Convivencia forzada:
Silencio en la casa, del miedo nace el instinto.
Earthrrealm — Fangjiang.
(Autoconclusivo)
Las paredes de la casa que alguna vez fueron refugio, ahora eran una celda disfrazada. Mei se movía como una sombra en su propio hogar, cuidando cada paso, cada sonido, cada respiración. El extraño… Syzoth, aún no había pronunciado su nombre, pero su presencia lo llenaba todo.
Dormía —si es que se le podía llamar dormir— en la habitación principal, envuelto en mantas que ella había dispuesto a la fuerza. Cada noche, Mei se quedaba despierta por horas, esperando oír el menor movimiento. Cada crujido de madera, cada exhalación pesada, le helaban la sangre.
Durante el día, recogía frutas, hacia los quehaceres y preparaba algo para comer para quien ahora moraba en su hogar, ella no sentia apetito alguno, parecía llevar una vida normal pero por dentro, se sentía quebrada. Cada momento en esa casa era una ruleta. ¿Estaría ahí? ¿Estaría de mal humor? ¿Habría roto algo? ¿Habría salido? ¿La estaría esperando?
Los primeros dos días, Syzoth fue claro:
—No quiero niños. No quiero oírlos. No los traigas.
Sus palabras eran órdenes, no advertencias.
Mei intentó explicar que eran solo alumnos, que no sabían nada, pero él no escuchó. Para Syzoth, todo era amenaza.
Todo.
Incluso risas infantiles.
Él no hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, su voz cortaba como filo oxidado.
—No preguntes.
—No me mires así.
—Silencio.
Mei había dejado de usar su habitación. Dormía en un rincón del estudio, con una manta y una lámpara encendida toda la noche. El miedo se volvía espeso cuando la oscuridad caía. Él caminaba en silencio por la casa, como si no tocara el suelo. Podía estar detrás de ella y no notarlo hasta que su voz ronca susurrara:
—¿Qué escondes ahí?
La primera semana, Syzoth destruyó una silla, dos frascos de medicina, y un jarrón ancestral porque creyó que era una trampa mágica. Mei no protestó. Recogía los pedazos y limpiaba en silencio. Cualquier palabra mal dicha podía costarle más que una pieza rota.
Una vez, mientras preparaba infusión de raíz de loto, él se acercó por detrás, olfateándola como un animal.
—No hueles a miedo hoy.
—Estoy… acostumbrándome —murmuró con voz temblorosa.
Él gruñó.
—No te acostumbres. Nunca lo hagas.
Pero algo en su tono no sonaba amenazante. Casi… advertencia. Como si supiera que acostumbrarse a la bestia era dejar de ser humana.
Esa noche, Mei lloró en silencio mientras él dormía.
No podía escapar.
No podía enfrentarlo.
No podía pedir ayuda.
Sólo podía resistir.
Pero algo en su interior, tal vez divino, tal vez humano, le decía que esa criatura —tan rota, tan salvaje— no la había matado porque no quería hacerlo.
Y en esa grieta, en esa delgada línea entre el horror y la compasión, algo estaba empezando a nacer.
No esperanza.
No aún.
Pero sí… la voluntad de comprender.
Convivencia forzada:
Silencio en la casa, del miedo nace el instinto.
Earthrrealm — Fangjiang.
(Autoconclusivo)
Las paredes de la casa que alguna vez fueron refugio, ahora eran una celda disfrazada. Mei se movía como una sombra en su propio hogar, cuidando cada paso, cada sonido, cada respiración. El extraño… Syzoth, aún no había pronunciado su nombre, pero su presencia lo llenaba todo.
Dormía —si es que se le podía llamar dormir— en la habitación principal, envuelto en mantas que ella había dispuesto a la fuerza. Cada noche, Mei se quedaba despierta por horas, esperando oír el menor movimiento. Cada crujido de madera, cada exhalación pesada, le helaban la sangre.
Durante el día, recogía frutas, hacia los quehaceres y preparaba algo para comer para quien ahora moraba en su hogar, ella no sentia apetito alguno, parecía llevar una vida normal pero por dentro, se sentía quebrada. Cada momento en esa casa era una ruleta. ¿Estaría ahí? ¿Estaría de mal humor? ¿Habría roto algo? ¿Habría salido? ¿La estaría esperando?
Los primeros dos días, Syzoth fue claro:
—No quiero niños. No quiero oírlos. No los traigas.
Sus palabras eran órdenes, no advertencias.
Mei intentó explicar que eran solo alumnos, que no sabían nada, pero él no escuchó. Para Syzoth, todo era amenaza.
Todo.
Incluso risas infantiles.
Él no hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, su voz cortaba como filo oxidado.
—No preguntes.
—No me mires así.
—Silencio.
Mei había dejado de usar su habitación. Dormía en un rincón del estudio, con una manta y una lámpara encendida toda la noche. El miedo se volvía espeso cuando la oscuridad caía. Él caminaba en silencio por la casa, como si no tocara el suelo. Podía estar detrás de ella y no notarlo hasta que su voz ronca susurrara:
—¿Qué escondes ahí?
La primera semana, Syzoth destruyó una silla, dos frascos de medicina, y un jarrón ancestral porque creyó que era una trampa mágica. Mei no protestó. Recogía los pedazos y limpiaba en silencio. Cualquier palabra mal dicha podía costarle más que una pieza rota.
Una vez, mientras preparaba infusión de raíz de loto, él se acercó por detrás, olfateándola como un animal.
—No hueles a miedo hoy.
—Estoy… acostumbrándome —murmuró con voz temblorosa.
Él gruñó.
—No te acostumbres. Nunca lo hagas.
Pero algo en su tono no sonaba amenazante. Casi… advertencia. Como si supiera que acostumbrarse a la bestia era dejar de ser humana.
Esa noche, Mei lloró en silencio mientras él dormía.
No podía escapar.
No podía enfrentarlo.
No podía pedir ayuda.
Sólo podía resistir.
Pero algo en su interior, tal vez divino, tal vez humano, le decía que esa criatura —tan rota, tan salvaje— no la había matado porque no quería hacerlo.
Y en esa grieta, en esa delgada línea entre el horror y la compasión, algo estaba empezando a nacer.
No esperanza.
No aún.
Pero sí… la voluntad de comprender.