• Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
    Estado
    Disponible
    Me encocora
    1
    1 turno 0 maullidos
  • 🐾 El Día de las Bestias Eternas
    Fandom Mitologica
    Categoría Original
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo.
    Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar.
    Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos.
    Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje.
    Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad.

    En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul.
    Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento.
    Todas aguardan en silencio.
    El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva.
    Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras.

    El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra.
    A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza.

    Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue.
    En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas:
    una roja por la furia,
    una negra por la noche,
    y una blanca por la lealtad.

    A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo.
    Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol.
    Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas.

    Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia:

    “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas.
    Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas.
    Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono.
    Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas.
    Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.”

    Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón.
    El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo.
    Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente.

    Albina da un paso adelante.
    De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo.
    La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre.
    El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio.

    Entonces, las puertas del salón se abren.
    Una marea de luz y sombras invade el aire.
    Comienza el Desfile de los Fieles.

    Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos.
    Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua.
    Sus pasos resuenan como tambores lejanos.
    Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante.
    Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse.
    Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera.

    Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso.
    Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención.
    No impone dominio, sino presencia.
    A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad.
    Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa.
    Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal.

    El desfile se extiende durante horas eternas.
    Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes.
    Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje.

    Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene.
    Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino.
    Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono.
    No hay condena. No hay dolor.
    Solo respeto.
    Solo comunión.

    El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz.
    El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida.
    En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente.
    Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen.

    Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro.
    El Inframundo ha cambiado.
    Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión.

    Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad:
    que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana.
    Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
    El Inframundo despierta con un murmullo antiguo. Desde los abismos más hondos del Erebo hasta las riberas del Leteo, una vibración recorre las sombras: un llamado que ni los vivos ni los muertos pueden ignorar. Hoy no hay lamentos. Hoy no hay castigos. Hoy, incluso en la oscuridad más profunda, se celebra la existencia de lo salvaje. Es el Día de los Animales, y los reinos del más allá se preparan para honrar a quienes han custodiado las fronteras de la eternidad. En el gran salón de obsidiana, donde los muros laten como un corazón dormido, las antorchas se encienden una a una con fuego azul. Las criaturas del Inframundo se congregan: lobos de humo, aves de ceniza, serpientes de fuego líquido y caballos hechos de polvo y viento. Todas aguardan en silencio. El trono vacío brilla con reflejos de piedra viva. Y en el centro del salón, Cerbero emerge de las sombras. El guardián de las Puertas del Hades camina con paso firme, las tres cabezas en perfecta armonía, los ojos ardiendo como soles en la penumbra. A su alrededor, las almas se inclinan, reconociendo en él no solo al protector, sino al símbolo eterno de la lealtad y la fuerza. Desde lo alto, Perséfone, Reina del Inframundo, desciende envuelta en un resplandor tenue. En sus manos sostiene una corona forjada con hierro de estrella caída, adornada con tres gemas: una roja por la furia, una negra por la noche, y una blanca por la lealtad. A su lado, una presencia luminosa se acerca: Albina, la cabra blanca del Inframundo. Su pelaje brilla como la luna sobre la piedra, y donde sus pezuñas tocan el suelo, florecen pequeñas flores grises, las únicas que crecen en aquel reino sin sol. Las criaturas se apartan en respeto; la conocen como mensajera de paz y consejera de las almas olvidadas. Perséfone levanta la corona y, con voz que es decreto y bendición, pronuncia: “Hoy, el Inframundo celebra el Día de las Bestias Eternas. Hoy, las criaturas que sirven, vigilan y aman son honradas. Cerbero, guardián del Umbral, tu lealtad ha sido tu trono. Desde este instante, no serás solo guardián… serás Rey de las Bestias Eternas. Y tú, Albina, serás su guía, su conciencia, su equilibrio.” Cuando la corona toca las tres frentes de Cerbero, una ola de fuego blanco recorre el salón. El suelo vibra, los ríos cambian su curso, y las almas aúllan con júbilo. Las tres cabezas del nuevo rey alzan su mirada en silencio: no hay palabras, solo un rugido interno que el universo siente. Albina da un paso adelante. De su presencia emana calma, y una flor nace en medio del fuego: la primera flor del Inframundo. La Reina sonríe, y con ese gesto, el orden del reino cambia para siempre. El trono ya no pertenece al miedo, sino al equilibrio. Entonces, las puertas del salón se abren. Una marea de luz y sombras invade el aire. Comienza el Desfile de los Fieles. Por los corredores de piedra líquida, las criaturas del Inframundo marchan en honor a sus nuevos soberanos. Los Lobos del Leteo avanzan primero, con pelaje translúcido y ojos de agua. Sus pasos resuenan como tambores lejanos. Sobre ellos vuelan los Cuervos de Estigia, cuyas plumas de humo caen lentamente como ceniza brillante. Las Serpientes del Erebo reptan entre las columnas, formando símbolos sagrados que parpadean con fuego antes de desvanecerse. Y desde las llanuras de Tártaro llegan los Caballos de Ceniza, trotando en el aire, dejando huellas de luz efímera. Cerbero avanza entre ellos, majestuoso, silencioso. Sus cabezas giran lentamente, observando a cada una de las criaturas con atención. No impone dominio, sino presencia. A su lado, Albina camina despacio, irradiando serenidad. Una pequeña alma —una liebre hecha de humo— se acerca temerosa. Albina la mira con ternura y, al tocarla con su frente, la transforma en un destello que asciende hasta las estrellas del techo abismal. El desfile se extiende durante horas eternas. Sobre ellos, el cielo del Inframundo se cubre de luces verdes y violetas: auroras imposibles que ondulan como espíritus danzantes. Cada chispa que cae es el eco de un alma animal que regresa por un instante para rendir homenaje. Cuando la procesión llega al círculo central, Albina se detiene. Su luz se expande como un manto que cubre a Cerbero, a las criaturas, a todo el reino. Por un breve momento, el Inframundo entero respira al unísono. No hay condena. No hay dolor. Solo respeto. Solo comunión. El fuego se atenúa, las criaturas se disuelven lentamente en el aire, dejando tras de sí rastros de luz. El silencio regresa, pero es un silencio distinto: un silencio lleno de vida. En el centro, Cerbero permanece inmóvil, imponente. Albina se recuesta a su lado, sus ojos reflejando el resplandor de las llamas que no consumen. Desde su trono, Perséfone observa en silencio, y una leve sonrisa cruza su rostro. El Inframundo ha cambiado. Bajo su tierra y bajo su ley, ahora reina la fuerza, pero también la compasión. Y así, mientras las últimas brasas del desfile flotan en el aire, los abismos entienden su nueva verdad: que incluso en la oscuridad más profunda, los animales tienen un reino, un rey y una guardiana. Y que, cada año, en el Día de las Bestias Eternas, el Inframundo entero recordará que la lealtad es la forma más pura del alma.
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  • El jardín estaba bañado por la tenue luz del atardecer. Los árboles se mecían suavemente con el viento, y el perfume de las flores nocturnas comenzaba a despertar, mezclándose con el murmullo distante de una fuente.
    Lysander estaba sentado en un banco de piedra, con el cabello cayendo en ondas oscuras sobre sus hombros, mientras Yuki, su pequeño conejo blanco, saltaba juguetón alrededor de sus botas.

    Un cosquilleo recorrió su brazo izquierdo: la señal inequívoca de que Nerezza estaba moviéndose bajo su piel, serpenteando desde su pecho hacia su hombro. Su siseo suave vibró en su mente, tan familiar como un susurro.

    —¿Otra vez inquieta, Nerezza? —murmuró, sin apartar la vista del cielo teñido de naranja y violeta. Yuki, curioso, se acercó a su mano y Lysander lo acarició suavemente detrás de las orejas.

    El siseo se transformó en un eco de palabras que solo él podía entender.
    —«El aire trae presencias extrañas… no confío en este silencio.»

    Lysander sonrió de lado, con esa mezcla de calma y melancolía que lo caracterizaba.
    —Siempre desconfías de todo. Quizá deberías aprender de Yuki… él solo salta y vive, sin pensar si el viento es aliado o enemigo.

    La serpiente blanca emergió entonces por completo desde su clavícula, etérea y brillante, enroscándose con elegancia alrededor de su brazo. Sus ojos plateados reflejaban la última luz del sol, como si vigilaran cada rincón del jardín.

    —«Ese conejo no cargaría con el peso que tú llevas. Yo sí.» —el siseo resonó, firme, protector.

    Lysander bajó la mirada hacia ella, con Yuki ahora entre sus brazos, tranquilo.
    —Lo sé… eres mi guardiana, mi otra mitad. Pero a veces me pregunto, Nerezza… ¿me proteges del mundo, o me proteges de mí mismo?

    La serpiente no respondió con palabras, sino apretando suavemente su brazo como si se tratara de un abrazo silencioso. Yuki, ajeno a todo, estiró su naricita y rozó las escamas perladas de Nerezza sin miedo alguno.
    Lysander dejó escapar una risa baja, casi inaudible.

    —Mira eso… parece que hasta mi pequeño Yuki te acepta. Tal vez, después de todo, sí pueda confiar en que el mundo no es tan hostil como lo imaginas.

    El viento sopló, llevando consigo el murmullo de la noche naciente. Entre el conejo juguetón y la serpiente guardiana, Lysander se sintió por un instante en paz, aunque sabía que esa calma siempre sería frágil.
    El jardín estaba bañado por la tenue luz del atardecer. Los árboles se mecían suavemente con el viento, y el perfume de las flores nocturnas comenzaba a despertar, mezclándose con el murmullo distante de una fuente. Lysander estaba sentado en un banco de piedra, con el cabello cayendo en ondas oscuras sobre sus hombros, mientras Yuki, su pequeño conejo blanco, saltaba juguetón alrededor de sus botas. Un cosquilleo recorrió su brazo izquierdo: la señal inequívoca de que Nerezza estaba moviéndose bajo su piel, serpenteando desde su pecho hacia su hombro. Su siseo suave vibró en su mente, tan familiar como un susurro. —¿Otra vez inquieta, Nerezza? —murmuró, sin apartar la vista del cielo teñido de naranja y violeta. Yuki, curioso, se acercó a su mano y Lysander lo acarició suavemente detrás de las orejas. El siseo se transformó en un eco de palabras que solo él podía entender. —«El aire trae presencias extrañas… no confío en este silencio.» Lysander sonrió de lado, con esa mezcla de calma y melancolía que lo caracterizaba. —Siempre desconfías de todo. Quizá deberías aprender de Yuki… él solo salta y vive, sin pensar si el viento es aliado o enemigo. La serpiente blanca emergió entonces por completo desde su clavícula, etérea y brillante, enroscándose con elegancia alrededor de su brazo. Sus ojos plateados reflejaban la última luz del sol, como si vigilaran cada rincón del jardín. —«Ese conejo no cargaría con el peso que tú llevas. Yo sí.» —el siseo resonó, firme, protector. Lysander bajó la mirada hacia ella, con Yuki ahora entre sus brazos, tranquilo. —Lo sé… eres mi guardiana, mi otra mitad. Pero a veces me pregunto, Nerezza… ¿me proteges del mundo, o me proteges de mí mismo? La serpiente no respondió con palabras, sino apretando suavemente su brazo como si se tratara de un abrazo silencioso. Yuki, ajeno a todo, estiró su naricita y rozó las escamas perladas de Nerezza sin miedo alguno. Lysander dejó escapar una risa baja, casi inaudible. —Mira eso… parece que hasta mi pequeño Yuki te acepta. Tal vez, después de todo, sí pueda confiar en que el mundo no es tan hostil como lo imaginas. El viento sopló, llevando consigo el murmullo de la noche naciente. Entre el conejo juguetón y la serpiente guardiana, Lysander se sintió por un instante en paz, aunque sabía que esa calma siempre sería frágil.
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  • Historia de Nerezza

    Nerezza nació junto con Lysander, no como un animal común, sino como la manifestación de su dualidad celestial y tengu. Su forma es la de una serpiente blanca, símbolo ancestral de protección, pureza y conexión espiritual.

    Su cuerpo es largo y grácil, con escamas que parecen hechas de marfil bruñido; a la luz, se iluminan con un brillo perlado que recuerda a las plumas de un ave celestial. Sus ojos son plateados, profundos, y en ellos late una sabiduría que trasciende la vida terrenal.

    Nerezza vive dentro de Lysander, enroscada en su pecho como si fuera su segundo corazón. Puede moverse a lo largo de su cuerpo, deslizándose bajo la piel como una corriente de energía pura. Lysander siente su andar como un cosquilleo helado o cálido que recorre su nuca, sus brazos o incluso sus alas cuando se manifiestan.

    Cuando el peligro acecha, Nerezza puede salir de él, emergiendo desde sus brazos, hombros o incluso de sus ojos como un resplandor blanco que toma la forma de una serpiente espectral. En este estado, se mueve con fluidez, suspendida en el aire como si nadara en un océano invisible, siempre rodeada de un halo suave de luz.

    Su naturaleza es la de una guardiana protectora: Nerezza detecta espíritus hostiles, maldiciones o intenciones ocultas mucho antes de que Lysander lo note. Sus siseos interiores —que él escucha en la mente como un eco lejano— son advertencias o guías. No necesita palabras; su sola presencia es consuelo y escudo.

    Muchos creen que las serpientes blancas son heraldos de los dioses o guardianes de los templos. En el caso de Lysander, Nerezza es el símbolo de que, aunque viva dividido entre el cielo y la tierra, nunca está solo: ella es su compañera eterna, un espíritu nacido de su propio ser pero con voluntad independiente, destinada a protegerlo hasta el fin.
    Historia de Nerezza Nerezza nació junto con Lysander, no como un animal común, sino como la manifestación de su dualidad celestial y tengu. Su forma es la de una serpiente blanca, símbolo ancestral de protección, pureza y conexión espiritual. Su cuerpo es largo y grácil, con escamas que parecen hechas de marfil bruñido; a la luz, se iluminan con un brillo perlado que recuerda a las plumas de un ave celestial. Sus ojos son plateados, profundos, y en ellos late una sabiduría que trasciende la vida terrenal. Nerezza vive dentro de Lysander, enroscada en su pecho como si fuera su segundo corazón. Puede moverse a lo largo de su cuerpo, deslizándose bajo la piel como una corriente de energía pura. Lysander siente su andar como un cosquilleo helado o cálido que recorre su nuca, sus brazos o incluso sus alas cuando se manifiestan. Cuando el peligro acecha, Nerezza puede salir de él, emergiendo desde sus brazos, hombros o incluso de sus ojos como un resplandor blanco que toma la forma de una serpiente espectral. En este estado, se mueve con fluidez, suspendida en el aire como si nadara en un océano invisible, siempre rodeada de un halo suave de luz. Su naturaleza es la de una guardiana protectora: Nerezza detecta espíritus hostiles, maldiciones o intenciones ocultas mucho antes de que Lysander lo note. Sus siseos interiores —que él escucha en la mente como un eco lejano— son advertencias o guías. No necesita palabras; su sola presencia es consuelo y escudo. Muchos creen que las serpientes blancas son heraldos de los dioses o guardianes de los templos. En el caso de Lysander, Nerezza es el símbolo de que, aunque viva dividido entre el cielo y la tierra, nunca está solo: ella es su compañera eterna, un espíritu nacido de su propio ser pero con voluntad independiente, destinada a protegerlo hasta el fin.
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  • ⠀⠀La noche se había adueñado de la ciudad, pero las luces de la iglesia de San Miguel brillaban iluminando la calle en penumbra. Kazuha se detuvo frente a la verja. Era una espectadora silenciosa en un culto ajeno.

    ⠀⠀Desde el interior, llegaba el murmullo de una oración colectiva, un sonido que le erizó la piel. No por devoción, sino por una molesta familiaridad.

    "𝘗𝘢𝘥𝘳𝘦 𝘕𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰, 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘰𝘴 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰𝘴..."

    ⠀⠀Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios. ¿En los cielos? Ella provenía de un linaje que se decía ser descendiente de una entidad que habitaba en los sueños. Aeloria, Guardiana de los Sueños. Una leyenda tan antigua y difusa como el propio concepto de Dios para estos humanos.

    "𝘚𝘢𝘯𝘵𝘪𝘧𝘪𝘤𝘢𝘥𝘰 𝘴𝘦𝘢 𝘵𝘶 𝘯𝘰𝘮𝘣𝘳𝘦..."

    ⠀⠀Ellos tenían su libro sagrado, su Biblia, con reglas escritas en piedra y mandamientos entregados en una montaña. Los Aelorianos tenían un Código de Ética. Un reglamento seco, frío, escrito por un Consejo de Ancianos temerosos que decidieron que el miedo era una buena base para la moral. "No usar el poder para ventaja personal. No alterar el equilibrio mágico en el mundo" Tsk, ¿quién decidió qué era el "equilibrio"? ¿Un puñado de viejos asustados que añoraban los días en que eran venerados como dioses menores?

    "𝘋𝘢𝘯𝘰𝘴 𝘩𝘰𝘺 𝘯𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰 𝘱𝘢𝘯 𝘥𝘦 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘪𝘢..."

    ⠀⠀Ellos pedían pan. Sus clientes pedían amor, poder, venganza. ¿Era tan distinto? Ambos suplicaban a una fuerza superior para llenar un vacío. La única diferencia era el intermediario. Ellos tenían sacerdotes que prometían una recompensa después de la muerte. Y ella era como una sacerdotisa que cobraba antes de conceder el milagro, y advertía que el cielo podía caerte encima en cualquier momento.

    «Aeloria no nos dió este poder para que lo usaramos, sino para que lo entendieramos". La frase, una de las tantas que le habían repetido hasta el cansancio en su juventud. ¿Entenderlo? ¿Entender el caos? Era como intentar entender un huracán metiéndose en el ojo de la tormenta. ¡Absurdo!. El poder era para usarse. Para sentirlo arder en las venas, para moldear la realidad a voluntad. ¿Acaso no era eso entenderlo verdaderamente? Abrazar su naturaleza depredadora, en lugar de intentar domarla con reglas hipócritas.

    ⠀⠀Un Código de Ética escrito por un puñado de viejos cobardes era su biblia. Y ella era como la serpiente del Edén, prefería ofrecer la manzana del conocimiento prohibido, aunque a cambio de un precio que respnaría en los ecos del alma.

    ⠀⠀Una mariposa roja se materializó y se posó en un barrotes justo frente a su rostro.

    —¿Lo ves? —murmuró, y su voz se perdió en el canto de los feligreces— ellos rezan a un dios que no contesta. Y nosotros... somos los dioses que contestamos. Por eso nos temen más que a su propio dios silente, hmph.

    ⠀⠀Giró sobre sus talones y se alejó de la luz de la iglesia. No había respuestas para ella en ese lugar, solo el eco reconfortante de su propia herejía. Ella era una creyente más fiel que todos ellos. Porque creía en el poder mismo. Y no en las reglas que los hombres, humanos o Aelorianos, inventaban para sentirse menos aterrados de la oscuridad que llevaban dentro.

    ⠀⠀El eco de un "Amén" colectivo la persiguió calle abajo. Ella no necesitaba amén. Tenía el sonido de las mariposas rojas aleteando siempre cerca de ella.
    ⠀⠀La noche se había adueñado de la ciudad, pero las luces de la iglesia de San Miguel brillaban iluminando la calle en penumbra. Kazuha se detuvo frente a la verja. Era una espectadora silenciosa en un culto ajeno. ⠀⠀Desde el interior, llegaba el murmullo de una oración colectiva, un sonido que le erizó la piel. No por devoción, sino por una molesta familiaridad. "𝘗𝘢𝘥𝘳𝘦 𝘕𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰, 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘰𝘴 𝘤𝘪𝘦𝘭𝘰𝘴..." ⠀⠀Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios. ¿En los cielos? Ella provenía de un linaje que se decía ser descendiente de una entidad que habitaba en los sueños. Aeloria, Guardiana de los Sueños. Una leyenda tan antigua y difusa como el propio concepto de Dios para estos humanos. "𝘚𝘢𝘯𝘵𝘪𝘧𝘪𝘤𝘢𝘥𝘰 𝘴𝘦𝘢 𝘵𝘶 𝘯𝘰𝘮𝘣𝘳𝘦..." ⠀⠀Ellos tenían su libro sagrado, su Biblia, con reglas escritas en piedra y mandamientos entregados en una montaña. Los Aelorianos tenían un Código de Ética. Un reglamento seco, frío, escrito por un Consejo de Ancianos temerosos que decidieron que el miedo era una buena base para la moral. "No usar el poder para ventaja personal. No alterar el equilibrio mágico en el mundo" Tsk, ¿quién decidió qué era el "equilibrio"? ¿Un puñado de viejos asustados que añoraban los días en que eran venerados como dioses menores? "𝘋𝘢𝘯𝘰𝘴 𝘩𝘰𝘺 𝘯𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰 𝘱𝘢𝘯 𝘥𝘦 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘪𝘢..." ⠀⠀Ellos pedían pan. Sus clientes pedían amor, poder, venganza. ¿Era tan distinto? Ambos suplicaban a una fuerza superior para llenar un vacío. La única diferencia era el intermediario. Ellos tenían sacerdotes que prometían una recompensa después de la muerte. Y ella era como una sacerdotisa que cobraba antes de conceder el milagro, y advertía que el cielo podía caerte encima en cualquier momento. «Aeloria no nos dió este poder para que lo usaramos, sino para que lo entendieramos". La frase, una de las tantas que le habían repetido hasta el cansancio en su juventud. ¿Entenderlo? ¿Entender el caos? Era como intentar entender un huracán metiéndose en el ojo de la tormenta. ¡Absurdo!. El poder era para usarse. Para sentirlo arder en las venas, para moldear la realidad a voluntad. ¿Acaso no era eso entenderlo verdaderamente? Abrazar su naturaleza depredadora, en lugar de intentar domarla con reglas hipócritas. ⠀⠀Un Código de Ética escrito por un puñado de viejos cobardes era su biblia. Y ella era como la serpiente del Edén, prefería ofrecer la manzana del conocimiento prohibido, aunque a cambio de un precio que respnaría en los ecos del alma. ⠀⠀Una mariposa roja se materializó y se posó en un barrotes justo frente a su rostro. —¿Lo ves? —murmuró, y su voz se perdió en el canto de los feligreces— ellos rezan a un dios que no contesta. Y nosotros... somos los dioses que contestamos. Por eso nos temen más que a su propio dios silente, hmph. ⠀⠀Giró sobre sus talones y se alejó de la luz de la iglesia. No había respuestas para ella en ese lugar, solo el eco reconfortante de su propia herejía. Ella era una creyente más fiel que todos ellos. Porque creía en el poder mismo. Y no en las reglas que los hombres, humanos o Aelorianos, inventaban para sentirse menos aterrados de la oscuridad que llevaban dentro. ⠀⠀El eco de un "Amén" colectivo la persiguió calle abajo. Ella no necesitaba amén. Tenía el sonido de las mariposas rojas aleteando siempre cerca de ella.
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    La Guardiana
    Negro profundo, plumas rojizas y bordados cobrizos en un vestido que evoca la silueta de la fuerza. La cola en piel sintética representa lo indomable. Para mí, es la mujer que custodia los secretos ancestrales: firme, sabia y enigmática.
    #Mirror #ReflejosDelInconsciente #LaGuardiana #AltaCostura #MIRROR2025
    🦉 La Guardiana Negro profundo, plumas rojizas y bordados cobrizos en un vestido que evoca la silueta de la fuerza. La cola en piel sintética representa lo indomable. Para mí, es la mujer que custodia los secretos ancestrales: firme, sabia y enigmática. #Mirror #ReflejosDelInconsciente #LaGuardiana #AltaCostura #MIRROR2025
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  • 𝐂𝐈𝐔𝐃𝐀𝐃 𝐃𝐄 𝐂𝐄𝐍𝐈𝐙𝐀𝐒 – 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄 𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐄𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Los cielos sangraban. Columnas humeantes y cenizas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la noche. Fuego y oscuridad fundidos en uno solo.

    Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban flechas, espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor.

    Las llamas recortaron la silueta cálida de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo al absorber el impacto.

    El héroe alzó su brazo, arrastrando ambas armas y dejando el espacio suficiente para que el filo de bronce celestial de su espada abriera el abdomen desprotegido del jinete, que cayó desplomado de su montura.

    ────¡Rápido! –gruñó a su compañero que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí.

    ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado.

    A lo lejos, la muralla se erigió sobre la ciudad. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. El héroe apretó el puño.

    No había podido salvar a su gente. Ni a su ciudad. Ellos los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. Que tontos, que ilusos fueron al creer que tenían la victoria en sus manos.

    «Más rápido».

    Las enormes puertas del norte estaban abiertas de par en par. Una última oportunidad. El viento silbaba entre las llamas. La ciudad ardía a su alrededor convertida en una tumba. Su tumba.

    ────¡Los muelles cayeron! –su compañero apretó los dientes. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. Tomaremos el río subterráneo. Si no nos traga primero, nos escupirá libres a...

    El aire silbó. Un destello de hierro.

    No pudo terminar. Una lanza afilada atravesó su pecho y su grito se quebró en la sangre. Su cuerpo trastabilló y rodó sin vida al suelo.

    Se quedó helado. Todo a su alrededor parecía desvanecerse: el choque de las espadas, las flechas surcando la noche, el rugido de las llamas. Solo escuchaba el golpe seco del cuerpo de su amigo contra las piedras, repitiéndose una y otra vez.

    «No».

    El héroe se inclinó y jaló las riendas con un rugido de furia. Los caballos relincharon, encabritándose y por un instante, el carro se elevó entre la cenizas antes de detenerse en seco.

    El héroe saltó del carro y corrió hacia su compañero caído. Sus dedos, helados y temblorosos, retiraron el casco de su cabeza y apretaron con fuerza aquella mano que pronto comenzaba a enfriarse.

    Su compañero, el hombre que había compartido con él tantas batallas. El que sabía cuándo callar. Cuándo reírse de la muerte para no dejarse tragar por el miedo a ella. Un hermano forjado en el campo de batalla y que en ese momento, se le escapaba de entre los dedos.

    «No...»

    En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El general Diomedes contemplaba la escena con una calma cruel, mortal. Era un agila majestuosa, vigilando desde lo alto, aguardando el momento de descender sobre su presa.

    ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada–. El chico es mío.

    Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal.

    ────¡Ah! No temas hijo de la Tejedora de Engaños –dijo con falsa dulzura. Cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos.

    Diomedes arrojó la lanza.

    Una voz femenina resonó en el humo denso, llamando al héroe.

    ────¡Eneas!

    El corazón del héroe latió con fuerza. La lanza cortó el aire, la punta reflejando la ciudad sangrando en ruinas.

    ────¡Eneas!

    Alzó la mirada. Entre la bruma espesa y partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba. La habría reconocido en la más densa oscuridad. Pequeña, grácil. Con su cabello color vino flotando con cada paso, sus sandalias doradas corriendo en el caos.

    Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo. Su confidente. Su guardiana.

    Afro.

    Y ahora corría hacia el sin pensar en el peligro, su rostro celestial pálido del terror.

    Su madre, la diosa del amor había llegado para salvar a su hijo.
    𝐂𝐈𝐔𝐃𝐀𝐃 𝐃𝐄 𝐂𝐄𝐍𝐈𝐙𝐀𝐒 🔥 – 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄 𝐈 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐄𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Los cielos sangraban. Columnas humeantes y cenizas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la noche. Fuego y oscuridad fundidos en uno solo. Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban flechas, espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor. Las llamas recortaron la silueta cálida de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo al absorber el impacto. El héroe alzó su brazo, arrastrando ambas armas y dejando el espacio suficiente para que el filo de bronce celestial de su espada abriera el abdomen desprotegido del jinete, que cayó desplomado de su montura. ────¡Rápido! –gruñó a su compañero que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí. ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. A lo lejos, la muralla se erigió sobre la ciudad. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. El héroe apretó el puño. No había podido salvar a su gente. Ni a su ciudad. Ellos los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. Que tontos, que ilusos fueron al creer que tenían la victoria en sus manos. «Más rápido». Las enormes puertas del norte estaban abiertas de par en par. Una última oportunidad. El viento silbaba entre las llamas. La ciudad ardía a su alrededor convertida en una tumba. Su tumba. ────¡Los muelles cayeron! –su compañero apretó los dientes. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. Tomaremos el río subterráneo. Si no nos traga primero, nos escupirá libres a... El aire silbó. Un destello de hierro. No pudo terminar. Una lanza afilada atravesó su pecho y su grito se quebró en la sangre. Su cuerpo trastabilló y rodó sin vida al suelo. Se quedó helado. Todo a su alrededor parecía desvanecerse: el choque de las espadas, las flechas surcando la noche, el rugido de las llamas. Solo escuchaba el golpe seco del cuerpo de su amigo contra las piedras, repitiéndose una y otra vez. «No». El héroe se inclinó y jaló las riendas con un rugido de furia. Los caballos relincharon, encabritándose y por un instante, el carro se elevó entre la cenizas antes de detenerse en seco. El héroe saltó del carro y corrió hacia su compañero caído. Sus dedos, helados y temblorosos, retiraron el casco de su cabeza y apretaron con fuerza aquella mano que pronto comenzaba a enfriarse. Su compañero, el hombre que había compartido con él tantas batallas. El que sabía cuándo callar. Cuándo reírse de la muerte para no dejarse tragar por el miedo a ella. Un hermano forjado en el campo de batalla y que en ese momento, se le escapaba de entre los dedos. «No...» En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El general Diomedes contemplaba la escena con una calma cruel, mortal. Era un agila majestuosa, vigilando desde lo alto, aguardando el momento de descender sobre su presa. ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada–. El chico es mío. Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal. ────¡Ah! No temas hijo de la Tejedora de Engaños –dijo con falsa dulzura. Cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos. Diomedes arrojó la lanza. Una voz femenina resonó en el humo denso, llamando al héroe. ────¡Eneas! El corazón del héroe latió con fuerza. La lanza cortó el aire, la punta reflejando la ciudad sangrando en ruinas. ────¡Eneas! Alzó la mirada. Entre la bruma espesa y partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba. La habría reconocido en la más densa oscuridad. Pequeña, grácil. Con su cabello color vino flotando con cada paso, sus sandalias doradas corriendo en el caos. Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo. Su confidente. Su guardiana. Afro. Y ahora corría hacia el sin pensar en el peligro, su rostro celestial pálido del terror. Su madre, la diosa del amor había llegado para salvar a su hijo.
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    Se que está parte de la historia se llama el laberinto de las guardianas, pero por cosas legales y de cuota de género hay 2 guardianes hombres y 2 mujeres xsd
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    Agencia de Modelaje: Ishtar’s Demonic Dèesse Infernal Glamour

    Modelo: Ashtoreth – Gran Duquesa del Infierno
    Título Infernal: Gran Duquesa del Infierno, parte de la Trinidad Maligna junto a Belcebú y Lucifer.
    Alias en la Agencia: La Emperatriz de las Alas Negras / La Reina del Deseo Prohibido
    Jerarquía: Primera Jerarquía Infernal
    Origen: Reinos Abismales del Infierno
    Complexión: Majestuosa y voluptuosa, de silueta infernal que mezcla la perfección con la amenaza.
    Cabello: Negro como la medianoche, largo y sedoso, cayendo como un manto de sombras.
    Ojos: Dorados incandescentes, símbolo de su poder y de su maligna divinidad.
    Piel: Alabastro con un tenue resplandor oscuro que delata su naturaleza demoníaca.
    Alas: De cuervo infernal, imponentes y negras como el vacío.

    Descripción General:
    Ashtoreth es la encarnación de la belleza infernal y del poder absoluto. Como Gran Duquesa del Infierno, su presencia dentro de Ishtar’s Demonic Dèesse Infernal Glamour no es solo la de una modelo, sino la de un estandarte viviente. Ella representa la cúspide de la tentación y el dominio, siendo la musa predilecta en las colecciones que fusionan moda, pecado y realeza oscura.

    Cada aparición suya en pasarela es un ritual prohibido, donde el público queda sometido al magnetismo de su mirada dorada y a la elegancia letal de su figura.

    Especialidad en la Agencia:
    Protagonista de desfiles de alta moda Infernal & Gothic Royalty.
    Imagen principal en campañas de joyería maldita y coronas abismales.
    Musa inspiradora de colecciones centradas en la fusión de lujuria y poder absoluto.
    Modelo estrella en eventos privados de la Noche de las Dèesses, donde representa el vértice del glamour demoníaco.

    Personalidad Profesional:
    Imponente, dominante y con un aura de majestad infernal. Su presencia genera reverencia y temor en iguales proporciones. Cada pose es un decreto, cada sonrisa un pacto sellado, y cada mirada un hechizo del que nadie puede escapar.

    Menciones Honoríficas:
    Corona Abismal del Glamour – Reconocida como soberana de la estética oscura en la Gala Infernale.
    Trofeo Rosa Carmesí Maldita – Por su papel central en la colección Eternal Sin Couture.
    Distinción Emperatriz del Deseo – Por su influencia en diseñadores y artistas internacionales.
    Guardiana de la Pasarela Oscura – Reconocimiento exclusivo de Metphies Jaegerjaquez Yokin Ishtar por su lealtad a la visión de la agencia.

    Frase Emblemática:

    "El deseo es mi arma, la oscuridad mi corona… y el glamour, mi eterno reinado." ― Ashtoreth

    "Gran Duquesa del Infierno"
    ✨ Agencia de Modelaje: Ishtar’s Demonic Dèesse Infernal Glamour ✨ 🟪 Modelo: Ashtoreth – Gran Duquesa del Infierno 🟥 Título Infernal: Gran Duquesa del Infierno, parte de la Trinidad Maligna junto a Belcebú y Lucifer. 🟨 Alias en la Agencia: La Emperatriz de las Alas Negras / La Reina del Deseo Prohibido 🟩 Jerarquía: Primera Jerarquía Infernal 🟦 Origen: Reinos Abismales del Infierno 🟪 Complexión: Majestuosa y voluptuosa, de silueta infernal que mezcla la perfección con la amenaza. 🟫 Cabello: Negro como la medianoche, largo y sedoso, cayendo como un manto de sombras. ⬛ Ojos: Dorados incandescentes, símbolo de su poder y de su maligna divinidad. ⬜ Piel: Alabastro con un tenue resplandor oscuro que delata su naturaleza demoníaca. ⚪ Alas: De cuervo infernal, imponentes y negras como el vacío. 📜 Descripción General: Ashtoreth es la encarnación de la belleza infernal y del poder absoluto. Como Gran Duquesa del Infierno, su presencia dentro de Ishtar’s Demonic Dèesse Infernal Glamour no es solo la de una modelo, sino la de un estandarte viviente. Ella representa la cúspide de la tentación y el dominio, siendo la musa predilecta en las colecciones que fusionan moda, pecado y realeza oscura. Cada aparición suya en pasarela es un ritual prohibido, donde el público queda sometido al magnetismo de su mirada dorada y a la elegancia letal de su figura. 💎 Especialidad en la Agencia: 🔺Protagonista de desfiles de alta moda Infernal & Gothic Royalty. 🔺Imagen principal en campañas de joyería maldita y coronas abismales. 🔺Musa inspiradora de colecciones centradas en la fusión de lujuria y poder absoluto. 🔺Modelo estrella en eventos privados de la Noche de las Dèesses, donde representa el vértice del glamour demoníaco. ⚜️ Personalidad Profesional: Imponente, dominante y con un aura de majestad infernal. Su presencia genera reverencia y temor en iguales proporciones. Cada pose es un decreto, cada sonrisa un pacto sellado, y cada mirada un hechizo del que nadie puede escapar. 🏅 Menciones Honoríficas: 🔹Corona Abismal del Glamour – Reconocida como soberana de la estética oscura en la Gala Infernale. 🔹Trofeo Rosa Carmesí Maldita – Por su papel central en la colección Eternal Sin Couture. 🔹Distinción Emperatriz del Deseo – Por su influencia en diseñadores y artistas internacionales. 🔹Guardiana de la Pasarela Oscura – Reconocimiento exclusivo de Metphies Jaegerjaquez Yokin Ishtar por su lealtad a la visión de la agencia. ✨ Frase Emblemática: "El deseo es mi arma, la oscuridad mi corona… y el glamour, mi eterno reinado." ― Ashtoreth "Gran Duquesa del Infierno"
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