• Este lugar separado de todo, este jardín en su templo, en su morada... Es el único lugar donde encuentro paz. Es porque en esta vida... Me topé con ella. ~
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  • « Vuelta a casa »
    𝐌𝖾𝗅𝗂𝗇𝖺 𝐅𝗂𝗋𝖾𝖻𝗅𝗈𝗈𝗆

    Era la primera nevada del año; aquel manto blanco, virgen, se tiñó de carmesí en aquel ocaso. Los Kamis los habían castigado, como a un perro desobediente que reta a su amo.

    Sus últimas palabras y pensamientos fueron volver a casa. No sabía cuántos días habían pasado; en el mundo de los espíritus la noche siempre era perpetua, por lo que no fue consciente del tiempo que pasó fuera.

    Recordó ser arropado por los brazos de Inari, y segundos después, tras sus últimas palabras, sentir que el frío del invierno lo abrazaba. Apareció en el exterior del templo, boca arriba sobre el manto blanco que había viajado con aquella primera nevada. Sintió incluso alivio al sentir la frescura sobre su piel lacerada. Aún así, el dolor le había robado el aliento; eso sumado a la falta de comida, agua y sueño durante días, había hecho que finalmente colapsara. Pero tras unos largos segundos, con el poco hilo de voz que le quedaba, pudo decir una sola cosa.

    - Me...Melina....-

    « Vuelta a casa » [Fire.bl00m] Era la primera nevada del año; aquel manto blanco, virgen, se tiñó de carmesí en aquel ocaso. Los Kamis los habían castigado, como a un perro desobediente que reta a su amo. Sus últimas palabras y pensamientos fueron volver a casa. No sabía cuántos días habían pasado; en el mundo de los espíritus la noche siempre era perpetua, por lo que no fue consciente del tiempo que pasó fuera. Recordó ser arropado por los brazos de Inari, y segundos después, tras sus últimas palabras, sentir que el frío del invierno lo abrazaba. Apareció en el exterior del templo, boca arriba sobre el manto blanco que había viajado con aquella primera nevada. Sintió incluso alivio al sentir la frescura sobre su piel lacerada. Aún así, el dolor le había robado el aliento; eso sumado a la falta de comida, agua y sueño durante días, había hecho que finalmente colapsara. Pero tras unos largos segundos, con el poco hilo de voz que le quedaba, pudo decir una sola cosa. - Me...Melina....-
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  • «Escena cerrada»

    El juicio de los Dioses.

    Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal.

    Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo.

    Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber.

    El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis.

    Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia.

    No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo.

    Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar.

    —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él.

    A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta.

    Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo.

    Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia.

    Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca.

    Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá.

    Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa.

    Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa.

    —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento.

    A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
    «Escena cerrada» El juicio de los Dioses. Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal. Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo. Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber. El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis. Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia. No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo. Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar. —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él. A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta. Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo. Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia. Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca. Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá. Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa. Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa. —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento. A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
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  • ִֶָ. ..𓂃 ࣪ ִֶָ🪽་༘࿐ Saben, pensándolo mejor, hubiera usado este traje para halloween, Se ve algo aterrador, ahora soy un demonio, tienes que tenerme miedo.

    — Dijo con una sonrisa mientras caminaba en lo oscuro de un templo, sola aprovechando que era un templo abandonado para usar ese traje.
    ִֶָ. ..𓂃 ࣪ ִֶָ🪽་༘࿐ Saben, pensándolo mejor, hubiera usado este traje para halloween, Se ve algo aterrador, ahora soy un demonio, tienes que tenerme miedo. — Dijo con una sonrisa mientras caminaba en lo oscuro de un templo, sola aprovechando que era un templo abandonado para usar ese traje.
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  • ×Aquel día, estaba en compañía de mi pequeño Jinshi, el cual se hallaba en el templo negativo, esperando aburrida por la falta de actividad, me quedé dormida×
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  • ¿Limpiar el templo? ¡Para qué! Así todo viejo y sucio le da un aspecto más misterioso, ¿no crees?
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    Me empiezo a desvanecer lentamente en los brazos de mi madre.
    Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano.

    Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse.

    Los ojos de mi madre se ponen en blanco.
    Su respiración se serena.
    Se duerme.

    Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.”

    Su voz resuena como el eco de un templo antiguo.
    Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí.

    Desaparezco.

    Y entonces estoy… en nada.
    Una sala eterna.
    Blanca.
    Sin principio ni fin.
    Sin sonido.
    Sin vida.
    Sin color.

    Camino, pero mis pasos no suenan.
    Grito, pero mi voz muere antes de nacer.

    La soledad es tan profunda que parece una criatura viva.
    Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra.

    Y por fin, a lo lejos…

    Un cubo.
    Suspendido en la nada.

    Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña.
    Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio.

    La chica allí dentro juega con mundos diminutos.
    Sonríe.
    Brilla.

    Me acerco.
    Toco el cubo.

    Y aparezco dentro.

    Pero no es lo que había visto desde fuera.
    No hay paredes.
    No hay techo.
    Todo es infinito.
    Galaxias vivas.
    Nebulosas que respiran.
    Constelaciones que parpadean como criaturas reales.

    La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí.
    Sus ojos contienen sistemas solares enteros.

    Sonríe.

    Tsukumo Sana:
    “¿De dónde sales tú, niña?”

    Trago saliva.
    Mis manos tiemblan.
    La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro.

    Lili:
    “Yo… de…”
    La miro, incapaz de comprenderla del todo.
    “¿Eres la muerte?”

    Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara.

    Su risa hace vibrar estrellas.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 Me empiezo a desvanecer lentamente en los brazos de mi madre. Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano. Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse. Los ojos de mi madre se ponen en blanco. Su respiración se serena. Se duerme. Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.” Su voz resuena como el eco de un templo antiguo. Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí. Desaparezco. Y entonces estoy… en nada. Una sala eterna. Blanca. Sin principio ni fin. Sin sonido. Sin vida. Sin color. Camino, pero mis pasos no suenan. Grito, pero mi voz muere antes de nacer. La soledad es tan profunda que parece una criatura viva. Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra. Y por fin, a lo lejos… Un cubo. Suspendido en la nada. Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña. Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio. La chica allí dentro juega con mundos diminutos. Sonríe. Brilla. Me acerco. Toco el cubo. Y aparezco dentro. Pero no es lo que había visto desde fuera. No hay paredes. No hay techo. Todo es infinito. Galaxias vivas. Nebulosas que respiran. Constelaciones que parpadean como criaturas reales. La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí. Sus ojos contienen sistemas solares enteros. Sonríe. Tsukumo Sana: “¿De dónde sales tú, niña?” Trago saliva. Mis manos tiemblan. La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro. Lili: “Yo… de…” La miro, incapaz de comprenderla del todo. “¿Eres la muerte?” Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara. Su risa hace vibrar estrellas.
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    Me empiezo a desvanecer lentamente en los brazos de mi madre.
    Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano.

    Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse.

    Los ojos de mi madre se ponen en blanco.
    Su respiración se serena.
    Se duerme.

    Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.”

    Su voz resuena como el eco de un templo antiguo.
    Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí.

    Desaparezco.

    Y entonces estoy… en nada.
    Una sala eterna.
    Blanca.
    Sin principio ni fin.
    Sin sonido.
    Sin vida.
    Sin color.

    Camino, pero mis pasos no suenan.
    Grito, pero mi voz muere antes de nacer.

    La soledad es tan profunda que parece una criatura viva.
    Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra.

    Y por fin, a lo lejos…

    Un cubo.
    Suspendido en la nada.

    Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña.
    Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio.

    La chica allí dentro juega con mundos diminutos.
    Sonríe.
    Brilla.

    Me acerco.
    Toco el cubo.

    Y aparezco dentro.

    Pero no es lo que había visto desde fuera.
    No hay paredes.
    No hay techo.
    Todo es infinito.
    Galaxias vivas.
    Nebulosas que respiran.
    Constelaciones que parpadean como criaturas reales.

    La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí.
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    Sonríe.

    Tsukumo Sana:
    “¿De dónde sales tú, niña?”

    Trago saliva.
    Mis manos tiemblan.
    La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro.

    Lili:
    “Yo… de…”
    La miro, incapaz de comprenderla del todo.
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    Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano.

    Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse.

    Los ojos de mi madre se ponen en blanco.
    Su respiración se serena.
    Se duerme.

    Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.”

    Su voz resuena como el eco de un templo antiguo.
    Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí.

    Desaparezco.

    Y entonces estoy… en nada.
    Una sala eterna.
    Blanca.
    Sin principio ni fin.
    Sin sonido.
    Sin vida.
    Sin color.

    Camino, pero mis pasos no suenan.
    Grito, pero mi voz muere antes de nacer.

    La soledad es tan profunda que parece una criatura viva.
    Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra.

    Y por fin, a lo lejos…

    Un cubo.
    Suspendido en la nada.

    Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña.
    Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio.

    La chica allí dentro juega con mundos diminutos.
    Sonríe.
    Brilla.

    Me acerco.
    Toco el cubo.

    Y aparezco dentro.

    Pero no es lo que había visto desde fuera.
    No hay paredes.
    No hay techo.
    Todo es infinito.
    Galaxias vivas.
    Nebulosas que respiran.
    Constelaciones que parpadean como criaturas reales.

    La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí.
    Sus ojos contienen sistemas solares enteros.

    Sonríe.

    Tsukumo Sana:
    “¿De dónde sales tú, niña?”

    Trago saliva.
    Mis manos tiemblan.
    La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro.

    Lili:
    “Yo… de…”
    La miro, incapaz de comprenderla del todo.
    “¿Eres la muerte?”

    Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara.

    Su risa hace vibrar estrellas.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 Me empiezo a desvanecer lentamente en los brazos de mi madre. Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano. Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse. Los ojos de mi madre se ponen en blanco. Su respiración se serena. Se duerme. Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.” Su voz resuena como el eco de un templo antiguo. Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí. Desaparezco. Y entonces estoy… en nada. Una sala eterna. Blanca. Sin principio ni fin. Sin sonido. Sin vida. Sin color. Camino, pero mis pasos no suenan. Grito, pero mi voz muere antes de nacer. La soledad es tan profunda que parece una criatura viva. Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra. Y por fin, a lo lejos… Un cubo. Suspendido en la nada. Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña. Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio. La chica allí dentro juega con mundos diminutos. Sonríe. Brilla. Me acerco. Toco el cubo. Y aparezco dentro. Pero no es lo que había visto desde fuera. No hay paredes. No hay techo. Todo es infinito. Galaxias vivas. Nebulosas que respiran. Constelaciones que parpadean como criaturas reales. La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí. Sus ojos contienen sistemas solares enteros. Sonríe. Tsukumo Sana: “¿De dónde sales tú, niña?” Trago saliva. Mis manos tiemblan. La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro. Lili: “Yo… de…” La miro, incapaz de comprenderla del todo. “¿Eres la muerte?” Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara. Su risa hace vibrar estrellas.
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    La advertencia de Arc

    Cuando por fin me alejo del jardín y de la risa de Ryu, un silencio extraño me envuelve.
    No el silencio de Veythra.
    Otro.
    Más profundo.
    Más viejo.

    —Lili…

    La voz no viene de ningún lado.
    Viene de dentro.
    De esa parte de mi alma donde Arc dejó siempre un hilo de luz desde el Jardín de las Visiones.

    Su tono no es cálido esta vez.
    Es… decepcionado.

    —El eclipse de sol se aproxima. Y no trae augurios de amor… sino de ruptura.
    —Arc… —susurro, sintiendo un nudo formarse en mi garganta.
    —Si no dominas a Veythra antes de que el sol cubra a la luna… el Caos encontrará un canal. Y ese canal… serás tú.

    Mi respiración se corta.

    —No puedo dejar que pase eso…
    —Entonces levántate, pequeña Umbrélun. Antes de que la luz se fracture.

    La conexión se apaga.
    Y yo corro.


    ---

    Akane… desaparecida de nuevo

    Voy directa hacia sus aposentos, casi tropezando en cada escalón, porque todo el peso de la advertencia se ha convertido en una presión insoportable en mi pecho.

    Empujo la puerta.
    Nada.
    Ni rastro.
    Ni aroma.
    Ni sombra.

    —Akane…
    —Akane, por favor…

    El vacío me responde.

    Otra vez.

    La habitación está perfectamente ordenada.
    Demasiado.
    Como si nunca hubiese estado allí.

    Y esa pequeña punzada en mi pecho, la de siempre, vuelve a clavarse:
    me ha dejado sola otra vez.

    Mi garganta se quiebra.

    —Ya basta… —susurro, pero no sé si hablo de Akane, de Veythra, del eclipse, o de mí misma.

    La segunda punzada llega sin avisar.
    Las lágrimas.

    Primero una.
    Luego todas.

    No quiero llorar.
    No quiero.
    Pero me siento como una niña abandonada en medio de un templo vacío, con un arma que me odia y un destino que no pedí.

    Me cubro la cara con las manos y dejo que salga todo lo que duele.


    ---

    La mirada de Ryu

    No escucho cuando entra.
    No siento su paso.
    Ryu siempre fue así: aparece como una sombra, pero una sombra cálida… y peligrosa.

    Cuando por fin levanto la mirada, ella está allí.
    Apoyada en el marco de la puerta, los brazos cruzados.
    Su sonrisa pequeña.
    Sus colmillos asomando justo lo justo como para dar miedo y ternura.
    Esos ojos dorados.
    Esos ojos que siempre me ven entera.

    Siempre me observa.
    Siempre.

    Pero esta vez no me observa a mí sola.

    También mira a Veythra, que tiembla suavemente dentro de la vaina, como si quisiera salir a desgarrar el aire.

    Un brillo pasa por los ojos de Ryu.
    Una mezcla de advertencia… y fascinación.
    Ella lo siente.
    Siente a la espada.
    Y siente cómo la espada me altera a mí.

    Yo aprieto los puños.
    No quiero entrenar.
    No quiero ver a nadie.
    No quiero cargar todo esto otra vez.

    Me levanto de golpe, sin mirarla.

    —¡No quiero saber nada!
    Ni de Akane… ni de Veythra… ¡ni de nadie!

    Camino rápido, casi corriendo.
    Veythra vibra furiosa con cada paso, como si se quejara, como si quisiera hablar, como si disfrutara mi descontrol.

    Pero Ryu no se mueve.

    No intenta detenerme.

    Solo me sigue con la mirada…
    su sonrisa ladeada…
    y una preocupación oculta en la curva de sus ojos.

    Porque Ryu sabe.

    Sabe más que yo misma.

    Sabe que cuando Veythra vibra, algo dentro de mí vibra también.
    Y que si yo me rompo…
    la espada encontrará la grieta.

    Y el Caos…
    sonríe desde dentro.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 La advertencia de Arc Cuando por fin me alejo del jardín y de la risa de Ryu, un silencio extraño me envuelve. No el silencio de Veythra. Otro. Más profundo. Más viejo. —Lili… La voz no viene de ningún lado. Viene de dentro. De esa parte de mi alma donde Arc dejó siempre un hilo de luz desde el Jardín de las Visiones. Su tono no es cálido esta vez. Es… decepcionado. —El eclipse de sol se aproxima. Y no trae augurios de amor… sino de ruptura. —Arc… —susurro, sintiendo un nudo formarse en mi garganta. —Si no dominas a Veythra antes de que el sol cubra a la luna… el Caos encontrará un canal. Y ese canal… serás tú. Mi respiración se corta. —No puedo dejar que pase eso… —Entonces levántate, pequeña Umbrélun. Antes de que la luz se fracture. La conexión se apaga. Y yo corro. --- Akane… desaparecida de nuevo Voy directa hacia sus aposentos, casi tropezando en cada escalón, porque todo el peso de la advertencia se ha convertido en una presión insoportable en mi pecho. Empujo la puerta. Nada. Ni rastro. Ni aroma. Ni sombra. —Akane… —Akane, por favor… El vacío me responde. Otra vez. La habitación está perfectamente ordenada. Demasiado. Como si nunca hubiese estado allí. Y esa pequeña punzada en mi pecho, la de siempre, vuelve a clavarse: me ha dejado sola otra vez. Mi garganta se quiebra. —Ya basta… —susurro, pero no sé si hablo de Akane, de Veythra, del eclipse, o de mí misma. La segunda punzada llega sin avisar. Las lágrimas. Primero una. Luego todas. No quiero llorar. No quiero. Pero me siento como una niña abandonada en medio de un templo vacío, con un arma que me odia y un destino que no pedí. Me cubro la cara con las manos y dejo que salga todo lo que duele. --- La mirada de Ryu No escucho cuando entra. No siento su paso. Ryu siempre fue así: aparece como una sombra, pero una sombra cálida… y peligrosa. Cuando por fin levanto la mirada, ella está allí. Apoyada en el marco de la puerta, los brazos cruzados. Su sonrisa pequeña. Sus colmillos asomando justo lo justo como para dar miedo y ternura. Esos ojos dorados. Esos ojos que siempre me ven entera. Siempre me observa. Siempre. Pero esta vez no me observa a mí sola. También mira a Veythra, que tiembla suavemente dentro de la vaina, como si quisiera salir a desgarrar el aire. Un brillo pasa por los ojos de Ryu. Una mezcla de advertencia… y fascinación. Ella lo siente. Siente a la espada. Y siente cómo la espada me altera a mí. Yo aprieto los puños. No quiero entrenar. No quiero ver a nadie. No quiero cargar todo esto otra vez. Me levanto de golpe, sin mirarla. —¡No quiero saber nada! Ni de Akane… ni de Veythra… ¡ni de nadie! Camino rápido, casi corriendo. Veythra vibra furiosa con cada paso, como si se quejara, como si quisiera hablar, como si disfrutara mi descontrol. Pero Ryu no se mueve. No intenta detenerme. Solo me sigue con la mirada… su sonrisa ladeada… y una preocupación oculta en la curva de sus ojos. Porque Ryu sabe. Sabe más que yo misma. Sabe que cuando Veythra vibra, algo dentro de mí vibra también. Y que si yo me rompo… la espada encontrará la grieta. Y el Caos… sonríe desde dentro.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷

    La advertencia de Arc

    Cuando por fin me alejo del jardín y de la risa de Ryu, un silencio extraño me envuelve.
    No el silencio de Veythra.
    Otro.
    Más profundo.
    Más viejo.

    —Lili…

    La voz no viene de ningún lado.
    Viene de dentro.
    De esa parte de mi alma donde Arc dejó siempre un hilo de luz desde el Jardín de las Visiones.

    Su tono no es cálido esta vez.
    Es… decepcionado.

    —El eclipse de sol se aproxima. Y no trae augurios de amor… sino de ruptura.
    —Arc… —susurro, sintiendo un nudo formarse en mi garganta.
    —Si no dominas a Veythra antes de que el sol cubra a la luna… el Caos encontrará un canal. Y ese canal… serás tú.

    Mi respiración se corta.

    —No puedo dejar que pase eso…
    —Entonces levántate, pequeña Umbrélun. Antes de que la luz se fracture.

    La conexión se apaga.
    Y yo corro.


    ---

    Akane… desaparecida de nuevo

    Voy directa hacia sus aposentos, casi tropezando en cada escalón, porque todo el peso de la advertencia se ha convertido en una presión insoportable en mi pecho.

    Empujo la puerta.
    Nada.
    Ni rastro.
    Ni aroma.
    Ni sombra.

    —Akane…
    —Akane, por favor…

    El vacío me responde.

    Otra vez.

    La habitación está perfectamente ordenada.
    Demasiado.
    Como si nunca hubiese estado allí.

    Y esa pequeña punzada en mi pecho, la de siempre, vuelve a clavarse:
    me ha dejado sola otra vez.

    Mi garganta se quiebra.

    —Ya basta… —susurro, pero no sé si hablo de Akane, de Veythra, del eclipse, o de mí misma.

    La segunda punzada llega sin avisar.
    Las lágrimas.

    Primero una.
    Luego todas.

    No quiero llorar.
    No quiero.
    Pero me siento como una niña abandonada en medio de un templo vacío, con un arma que me odia y un destino que no pedí.

    Me cubro la cara con las manos y dejo que salga todo lo que duele.


    ---

    La mirada de Ryu

    No escucho cuando entra.
    No siento su paso.
    Ryu siempre fue así: aparece como una sombra, pero una sombra cálida… y peligrosa.

    Cuando por fin levanto la mirada, ella está allí.
    Apoyada en el marco de la puerta, los brazos cruzados.
    Su sonrisa pequeña.
    Sus colmillos asomando justo lo justo como para dar miedo y ternura.
    Esos ojos dorados.
    Esos ojos que siempre me ven entera.

    Siempre me observa.
    Siempre.

    Pero esta vez no me observa a mí sola.

    También mira a Veythra, que tiembla suavemente dentro de la vaina, como si quisiera salir a desgarrar el aire.

    Un brillo pasa por los ojos de Ryu.
    Una mezcla de advertencia… y fascinación.
    Ella lo siente.
    Siente a la espada.
    Y siente cómo la espada me altera a mí.

    Yo aprieto los puños.
    No quiero entrenar.
    No quiero ver a nadie.
    No quiero cargar todo esto otra vez.

    Me levanto de golpe, sin mirarla.

    —¡No quiero saber nada!
    Ni de Akane… ni de Veythra… ¡ni de nadie!

    Camino rápido, casi corriendo.
    Veythra vibra furiosa con cada paso, como si se quejara, como si quisiera hablar, como si disfrutara mi descontrol.

    Pero Ryu no se mueve.

    No intenta detenerme.

    Solo me sigue con la mirada…
    su sonrisa ladeada…
    y una preocupación oculta en la curva de sus ojos.

    Porque Ryu sabe.

    Sabe más que yo misma.

    Sabe que cuando Veythra vibra, algo dentro de mí vibra también.
    Y que si yo me rompo…
    la espada encontrará la grieta.

    Y el Caos…
    sonríe desde dentro.
    Me entristece
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    La advertencia de Arc

    Cuando por fin me alejo del jardín y de la risa de Ryu, un silencio extraño me envuelve.
    No el silencio de Veythra.
    Otro.
    Más profundo.
    Más viejo.

    —Lili…

    La voz no viene de ningún lado.
    Viene de dentro.
    De esa parte de mi alma donde Arc dejó siempre un hilo de luz desde el Jardín de las Visiones.

    Su tono no es cálido esta vez.
    Es… decepcionado.

    —El eclipse de sol se aproxima. Y no trae augurios de amor… sino de ruptura.
    —Arc… —susurro, sintiendo un nudo formarse en mi garganta.
    —Si no dominas a Veythra antes de que el sol cubra a la luna… el Caos encontrará un canal. Y ese canal… serás tú.

    Mi respiración se corta.

    —No puedo dejar que pase eso…
    —Entonces levántate, pequeña Umbrélun. Antes de que la luz se fracture.

    La conexión se apaga.
    Y yo corro.


    ---

    Akane… desaparecida de nuevo

    Voy directa hacia sus aposentos, casi tropezando en cada escalón, porque todo el peso de la advertencia se ha convertido en una presión insoportable en mi pecho.

    Empujo la puerta.
    Nada.
    Ni rastro.
    Ni aroma.
    Ni sombra.

    —Akane…
    —Akane, por favor…

    El vacío me responde.

    Otra vez.

    La habitación está perfectamente ordenada.
    Demasiado.
    Como si nunca hubiese estado allí.

    Y esa pequeña punzada en mi pecho, la de siempre, vuelve a clavarse:
    me ha dejado sola otra vez.

    Mi garganta se quiebra.

    —Ya basta… —susurro, pero no sé si hablo de Akane, de Veythra, del eclipse, o de mí misma.

    La segunda punzada llega sin avisar.
    Las lágrimas.

    Primero una.
    Luego todas.

    No quiero llorar.
    No quiero.
    Pero me siento como una niña abandonada en medio de un templo vacío, con un arma que me odia y un destino que no pedí.

    Me cubro la cara con las manos y dejo que salga todo lo que duele.


    ---

    La mirada de Ryu

    No escucho cuando entra.
    No siento su paso.
    Ryu siempre fue así: aparece como una sombra, pero una sombra cálida… y peligrosa.

    Cuando por fin levanto la mirada, ella está allí.
    Apoyada en el marco de la puerta, los brazos cruzados.
    Su sonrisa pequeña.
    Sus colmillos asomando justo lo justo como para dar miedo y ternura.
    Esos ojos dorados.
    Esos ojos que siempre me ven entera.

    Siempre me observa.
    Siempre.

    Pero esta vez no me observa a mí sola.

    También mira a Veythra, que tiembla suavemente dentro de la vaina, como si quisiera salir a desgarrar el aire.

    Un brillo pasa por los ojos de Ryu.
    Una mezcla de advertencia… y fascinación.
    Ella lo siente.
    Siente a la espada.
    Y siente cómo la espada me altera a mí.

    Yo aprieto los puños.
    No quiero entrenar.
    No quiero ver a nadie.
    No quiero cargar todo esto otra vez.

    Me levanto de golpe, sin mirarla.

    —¡No quiero saber nada!
    Ni de Akane… ni de Veythra… ¡ni de nadie!

    Camino rápido, casi corriendo.
    Veythra vibra furiosa con cada paso, como si se quejara, como si quisiera hablar, como si disfrutara mi descontrol.

    Pero Ryu no se mueve.

    No intenta detenerme.

    Solo me sigue con la mirada…
    su sonrisa ladeada…
    y una preocupación oculta en la curva de sus ojos.

    Porque Ryu sabe.

    Sabe más que yo misma.

    Sabe que cuando Veythra vibra, algo dentro de mí vibra también.
    Y que si yo me rompo…
    la espada encontrará la grieta.

    Y el Caos…
    sonríe desde dentro.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 La advertencia de Arc Cuando por fin me alejo del jardín y de la risa de Ryu, un silencio extraño me envuelve. No el silencio de Veythra. Otro. Más profundo. Más viejo. —Lili… La voz no viene de ningún lado. Viene de dentro. De esa parte de mi alma donde Arc dejó siempre un hilo de luz desde el Jardín de las Visiones. Su tono no es cálido esta vez. Es… decepcionado. —El eclipse de sol se aproxima. Y no trae augurios de amor… sino de ruptura. —Arc… —susurro, sintiendo un nudo formarse en mi garganta. —Si no dominas a Veythra antes de que el sol cubra a la luna… el Caos encontrará un canal. Y ese canal… serás tú. Mi respiración se corta. —No puedo dejar que pase eso… —Entonces levántate, pequeña Umbrélun. Antes de que la luz se fracture. La conexión se apaga. Y yo corro. --- Akane… desaparecida de nuevo Voy directa hacia sus aposentos, casi tropezando en cada escalón, porque todo el peso de la advertencia se ha convertido en una presión insoportable en mi pecho. Empujo la puerta. Nada. Ni rastro. Ni aroma. Ni sombra. —Akane… —Akane, por favor… El vacío me responde. Otra vez. La habitación está perfectamente ordenada. Demasiado. Como si nunca hubiese estado allí. Y esa pequeña punzada en mi pecho, la de siempre, vuelve a clavarse: me ha dejado sola otra vez. Mi garganta se quiebra. —Ya basta… —susurro, pero no sé si hablo de Akane, de Veythra, del eclipse, o de mí misma. La segunda punzada llega sin avisar. Las lágrimas. Primero una. Luego todas. No quiero llorar. No quiero. Pero me siento como una niña abandonada en medio de un templo vacío, con un arma que me odia y un destino que no pedí. Me cubro la cara con las manos y dejo que salga todo lo que duele. --- La mirada de Ryu No escucho cuando entra. No siento su paso. Ryu siempre fue así: aparece como una sombra, pero una sombra cálida… y peligrosa. Cuando por fin levanto la mirada, ella está allí. Apoyada en el marco de la puerta, los brazos cruzados. Su sonrisa pequeña. Sus colmillos asomando justo lo justo como para dar miedo y ternura. Esos ojos dorados. Esos ojos que siempre me ven entera. Siempre me observa. Siempre. Pero esta vez no me observa a mí sola. También mira a Veythra, que tiembla suavemente dentro de la vaina, como si quisiera salir a desgarrar el aire. Un brillo pasa por los ojos de Ryu. Una mezcla de advertencia… y fascinación. Ella lo siente. Siente a la espada. Y siente cómo la espada me altera a mí. Yo aprieto los puños. No quiero entrenar. No quiero ver a nadie. No quiero cargar todo esto otra vez. Me levanto de golpe, sin mirarla. —¡No quiero saber nada! Ni de Akane… ni de Veythra… ¡ni de nadie! Camino rápido, casi corriendo. Veythra vibra furiosa con cada paso, como si se quejara, como si quisiera hablar, como si disfrutara mi descontrol. Pero Ryu no se mueve. No intenta detenerme. Solo me sigue con la mirada… su sonrisa ladeada… y una preocupación oculta en la curva de sus ojos. Porque Ryu sabe. Sabe más que yo misma. Sabe que cuando Veythra vibra, algo dentro de mí vibra también. Y que si yo me rompo… la espada encontrará la grieta. Y el Caos… sonríe desde dentro.
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