Las ruedas del coche chirriaron un poco al girar en la entrada de tierra. Uno de los almacenes vacíos de Angela, apartado, con los portones cerrados y dos de sus hombres de confianza montando guardia. No hablaban, solo asintieron con la cabeza cuando nos vieron llegar. Angela bajó primero, me miró en silencio mientras yo abría la puerta del copiloto. No me dijo nada. No tenía que hacerlo.
Caminamos juntas hasta la entrada. Ella me dio las llaves sin preguntar. Las tomé, sintiendo el metal frío en la palma.
—Estaré aquí fuera —dijo con calma, pero firme—. Si me necesitas, solo grita mi nombre.
Asentí y entré sola.
Dentro, el olor a humedad se mezclaba con algo más metálico. Sangre seca, probablemente. El foco colgando del techo iluminaba solo el centro del espacio. Y allí estaba él. Atado a una silla de hierro oxidado, la cabeza baja, respirando con dificultad. Le habían dado una paliza. Una buena. No me hizo falta preguntar si había sido Angela quien lo había ordenado.
Cerré la puerta tras de mí. Él levantó la mirada.
—Así que al final viniste, piccola —su voz era rasposa, como si le costara hasta hablar—. Siempre fuiste valiente… pero también una traidora.
No respondí. Caminé hacia él. Lenta. Paso a paso.
—A los doce años tuviste los cojones de entregarme. Por eso pasé catorce putos años entre ratas. Pero salí. Y mírate ahora —rió entre dientes, escupiendo sangre—. Sigues siendo la misma niña rota.
Me quedé delante de él, sacando el arma de mi cinturón. La sostuve en mi mano, pero no la levanté aún.
—No soy una niña —dije con voz baja—. Y tú ya no me das miedo.
—Mientes. Temblabas cuando te toqué. Como antes. Como siempre. Tú nunca pudiste con esto.
Me acerqué, apoyando la pistola contra su frente. Me miró. Sonrió.
—Hazlo.
—No —susurré, bajando el arma. Vi cómo se le tensaba la mandíbula, como si no lo esperara. Entonces, saqué el cuchillo pequeño que llevaba en el tobillo.
Lo miré fijamente.
—No mereces una bala.
Y ahí sí tembló. Lo vi en sus ojos. Ya no hablaba.
Mis movimientos fueron calculados. Nada impulsivo. Solo precisión. El filo pasó por donde debía. Lo justo para que doliera. Para que lo sintiera. Para que entendiera que esta vez no era la niña que se quedaba callada y que al fin tomaba justicia dejando que aquel hombre que se hacía llamar su padre, se desangrara lleno de dolor.
Cuando terminé, dejé el cuchillo sobre la mesa de metal cercana. Me limpié la sangre de las manos con un trapo sucio. No me importó que me manchara más. Caminé hacia la puerta, abriéndola viendo a Angela Di Trapani, que esperaba afuera.
Caminamos juntas hasta la entrada. Ella me dio las llaves sin preguntar. Las tomé, sintiendo el metal frío en la palma.
—Estaré aquí fuera —dijo con calma, pero firme—. Si me necesitas, solo grita mi nombre.
Asentí y entré sola.
Dentro, el olor a humedad se mezclaba con algo más metálico. Sangre seca, probablemente. El foco colgando del techo iluminaba solo el centro del espacio. Y allí estaba él. Atado a una silla de hierro oxidado, la cabeza baja, respirando con dificultad. Le habían dado una paliza. Una buena. No me hizo falta preguntar si había sido Angela quien lo había ordenado.
Cerré la puerta tras de mí. Él levantó la mirada.
—Así que al final viniste, piccola —su voz era rasposa, como si le costara hasta hablar—. Siempre fuiste valiente… pero también una traidora.
No respondí. Caminé hacia él. Lenta. Paso a paso.
—A los doce años tuviste los cojones de entregarme. Por eso pasé catorce putos años entre ratas. Pero salí. Y mírate ahora —rió entre dientes, escupiendo sangre—. Sigues siendo la misma niña rota.
Me quedé delante de él, sacando el arma de mi cinturón. La sostuve en mi mano, pero no la levanté aún.
—No soy una niña —dije con voz baja—. Y tú ya no me das miedo.
—Mientes. Temblabas cuando te toqué. Como antes. Como siempre. Tú nunca pudiste con esto.
Me acerqué, apoyando la pistola contra su frente. Me miró. Sonrió.
—Hazlo.
—No —susurré, bajando el arma. Vi cómo se le tensaba la mandíbula, como si no lo esperara. Entonces, saqué el cuchillo pequeño que llevaba en el tobillo.
Lo miré fijamente.
—No mereces una bala.
Y ahí sí tembló. Lo vi en sus ojos. Ya no hablaba.
Mis movimientos fueron calculados. Nada impulsivo. Solo precisión. El filo pasó por donde debía. Lo justo para que doliera. Para que lo sintiera. Para que entendiera que esta vez no era la niña que se quedaba callada y que al fin tomaba justicia dejando que aquel hombre que se hacía llamar su padre, se desangrara lleno de dolor.
Cuando terminé, dejé el cuchillo sobre la mesa de metal cercana. Me limpié la sangre de las manos con un trapo sucio. No me importó que me manchara más. Caminé hacia la puerta, abriéndola viendo a Angela Di Trapani, que esperaba afuera.
Las ruedas del coche chirriaron un poco al girar en la entrada de tierra. Uno de los almacenes vacíos de Angela, apartado, con los portones cerrados y dos de sus hombres de confianza montando guardia. No hablaban, solo asintieron con la cabeza cuando nos vieron llegar. Angela bajó primero, me miró en silencio mientras yo abría la puerta del copiloto. No me dijo nada. No tenía que hacerlo.
Caminamos juntas hasta la entrada. Ella me dio las llaves sin preguntar. Las tomé, sintiendo el metal frío en la palma.
—Estaré aquí fuera —dijo con calma, pero firme—. Si me necesitas, solo grita mi nombre.
Asentí y entré sola.
Dentro, el olor a humedad se mezclaba con algo más metálico. Sangre seca, probablemente. El foco colgando del techo iluminaba solo el centro del espacio. Y allí estaba él. Atado a una silla de hierro oxidado, la cabeza baja, respirando con dificultad. Le habían dado una paliza. Una buena. No me hizo falta preguntar si había sido Angela quien lo había ordenado.
Cerré la puerta tras de mí. Él levantó la mirada.
—Así que al final viniste, piccola —su voz era rasposa, como si le costara hasta hablar—. Siempre fuiste valiente… pero también una traidora.
No respondí. Caminé hacia él. Lenta. Paso a paso.
—A los doce años tuviste los cojones de entregarme. Por eso pasé catorce putos años entre ratas. Pero salí. Y mírate ahora —rió entre dientes, escupiendo sangre—. Sigues siendo la misma niña rota.
Me quedé delante de él, sacando el arma de mi cinturón. La sostuve en mi mano, pero no la levanté aún.
—No soy una niña —dije con voz baja—. Y tú ya no me das miedo.
—Mientes. Temblabas cuando te toqué. Como antes. Como siempre. Tú nunca pudiste con esto.
Me acerqué, apoyando la pistola contra su frente. Me miró. Sonrió.
—Hazlo.
—No —susurré, bajando el arma. Vi cómo se le tensaba la mandíbula, como si no lo esperara. Entonces, saqué el cuchillo pequeño que llevaba en el tobillo.
Lo miré fijamente.
—No mereces una bala.
Y ahí sí tembló. Lo vi en sus ojos. Ya no hablaba.
Mis movimientos fueron calculados. Nada impulsivo. Solo precisión. El filo pasó por donde debía. Lo justo para que doliera. Para que lo sintiera. Para que entendiera que esta vez no era la niña que se quedaba callada y que al fin tomaba justicia dejando que aquel hombre que se hacía llamar su padre, se desangrara lleno de dolor.
Cuando terminé, dejé el cuchillo sobre la mesa de metal cercana. Me limpié la sangre de las manos con un trapo sucio. No me importó que me manchara más. Caminé hacia la puerta, abriéndola viendo a [haze_orange_shark_766], que esperaba afuera.
