Salió del aseo los hombros tensos, las manos cerradas en puños. Habían pasado más de dos semanas desde el incidente… dos semanas de silencios, de miradas esquivas, de distancia que pesaba más que cualquier herida.
No podía tocarla. No podía siquiera mirarla demasiado sin sentir cómo el peso de su culpa lo hundía. Isla, paciente, había aprendido a no forzarlo, a dejar que el espacio hablara por ambos, aunque ese silencio a veces le partiera el alma.
Pero esa noche era distinta. Ella estaba allí, frente al espejo, con el velo cayendo como un suspiro sobre sus hombros, la piel bañada en una luz tenue que la hacía parecer irreal. El vestido aguardaba en el maniquí, blanco, perfecto… pero fue verla a ella —así, tan vulnerable y tan hermosa— lo que quebró algo dentro de él.
Él sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo el deseo, dormido por tanto tiempo, despertaba como un fuego lento bajo la piel. No era lujuria lo que sentía, era algo más profundo, una necesidad casi desesperada de volver a sentirse vivo, de volver a pertenecerle al mundo… a ella.
Dio un paso, luego otro. Cada movimiento era una lucha contra el miedo, contra la vergüenza que aún le ardía por dentro. Ella lo vio en el reflejo, pero no se movió. Sus ojos se encontraron, y fue suficiente. No hubo palabras, solo ese silencio cargado que hablaba más que cualquier promesa.
Se acercó despacio, como si temiera romper el hechizo, hasta quedar a su espalda. La luz delineaba el contorno de su cuerpo, él extendió una mano, temblorosa, hasta rozar su hombro. El contacto fue leve, pero bastó para que ella cerrara los ojos y dejara escapar un suspiro que lo desarmó, la ayudó a quitarse el velo despacio.
Por primera vez desde aquella noche, Darküs no sintió miedo. Solo el calor de su piel, la calma de su respiración y la certeza de que, a pesar de todo, seguía ahí. No como antes, sino más real, más humano, más roto… y por eso mismo, más suyo. La agarró del cuello y ordenó.
— De rodillas.
Darküs fue recuperando su confianza, su dominio y control, ella se dejó dominar en una noche llena de posesión y pasión descontrolada.
No hubo palabras de perdón, ni promesas de olvidar. Solo el leve roce de su frente contra la de ella, y un temblor compartido que hablaba de heridas aún abiertas, pero también de amor que se negaba a morir.
Salió del aseo los hombros tensos, las manos cerradas en puños. Habían pasado más de dos semanas desde el incidente… dos semanas de silencios, de miradas esquivas, de distancia que pesaba más que cualquier herida.
No podía tocarla. No podía siquiera mirarla demasiado sin sentir cómo el peso de su culpa lo hundía. Isla, paciente, había aprendido a no forzarlo, a dejar que el espacio hablara por ambos, aunque ese silencio a veces le partiera el alma.
Pero esa noche era distinta. Ella estaba allí, frente al espejo, con el velo cayendo como un suspiro sobre sus hombros, la piel bañada en una luz tenue que la hacía parecer irreal. El vestido aguardaba en el maniquí, blanco, perfecto… pero fue verla a ella —así, tan vulnerable y tan hermosa— lo que quebró algo dentro de él.
Él sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo el deseo, dormido por tanto tiempo, despertaba como un fuego lento bajo la piel. No era lujuria lo que sentía, era algo más profundo, una necesidad casi desesperada de volver a sentirse vivo, de volver a pertenecerle al mundo… a ella.
Dio un paso, luego otro. Cada movimiento era una lucha contra el miedo, contra la vergüenza que aún le ardía por dentro. Ella lo vio en el reflejo, pero no se movió. Sus ojos se encontraron, y fue suficiente. No hubo palabras, solo ese silencio cargado que hablaba más que cualquier promesa.
Se acercó despacio, como si temiera romper el hechizo, hasta quedar a su espalda. La luz delineaba el contorno de su cuerpo, él extendió una mano, temblorosa, hasta rozar su hombro. El contacto fue leve, pero bastó para que ella cerrara los ojos y dejara escapar un suspiro que lo desarmó, la ayudó a quitarse el velo despacio.
Por primera vez desde aquella noche, Darküs no sintió miedo. Solo el calor de su piel, la calma de su respiración y la certeza de que, a pesar de todo, seguía ahí. No como antes, sino más real, más humano, más roto… y por eso mismo, más suyo. La agarró del cuello y ordenó.
— De rodillas.
Darküs fue recuperando su confianza, su dominio y control, ella se dejó dominar en una noche llena de posesión y pasión descontrolada.
No hubo palabras de perdón, ni promesas de olvidar. Solo el leve roce de su frente contra la de ella, y un temblor compartido que hablaba de heridas aún abiertas, pero también de amor que se negaba a morir.