• -caminaba por la nieve, jadeando levemente mirando el dia nublado-

    Esto es cansador

    -mi embarazo hiba avanzando, y para acabar de ajustar no le habia dicho a viktor, que estaba teniendo pesadillas con el accidente-

    T-todo....estara bien
    -caminaba por la nieve, jadeando levemente mirando el dia nublado- Esto es cansador -mi embarazo hiba avanzando, y para acabar de ajustar no le habia dicho a viktor, que estaba teniendo pesadillas con el accidente- T-todo....estara bien
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  • El estruendo del tribunal divino era como un océano desatado. Cientos de tronos resplandecientes se alzaban en círculo, cada uno ocupado por deidades antiguas, guardianes del equilibrio entre mundos. Allí estaba ella, **Yurei Veyrith**, arrastrada entre cadenas de luz que quemaban su piel etérea, aunque no la reducían al silencio.

    La habían acusado de lo imperdonable: descender a la Tierra sin permiso, tocar la fragilidad de los mortales, reír y llorar entre ellos, **vivir como si fuera una de ellos**. Aquello que los dioses llamaban traición, para ella había sido redención.

    —Has profanado el pacto —tronó **Zeus**, su voz retumbando como mil tormentas.
    —La Tierra no es tu morada —sentenció **Hera**, su mirada de hielo atravesándola como dagas.
    —Serás condenada a errar entre mundos, nunca pertenecer a ninguno —decretó **Anubis**, levantando una balanza ardiente donde su alma parecía tambalearse.

    Yurei, de rodillas, levantó el rostro. Sus ojos, grises como neblina, brillaban con un desafío implacable.
    —No me arrepiento. Ustedes olvidaron lo que significa sentir. Los mortales conocen la belleza de la caída, del sacrificio, del amor. Y si debo pagar por recordárselos, lo haré.

    Los dioses rugieron indignados. Cadenas de fuego divino se enroscaron en torno a su cuerpo y un círculo de runas comenzó a sellarse en el suelo. El castigo era inminente.

    Pero en medio de aquel coro de furia, algunas miradas permanecían en silencio.

    **Atenea**, con sus ojos de sabiduría, ladeó apenas la cabeza. **Hades**, señor del Inframundo, permanecía inexpresivo, aunque una chispa de simpatía cruzaba sus labios sombríos. Y entre las sombras, **Loki**, con sonrisa torcida, parecía disfrutar demasiado del espectáculo.

    Cuando las cadenas descendieron para sellarla en el limbo eterno, fue Atenea quien habló con calma, interrumpiendo el decreto:
    —El juicio no debe olvidar la virtud. Si la castigamos sin más, perderemos la lección que ella trajo de los mortales.

    Zeus fulminó a su hija con la mirada, pero la diosa no retrocedió. Fue entonces que Loki dio un paso adelante, riendo entre dientes.
    —¿De verdad vais a encadenarla? Qué aburrido. Yo digo que una jaula no puede contener a alguien que sabe cómo romperla.

    El suelo tembló. Un susurro recorrió el aire: Yurei no estaba sola.

    En medio del caos, **Hades** levantó discretamente su mano, y las sombras se extendieron como un río de tinta, debilitando por un instante las cadenas que la apresaban. Atenea inclinó su lanza y rompió el círculo de runas, apenas lo suficiente para abrir una fisura. Y Loki, con un gesto burlón, creó un espejismo que confundió a los guardias divinos.

    —Corre, pequeña fantasma —susurró el dios embaucador—. El cielo nunca fue solo de ellos.

    El cuerpo de Yurei ardía, pero la libertad era más fuerte que el dolor. Se levantó entre chispas de fuego divino, extendiendo sus alas translúcidas, y con un rugido que era mitad lamento, mitad desafío, se lanzó a través de la grieta abierta.

    Los dioses clamaron. Rayos y cadenas intentaron alcanzarla, pero las sombras de Hades la protegieron, el escudo de Atenea desvió los golpes, y las ilusiones de Loki confundieron el espacio mismo. Entre caos y relámpagos, Yurei atravesó el firmamento, dejando tras de sí un eco de campanas rotas.

    Al fin, el cielo nocturno la recibió de nuevo. No como prisionera, sino como fugitiva, como sobreviviente. Se alzó sobre las estrellas, sintiendo el viento celeste recorrerla, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad.

    Atenea apareció en un destello de plata, mirándola con serenidad.
    —No abuses de esta oportunidad, Yurei. Si vuelves a caer, nadie podrá salvarte.

    Hades emergió de la penumbra, su voz grave como la tumba:
    —El mundo necesita fantasmas que recuerden a los dioses lo que ellos olvidaron. Esa será tu lugar.

    Y Loki, como siempre, se limitó a reír, desvaneciéndose en chispas de fuego verde:
    —Nos veremos pronto, pequeña transgresora. La rebeldía te sienta bien.

    Así, contra toda sentencia, **Yurei Veyrith volvió al cielo**. No como esclava ni como exiliada, sino como un recordatorio viviente de que incluso los dioses pueden ser desafiados.

    Y desde ese día, su nombre quedó escrito entre susurros prohibidos, en las plegarias de los mortales que soñaban con tocar el cielo.

    El juicio había sido brutal, una tormenta de voces divinas que rugían contra ella. Las cadenas de luz aún ardían en su piel, recordándole que no era bienvenida ni en el cielo ni en el inframundo. Pero cuando Atenea rompió el sello, cuando Loki distorsionó las formas del tribunal y Hades abrió un camino entre las sombras, Yurei no voló hacia el firmamento. **Eligió la caída.**

    El cielo se desgarró como un espejo roto, y ella descendió en espiral entre relámpagos y fuego. La Tierra la llamó como un corazón latiendo bajo sus pies. Su cuerpo atravesó la noche y emergió en un bosque, donde los árboles temblaron al sentir la presencia de algo que no pertenecía del todo a ese mundo.

    Cayó de rodillas sobre la hierba húmeda, jadeante. Su respiración era vapor plateado, y sus alas translúcidas se disolvieron en la bruma. El aire olía a lluvia y tierra, un contraste absoluto con el mármol estéril del tribunal celestial.

    —Aquí pertenezco —susurró, acariciando el suelo con los dedos—. Entre ellos. Entre los mortales.

    No estaba sola. Una sombra se materializó a su lado. Hades, aunque no podía quedarse, le había dejado un fragmento de su poder: una gema oscura que palpitaba como un corazón.
    —Con esto podrás esconderte de los ojos del Olimpo. Úsalo bien, Yurei.

    La gema se incrustó en su piel como si siempre hubiera sido parte de ella. Y de inmediato, el lazo que la ataba al juicio se desvaneció.

    Poco después, entre los árboles, una figura esbelta emergió: **Atenea**, envuelta en luz de luna, se inclinó hacia ella.
    —Te salvamos, pero el precio es alto. No podrás regresar al cielo. Zeus jamás lo permitiría. Aquí tendrás tu segunda oportunidad, y también tu mayor peligro.

    Y en un destello, desapareció.

    El viento cambió, y con él llegó la risa burlona de **Loki**, que se deslizó como un espejismo sobre la superficie del río cercano.
    —Oh, pequeña fugitiva. Ahora el tablero es tuyo. Haz temblar la Tierra, enamora, destruye, vive… Yo vendré a mirar el caos cuando menos lo esperes.

    Y también se desvaneció, dejando tras de sí el aroma a humo y azufre.

    Yurei permaneció sola bajo la noche. Pero no era una soledad amarga: era libertad. El rumor del bosque la acogía, los mortales dormían en sus aldeas cercanas, ajenos a que un espíritu caído caminaba de nuevo entre ellos.

    Con pasos lentos, empezó a andar hacia las luces lejanas de un pueblo. No sería fácil: la vigilarían, la cazarían, y los dioses no olvidarían. Pero había vuelto al único lugar donde su corazón podía latir.

    La Tierra era su condena, pero también su refugio.
    Y, mientras la bruma cubría el cielo, **Yurei Veyrith sonrió con la certeza de que ningún castigo divino le arrebataría jamás su deseo de vivir como humana**.
    El estruendo del tribunal divino era como un océano desatado. Cientos de tronos resplandecientes se alzaban en círculo, cada uno ocupado por deidades antiguas, guardianes del equilibrio entre mundos. Allí estaba ella, **Yurei Veyrith**, arrastrada entre cadenas de luz que quemaban su piel etérea, aunque no la reducían al silencio. La habían acusado de lo imperdonable: descender a la Tierra sin permiso, tocar la fragilidad de los mortales, reír y llorar entre ellos, **vivir como si fuera una de ellos**. Aquello que los dioses llamaban traición, para ella había sido redención. —Has profanado el pacto —tronó **Zeus**, su voz retumbando como mil tormentas. —La Tierra no es tu morada —sentenció **Hera**, su mirada de hielo atravesándola como dagas. —Serás condenada a errar entre mundos, nunca pertenecer a ninguno —decretó **Anubis**, levantando una balanza ardiente donde su alma parecía tambalearse. Yurei, de rodillas, levantó el rostro. Sus ojos, grises como neblina, brillaban con un desafío implacable. —No me arrepiento. Ustedes olvidaron lo que significa sentir. Los mortales conocen la belleza de la caída, del sacrificio, del amor. Y si debo pagar por recordárselos, lo haré. Los dioses rugieron indignados. Cadenas de fuego divino se enroscaron en torno a su cuerpo y un círculo de runas comenzó a sellarse en el suelo. El castigo era inminente. Pero en medio de aquel coro de furia, algunas miradas permanecían en silencio. **Atenea**, con sus ojos de sabiduría, ladeó apenas la cabeza. **Hades**, señor del Inframundo, permanecía inexpresivo, aunque una chispa de simpatía cruzaba sus labios sombríos. Y entre las sombras, **Loki**, con sonrisa torcida, parecía disfrutar demasiado del espectáculo. Cuando las cadenas descendieron para sellarla en el limbo eterno, fue Atenea quien habló con calma, interrumpiendo el decreto: —El juicio no debe olvidar la virtud. Si la castigamos sin más, perderemos la lección que ella trajo de los mortales. Zeus fulminó a su hija con la mirada, pero la diosa no retrocedió. Fue entonces que Loki dio un paso adelante, riendo entre dientes. —¿De verdad vais a encadenarla? Qué aburrido. Yo digo que una jaula no puede contener a alguien que sabe cómo romperla. El suelo tembló. Un susurro recorrió el aire: Yurei no estaba sola. En medio del caos, **Hades** levantó discretamente su mano, y las sombras se extendieron como un río de tinta, debilitando por un instante las cadenas que la apresaban. Atenea inclinó su lanza y rompió el círculo de runas, apenas lo suficiente para abrir una fisura. Y Loki, con un gesto burlón, creó un espejismo que confundió a los guardias divinos. —Corre, pequeña fantasma —susurró el dios embaucador—. El cielo nunca fue solo de ellos. El cuerpo de Yurei ardía, pero la libertad era más fuerte que el dolor. Se levantó entre chispas de fuego divino, extendiendo sus alas translúcidas, y con un rugido que era mitad lamento, mitad desafío, se lanzó a través de la grieta abierta. Los dioses clamaron. Rayos y cadenas intentaron alcanzarla, pero las sombras de Hades la protegieron, el escudo de Atenea desvió los golpes, y las ilusiones de Loki confundieron el espacio mismo. Entre caos y relámpagos, Yurei atravesó el firmamento, dejando tras de sí un eco de campanas rotas. Al fin, el cielo nocturno la recibió de nuevo. No como prisionera, sino como fugitiva, como sobreviviente. Se alzó sobre las estrellas, sintiendo el viento celeste recorrerla, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad. Atenea apareció en un destello de plata, mirándola con serenidad. —No abuses de esta oportunidad, Yurei. Si vuelves a caer, nadie podrá salvarte. Hades emergió de la penumbra, su voz grave como la tumba: —El mundo necesita fantasmas que recuerden a los dioses lo que ellos olvidaron. Esa será tu lugar. Y Loki, como siempre, se limitó a reír, desvaneciéndose en chispas de fuego verde: —Nos veremos pronto, pequeña transgresora. La rebeldía te sienta bien. Así, contra toda sentencia, **Yurei Veyrith volvió al cielo**. No como esclava ni como exiliada, sino como un recordatorio viviente de que incluso los dioses pueden ser desafiados. Y desde ese día, su nombre quedó escrito entre susurros prohibidos, en las plegarias de los mortales que soñaban con tocar el cielo. El juicio había sido brutal, una tormenta de voces divinas que rugían contra ella. Las cadenas de luz aún ardían en su piel, recordándole que no era bienvenida ni en el cielo ni en el inframundo. Pero cuando Atenea rompió el sello, cuando Loki distorsionó las formas del tribunal y Hades abrió un camino entre las sombras, Yurei no voló hacia el firmamento. **Eligió la caída.** El cielo se desgarró como un espejo roto, y ella descendió en espiral entre relámpagos y fuego. La Tierra la llamó como un corazón latiendo bajo sus pies. Su cuerpo atravesó la noche y emergió en un bosque, donde los árboles temblaron al sentir la presencia de algo que no pertenecía del todo a ese mundo. Cayó de rodillas sobre la hierba húmeda, jadeante. Su respiración era vapor plateado, y sus alas translúcidas se disolvieron en la bruma. El aire olía a lluvia y tierra, un contraste absoluto con el mármol estéril del tribunal celestial. —Aquí pertenezco —susurró, acariciando el suelo con los dedos—. Entre ellos. Entre los mortales. No estaba sola. Una sombra se materializó a su lado. Hades, aunque no podía quedarse, le había dejado un fragmento de su poder: una gema oscura que palpitaba como un corazón. —Con esto podrás esconderte de los ojos del Olimpo. Úsalo bien, Yurei. La gema se incrustó en su piel como si siempre hubiera sido parte de ella. Y de inmediato, el lazo que la ataba al juicio se desvaneció. Poco después, entre los árboles, una figura esbelta emergió: **Atenea**, envuelta en luz de luna, se inclinó hacia ella. —Te salvamos, pero el precio es alto. No podrás regresar al cielo. Zeus jamás lo permitiría. Aquí tendrás tu segunda oportunidad, y también tu mayor peligro. Y en un destello, desapareció. El viento cambió, y con él llegó la risa burlona de **Loki**, que se deslizó como un espejismo sobre la superficie del río cercano. —Oh, pequeña fugitiva. Ahora el tablero es tuyo. Haz temblar la Tierra, enamora, destruye, vive… Yo vendré a mirar el caos cuando menos lo esperes. Y también se desvaneció, dejando tras de sí el aroma a humo y azufre. Yurei permaneció sola bajo la noche. Pero no era una soledad amarga: era libertad. El rumor del bosque la acogía, los mortales dormían en sus aldeas cercanas, ajenos a que un espíritu caído caminaba de nuevo entre ellos. Con pasos lentos, empezó a andar hacia las luces lejanas de un pueblo. No sería fácil: la vigilarían, la cazarían, y los dioses no olvidarían. Pero había vuelto al único lugar donde su corazón podía latir. La Tierra era su condena, pero también su refugio. Y, mientras la bruma cubría el cielo, **Yurei Veyrith sonrió con la certeza de que ningún castigo divino le arrebataría jamás su deseo de vivir como humana**.
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  • 🐾 El Día de las Bestias Eternas
    Fandom Mitologica
    Categoría Original
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo.
    Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar.
    Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos.
    Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje.
    Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad.

    En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul.
    Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento.
    Todas aguardan en silencio.
    El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva.
    Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras.

    El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra.
    A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza.

    Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue.
    En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas:
    una roja por la furia,
    una negra por la noche,
    y una blanca por la lealtad.

    A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo.
    Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol.
    Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas.

    Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia:

    “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas.
    Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas.
    Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono.
    Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas.
    Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.”

    Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón.
    El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo.
    Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente.

    Albina da un paso adelante.
    De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo.
    La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre.
    El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio.

    Entonces, las puertas del salón se abren.
    Una marea de luz y sombras invade el aire.
    Comienza el Desfile de los Fieles.

    Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos.
    Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua.
    Sus pasos resuenan como tambores lejanos.
    Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante.
    Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse.
    Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera.

    Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso.
    Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención.
    No impone dominio, sino presencia.
    A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad.
    Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa.
    Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal.

    El desfile se extiende durante horas eternas.
    Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes.
    Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje.

    Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene.
    Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino.
    Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono.
    No hay condena. No hay dolor.
    Solo respeto.
    Solo comunión.

    El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz.
    El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida.
    En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente.
    Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen.

    Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro.
    El Inframundo ha cambiado.
    Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión.

    Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad:
    que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana.
    Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo. Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar. Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos. Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje. Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad. En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul. Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento. Todas aguardan en silencio. El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva. Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras. El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra. A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza. Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue. En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas: una roja por la furia, una negra por la noche, y una blanca por la lealtad. A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo. Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol. Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas. Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia: “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas. Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas. Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono. Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas. Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.” Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón. El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo. Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente. Albina da un paso adelante. De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo. La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre. El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio. Entonces, las puertas del salón se abren. Una marea de luz y sombras invade el aire. Comienza el Desfile de los Fieles. Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos. Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua. Sus pasos resuenan como tambores lejanos. Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante. Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse. Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera. Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso. Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención. No impone dominio, sino presencia. A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad. Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa. Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal. El desfile se extiende durante horas eternas. Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes. Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje. Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene. Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino. Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono. No hay condena. No hay dolor. Solo respeto. Solo comunión. El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz. El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida. En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente. Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen. Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro. El Inframundo ha cambiado. Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión. Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad: que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana. Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
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  • [...] … el tiempo allí, no sé, es distinto… pasé en el infierno más de cuarenta años. Allí… me apuñalaron, me cortaron… me destrozaron con cosas que… — La mirada de Dean en ese momento se había desviado de la sobrenatural de Hope, no podia mirarla a los ojos mientras le contaba aquello. Era más sencillo hacerlo mirando hacia abajo, a sus manos. —… hasta que no quedó nada… nada de mí. Y de repente, como por arte de magia, estaba entero otra vez, listo para que comenzaran de nuevo… Luego, al acabar cada día… me ofrecían acabar con la tortura, si les llevaba otras almas, y empezaba yo a torturarlas. Y cada día le decía que se metieran su oferta por donde les cupiera… durante treinta años… durante treinta años conseguí negarme, repetirles la misma respuesta… pero… [...]

    [...] — Pero un día no lo soporté más, Hope… no pude. Y me soltaron del potro… y empecé a destrozar a otras personas… no se a cuantas… y disfrutaba… después de tantos años, no me importaba a quien me pusieran delante… porque… porque así mi sufrimiento, se disipaba… — un sollozo se abre paso por su pecho justo antes de que el cazador se lleve la mano al rostro sosteniéndola ahí unos segundos antes de retirarla presionándose los ojos ligeramente. — Llevo…. eso, dentro de mi… siempre será así y ojala pudiera no sentir… no sentir nada en absoluto… porque da igual a cuantas personas salve… no podré cambiar eso… no podré borrar lo que hice…


    𝐸𝑥𝑡𝑟𝑎𝑐𝑡𝑜 𝑑𝑒 𝑟𝑜𝑙 𝑐𝑜𝑛 Hope Mikaelson
    [...] … el tiempo allí, no sé, es distinto… pasé en el infierno más de cuarenta años. Allí… me apuñalaron, me cortaron… me destrozaron con cosas que… — La mirada de Dean en ese momento se había desviado de la sobrenatural de Hope, no podia mirarla a los ojos mientras le contaba aquello. Era más sencillo hacerlo mirando hacia abajo, a sus manos. —… hasta que no quedó nada… nada de mí. Y de repente, como por arte de magia, estaba entero otra vez, listo para que comenzaran de nuevo… Luego, al acabar cada día… me ofrecían acabar con la tortura, si les llevaba otras almas, y empezaba yo a torturarlas. Y cada día le decía que se metieran su oferta por donde les cupiera… durante treinta años… durante treinta años conseguí negarme, repetirles la misma respuesta… pero… [...] [...] — Pero un día no lo soporté más, Hope… no pude. Y me soltaron del potro… y empecé a destrozar a otras personas… no se a cuantas… y disfrutaba… después de tantos años, no me importaba a quien me pusieran delante… porque… porque así mi sufrimiento, se disipaba… — un sollozo se abre paso por su pecho justo antes de que el cazador se lleve la mano al rostro sosteniéndola ahí unos segundos antes de retirarla presionándose los ojos ligeramente. — Llevo…. eso, dentro de mi… siempre será así y ojala pudiera no sentir… no sentir nada en absoluto… porque da igual a cuantas personas salve… no podré cambiar eso… no podré borrar lo que hice… 𝐸𝑥𝑡𝑟𝑎𝑐𝑡𝑜 𝑑𝑒 𝑟𝑜𝑙 𝑐𝑜𝑛 [thetribrid]
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  • [ Resumen Rol Isla. 1ª Parte.]

    La noche en París era húmeda y silenciosa, solo el eco de las botas de Darküs retumbaba en los callejones empapados. Patrullaba como siempre, cazando demonios que se arrastraban en la oscuridad. Quería eliminar a los máximos posibles antes de su luna de miel, un regalo de paz para Isla. Llevaba ya cinco cadáveres en su haber cuando escuchó un taconeo detrás de él.

    Frunció el ceño al girar y ver la figura de su prometida. Los mismos gestos, la misma voz, pero no el mismo perfume. Su instinto se tensó. Ella se había quedado en el hotel descansando.

    —¿Qué haces aquí? —gruñó, desconfiando.

    Ella sonrió y se inclinó hacia él. Los labios lo rozaron, pero no hubo chispa, no hubo el cosquilleo que conocía de memoria. Antes de que pudiera reaccionar, sintió el ardor de grilletes de plata cerrándose en sus muñecas y tobillos. La carne chisporroteaba bajo el metal. La mujer que tenía delante sonrió y lo golpeó haciéndole perder el conocimiento.

    Cuando despertó, estaba encadenado, débil, y frente a él, la criatura disfrazada de la mujer que amaba. Su voz era cruel, venenosa.

    —Siempre me han fascinado los perros orgullosos —susurró, lamiendo sus labios prestados—. Los que creen que nunca se arrodillarán.

    Darküs apretó los dientes, la sangre corriéndole por la boca.

    —Te disfrazas de ella porque sabes que es mi debilidad… —gruñó.

    La súcubo rió, cruel, acercándose aún más.

    —No, me disfrazo porque quiero que confundas el amor con la rendición. Quiero ver en tus ojos el momento exacto en que dejas de resistir.

    La mente de Darküs se quebraba poco a poco. Encadenado, debilitado, incapaz de defenderse, fue forzado a ceder. Su alma se sintió mancillada, rota, y humillado como si hubiera traicionado todo lo que era. Y sucumbió sintiéndose culpable y débil.

    Isla, guiada por un presentimiento feroz, corrió por las calles hasta dar con él. El vínculo la guiaba, el dolor en su pecho confirmaba lo que temía. Y cuando lo encontró, encadenado y humillado, algo en ella explotó.

    La loba tomó el control, lanzándose contra la súcubo con furia salvaje. Ambas rodaron por el suelo, y los colmillos de Isla desgarraron la carne hasta arrancar la verdadera forma del demonio. La súcubo chillaba con un grito antinatural, pero nada pudo detener la furia de una loba protegiendo a su pareja. Isla hundió sus garras en su torso hasta escuchar los huesos quebrarse y finalmente arrancó su cabeza.

    Cubierta de sangre y jadeando, giró hacia él. Lo vio encadenado, respirando como un animal moribundo, la piel marcada por la plata, los ojos velados por el dolor y la vergüenza. Se lanzó a su lado, tirando de las cadenas con colmillos y garras, aun cuando el metal le quemaba la piel.

    —No… —gruñó él débilmente, negándose—. Déjame… no merezco…

    Pero Isla ignoró su suplica. Entre gemidos de dolor y sangre, logró romper un eslabón, y él, forzando su último aliento, tiró también. El metal cedió. Darküs cayó contra ella, inconsciente, derrotado, con la mirada rota de alguien que sentía que lo había perdido todo.

    Fue entonces cuando la luz llenó la habitación. Apolo descendió, dorado y terrible, su sola presencia obligando a Isla a entrecerrar los ojos. Ella abrazó a Darküs con desesperación, cubriéndolo con su cuerpo, como si temiera que la luz lo arrancara de sus brazos.

    —¡No lo dejes morir! —suplicó entre sollozos—. Te lo ruego, no se merece este final.

    Apolo la observó en silencio antes de hablar con voz solemne.

    —No debiste transformarte en tu estado. Has puesto en riesgo la vida de tu hijo. El equilibrio exige un precio. Decide: tu hombre… o el niño que llevas en el vientre.

    (Continuará....)
    [ Resumen Rol Isla. 1ª Parte.] La noche en París era húmeda y silenciosa, solo el eco de las botas de Darküs retumbaba en los callejones empapados. Patrullaba como siempre, cazando demonios que se arrastraban en la oscuridad. Quería eliminar a los máximos posibles antes de su luna de miel, un regalo de paz para Isla. Llevaba ya cinco cadáveres en su haber cuando escuchó un taconeo detrás de él. Frunció el ceño al girar y ver la figura de su prometida. Los mismos gestos, la misma voz, pero no el mismo perfume. Su instinto se tensó. Ella se había quedado en el hotel descansando. —¿Qué haces aquí? —gruñó, desconfiando. Ella sonrió y se inclinó hacia él. Los labios lo rozaron, pero no hubo chispa, no hubo el cosquilleo que conocía de memoria. Antes de que pudiera reaccionar, sintió el ardor de grilletes de plata cerrándose en sus muñecas y tobillos. La carne chisporroteaba bajo el metal. La mujer que tenía delante sonrió y lo golpeó haciéndole perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba encadenado, débil, y frente a él, la criatura disfrazada de la mujer que amaba. Su voz era cruel, venenosa. —Siempre me han fascinado los perros orgullosos —susurró, lamiendo sus labios prestados—. Los que creen que nunca se arrodillarán. Darküs apretó los dientes, la sangre corriéndole por la boca. —Te disfrazas de ella porque sabes que es mi debilidad… —gruñó. La súcubo rió, cruel, acercándose aún más. —No, me disfrazo porque quiero que confundas el amor con la rendición. Quiero ver en tus ojos el momento exacto en que dejas de resistir. La mente de Darküs se quebraba poco a poco. Encadenado, debilitado, incapaz de defenderse, fue forzado a ceder. Su alma se sintió mancillada, rota, y humillado como si hubiera traicionado todo lo que era. Y sucumbió sintiéndose culpable y débil. Isla, guiada por un presentimiento feroz, corrió por las calles hasta dar con él. El vínculo la guiaba, el dolor en su pecho confirmaba lo que temía. Y cuando lo encontró, encadenado y humillado, algo en ella explotó. La loba tomó el control, lanzándose contra la súcubo con furia salvaje. Ambas rodaron por el suelo, y los colmillos de Isla desgarraron la carne hasta arrancar la verdadera forma del demonio. La súcubo chillaba con un grito antinatural, pero nada pudo detener la furia de una loba protegiendo a su pareja. Isla hundió sus garras en su torso hasta escuchar los huesos quebrarse y finalmente arrancó su cabeza. Cubierta de sangre y jadeando, giró hacia él. Lo vio encadenado, respirando como un animal moribundo, la piel marcada por la plata, los ojos velados por el dolor y la vergüenza. Se lanzó a su lado, tirando de las cadenas con colmillos y garras, aun cuando el metal le quemaba la piel. —No… —gruñó él débilmente, negándose—. Déjame… no merezco… Pero Isla ignoró su suplica. Entre gemidos de dolor y sangre, logró romper un eslabón, y él, forzando su último aliento, tiró también. El metal cedió. Darküs cayó contra ella, inconsciente, derrotado, con la mirada rota de alguien que sentía que lo había perdido todo. Fue entonces cuando la luz llenó la habitación. Apolo descendió, dorado y terrible, su sola presencia obligando a Isla a entrecerrar los ojos. Ella abrazó a Darküs con desesperación, cubriéndolo con su cuerpo, como si temiera que la luz lo arrancara de sus brazos. —¡No lo dejes morir! —suplicó entre sollozos—. Te lo ruego, no se merece este final. Apolo la observó en silencio antes de hablar con voz solemne. —No debiste transformarte en tu estado. Has puesto en riesgo la vida de tu hijo. El equilibrio exige un precio. Decide: tu hombre… o el niño que llevas en el vientre. (Continuará....)
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  • Los rayos de sol apenas iban saliendo al horizonte mientras que algunos ya se notaban en el momento que pasaba por uno de los costados de aquellos altos edificios. Era temprano y aquel hombre como siempre no acostumbraba a dormir mucho.

    Apoyado en el extremo de un auto oxidado que estaba en la vereda llevaba su mascara mientras se colocaba las vendas en la palma de su mano y rodeando la base de entre sus dedos.

    ─ Bien, veamos como empezar el día.
    Los rayos de sol apenas iban saliendo al horizonte mientras que algunos ya se notaban en el momento que pasaba por uno de los costados de aquellos altos edificios. Era temprano y aquel hombre como siempre no acostumbraba a dormir mucho. Apoyado en el extremo de un auto oxidado que estaba en la vereda llevaba su mascara mientras se colocaba las vendas en la palma de su mano y rodeando la base de entre sus dedos. ㊗️ ─ Bien, veamos como empezar el día.
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  • — Genial...justo lo que me falta...un segundo Scp rodeando por estos lados...
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  • Cuando el silencio volvió a tragarse el eco de los gritos, sentí que el aire me aplastaba. La luna nueva ardía en mi pecho como un peso negro, más pesado que toda la sangre que dejamos atrás.

    —Ryu… estoy cansada —susurré mientras nos alejábamos del edificio—. De tanta muerte, de tanto sadismo. Esta luna me arrastra demasiado abajo…

    Me detuve y la abracé, buscando refugio en su olor metálico, en el calor que aún vibraba en su piel. Apoyé la frente en su hombro, la daga todavía húmeda entre sus dedos.

    —No sé qué puedes ver en mí… con lo rara que soy, con lo rota que me siento a veces.

    Ella me abrazó más fuerte. Su voz, suave pero segura, me devolvió un poco de aire:

    —Porque somos las dos raras, cachorra. Y porque no eres como esa gente monótona que se arrastra por la vida sin alma. Eres distinta… y por eso te amo.

    Y seguimos andando, abrazadas, por las calles oscuras de los bajos fondos. Los charcos reflejaban sombras extrañas, y una vieja farola, parpadeante y cansada, fue la única testigo de nuestro paso. La ciudad dormida se quedó atrás, y nosotras, dos criaturas improbables, nos hundimos en la noche como si fuera nuestra única casa.

    Te quiero Ryuリュウ・イシュタル・ヨキン Ishtar Yokin
    Cuando el silencio volvió a tragarse el eco de los gritos, sentí que el aire me aplastaba. La luna nueva ardía en mi pecho como un peso negro, más pesado que toda la sangre que dejamos atrás. —Ryu… estoy cansada —susurré mientras nos alejábamos del edificio—. De tanta muerte, de tanto sadismo. Esta luna me arrastra demasiado abajo… Me detuve y la abracé, buscando refugio en su olor metálico, en el calor que aún vibraba en su piel. Apoyé la frente en su hombro, la daga todavía húmeda entre sus dedos. —No sé qué puedes ver en mí… con lo rara que soy, con lo rota que me siento a veces. Ella me abrazó más fuerte. Su voz, suave pero segura, me devolvió un poco de aire: —Porque somos las dos raras, cachorra. Y porque no eres como esa gente monótona que se arrastra por la vida sin alma. Eres distinta… y por eso te amo. Y seguimos andando, abrazadas, por las calles oscuras de los bajos fondos. Los charcos reflejaban sombras extrañas, y una vieja farola, parpadeante y cansada, fue la única testigo de nuestro paso. La ciudad dormida se quedó atrás, y nosotras, dos criaturas improbables, nos hundimos en la noche como si fuera nuestra única casa. Te quiero [Ryu]
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  • No fue una promesa, una orden o siquiera parte de mi destino, solo una limitación carente de sentido. El vuelo de la torpe ave se vuelve algo perceptible, ¿tal vez porque decidí quedarme quieto bajo el mismo cielo? Puedo comprender la comodidad de quienes me rodean; los segundos se volvieron años.
    No fue una promesa, una orden o siquiera parte de mi destino, solo una limitación carente de sentido. El vuelo de la torpe ave se vuelve algo perceptible, ¿tal vez porque decidí quedarme quieto bajo el mismo cielo? Puedo comprender la comodidad de quienes me rodean; los segundos se volvieron años.
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  • El forastero entre las luces del pueblo

    Raphael caminaba con pasos erráticos, sus pies hundiéndose en el barro del bosque. El eco de la caza aún retumbaba en su pecho: la sangre caliente en su lengua, el crujir de huesos diminutos. El sabor lo había calmado, pero no satisfecho. El hambre de siglos encerrados no se apagaba con presas pequeñas. Cada latigazo que había marcado su piel ardía todavía, recordándole su condición: prisionero, prohibido, ahora arrojado a un mundo que apenas comprendía.

    El viento cambió. Un olor nuevo atravesó su nariz: humo, fuego… y algo más, más complejo, más tentador. Carne cocida. Pan. Vino. Aromas que no reconocía con claridad, pero que despertaban un deseo distinto al de la caza. Sus ojos brillaron. Caminó hacia esa dirección, apartando ramas, avanzando por el sendero natural que abría la montaña.

    De pronto, las vio: luces titilando en la lejanía, cálidas, como pequeños soles en la oscuridad. Se detuvo, incrédulo. Entre los árboles, un grupo de casas de piedra y madera aparecía al borde de la colina. Techos inclinados, humo escapando de chimeneas, faroles iluminando las calles empedradas. Una aldea humana.

    Raphael bajó la mirada a sus manos aún manchadas de sangre seca. Sus labios se curvaron en una media sonrisa rota, y murmuró en voz baja:

    — एते… जीवन्तः अस्ति। (Ellos… están vivos).

    Sus pasos lo llevaron hacia adelante, hasta salir del bosque. El contraste fue brutal: las sombras del bosque quedaban atrás, y de frente lo recibían las luces cálidas del pueblo. Los perros ladraron en alguna parte, los cascos de caballos golpeaban el suelo, y el murmullo de voces humanas se alzó como un coro incomprensible. Palabras que él no conocía, sonidos extraños. Frunció el ceño.

    — न मे भाषा… न मे शब्दाः। (No es mi lengua… no son mis palabras).

    Se acercó despacio, su figura alta y desgarbada proyectando una silueta inquietante bajo la luz de los faroles. Algunos aldeanos, al verlo, se detuvieron un segundo. Su ropa estaba rota, manchada de barro y sangre, su mirada ardía en tonalidades imposibles. Nadie lo había visto antes.

    —¿Quién es ese? —susurró un hombre a su esposa, apartándola hacia un lado.
    —No parece de aquí… —murmuró otro, sujetando con más fuerza el asa de la canasta que llevaba.

    Raphael se detuvo en medio de la calle empedrada. Sus ojos se movían de un lado a otro, analizando. El olor del pan fresco lo confundía, el vino derramado en los toneles le recordaba a la sangre. No comprendía qué era ese lugar, ni qué rol tenía la gente que lo observaba con miedo y curiosidad.

    Se llevó una mano al pecho y murmuró en voz baja, casi como una plegaria oscura:

    — कुतः… अहं? कुतः एषः लोकः? (¿De dónde… soy? ¿Qué es este mundo?).

    Un niño se le quedó mirando, curioso, sin miedo, hasta que su madre lo arrastró de vuelta a la casa. Las miradas crecían. Un extraño había entrado en el pueblo.

    Raphael sonrió, apenas, un gesto ambiguo que no revelaba si era amenaza o calma. Su estómago rugió, y sus ojos se alzaron hacia la posada iluminada al final de la calle, de donde escapaban olores de carne asada y cerveza.

    — भोजनम्… (Comida).

    Y dio su primer paso hacia el corazón del pueblo humano, sin comprender que su mera existencia ya estaba alterando el equilibrio de aquel lugar.
    El forastero entre las luces del pueblo Raphael caminaba con pasos erráticos, sus pies hundiéndose en el barro del bosque. El eco de la caza aún retumbaba en su pecho: la sangre caliente en su lengua, el crujir de huesos diminutos. El sabor lo había calmado, pero no satisfecho. El hambre de siglos encerrados no se apagaba con presas pequeñas. Cada latigazo que había marcado su piel ardía todavía, recordándole su condición: prisionero, prohibido, ahora arrojado a un mundo que apenas comprendía. El viento cambió. Un olor nuevo atravesó su nariz: humo, fuego… y algo más, más complejo, más tentador. Carne cocida. Pan. Vino. Aromas que no reconocía con claridad, pero que despertaban un deseo distinto al de la caza. Sus ojos brillaron. Caminó hacia esa dirección, apartando ramas, avanzando por el sendero natural que abría la montaña. De pronto, las vio: luces titilando en la lejanía, cálidas, como pequeños soles en la oscuridad. Se detuvo, incrédulo. Entre los árboles, un grupo de casas de piedra y madera aparecía al borde de la colina. Techos inclinados, humo escapando de chimeneas, faroles iluminando las calles empedradas. Una aldea humana. Raphael bajó la mirada a sus manos aún manchadas de sangre seca. Sus labios se curvaron en una media sonrisa rota, y murmuró en voz baja: — एते… जीवन्तः अस्ति। (Ellos… están vivos). Sus pasos lo llevaron hacia adelante, hasta salir del bosque. El contraste fue brutal: las sombras del bosque quedaban atrás, y de frente lo recibían las luces cálidas del pueblo. Los perros ladraron en alguna parte, los cascos de caballos golpeaban el suelo, y el murmullo de voces humanas se alzó como un coro incomprensible. Palabras que él no conocía, sonidos extraños. Frunció el ceño. — न मे भाषा… न मे शब्दाः। (No es mi lengua… no son mis palabras). Se acercó despacio, su figura alta y desgarbada proyectando una silueta inquietante bajo la luz de los faroles. Algunos aldeanos, al verlo, se detuvieron un segundo. Su ropa estaba rota, manchada de barro y sangre, su mirada ardía en tonalidades imposibles. Nadie lo había visto antes. —¿Quién es ese? —susurró un hombre a su esposa, apartándola hacia un lado. —No parece de aquí… —murmuró otro, sujetando con más fuerza el asa de la canasta que llevaba. Raphael se detuvo en medio de la calle empedrada. Sus ojos se movían de un lado a otro, analizando. El olor del pan fresco lo confundía, el vino derramado en los toneles le recordaba a la sangre. No comprendía qué era ese lugar, ni qué rol tenía la gente que lo observaba con miedo y curiosidad. Se llevó una mano al pecho y murmuró en voz baja, casi como una plegaria oscura: — कुतः… अहं? कुतः एषः लोकः? (¿De dónde… soy? ¿Qué es este mundo?). Un niño se le quedó mirando, curioso, sin miedo, hasta que su madre lo arrastró de vuelta a la casa. Las miradas crecían. Un extraño había entrado en el pueblo. Raphael sonrió, apenas, un gesto ambiguo que no revelaba si era amenaza o calma. Su estómago rugió, y sus ojos se alzaron hacia la posada iluminada al final de la calle, de donde escapaban olores de carne asada y cerveza. — भोजनम्… (Comida). Y dio su primer paso hacia el corazón del pueblo humano, sin comprender que su mera existencia ya estaba alterando el equilibrio de aquel lugar.
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