenta de que debía admitirlo. El mini golf no estuvo nada mal. Es por eso que desde entonces había empezado a llevar allí a sus citas.
Incluso, en ocasiones, iría ella sola cuando quería desestresarse. Una bola que pasaba entre las aspas de un molino y caía en el hoyo.
Ese mini golf la había visto besarse con chicas, chicos y personas no-binarias. El restaurante del sitio ponía unas hamburguesas de 7 con un bacon de 8 y un queso de 9. El pan, al menos, era un 10. Con semillas de sésame que danzaban en la boca.
Esa noche, mientras recordaba que su última cita había sido un desastre y había pasado hacía cuatro días, esperaba en la parada del bus a que llegase su cita para comerse una maldita hamburguesa bien rica y jugar al mini golf.
Su ceño, como siempre, estaba fruncido y sus brazos cruzados. Una expresión que no duraría mucho, pues intentaba salirse de su seriedad y mostrar su amor a sus citas. Un amor que iba desde la tolerancia y no querer estrangularles, hasta el cariño y la casi adoración.
Así que, esperó a su cita. El autobús rugiendo como el ronroneo de un gato y apareciendo por la esquina.
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